La unidad imposible. Víctimas de la escasez y enfrentamientos internos en la retaguardia republicana (1936-1939)
1. Víctimas de la guerra: más allá de la violencia física
La guerra implica “un amplio espectro de agresiones de toda índole que abarca todos los aspectos de la vida de un grupo, etnia, comunidad, clase social, pueblo, nación o país” y, por tanto, provoca toda una serie de dislocaciones de la realidad cotidiana de los civiles, más allá del frente de batalla (Peña Galbán, 2007). Las personas que se enfrentan a los efectos de la guerra pueden y deben ser consideradas como víctimas del conflicto bélico, hayan experimentado o no violencia física en el sentido más estricto del término. La población civil en zonas de conflicto se enfrenta a todo un catálogo de sufrimientos que incluyen la pérdida de la vivienda, los desplazamientos forzosos, la destrucción de sus medios de vida, la escasez de productos básicos, el hambre y las enfermedades que, relacionadas con una alimentación deficiente y la falta de higiene básica, además no son tratadas adecuadamente debido a la pérdida de calidad o la destrucción de los sistemas sanitarios (Steele, 2017). Las consecuencias físicas y psicológicas del conflicto pueden marcar la vida de las personas que lo sufren, aunque no hayan resultado muertas o heridas durante los enfrentamientos bélicos o en los estallidos de violencia en la retaguardia (Silverman, 2020).
Una aproximación compleja y reflexiva sobre el concepto de víctima debe tratar de abordar, en cuanto es posible, la delimitación del alcance del concepto de guerra y de violencia. Uno de los términos que está revolucionando la noción de las consecuencias de los desastres humanos y naturales es el de “violencia lenta”, popularizado en el ámbito de los desastres medioambientales a través de la publicación del libro de Rob Nixon, Slow Violence and the Environmentalism of the Poor (2011). Para una reinterpretación de la experiencia de guerra hace falta repensar más allá de la percepción inmediata de la guerra, su destrucción y sus consecuencias. Víctimas no fueron solo muertos, desaparecidos, encarcelados. Víctimas no solo fueron las familias con miembros ausentes, víctimas no fueron solo desplazados y exiliados.
El propósito de este artículo es aplicar esta definición más amplia de víctima a las personas que experimentaron la guerra civil española desde su realidad cotidiana y sufrieron las consecuencias materiales y económicas del conflicto desde la retaguardia republicana. Esa gran masa anónima que sufrió las consecuencias socio-estructurales de la guerra durante su desarrollo y en el proceso de “control” posterior, es decir, de asentamiento de la dictadura a través de la política autárquica, son también individuos afectados por la guerra, víctimas de ellas.
En este caso, interpretamos la restricción (planificada) y las dificultades (inesperadas) sobre el acceso a los bienes de consumo considerados de primera necesidad como una forma de violencia larga o violencia friccional que se configura en lapsos de tiempo más largo y ve sus efectos retrasados. Es decir, no hablamos aquí de consecuencias instantáneas y espectaculares (como podrían ser los bombardeos) sino de derivas prolongadas en meses, años e incluso décadas.
Estas formas de violencia, además, conllevan la dificultad de su encaramiento. Es decir, no solo vamos a centrarnos en cómo se despliega la violencia alimentaria o, en otras palabras, la destrucción de la seguridad alimentaria, sino de qué manera sus víctimas lentas instrumentalizaron sus recursos y capacidades para hacerle frente. Al igual que se ha demostrado para otros tipos de experimentación de la violencia, como en el caso de Rachel Pain (2001) y el trauma crónico de la desposesión de vivienda o los estudios de los testimonios de la vivencia de un campo de concentración, la escasez y la hambruna supusieron una cicatriz no curada que extiende sus derivas hasta prácticas actuales.
A lo largo de este trabajo trataremos de mostrar cómo durante el conflicto, las personas se categorizaron como víctimas de la escasez y elaboraron discursos en los que establecían quienes eran responsables de su situación. Estos relatos cambiaron durante la guerra y evolucionaron mientras el problema del abastecimiento de la retaguardia se enquistaba, empeoraba y se convertía en uno de los principales desestabilizadores de las zonas leales a la República. Así, el discurso inicial en el que se culpaba al enemigo de la escasez fue gradualmente sustituido por otros en los que las zonas productoras se enfrentaban a las consumidoras, unas regiones culpaban a otras y los civiles recelaban del racionamiento de los militares: unos y otros se consideraban víctimas de lo que consideraban el egoísmo del contrario. A través del ejemplo de los casos de Madrid y las provincias que hoy componen Castilla-La Mancha, veremos cómo todas estas divisiones se extendieron y se hicieron más profundas a lo largo de la guerra y cómo enturbiaron tanto las relaciones entre estas dos regiones y dentro de las mismas.
2. El abastecimiento, factor clave de la guerra civil española
Los temores por los que el civil de cualquier ciudad de la España republicana podía sentirse preocupado durante la reciente guerra eran: (a) que él o su familia pudieran morir o ser heridos por bombardeos, ya fueran aéreos o de artillería; (b) que pudieran ser llamados a servir en el frente en el Ejército; (c) que él y su familia pudieran morir de hambre lenta pero progresivamente, debido a la escasez de alimentos; y (d) que pudieran arruinarse económicamente, debido a la caída del poder adquisitivo del dinero republicano español. Fueron los dos últimos temores los que, de hecho, resultaron ser los mejor fundados.1
Así se pronunciaba el doctor Emilio Mira, jefe de psiquiatría del Ejército Republicano, en un artículo publicado por el British Medical Journal apenas dos meses después de que la guerra civil española se hubiera cerrado con la victoria de Franco. En su escrito, Mira detallaba la situación de la retaguardia republicana, atribuyendo al hambre y la destrucción causadas por la guerra el papel principal en la desmoralización de la población civil y situando estos factores como claves explicativas de la derrota republicana.
