La ciudad y el hombre fronterizo en la filosofía de Eugenio Trías1
Quisiera hacer una observación previa antes de entrar en el meollo del asunto. Tengo la impresión de que hablar de la ciudad y del hombre fronterizo significa hablar de algo muy entrañado tanto en la filosofía triasiana como en la propia vida del barcelonés. Es una madeja enhebrada de hilos muy ricos y diversos. Será preciso desenhebrarlos. Al mismo tiempo, mi impresión a lo largo de estos meses de trabajo destinados a este artículo es que es algo en ciertos momentos inaprensible, otras veces abstracto o falto de un lugar claro, a veces desprovisto de un desarrollo específico y sistemático, o, por momentos, constitutivamente ambiguo. En cualquier caso, como dice bien Patxi Lanceros, “el tema de la ciudad es en Eugenio Trías algo más que una metáfora” (Rivera, 2022: 10). La ciudad en Trías tiene tantas facetas, tan disímiles entre ellas, por lo demás, que uno corre el riesgo de perderse. Perderse en la ciudad, motivo triasiano donde los haya. Uno ya no puede perderse en una ciudad desconocida o en un barrio desconocido de su ciudad natal o de la ciudad en la que uno vive. Hemos olvidado que perderse cumple una función fundamental en las coordenadas de la filosofía occidental. Recordemos el sentido de la derecha y de la izquierda, en Kant, o la orientación espacial en Deleuze y Guattari (Kant, 1786: p. 349–366 y 545–548; Deleuze, Guattari, 1980: p. 614-625). El GPS nos impide perdernos, claro está, si lo tenemos a nuestra disposición y tenemos la paciencia de acomodarnos a él. Todo pensamiento que se precie, y el de Trías lo es, de una gran honestidad y rigor conceptual, necesita siempre perderse, como condición previa, ir al fondo de los presupuestos, a la comprensión prefilosófica del mundo.
Abocetada esta observación previa, quisiera ahora adelantar las tres partes de las que va a constar este trabajo. Creo, en primer lugar, que es del todo necesario aquilatar en qué ámbito podemos encuadrar la problemática de la ciudad en la obra de Trías. ¿Es una subdisciplina filosófica aparte o, más bien un tema transversal? ¿Delimita un campo, plural, o los interconecta todos? ¿Es un concepto, una idea, una obsesión, una realidad? Y, por último, ¿qué vinculo establecer entre el hombre fronterizo y la cuestión de la ciudad? ¿Son dos problemáticas diferenciadas o no pueden ir la una sin la otra? En consecuencia, esta primera parte será eminentemente propedéutica. Tratará de preparar el terreno propiamente conceptual, desde unas coordenadas metodológicas, pero también organizativas, indicando, si es necesario, alguna propuesta más allá de su pensamiento. En segundo lugar, quisiera abocetar los diferentes estratos de la ciudad (y los diferentes sujetos fronterizos asociados) en la obra de Trías. Vemos de entrada estratos biográficos, oníricos, políticos, estéticos, metafísicos. Pero, ¿cómo se organizan e interactúan entre ellos? ¿Cómo entenderlos en su globalidad en esa ciudad intangible, etérea, que es la obra filosófica de Trías? ¿Tiene alguno de ellos un privilegio ontológico o metafísico? ¿Se articulan de manera cronológica y sucesiva o por acumulación desperdigada de calas? ¿Qué papel juega en cada uno de esos estratos el hombre fronterizo? En tercer lugar, quisiera centrarme en lo más próximo para Trías, en los anillos urbanos, cívicos, de los que siempre se sintió deudor y que resumiría hablando de un itinerario que va de Barcelona como ciudad de las ciudades, como ciudad arquetípica, paradigmática para él, hasta la España-ciudad, pasando por la Cataluña-ciudad. Es la ciudad desde su faz más política, desde la que se expresa Trías con contenida emoción y preocupación y con no pocos vaivenes. Si encontramos, pese a esta riqueza de estratos, unas constantes en su visión de la ciudad, vemos titubeos en sus posicionamientos políticos, volantazos incluso algunas veces. ¿Expresan decepciones permanentes por no ver reflejado en la actuación de los diferentes partidos políticos a los que se acercó su propia visión de la ciudad? La tarea es hercúlea y aquí me limitaré a algunas pistas que espero que sean provechosas para todas. Esbozaré al final de mi intervención algunas hipótesis a modo de orientaciones futuras más que de conclusiones definitivas y cerradas. Para llegar a estas pistas y a estas hipótesis transitaré por terrenos pisados por Trías, pero también tomaré sendas que él no tomó, pero que están implícitas en su pensamiento, y otros senderos ajenos a él, que son los que modestamente va tomando mi manera de pensar, a la luz del ensayo que he terminado de escribir sobre los exilios.