La importancia de la retaguardia empezó a ser percibida ya en los primeros momentos del conflicto. El golpe de Estado del 18 de julio de 1936 no alcanzó su objetivo de tomar el poder rápidamente, mientras que la República tampoco consiguió desactivarlo. España quedó partida en dos, de manera que mientras que los rebeldes se habían hecho inicialmente con el control de la mayor parte de Galicia, Castilla y León y Navarra, así como parte del País Vasco, Extremadura y algunos enclaves en el sur, la República mantuvo bajo su poder gran parte de la franja Cantábrica, el centro del país, la franja levantina y prácticamente la totalidad de Andalucía y Extremadura. La falta de una solución rápida ya fuera en favor de los golpistas o de la legalidad democrática, derivó en un conflicto que ha sido frecuentemente incluido dentro del marco teórico de la guerra total y, en el que, como tal, la retaguardia se convertía en un objetivo estratégico de primer orden (Chickering, 2007; Alegre, 2018). Indalecio Prieto lo expresó de forma elegante cuando aún no se había cumplido un año del estallido: “la solución final puede venir de la retaguardia, y el vencido será aquel de los dos adversarios, cuya retaguardia haya permanecido menos sana.” Pero para entonces las advertencias sobre la necesidad de mantener el orden lejos de los frentes de batalla no eran nuevas. “La misma importancia, por causas miles, tienen cuatro patatas que mil fusiles”, había señalado Luis de Tapia en sus coplillas en una fecha tan temprana como agosto de 1936. El tono era distinto, pero el mensaje estaba claro: la población civil debía estar suficientemente alimentada y con un nivel de moral adecuado para sostener el esfuerzo de guerra.2
Este objetivo, sin embargo, fue sumamente complicado de alcanzar para la República. En primer lugar, y tras el golpe del 18 de julio, los rebeldes se hicieron con el control en su mayor parte de zonas agrícolas y productoras, mientras que la República mantuvo las grandes ciudades y los núcleos industriales más importantes del país. Esta tendencia se mantuvo según fueron ganando terreno los sublevados, de manera que las tres ciudades más importantes de España, Barcelona, Madrid y Valencia permanecieron en manos republicanas durante todo el conflicto. Lo que en algunos casos se ha querido considerar una ventaja fue, sin embargo, todo lo contrario: la República tenía un mayor número de bocas que alimentar sin contar con los recursos necesarios para ello. Las dificultades para importar productos básicos del exterior, entre las que se contaba una menor disponibilidad de divisas por la necesidad de comprar armamento en el mercado negro debido al Acuerdo de No Intervención, impidieron que estas necesidades se cubrieran con importaciones. Por otro lado, la destrucción de cosechas, granjas y redes de transporte asociada a la actividad bélica disminuyeron aún más la disponibilidad de bienes de primera necesidad en la retaguardia republicana. La pérdida de poder estatal en favor de comités de partidos políticos y sindicatos, especialmente en los primeros meses de la guerra, complicaron la coordinación de los engranajes implicados en el abastecimiento. El posicionamiento de los grandes empresarios a favor de los rebeldes contribuyó a desarticular aún más el mercado interior. Toda esta serie de condicionantes, relacionados con la guerra y sus circunstancias, determinaron que en la España republicana la disponibilidad de víveres y otros productos básicos fuese menor de la necesaria y su distribución compleja. (Martín y Martínez, 2006; Casas, Santirso y Serrallonga, 2013).
Ante esta situación, el gobierno republicano intentó, por un lado, asegurar que el reparto de los bienes disponibles fuese igualitario y asegurara las necesidades básicas por medio del racionamiento. Introducido en Madrid en noviembre de 1936 y en marzo de 1937 en el resto de la retaguardia republicana, el racionamiento acompañó a los civiles durante todo el conflicto, pero nunca aseguró la cobertura de estas necesidades y la población tuvo que recurrir a diversas estrategias - algunas de ellas ilegales y relacionadas con el mercado negro - para asegurarse el sustento. Por otro lado, los diferentes ejecutivos republicanos, pero especialmente los dirigidos por Juan Negrín, trataron de canalizar el abastecimiento por un sistema centralizado y protagonizado por nuevos organismos que permitiera la aplicación de una tasa máxima en los productos básicos y que garantizara una mayor eficiencia y coordinación de la producción, distribución y entrega de los mismos. Este sistema tampoco solucionó los problemas de abastecimiento y causó numerosos problemas, generando un intenso descontento entre los sectores afectados por la imposición de la tasa y aquellos que perdieron el control de la gestión del abastecimiento (Campos, 2020; Nueda, 2024).
El fracaso republicano a la hora de asegurar el abastecimiento de la población civil se convirtió en uno de los factores que más erosionó la retaguardia y que, por tanto, contribuyó en gran medida a facilitar la derrota de la República. Sus ciudadanos fueron víctimas de la escasez a todos los niveles, se autopercibieron como tales y, según avanzaba la guerra, elaboraron relatos en los que culpaban de esta situación a otros ciudadanos que, juzgaban, experimentaban una mejor situación o se habían aprovechado de las desgracias de los demás para beneficiarse.
Con el tiempo, la quiebra entre el campo y la ciudad, entre las regiones productoras y las consumidoras, entre los organismos estatales y los locales, entre la población civil y el ejército, entre las personas que accedían a racionamientos extra y las que no, se extendió por toda la retaguardia a través de un discurso tejido con los mismos elementos: “nosotros” somos víctimas de “ellos”. Este discurso dejó de articularse en clave externa - “ellos” dejó de hacer referencia a los sublevados - para entenderse en clave interna. Al mismo tiempo, la propaganda franquista aprovechó la situación para retratar a la población republicana como víctima del desgobierno y la mala fe de los “jefes rojos” y reforzar la presentación de su Ejército como uno de Liberación y no de ocupación. (Pérez Olivares, 2020) Ejemplo de ello fueron los lemas de los envoltorios que protegían los panes blancos bombardeados en Madrid, que decían: “No nos importa lo que penséis, nos basta saber que sufrís y sois españoles”. A la vez, el ABC de Sevilla se dirigía a los subyugados hermanos del otro lado del frente y les hacía saber: “Mientras vuestros gobernantes explotan las cosechas y malgastan el oro en propagandas con que prolongar vuestra agonía, la España Nacional siente la angustia que padecéis y os envía una muestra de su recuerdo en estos alimentos”.3
3. Dialéctica de los civiles republicanos como víctimas de la escasez
Durante la guerra, la narrativa de la abnegación y el sacrificio ocupó el centro del escenario político de la retaguardia. Llegó a producirse, de hecho, una emulación del esfuerzo físico y mental de los combatientes con sacrificio que por la escasez y el trabajo debían hacer los civiles en la retaguardia. En este sentido, Tifón Gómez, el director general de Abastecimientos, afirmó ante la prensa catalana que “la población civil mantiene el espíritu de sacrificio que responde exactamente al esfuerzo de nuestros soldados en los frentes. Hay que recordarlo y proclamarlo. Es más: está llamada a demostrar nuevas pruebas de la causa que todos defendemos. Mejorando su alimentación si se pone a contribución una ayuda exenta de egoísmos y de colaboración entusiasta en todas las órdenes que emanen de las autoridades”.4
La clave para la aceptación de este sentimiento fue la de la temporalidad, que permitía un desplazamiento limitado de las negociaciones entre la necesidad sociopolítica (en este caso, la victoria en la guerra) y las necesidades individuales (los requerimientos materiales y emocionales insatisfechos). En un primer momento, las quejas y la convicción de injusticia que podían operar a nivel aislado se disolvieron por la aprobación de una conciencia basada en la retórica de la igualdad y el esfuerzo compartido. El discurso victimista estaba menos presente y, cuando aparecía, lo hacía en unos términos muy concretos. Así, la República en general aparecía como la víctima de las malas acciones de los sublevados, mientras que los ciudadanos “de bien” eran presentados como víctimas de la codicia de aquellos que, situados en alguno de los engranajes del abastecimiento, habían utilizado la situación para enriquecerse.
Así ocurrió en uno de los primeros lugares en los que se empezó a desarrollar el problema del abastecimiento, Madrid. Los primeros síntomas de la escasez en la capital se atribuyeron al “afán acaparador de algunos vecinos” causado por “una alarma injustificada que se empeñan en mantener los enemigos de la República” y a la ocultación de género con ánimo de enriquecerse con artículos como el azúcar o el carbón vegetal.5 Surgieron entonces los primeros discursos contra la figura del acaparador, al son de la aplicación de las primeras medidas contra este tipo de acciones. “En tiempos de guerra, el acaparador representa algo más monstruoso, pues no vacila en alimentar su ansia de provecho a sabiendas de todo el mal que hace”, señalaba un editorial titulado “Traidores de la retaguardia”, en el que se afirmaba que a resultas de la actuación de estos acaparadores “las tiendas parecen mal provistas y el público comienza a inquietarse”. Sobre las alzas de precios se afirmaba que: “Ha llegado el providencial, exuberante, graso, el bien tiempo de la guerra. Y lo aprovechan con una valentía extraordinaria, atacando al consumidor”.6
Durante los primeros compases de la batalla de Madrid, este discurso permaneció. “Es preciso cortar los abusos de los que viene siendo víctima el vecindario”, se afirmaba con rotundidad en el diario El Liberal haciendo referencia a los problemas relacionados con el abastecimiento.7 De hecho, se acompañaba de una nueva categoría, situada en el mismo plano moral que la de la víctima, pero con una mayor capacidad de actuación y una vocación de entrega altruista: la del héroe de la retaguardia. Los madrileños quedaban reflejados a la vez como víctimas de la guerra, de los bombardeos y de las maniobras interesadas que empeoran la escasez que hay en la ciudad, y como héroes que se sacrificaban colectivamente para que Madrid continuara resistiendo: “el madrileño sabe con su fina sensibilidad privarse con alegre resignación de sus vicios y costumbres porque con ello facilita el camino de la victoria”.8 Esencialmente se resalta la figura de la heroína, es decir, de la mujer, que permanece en las colas a pesar de los bombardeos.