1. Del uso cívico-político del ámbito ético a la anhelada concordia en la Ciudad
Vayamos con el primer punto, el propiamente propedéutico. Entremos in media res en su obra. En el libro Ética y condición humana Trías desarrolla la “especificidad ética” de la “razón fronteriza práctica” o la “expansión ética” del “carácter fronterizo del hombre” (Trías, 2000a: 17 y 130). Previamente, en el mismo libro había señalado que hay otras especificidades de esta razón fronteriza: la estética, la religiosa y la propiamente metafísica. La primera especificidad la conocíamos por todo lo que había desarrollado en los años setenta sobre lo siniestro, lo unheimlich, tal y como interpreta este concepto freudiano, y más tarde en Los límites del mundo. La segunda por lo sagrado, tal y como lo entiende en La edad del espíritu; y la tercera por todo aquello de lo que no se puede hablar, la muerte y el espacio-luz, tal y como lo define en el magistral Los límites del mundo. La “especificidad ética” había sido tratada también en este libro, en forma de mandato formal que viene de un afuera, en una especie de reformulación del imperativo kantiano en clave pindárica: “Obra de tal manera que ajustes tu máxima de conducta, o de acción, a tu propia condición humana; es decir, a tu condición de habitante de la frontera” (Trías, 2000a: 16). O en formulación anterior: “Se me ordena ser y querer ser eso que debo ser, es decir, aquel habitante de la frontera que solo oye el comienzo de la frase y se ve en la imperiosa necesidad o exigencia de completarla como puede, desde su precaria subjetividad libre y resuelta” (Trías, 1985: 64-65), en donde el imperativo –me atrevería a decir– tenía rasgos aún más bíblicos, más mosaicos y mucho menos kantianos2. En ese libro liminar, entre dos milenios, del 2000, afirmaba que ponían ahí “las bases éticas de un posible “uso cívico-político” de la razón fronteriza”. Y reiteraba, en el mismo libro, páginas después, que “se deja para una próxima singladura “la determinación de ese uso cívico-político”. Promete tematizarlo en un futuro, si “el Dios del límite así lo dispone” (Trías, 2000a: 18). En por lo menos una entrevista había prometido también desarrollar este uso3. Tenemos, entonces, según este libro, que la política no es un ámbito de la ciudad triasiana pues en ésta solo hay cuatro especificidades: estética, religiosa, ontológica y ética. La política es un uso derivado de esta última, pero no un ámbito autónomo. Esto de entrada es problemático porque de todos es sabido que la filosofía política, desde Maquiavelo y el derecho natural moderno, ha ido adquiriendo una autonomía, relativa o absoluta, con respecto a la ética. Bien es cierto que en el siglo XX muchos planteamientos filosóficos de envergadura (pensemos en Ortega y Gasset o en Zambrano, sin ir más lejos) han intentado secretar una política desde un anclaje ético, desde un ethos estructural. En cualquier caso, en Trías la cuestión de la ciudad sería algo, en un principio, derivado en la medida en que no tendría anclaje en las tres otras especificidades y solo en una lo tendría, pero en cuanto a un uso peculiar.
Un año después, en Ciudad sobre ciudad parece rectificar este papel secundario. Y desde la primera página afirma que su “último referente siempre ha sido la ciudad”, enlazándolo estrechamente con su fervor platónico, con la voluntad del filósofo griego de edificar “con palabras” la “Ciudad ideal”, tarea en la que el eros y la poeisis juegan un papel crucial (Trías, 2001a: 13). Evoca, también, aquí uno de sus primeros libros, El artista y la ciudad, sin mencionar que en él era la ciudad renacentista, y no la ciudad ideal platónica, la que conciliaba el alma con la ciudad, la creación con la producción (Trías, 1997: 22-23 y 42-43)4. Como ha señalado Antonio Campillo, siempre se enfrentará Trías al desgarro entre el alma y la ciudad, entre la ética y la política (Rivera, 2022: 94). Por lo demás, no es ocioso recordar que con la referencia al Platón que construye una Ciudad ideal con palabras nos está remitiendo implícitamente al segundo Wittgenstein, descubierto por Trías en los años ochenta, el que habla del lenguaje como una ciudad que se ensancha, en la que se van superponiendo, renovando, creando y destruyendo barrios sucesivos, diferentes e iguales (Trías, 2001a: 15)5. En Ciudad sobre ciudad ya no se habla de cuatro especificidades de la razón fronteriza, sino de “cuatro barrios de la ciudad del límite” (Trías, 2001a: 37). De la Ciudad ideal platónica a la ciudad del límite parecería transitarse desde una perspectiva idealista a una perspectiva solipsista. De un anhelo abortado por la modernidad, la conjunción del alma con la ciudad, pasamos a una obra, la de Trías, constituida de barrios, de barrios hechos no de gente ni de ladrillo, sino de conceptos. A falta de una Ciudad ideal, permanentemente saboteada, Trías parecería refugiarse en una especie de transparencia urbana al modo de Duchamp, una ciudad portátil, la de él, la de su mundo. Recuérdese el primer Wittgenstein: “5.6 Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”. Y “5.61 La lógica llena el mundo; los límites del mundo son también sus límites”, lo que contrarresta el solipsismo de la primera aseveración (Wittgenstein, 1985: 162-163)6. Los límites de mi ciudad son los límites de mi mundo, pero dentro de la ciudad hay una lógica cuyos límites son los del mundo, tout court.