Surge, al mismo tiempo, un discurso que eleva a Madrid a la categoría de víctima colectiva, y que se expande tanto en la propia ciudad como en el resto de la zona leal gracias a las campañas de ayuda que se organizan desde finales de 1936. Así, el Ayuntamiento de Barcelona, por ejemplo, lanzará en marzo de 1937 una campaña de ayuda a Madrid en la que se retrata a ésta como una ciudad mártir que se está sacrificando por el resto y animando a los barceloneses a renunciar a parte de lo que necesitan “Per Madrid”, culminando con un “Pels germans que no planyen sacrifici, no regategem el nostre”.9
Sin embargo, el agotamiento, la conciencia de desigualdad, las rivalidades por los recursos y el sentimiento que paulatinamente se fue instalando de corrupción y desatención –bien fuese por elementos evidentes o por la acción de la propaganda franquista- impactó de forma grave en aquella voluntad, activando por otra parte las acciones de resistencia.
A la vez, teniendo en cuenta que la retórica del sacrificio se mantiene por su carácter de temporalidad, este tiene sólo sentido si se fundamenta sobre la convicción del beneficio. Es decir, que el esfuerzo debía ser mantenido para lograr un futuro (cercano) mejor. Por ello, conforme la convicción de una guerra perdida se desplegaba sobre la población republicana, cada vez más desmoralizada, su espíritu de sacrificio iba reduciéndose a marchas forzadas. En general, pueden percibirse procesos de desconexión con la dinámica gubernamental y, con ello, el deseo ansioso por el final de la guerra fuese cual fuese su final, porque el lema pan y paz, aunque falaz en sus dos consignas, era el deseo más extendido los últimos meses de la guerra.
Si bien al principio de la guerra la fraternidad republicana considerada entre todas las provincias leales era irrefutable, la competencia por los recursos y los desencuentros entre administraciones fueron descomponiendo esta identidad. Así se deriva del hecho de que desde las organizaciones provinciales y la prensa se atacó más severamente a quienes desviaban sus productos fuera de la provincia que al resto de formas ilícitas de comercio y abastecimiento. En coherencia con ello, tanto en las reuniones de las organizaciones provinciales, como en las sesiones municipales- de la capital, se insistía en la necesidad de perseguir a quienes sacaban fuera de la provincia el grano y el ganado. Consideraban que “dejar lo peor aquí” o “condenar a sus hermanos por ganar más” era, no solo un delito contra la administración, sino un acto maligno que suponía un agravio material y, sobre todo, moral contra la comunidad a la que pertenecían.10
En Madrid se detecta ya en enero de 1937, cuando empiezan a sucederse las acusaciones a “las provincias”, de las que se afirmaba en prensa que “no se han enterado muy bien de las verdaderas condiciones en las que se desenvuelve la vida madrileña”. “La guerra en la retaguardia es eso precisamente: austeridad y sacrificio” “Ahora bien: lo que hace falta es que paguemos todos por igual. La guerra no termina en Madrid. Y llega - que decir tiene- hasta Valencia.” Desde entonces, se convirtió en lugar común la afirmación de que el resto de las provincias que conformaban el territorio leal habían abandonado a Madrid, que se convertía no solo en víctima de la guerra, también de la falta de solidaridad de las poblaciones que, alejadas del frente de batalla, vivían cómodamente.11
Pero la situación de lo que en Madrid se denominaba como “las provincias” difería de esta visión idealizada. Lo que ocurrió en las provincias que hoy componen Castilla-La Mancha muestra lo contrario.
Al territorio manchego se le asignó el rol de suministrador de alimentos, vestidos, calzados y de otros productos de uso común para toda la zona republicana. Estas provincias fueron un espacio fundamental para el abastecimiento de la capital sitiada, especialmente Ciudad Real, Cuenca, Guadalajara y la parte leal de Toledo, que tuvieron que dirigir su producción en exclusiva al abastecimiento de Madrid y del Ejército del Centro.12 Por su parte, la provincia de Albacete también participó activamente, aunque no solo en dirección Madrid, sino también enviando grano al Levante. Al mismo tiempo, el autoabastecimiento de estos territorios se hizo cada vez más difícil debido, en parte, a la llegada masiva de refugiados desde la zona sublevada, procedentes de Andalucía y Extremadura y de movilizados desde Madrid.
Desde los primeros meses de la guerra, se intentó concienciar a la retaguardia de este papel fundamental y se animó a destinar todas sus energías al servicio de la guerra, aún estando a cientos de kilómetros de las trincheras. Así, durante los estadios iniciales del conflicto, se intentó convencer a todos los ciudadanos de que el papel de la segunda línea era asegurar el frente:
Aseguremos el frente, ayudemos a los que luchan en la línea de fuego, organicemos la producción y los abastecimientos ¡trabajemos! ¿De qué comerán, de qué vestirán, de qué vivirán los que se juegan la vida por la libertad? ¿Qué haremos de un fusil más en una barricada inútil, si en el frente faltan fusiles de paz? En la retaguardia, el lugar de quienes no tengan una misión concreta no puede ser más que uno, el trabajo.13
El trabajo en el campo y la fábrica se comprendió como una labor análoga a la de los milicianos, pues todos formaban parte del mismo combate. El trabajo contribuía a asegurar la victoria, por lo que se llegó a perseguir la ociosidad. Entre otras medidas, quedó establecido en Albacete el toque de queda a las once y media de la noche en los establecimientos de divertimento como bares y prostíbulos14.
Pronto las llamadas al trabajo para asegurar el suministro del frente y la euforia inicial se convirtieron en preocupación por el abastecimiento de la propia retaguardia, así como las alabanzas hacia la solidaridad demostrada entre las zonas rurales y los sectores urbanos, y concretamente entre Madrid y otras provincias se tornaron por críticas a lo que se entendía por mero egoísmo.15 Así lo demuestra la intervención del gobernador civil de Ciudad Real que, ante la salida sin control de alimentos, el 28 de agosto de 1936 prohibió terminantemente el envío de víveres sin ser debidamente autorizados o estar solicitados oficialmente por el servicio de Intendencia.
Empero, la contracción productiva agravó las dificultades de abastecimiento interior e interregional, por lo que la solidaridad y la colaboración entre los distintos territorios se mostraba cada vez más tensa y conflictiva. Por su parte, el movimiento colectivista no fue capaz de convencer a sus integrantes del esfuerzo sobredimensionado que imponía la guerra, ni de mantener la disciplina en las explotaciones. Al mismo tiempo, el nuevo sistema dificultaba las capacidades de autoconsumo de los territorios con gran cantidad de tierras colectivizadas.
Por otro lado, la fijación de precios máximos para los productores autónomos, y los salarios fijos en las fincas colectivizadas, desincentivaron la producción y llevó a que los campesinos optasen o bien por producir para su propio consumo, o bien decidiesen ocultar sus productos para intercambiarlos y venderlos de forma ilegal (Alía, 2014:205-207). Los Consejos Municipales de la provincia de Guadalajara transmitieron al delegado provincial de abastecimientos que los lugares sembrados de patatas, cosecha que la población civil de Guadalajara debía compartir con Intendencia y con Madrid, eran asaltados de noche “por gentes desconocidas”.16 Esto podía ser un fiel reflejo de la realidad, o una manera de camuflar las retiradas de este preciado producto de las huertas antes de que fueron recogidas por las autoridades: pero fuera cual fuera la razón, la consecuencia era que las desobediencias ciudadanas estaban complicando sobremanera la distribución de víveres entre el campo y las zonas urbanas y hasta el mismo abastecimiento del Ejército republicano. Estas resistencias, además, llegaron a ser violentas y llevaron a que el gobernador civil de Cuenca tuviese que acudir con guardaespaldas para intentar asegurar que los agricultores vendiesen su producción al precio de la tasa para poder abastecer a Madrid, o que el delegado de abastecimientos de Guadalajara solicitara a las autoridades que concedieran licencias de armas gratuitas para sus subdelegados para que estos pudieran cumplir con sus obligaciones (Martín y Martínez, 2006: 485)
Pero el desacuerdo con la colaboración no fue solo de los campesinos, sino que también fue expresado por las autoridades civiles. Así pues, los consejeros municipales de Albacete denunciaban en febrero de 1937 que se enviaba la mejor harina, mientras era la de peor calidad la que quedaba para abastecer a la provincia.17 Por otro lado, no solo las medidas tomadas por el Gobierno y desplegadas por las instituciones a cargo del abastecimiento eran vistas con recelo por las autoridades locales: también lo eran las estrategias de supervivencia individuales desarrolladas por los vecinos de Madrid, que afectaban al abastecimiento de las provincias castellanomanchegas. Guadalajara era una de las más afectadas por su proximidad a la ciudad: “caravanas” de madrileños se desplazaban por los pueblos de esta provincia “en grupos de seis o más personas para adquirir de sus productores aceite, harinas, judías, garbanzos, cebada, etc., que pagan cambiándolo por hilos, vestidos, alpargatas, telas, bicarbonato, piedras de mechero”, unas expediciones que el delegado provincial de abastecimientos de Guadalajara juzgaba perjudiciales para la organización del abastecimiento de su provincia y para las que no encontraba solución alguna. El delegado, por otra parte, consideraba que habían sido las propias autoridades madrileñas las culpables de esta situación al no haber especificado que este tipo de comportamientos estaba prohibido18.
En Madrid reinaba el mismo estado de insatisfacción. Las quejas de las autoridades a cargo del abastecimiento de Madrid sobre el comportamiento de sus homólogos en otras provincias fueron constantes durante toda la guerra. En los momentos iniciales, la actuación de comités y comisiones formados por partidos políticos y sindicatos salía de las normas establecidas por el Gobierno: en septiembre de 1936, las autoridades madrileñas trasladaban al Ministerio de Agricultura su descontento porque el comité del Frente Popular de Villarrobledo había dispuesto la salida y distribución del trigo almacenado en este municipio sin haber avisado ni a la Compañía Española de Comercio ni a la Sección Agronómica de Albacete, y que ni siquiera una visita de los miembros de dicha compañía había podido revertir esta situación.19 Los camiones que transportaban la mercancía desde los puertos de Levante hasta Madrid, y que atravesaban varias provincias de la actual región de Castilla-La Mancha, “perdían” frecuentemente parte de su carga. Así, en mayo de 1938, el Consejo Municipal de Madrid ponía de manifiesto que varios camiones que traían pescado a la ciudad pararon en Tébar, en Cuenca, para vender allí sardinas a 8 pesetas el kilo, un precio mayor que el que podían establecer en Madrid. Al Consistorio le preocupaba el impacto que este tipo de hechos tenían en una población que ya de por sí estaba “escasísima de pescado”20.