No obstante, las cosas no son tan sencillas. La dificultad de leer a Trías es siempre la de tender puentes entre sus libros. En La política y su sombra (Trías, 2005) se define la justicia (idea que transita de lo ideal a lo real, de lo ético a lo político, del yo al nosotros) y la seguridad (idea real que tiene una propensión dia-balica o dia-bólica, es decir, que desune, pues en su corazón yace el miedo) como elementos fundamentales de ese “uso cívico-político” de la “razón fronteriza práctica”. El desequilibrio es notorio. La justicia, con un pie en la ética, no puede hacer mucho para reequilibrar el principio de la seguridad que reina como único principio de la política. En efecto, y aquí es el Trías más escéptico y no sé si me atrevería a sostener: el más conservador, el más apegado a las enseñanzas del Leviatán hobbesiano, el que sostiene, con todo el peso de sus sucesivas decepciones, en especial con relación a la política internacional (pienso en particular en el atentado terrorista contra las Torres Gemelas de Nueva York), que si la seguridad falla todo se viene abajo, pero que cuando la seguridad se absolutiza, la libertad, la justicia y la felicidad corren peligro y reina la arbitrariedad injusta.
Ahora bien, si volvemos la vista atrás, en el primer libro que trata de la filosofía política, Meditación sobre el poder (Trías, 1977), un libro muy irregular, hay, sin embargo, una afirmación que tengo subrayada desde hace mucho tiempo: “El error de casi todos los discursos acerca del Poder consiste en confundir el plano físico que enuncia la radical imbricación el ser y del poder, la radical capacidad de toda existencia o facticidad por acceder a ese ser y a ese poder, con el plano estatal (social, político) en el que el poder se yergue por culpable delegación de su propia esencia, por caída de sí, por decadencia” (Trías, 1977: 41-42). Reconozco que me sigue llamando la atención este pasaje. No me cabe ninguna duda de que está inspirado ya no por Hobbes, sino por Spinoza, y ofrece una vía de salida a nuestra perplejidad. Un pasaje del libro de Gilles Deleuze, Spinoza et le problème de l’expression (un libro por cierto que muy admirado por el barcelonés, como lo reconoce en su libro sobre Maragall), y subrayado doblemente por Trías (tal como puede comprobarse en el ejemplar conservado en el CEFET), sostiene que al contrario que en Hobbes, en donde los individuos transfieren todo su poder al soberano, en Spinoza la Ciudad es descrita como “una persona colectiva, cuerpo común y alma común, «masa conducida de alguna manera por un mismo pensamiento»” (Deleuze, 1968: 245). Trías se queda con ésta última, aunque no lo desarrolle totalmente, pero no con el cuerpo, como Deleuze, como Sennet7. Y dos páginas más tarde, en el mismo libro de Deleuze, subrayado y con flecha de Trías, se dice que la ciudad “prefigura e imita a su manera la obra de la razón”. Es más, es ella la que “hace posible la formación de la misma razón” (Deleuze, 1968: 247). Hasta aquí Deleuze. Afirmaciones de mucho calado, que, a mi modo de entender, el platonismo hegelianizante y wittgensteiniano de Trías no alcanza a exprimir al máximo, aunque veo atisbos interesantes.
Me parece que esta polaridad entre justicia y seguridad es insuficiente, dando la impresión de que Trías se adecúa a un molde liberal previo, externo, en el aire de los tiempos, sin que explote todo los sobreentendidos productivos de su misma obra. Creo que cabe introducir un principio aún más importante que el de la seguridad en la política y que sería una especie de “productividad” creativa del ser-en-común o del vivir-en-común, que es poder constituyente, capacidad de cambiar las cosas que rigen la convivencia humana en la Ciudad y que es razón en acto, razón colectiva y productiva. ¿Se trataría, al menos en el caso de Trías, de la concordia? Lucano, el gran poeta hispano-romano, hablaba del primer triunvirato formado por Craso, Julio César y Pompeyo como de una “concordia discors”, tres elementos discordantes, irreductibles, que, pese a ello, lograban preservar el equilibrio. Muerto el primero, el edificio concordante se venía abajo por la contraposición manifiesta entre los dos últimos. Falta una triangulación política en Trías que, pese a todo, está in nuce en su obra. La concordia podría ser entendida como una virtud, o incluso un principio, propiamente político, que nada debe a la ética.
Añadiría que este plano fundante y fundador de la política tendría su sede principal en la ciudad, mientras que el segundo, en el que la culpabilidad ronda siempre, sería el del Estado. La dialéctica entre la concordia y la seguridad sería así un arquitrabe de lo político, situándose la primera en el vivir-en-común cívico (empleo aquí un adjetivo que tiene su peso en oro en Trías) y la segunda en el miedo a ser insultado, molestado, agredido, marginado, asesinado, contra el cual solo un principio de seguridad, bien embridado por la concordia y la justicia, podría contenerlo. Hasta aquí mi prolongación interpretativa de este espinoso punto.