Conforme la guerra avanzaba, la escasez se agudizaba. El alimento y la seguridad componen las necesidades básicas y biológicas del ser humano. En palabras simples, animaliza al individuo. Por ello, sería coherente pensar que lo primero que se quiebre sea la conciencia de compromiso con las estructuras sociopolíticas y organizativas más abstractas y complejas (Conde, 2023: 10). En esta dinámica, los principios de ordenación abstracta (Comunidad-Estado-Nación) se van fragmentando y debilitando. Sería lógico que el concepto “enemigo” y, con él, el de “víctima” de él, se fuese cercando, aproximando y materializando en elementos más concretos. El hambre no era consecuencia de los militares sublevados o de la guerra, sino de la individualidad, de los egoístas vecinos y, sobre todo, de quienes pedían sin parar (en el caso de las provincias productoras) o se negaban a compartir (desde la óptica de la ciudad sitiada). Se percibe un proceso de atomización de la conciencia del nosotros, que es la viga maestra en la configuración de las estrategias de apoyo y subsistencia, así como de la voluntad de sacrificio y es imprescindible para el mantenimiento de la actitud de abnegación.
El propio sistema de distribución de artículos y de establecimiento de precios máximos llevaba en su seno la semilla del disenso que quebró las relaciones entre las zonas productoras y las consumidoras en la retaguardia republicana, y cuyo impacto es tan evidente en las relaciones entre Madrid y las provincias que hoy conforman las comunidades de Castilla-La Mancha y Valencia. El desabastecimiento, la irregularidad en los suministros o el funcionamiento corrupto y aleatorio del sistema de aprovisionamiento de la República actuó como un factor de disenso entre la sociedad y sus autoridades. Por ejemplo, en octubre de 1937 se sentó frente al Jurado de Urgencia Matías Martínez Córcoles, un albaceteño acusado de bulista y alterador del orden público. Fue detenido por alentar a las mujeres albaceteñas a rebelarse contra los gobernantes y los agentes de vigilancia contándoles como él, trabajador del Consejo Municipal, sabía que “esos impresentables prefieren tener los trenes cargados de patatas, judías y queso pudriéndose en la estación a dar de comer al pueblo. Antes lo tiran que nos lo dan”21.
Las declaraciones de Matías no eran completamente infundadas: al igual que en otras provincias como Valencia y Ciudad Real, los problemas logísticos y la descoordinación provocaron que en la estación ferroviaria de Albacete se acumulasen vagones de comida que se retrasaban en su envío a Madrid y los frentes, lo que motivó, aún más, el sentimiento de desdén entre la población. Además, el valor geoestratégico de la provincia de Albacete en el esquema de tránsito y distribución de alimentos de la República, al ser el nudo de conexión obligatoria entre los puertos de importación, las zonas productivas cerealísticas del centro y hortofrutícolas levantinas y la ciudad de Madrid provocaba que los locales viesen pasar frente a sus ojos cantidades de comida que no eran para ellos. Por ello, el sentimiento de agravio de la población local respecto de los foráneos fue motivo repetido de quejas y protestas entre las calles de Albacete. El reparto de recursos y la obligada solidaridad tanto con los desplazados como con la capital sitiada no siempre disfrutaron del ánimo inicial. Mientras tanto, en Madrid se observaba todo esto desde una óptica distinta. Las noticias de que ciertos envíos quedaban paralizados en las estaciones de tren, y que en ocasiones los víveres llegaban a pudrirse en ellas, se interpretaban como muestra de que en esos lugares la comida sobraba hasta tal punto que el hecho de que se echara a perder no era motivo de preocupación para sus habitantes. La desconfianza generada por los múltiples casos de robo, asalto o simplemente de venta de parte de las mercancías que se trasladaban desde estas zonas a Madrid se extendía por todas partes, y también se tomaba como prueba de que aquellas habían resultado más favorecidas que la ciudad en su situación durante el conflicto22.
Madrid se convirtió, por razones evidentes, en la materialización y la localización de las víctimas de la guerra. Los planes de evacuación y la solidaridad asistida de las campañas de invierno para Madrid o específicamente los actos benéficos para los “Niños madrileños” protagonizaron la actuación humanitaria de la retaguardia leal. De hecho, junto a Guernica, la ciudad sitiada fue el eje discursivo de la propaganda “de la atrocidad” que el gobierno republicano lanzaba sistemáticamente al exterior (García, 2007). Esto tuvo consecuencias no planificadas que damnificaron el estado de la población y agravaron, aún más, la brecha entre los territorios. Una dramática carta de la enfermera británica Penny Phelps afirmaba:
Seguro que ustedes han oído hablar sobre lo sucedido en Guernica, pero lo que aconteció en Albacete fue igual de espantoso: no comprendo la razón por la que en Inglaterra nadie conoce esta historia. La ciudad fue bombardeada durante seis horas sin cesar y cuando la gente iba corriendo a refugiarse en las colinas los ametrallaban de forma insistente desde unos aviones que volaban por encima de ellos23.