2. La ciudad y sus fronteras
Pasemos a una segunda etapa de nuestra exploración propedéutica. ¿Cómo entender esa ciudad fronteriza de la que hablábamos? Podríamos tal vez recoger propuestas de Trías que vienen del ámbito de la estética, de la metafísica, de la religión, de la política. ¿Sería una ciudad que se definiría por su cercanía, siempre potencial, a lo siniestro, a la muerte, a lo sagrado, a la inseguridad, si entendemos que ésta sería algo así como la difusión del miedo generalizado que la ciudad, precisamente, ha tratado siempre de conjurar? Lo siniestro como aquello que lleva la ciudad al abismo, la muerte como aquel límite insoportable de la confrontación política, lo sagrado como aquello en que la ciudad se ve como su principio fundante, pero también como algo infranqueable y sujeto a prohibiciones, algo “execrable”, la inseguridad como aquello que despierta temor, entendiendo que estas cuatro cosas pueden ser amplificadas, propagadas, manipuladas, fantaseadas con intenciones propagandistas por grupos políticos, por Estados, por medios de comunicación de masas, que, conscientes de su impotencia, de su decadencia, se erigen como único poder, desgajado del ser8. La falsedad se cobija en el miedo. Claro está, la Ciudad no tiene otra opción que situarse en la cercanía de estas cuatro instancias, sin tocarlas, sin franquearlas, porque de lo contrario sería una ciudad ideal, no real, pero de ningún modo se asimila a ellas, como si la Ciudad, (siempre con mayúscula), o la Polis, en sentido también amplio e ideal, se tuviese siempre que definir por la belleza de su configuración urbanística, la vida social que guarda, la preservación de espacios sagrados, en un sentido propiamente religioso o también laico, cívico, en toda su diversidad, la seguridad y, sobre todo la concordia, como arneses invisibles que nos impiden caer al vacío9.
En el mismo libro antes citado, Ética y condición humana, Trías nos hablaba del limes de los romanos, una franja amplia, una zona habitable donde confluían romanos y barbaros, ciudadanos y extranjeros, un lugar donde nadie era de “acá” ni de “allá” (Trías, 2000a: 116; también en Trías, 2003a: 21-22). La “Ciudad fronteriza” es así también una ciudad en la que autoctonía y la “xenoctonía”, si se me permite esta expresión, están siempre entrelazadas. En una entrevista, Trías llega a hablar de una “ciudad peregrina”, que ni es ciudad de Dios, ni ciudad del diablo, en referencia a San Agustín, y del “exilio” como condición del hombre, desde los constructos mitológicos, bíblicos, como en la salida del “paraíso perdido” (Trías, 2023: 311 y 317)10. Lo autóctono puro no existe. En el pueblo más apartado del mundo, encontramos siempre a alguien que no es del lugar. Todos somos extranjeros respecto a alguien, respecto a todo, respecto a nosotros mismos. El hombre fronterizo no lo es solo porque su límite forme parte del ser, sino porque está atravesado por límites que lo dividen, lo circundan, lo vacían, como a todo exiliado, que es otro con respecto a sí mismo. Trías se sintió a veces extranjero en su ciudad natal o, sencillamente, habitante de una “ciudad dormitorio”11. Triste y resentida fábrica de la exclusión nacionalista. Y no sería descabellado sostener que toda ciudad se sostiene gracias a alguien venido de fuera, a un exiliado. Eneas, exiliado troyano, fundó Roma. Los famosos peregrinos puritanos que llegaron a la costa Este de Norteamérica eran exiliados expulsados de Inglaterra, que tampoco fueron acogidos por los holandeses. Detrás de toda fundación de ciudad hay un exiliado, un explorador, un venido de fuera. Esta confluencia de extranjeros y ciudadanos que es la ciudad, entendiendo que el otrora extranjero se vuelve a la larga ciudadano, si no lo impide el nacionalismo de turno, o también hombre del limes, ni ciudadano ni extranjero, se muestra en especial en los márgenes de la ciudad, en la dualidad centro/periferia, burgo/ “fueburgo” o fueraburgo, los faubourgs en francés, las afueras, el extrarradio, y también en otra dualidad, aquella que define un lugar, donde el ciudadano tiene su lugar, hoy en día pervertido en lugar de tránsito, por un lado, y en lugar de destierro (banlieue, donde uno queda desterrado, banni, en francés). ¿Qué grado de extranjería puedo aceptar de mí, de los demás, de nosotros? La indiferencia, la apatía política, unida a la propaganda, a la difusión del extranjero como espantajo, llámesele musulmán (en Francia, en general en Europa, en la India, en Rusia), judío (en no pocos países), latino (en los EEUU), catalán español en Cataluña, vasco español en Euskadi, rojo o anti-España en tiempos de Franco, gazatí o palestino en Israel, ucraniano para Rusia, rusófono en Ucrania, y un largo y triste etcétera, conducen a la exclusión del otro, incluso a veces a su eliminación pura y simplemente.