La quiebra se extendió también de forma interna, trasladando esta disyuntiva del ellos/nosotros a diversas situaciones que se reprodujeron de forma paralela tanto en Madrid como en Castilla-La Mancha. Los diversos organismos encargados del abastecimiento chocaban unos con otros, enfrentándose por el control de los escasos recursos. Los componentes de dichos organismos solían quejarse de lo que consideraban su situación desfavorecida respecto a otros. Así, los miembros de la Comisión Provincial de Abastecimientos de Madrid, que reunía a representantes de los pueblos de la provincia, se rebelaron ante la creación de los organismos centralizadores. En octubre de 1937 la paciencia había llegado a su fin y amenazaban con “decir claramente a los pueblos que es la DGA la que no envía víveres”24. Los roces también se daban entre el Ayuntamiento de Madrid y los demás pueblos de la provincia, ya que estos últimos sentían que sus intereses se veían opacados por los de la capital. Las discusiones más intensas tuvieron lugar en torno a productos básicos de circulación escasa como la leche. Debido a que las existencias en la ciudad no eran suficientes para alcanzar a todos los niños, ancianos y enfermos que la necesitaban, el Ayuntamiento solicitó a la Diputación que paralizara el reparto que esta institución hacía a los funcionarios que trabajaban para la misma para destinarla a esa población vulnerable. Varios miembros de la Diputación se negaron aduciendo que no había garantías de que la leche llegara a sus destinatarios porque “todos saben que la leche no circula de manera moral” y por tanto preferían seguir realizando este reparto a sus propios funcionarios. En medio de grandes protestas se acabó imponiendo la postura de colaborar con el Ayuntamiento de Madrid bajo la premisa de que se estaban tomando medidas para evitar los abusos en la circulación de este producto y con la esperanza de que los funcionarios sabrían “sentir el altruismo necesario para ceder ese disfrute”25.
En diciembre de 1938, la Federación Regional de Campesinos y Alimentación de Centro de la CNT mandó una circular a todas las comarcales llamando la atención sobre el hecho de que, a pesar de que se había pedido a las mismas que enviaran datos estadísticos sobre la producción de los cultivos bajo su control, muy pocas habían respondido. Debido al miedo a que esta información se utilizara para requisar la producción, los campesinos se negaban a proporcionarla. La Federación insistía en su comunicación en que no tenían nada que ver “con los órganos del Estado que extienden sus tentáculos y en todas las direcciones en su afán de hacer presa y exprimir hasta el último céntimo de la depauperada bolsa del sacrificado campesino”, retratando a este colectivo como víctima de “Intendencia, Abastos y los acaparadores sin escrúpulos” y afirmando que la Federación estaba guiada por “miras más altas y humanitarias: conocer al detalle la vida y penalidades del campesino con el objeto de poder acudir en su defensa y socorro”26.
Por otra parte, el sentimiento de un trato asimétrico, sobre todo en perspectiva comparada con los militares y, en especial en Albacete con los voluntarios internacionales, avivó el fuego del resentimiento y de las reservas hacia un régimen que, aunque popular, sentían corrupto. Ocurrió lo mismo en Madrid. En agosto de 1937, la Diputación Provincial de Madrid trataba en su sesión de los problemas que las requisas de Intendencia estaban generando en pueblos como Rascafría, que, como señalaba Somoza, producía unas 60.000 arrobas de patata pero la localidad estaba completamente desabastecida de este producto “por culpa de la avaricia militar, pudiéndose demostrar que lo que recoge es superior a sus necesidades”. Por su parte, el Ayuntamiento de Madrid se enfrentó en numerosas ocasiones a Intendencia por la gestión de los recursos: el organismo de abastecimiento militar era el que en más ocasiones trataba de saltarse las disposiciones relativas a la entrada de víveres en la ciudad, protagonizaba numerosas y relevantes requisas de alimentos destinados al municipio y estaba implicado en una red de comercio clandestino de carne que se extendía por todo Madrid: según el Ayuntamiento, estos actos “sonrojan a los que amamos al ejército y tenemos conciencia de lo que debe ser para que honre a la patria que en él ha depositado su confianza”. El malestar se extendió también a los ciudadanos: en una carta de un ciudadano que enviaba víveres de Fresno del Torete a familiares en Madrid se afirmaba que en el pueblo: “La leche nos la han quitado toda y el aceite nos dan la mitad que antes, la tienda no nos da nada más que pimientos, tomates y cuarto de kilo de azúcar así que no sé qué tal lo pasaremos. Los garbanzos se los han llevado, las lentejas se las han llevado también se lo ha llevado intendencia.”27
Este malestar estalló en los últimos meses, en los que las protestas de las mujeres madrileñas ante la falta de leche y pan incluyeron críticas al racionamiento privilegiado experimentado por el Ejército: ante esta situación, los distintos cuarteles de la ciudad realizaron - y publicitaron - repartos solidarios extraordinarios para congraciarse con la población civil. (Romero, 2013)
En este sentido, la movilización de los brigadistas internacionales fue entendida por muchos albaceteños como una decisión reveladora sobre lo que cabría esperar. En las colas del mercado y en la estación de tren las habladurías se extendieron como pólvora. A primeros de mayo de 1938, en la cola de las patatas, María Simarro decía: “Se han llevado a los internacionales porque ¿qué queda aquí? Hambre y aguantar… no hay de na y no ganamos na’. Se van porque saben que ya no hay na’ más que mucha falta”.28
Conclusiones
No rompamos la unidad entre la ciudad y el campo. La escasez de productos alimenticios en la ciudad ha producido cierto desasosiego entre la población urbana. Los obreros industriales no han visto mejor solución que lanzarse al campo para conseguir todo lo que en la ciudad escasea. Esto ha producido una reacción, demasiado intensa, quizá, entre los compañeros campesinos. Todo esto hay que evitarlo. Si queremos consolidar todo lo hasta ahora hecho, es necesario que los trabajadores del agro y de los ciudadanos entendamos perfectamente, ayudándonos mutuamente para seguir nuestra común empresa adelante.29
Así se expresaba un editorial de Frente Libertario en una fecha tan temprana como enero de 1937. El diario anarquista había dado con una de las claves para sostener el esfuerzo bélico en la retaguardia, pero sus esperanzas de que los habitantes de la ciudad y del campo se entendieran, apoyaran y acompañaran durante el conflicto fueron en vano. La ruptura no sólo no se pudo evitar, sino que protagonizó la escena social y política de la retaguardia republicana.