En El hilo de la verdad Trías afirma que “en última instancia la filosofía del límite es, siempre, una filosofía del poder, una filosofía política, solo que el poder es ambivalente; puede expresarse como poder del límite, que se prueba en su capacidad de recrearse y variar…y que tiene como Magna Sombra (…) la estructura de dominación (…) que sobredetermina la condición fronteriza” (Trías, 2004: 158). Esta estructura es, hegelianamente hablando, la relación de amo y esclavo. Vemos así como recrearse y variar son las aptitudes del poder cuando sigue ligado al ser, a la sustancia cívica de la ciudad, diría yo arrimándome un poco a Spinoza. El poder es creador cuando arrancando desde la ciudad instituye algo nuevo en pro de la concordia entre los ciudadanos, cuando uno se reconoce en el extranjero como extranjero que es también él, cuando uno deja de ser de aquí o de allá para ser-en-todo, “nosotrear”, que no es ser un “nosotros” petrificante. Por el contrario, el poder se convierte en estructura de dominación cuando seducido por las sirenas antes mencionadas de los límites de la ciudad, que dividen a los autóctonos de los “xenóctonos” en vez de coserlos, los hipostasia en fronteras divisorias: la gente de bien/los indeseables; los patriotas, los abertzales/los traidores, los botiflers; los que hablan la lengua propia de aquí, los presuntamente cultos/los que hablan la lengua de los de fuera, los presuntamente incultos; los puros/los charnegos, los maketos, para que se me entienda. Por cierto, los que eran o pretendían ser los “otros catalanes” se han quedado en los “otros”, sin más aditivos…
Todas estas consideraciones inspiradas en el pensamiento de Trías, al que pretendo ser fiel en el espíritu, nos conducen a pensar que la ciudad no es solo un uso político y cívico, de la especificidad ética, sino que se configura como un gozne entre las cuatro especificidades pues donde no hay ciudad hay terror, hay muerte, hay estupor, hay inseguridad; hay sinrazón, hay (como se dice en francés de manera brutal), ratonnade, caza y linchamiento del otro, como en la Naranja mecánica, film visionario de nuestras desgracias contemporáneas, del que curiosamente no habla Trías en su libro póstumo, De cine. Aventuras y extravíos (Trías, 2013). La ciudad no es un sector especial del cuarto barrio triasiano, el ético, sino que es aquello que religa a los cuatro barrios. La ciudad es lo que hace que la razón de mi ciudad se vuelva ciudad de la razón, ciudad de muchos barrios interconectados.
3. Los estratos de la ciudad
Vamos con la segunda parte de esta ponencia: los diferentes estratos de la ciudad (y los diferentes sujetos fronterizos asociados) en la obra de Trías. Vayamos primero con el estrato biográfico, familiar y personal. De entrada, su historia familiar estuvo marcada por el urbanismo y la arquitectura. Su padre, Carlos Trías (1918-1969), fue “camisa vieja” desde antes de la Guerra Civil12. Ya desde los inicios del franquismo, fue nombrado concejal del ayuntamiento de su ciudad natal y, más tarde, teniente de alcalde de Barcelona y diputado de la Diputación provincial durante el franquismo. Más tarde fue comisario de ordenación urbana de Madrid, además de ser procurador en Cortes. Se barajó su nombre como probable ministro franquista de vivienda (Trías, 2003b: 156-157). Su tío abuelo, por parte materna, Enrique Sagnier (1858-1931), fue un arquitecto historicista, ecléctico, algo influido por el modernismo, recargado y altisonante cuando pretendía ser original, más comedido, sobrio y neogótico cuando no lo pretendía (Trías, 2003b: 167-168). Eugenio Trías estuvo muy alejado tanto de las realizaciones de este último, como de los proyectos de su padre, por mucho que se enorgullecerá de él en su autobiografía. Su visión de la ciudad es democrática y de sensibilidad minimalista13.
Por otro lado, el estrato biográfico personal deja claro una obsesión por los lugares del deseo, en especial por las plazas. Durante su infancia y juventud, propia de un hijo de la burguesía franquista acomodada, las callejuelas de los barrios “malfamados” representaron para él lugares de perdición (Trías 2003b: 127-131). En sus Memorias abundan las plazas que le marcaron en su vida: en Londres, en Madrid, en el teatro griego de Barcelona, aquellas que llevan el nombre de su padre… (Trías, 2003b: 102-103). La más determinante en su vida fue aquella plaza de Ginebra, cuyo nombre desconocemos, que fue lugar de reencuentro para el grupo de escolares de los jesuitas, en visita a la ciudad suiza, a finales de los cincuenta (Trías, 2003b, 140-147; también Ibáñez, 2024: 91-93). Es una plaza que no solo no tiene nombre, sino que además no es descrita en ningún momento, como si fuese un lugar vacío. Esa visita de cuatro horas se convierte en un vagar a solas incesante por las calles ginebrinas, “con no disimulado deleite”, sin conseguir encontrar la plaza de la cita, la “ansiada plaza”. Se encontraba “perdido sin remedio”. Entre tanto, en este ir y venir, en este callejear precipitado, angustioso, “tiene su primera eyaculación” (caemos así en la cuenta de la enorme represión sexual que había interiorizado, él y muchos de su generación) y se siente de repente un “hombre libre” Todo el pasaje es, cuando menos, pintoresco, y está escrito con no poca cursilería y pedantería (me ahorro algunas citas), pero muestra que la plaza, como lugar vacío, señala, en términos lacanianos, la Cosa, lo real indecible, y que la arquitectura, como arte que crea el vacío, “nos pone en relación con nuestro propio vacío en tanto que sujetos del deseo”14.
Y viene como anillo al dedo recordar que en Lo bello y lo siniestro Trías establecía una diferencia entre la plaza renacentista, con un obelisco (fálico, por cierto) en el medio, y una plaza barroca con una escena orgánica dentro, como, por ejemplo, una fuente (Trías 1988a: 182). En el fondo, Trías es, en este sentido, tributario de D’Ors, y si bien equilibraba en este libro la polaridad entre el clasicismo y el barroco, en los años 80 irá inclinándose a favor del primero15. Pensemos en la plaza elíptica a lo Kepler en la que la música celestial, matemática, se traspone en forma material. Estamos ante una plaza en la que el tiempo se detiene y se reúnen todos los tiempos en un límite, en un afuera de la humanidad de toda ciudad (Trías, 2003a: 70-71). Recordemos también la Plaza de la Concordia, en París, sin tres flancos de edificios, de los cuatro que debería tener, bautizada así por el Directorio, en la última fase de la Revolución francesa, después de que muchas cabezas importantes, y no tan importantes, rodasen por el patíbulo. La modernidad y sus profundas heridas…Recordemos también que la plaza es un lugar de citas, de encuentros entre dos seres deseantes. Casa de citas. La cita del deseo…16
A la plaza de Sants, enorme esplanada colindante con la estación de trenes, dedicó unas cuantas páginas en La aventura filosófica (Trías, 1988b: 277-283). Y no es casualidad que sea esa la plaza más vacía, minimalista y desguarecida que uno pueda imaginarse. Esa plaza “dura”, como dice él mismo –que haría las delicias, hoy en día, de todos los urbanistas que pretenden luchar contra el cambio climático– ejemplifica para él una especie de escudo contra la vorágine de la ciudad, con su carácter salvaje, ruidoso. Es una plaza-límite, “que articula y diferencia a la vez lo que sucede dentro de la plaza y lo que existe fuera”. La plaza es en Trías un emblema de su filosofía: el lugar desde el que el hombre se asoma al vacío del silencio, de su soledad, de su condición marginal, silvestre, ínfima, desde el lenguaje que le hermana a los demás sujetos parlantes y le permite llenar de palabras ese espacio17. La plaza como “pura frontera”, alabada por Trías, esconde, a mi modo de entender, una desconfianza respecto a la agresividad de la ciudad, que es, en último término la agresividad, el salvajismo, del poder como dominación, no tanto estatal, sino material, hecha de humos, asfalto, bocinazos y ruido. Tal vez las injustamente criticadas “isletas”, en Barcelona, sean mejores rompeolas, muy modestas, sin ninguna pretensión estética, como la obra de Helio Piñón y Albert Viaplana, de esta vorágine urbana, apaciguada, sosegada, con chorrito de agua incluido, bancos y arbolado variado. Pero ya no estamos en el modelo minimalista y paradójicamente postmoderno (sí, hay a veces retales de ello en su pensamiento) de la plaza como vacío de la ciudad, sino en la plaza como encuentro de ciudadanos, que departen y enhebran palabras comunes18.
La ciudad, ya lo hemos visto en parte, tiene una dimensión en Trías eminentemente onírica. Es el caso de las plazas frecuentadas por él en Londres, Madrid o Barcelona y vueltas a ser visitadas en sueños, de forma reiterada. “Lo más gozoso que puede sucederme en mis sueños es, siempre, sentir la proximidad de una plaza” (Trías, 2003b: 100 y ss.). Al principio de El árbol de la vida, menciona los sótanos del museo de Barcelona, en donde se encuentran las ruinas de la Barcino Nova romana, que le impresionó “vivamente” y que le visita “con frecuencia en sueños” (Trías, 2003b: 24). A las ciudades subterráneas se refiere cuando comenta el mundo imaginario de Fritz Lang, catacumba, ciudad de obreros, de esclavos, de “muchedumbre enardecida” que amenaza a la ciudad con devolverla a su medio salvaje Y la metrópolis, contrapuesta a la ciudad subterránea, “no menos hostil” se convierte en “colmena y cárcel” (Trías, 2013: 19 y 21-22). O en Lógica del límite, vemos subrayadas “la gruta y la torre” y otras formaciones arquetípicas que muestran el rasgo transferencial de la arquitectura, sin olvidar las complicidades que establece ésta, por ejemplo, determinadas plazas y esplanadas, con el poder, a veces totalitario-dictatorial: la plaza de Oriente (Franco), la de Venecia, (Mussolini), o el campo Zeppelín (Hitler) (Trías, 2003a: 65).