Desde el inicio de la guerra, la evidencia de la escasez animó las llamadas a la solidaridad del pueblo para con sus hermanos más afectados por la “violencia enemiga”. Sin embargo, conforme la guerra y sus víctimas directas e indirectas, inmediata y lentas, fueron afectando a todo el territorio leal, la conciencia del enemigo y del prejuicio no solo se ceñía a quien estaba al otro lado del frente, ni tampoco quien estaba escondido tras las máscaras de la Quinta Columna, sino que se refería también a los conciudadanos con los que compartir los recursos cada vez más limitados. En los últimos meses de la guerra los actos de resistencia tomaban carga política más explícita por la que se manifestaba que, por encima de la defensa de los gobiernos, el deseo de pan y paz dominaba las expectativas de la población. Esta actitud se refleja en el caso de Celestino Martínez, un ganadero de Almansa condenado como desafecto por negarse a entregar sus reses a la Intendencia y declarar: “No voy a dejar que el ejército se coma otro año más mi ganado, que yo crío, cuido y alimento. Me da igual unos que otros, gane quien gane, pero los chiros se quedan aquí”30.
Las resistencias se expandían a nivel horizontal y, además de dirigirse contra los gobernantes de quienes se sentían víctimas, comprometían también la solidaridad obrera, incluso dentro de las mismas corrientes ideológicas y organizaciones. Tal y como indica Paul Steege, este mercado clandestino y las estrategias de supervivencia al margen de la legalidad, eran considerados socialmente –y políticamente a nivel micro- decisiones aceptables y, de hecho, de ello dependían en gran medida los patrones de convivencia (lo que conceptualiza como beziehungen) (Steege, 2007). En este sentido, se enfatiza la importancia del hecho de que las conexiones personales permiten aproximarse a la naturaleza implícitamente política de los esfuerzos por sobrevivir. Estas conexiones y las estrategias motivadas o surgidas de las mismas son, en última instancia, una lucha por la defensa de su individualidad o su conciencia del “nosotros” contra el poder y no solo por la supervivencia.
Este “nosotros”, sin embargo, se articuló también en contraposición con aquellos otros grupos de personas que, en la mentalidad de cada sector, complicaban la disponibilidad y adquisición de bienes de primera necesidad y les condenaban a la violencia lenta de la escasez. Así, para los campesinos el problema era tener que alimentar a las zonas urbanas, mientras que para las provincias de Albacete, Ciudad Real, Cuenca, Guadalajara y Toledo era concretamente el abastecimiento de la ciudad de Madrid el que complicaba el propio. Desde el punto de vista de Madrid, el egoísmo de unas provincias que consideraba no sólo mejor abastecidas, sino también más alejadas de la primera línea de frente y por tanto de los problemas de la guerra, era uno de los principales problemas a la hora de alimentar a su población civil. Y todos estos antagonistas compartían un enemigo común en el ámbito del abastecimiento: el Ejército de la República, o más concretamente su Intendencia. La prioridad que se concedía al aprovisionamiento de los soldados fue resultando cada vez más incómoda a toda la población civil, rural y urbana, tanto en las provincias señaladas como en Madrid, en consonancia con el aumento de las dificultades de abastecimiento, la extensión de la escasez y la aparición del hambre que caracterizaron la vida cotidiana de la retaguardia republicana en los últimos meses de la guerra.
Los problemas relacionados con el abastecimiento se convirtieron en uno de los factores que más enturbiaron las relaciones entre la población civil y el Ejército, entre los ciudadanos y las autoridades y entre las zonas productoras y las consumidoras, fomentando toda una serie de estrategias individuales de supervivencia que complicaban el funcionamiento del sistema y alimentaban la desafección del ciudadano medio hacia una República que, según avanzaban los meses, mostraba su incapacidad tanto para asegurar el sustento de los habitantes en el territorio bajo su control como para ganar la guerra. Frente a ella, el régimen franquista se presentaba como el que cumpliría la ansiada aspiración de pan y paz tras años de escasez y guerra, lo que favoreció su victoria sin resistencia una vez triunfó el golpe del coronel Casado y, tras Madrid, se desplomara toda la zona centro-sur.
El cansancio por una guerra que asfixiaba favoreció un proceso de desvinculación y despolitización social asociado a la desconfianza del pueblo para con la gestión de los recursos a gran escala, lo que contribuyó al desarrollo de las estrategias socioeconómicas de supervivencia en el contexto de hambre severa de la posguerra. El régimen de Franco instrumentalizó la narrativa de la victimización, enfatizando la diferencia entre los cabecillas de la revolución (causantes) y las víctimas de la “barbarie marxista”. Como columna a este discurso se reforzó la idea de que estas víctimas lo fueron no solo de la violencia física, también del hambre, la destrucción de sus hogares y sus medios de vida y el desplazamiento forzoso de sus localidades. Así, se pretendía deslegitimar a la República y sus seguidores y erigir a Franco como el liberador de todas aquellas personas que “sufrieron” las consecuencias de lo que se atribuía al desgobierno de las autoridades republicanas y no a la guerra en sí, paradójicamente iniciada por los que acabaron alzándose con el triunfo.
La pervivencia de este discurso en la sociedad española, aún en la actualidad, es muestra no sólo del éxito de la propaganda franquista, sino también de la profunda huella que esta experiencia traumática dejó en las víctimas de la violencia lenta de la guerra.