La ciudad tiene, así mismo, una dimensión estética. Tiene su articulación vertical, con el vértigo como acompañante insidioso, y una articulación horizontal, con un horizonte o perfil, como lo ha señalado Rykwert (Trías, 1996: 26-28). La arquitectura, arte fronterizo por antonomasia, como la música, tiene una capacidad subliminal de meterse en nuestros sueños, por no conceptuarla normalmente de manera consciente. La arquitectura como algo arcaico, matricial en la historia de la humanidad, capaz de propiciar una atmósfera, un ambiente, y, al mismo tiempo, de materializar números y vacío. La Ciudad, en una lectura inspirada por Freud y Lévi-Strauss, es, para Trías, aquello que le permite al hombre enajenarse del “núcleo matricial” para adoptar la ciudad-Patria, la ciudad exogámica (Trías, 2001b: 199). Es “la ciudad de los hombres” (Marx), fruto del desarraigo de la tentación incestuosa. Todo nacionalismo que se precie, en especial en nuestros lares, pretende una ruralización pseudo arcaica y presuntamente tradicionalista, aunque esté hecha de remiendos modernos, de la cultura ciudadana. Volver a lo telúrico, a lo ctónico, es una tentación política regresiva, aunque Trías nos advierte también de que la ciudad, en un polo opuesto, tampoco puede ser identificada con una ciudad-máquina pues su fundación original tiene que ver con lo sagrado. Fundar la ciudad fue antaño “re-crear el cosmos”19. Y no puede perder, de algún modo, ese vínculo con la dimensión religiosa, tal y como lo demuestra el libro excelente de Rykwert sobre la Roma antigua, que prologó el barcelonés e incluso, el cuaderno de Brasil, en donde contrapone el ágora griega, siempre abierta, a un templo católico que visita en donde “el altar está enmarcado de tal modo que parece hallarse en una lejanía fantástica”20.
La ciudad reviste también una dimensión metafísica, articulada en la dualidad Ciudad-Memoria/ciudad del olvido, pronunciándose Trías en favor de un equilibro entre ambas. Dimensión metafísica de la ciudad, tal y como lo señala en otro cuaderno, rojo, esta vez preparatorio de su autobiografía: una primera ciudad (la ciudad fronteriza), una segunda ciudad (los vivos y los muertos), una tercera ciudad (la ciudad del ser) y una cuarta ciudad (la ciudad ideal). Los diferentes estratos modulan el cariz de cada ciudad, sus múltiples disfraces y facetas21.
Por último, la ciudad posee indudablemente una dimensión política, pues colocada entre la espada del “Casino global”, dominio de los grandes emporios capitalistas, y el martillo de los “santuarios locales”, dominio de las castas nacionalistas, la ciudad debe encontrar su propia razón de ser que solo puede ser la de ser vivero de ciudadanía (Trías, 2001a)22. Y convendría subrayar que en un temprano e importante artículo de 1977, en plena Transición, “Amor cívico”, programático para su itinerario futuro, Trías se preguntaba si “¿será posible esparcir de forma armónica esas energías [acumuladas año tras año durante el franquismo sin posibilidad alguna de exteriorizarse o realizarse] por el cuerpo, hasta hoy desierto de la comunidad, de la ciudad? Sera posible recuperar, en plenitud y efectividad, toda nuestra condición de ciudadanos, con su carga de historia y de memoria, con su carga de reflexión y de emoción?»23. La conciencia en el filósofo de que la Ciudad, en su sentido pleno, había quedado totalmente aletargada por el franquismo, es muy clara. Y recalcaba entonces que la “Memoria”, que constituye “el cimiento de una comunidad, de una ciudad” había sido ignorada, perdida, saqueada…Había que hacer examen de conciencia, recalcaba. “Nadie está libre de heridas profundas, heridas narcisistas”. Y se lamentaba: “Nadie ha vivido aun en plenitud su existencia cívica”. Es en este contexto en el que reivindica el “amor cívico” del que hablara Joan Maragall, propugnando dejar de ser población “y llegar a ser de verdad pueblo”24. Este artículo, a mi modo de entender fundamental, esclarece el alcance político de su libro El artista y la ciudad, publicado un año antes, y su voluntad de que el artista, como “hacedor de un proyecto erótico-poiético” tuviese a la ciudad misma como su obra más granada (Trías, 1997: 43). ¿Barcelona como futura o deseada ciudad real, neorrenacentista, ya no ideal a la manera platónica, en que se suturasen las heridas de una ciudad permanentemente conflictiva y dividida? Los años 80 parecían destinados a suturarlas, a regenerar los tejidos de la Ciudad herida. El proyecto olímpico, llevado a cabo con brío por Pasqual Maragall parecía incluso un impulsor de nuevas energías cívicas. Pero en el pujolismo aleteaban ya signos premonitorios, discretos, pero preocupantes, de exclusión y narcisismo, que se desatarían con paroxismo en el Procés, ya en el siglo XXI…25
4. Los anillos urbanos y cívicos: de Barcelona a España, pasando por Cataluña.
Queda por pasar así a la tercera parte de mi ponencia: los anillos urbanos, cívicos, que van de Barcelona a España, pasando por Cataluña. Aquí tenemos que meternos con la política triasiana, la del día a día, la de su país. Si intentásemos restituir de manera muy rápida y simplificada el itinerario político de Eugenio Trías, no tendríamos un gráfico tan sencillo como el de la derechización progresiva de un Fernando Savater, ni el de la prudente distancia de la política de otros filósofos españoles, ni tampoco el de la rabiosa crítica de tirios y troyanos de un Ferlosio, ni el anarquismo indómito y peculiar de García Calvo. Es cierto que emprendió un viaje que le llevaría desde finales de los setenta, desde un catalanismo transversal, de primeras no beligerante contra el pujolismo, hacia un antipujolismo, a partir de 1987, que desembocaría en la denuncia del nacionalismo lingüístico, a finales de los 90, teñida en paralelo de una expectativa cada vez más escéptica respecto a las capacidades y, sobre todo, a la voluntad política de Pasqual Maragall de dar un giro, cuando llegase a la presidencia de la Generalitat, de 180 grados o, cuando menos, de 90 grados, al marco de compresión nacionalista. Desde mediados de los ochenta, Trías fue muy crítico con el ruralismo pujolista y la disolución de la Corporación Metropolitana de Barcelona, en 1987, en la que veía una tentativa de Pujol de neutralizar el poder socialista (Trías, 1988c: 70). En cuanto a su postura respecto al PSOE, se inició con un silencio aprobador a las dos primeras legislaturas de Felipe González, sin haberlos votado nunca, como reconoce él (Trías, 2023: 246), terminando con una crítica, en ocasiones bastante virulenta de su última etapa, hasta 1996, caracterizada en buena medida, a su modo de entender, por los numerosos escándalos ligados a la corrupción en las altas esferas del poder26. El voto de confianza en dicho año a la alternancia política en La Moncloa no fue un cheque en blanco a Aznar. Lo que sí supuso para Trías fue una confianza momentánea en que los nacionalismos moderados, en especial desde el Pacto del Majestic entre Aznar y Pujol, en julio del 96, estaban bien embridados, que no eran un “cáncer” ni benigno ni maligno para España27. El Procés iba a desmentirlo… Pocos años después, la implicación de Aznar en la guerra de Irak, como había sido antes la Guerra del Golfo, no fue para nada del gusto, ecuménico y dialogante, de Trías. En cuanto a Pasqual Maragall (PSC), pasó de sentirse bastante cercano a sus ideas en torno al “poder municipal” como tercer poder alternativo al poder estatal y el poder autonómico, a considerar que el PSOE era un lastre para los socialistas catalanes, a constatar en los 90, que no hacía realmente oposición a Pujol en Cataluña, a sentirse crítico con el Tripartit y no digamos con el nuevo Estatut al que reprochaba su desacomplejada y neopujoliana homogeneización lingüística y cultural (Trías, 2023: 197)28.
En realidad, más que interesarle la política, le preocupaba y le preocupó siempre lo político, lo que es comprensible en un intelectual de talante metafísico. Y esa preocupación tenía que ver con la convivencia cívica. Veo en el fondo, en este punto, una continuidad total entre los años setenta y su quince últimos años. En la Transición insistía en la “Memoria”, que constituye “el cimiento de una comunidad, de una ciudad”, como hemos dicho, aunque él, seguramente por razones familiares, nunca vio en clave de memoria histórica y menos de memoria histórica democrática o prorrepublicana este cimiento. El relato de la Transición lo daba globalmente como válido y sobre todo como efectivo, desde finales de los noventa. Su erosión progresiva, desde 2011, tal vez desde 2014, le hubiera dejado, si viviese, con mal cuerpo. El “amor cívico” ya lo reivindicaba, como hemos dicho, desde 1977. Pero esto ¿cómo se plasmaba, en la práctica, si se me permite esta expresión? ¿A través del desarrollo y potenciación de la sociedad civil? Trías no fue un entusiasta del activismo bicicletero, en clave micropolítica alternativa, ni de un activismo sindicalista, obrerista o contestario, aún menos. Ni Francisco Fernández Buey ni Vázquez Montalbán, vaya. En contraste, cuando se produjo el asesinato de Miguel Ángel Blanco por parte de ETA y las masivas manifestaciones de repudio, Trías habló de una ciudad de la “unidad cívica y social” (la del espíritu del 14 de julio de 1997)29.
España no era vista por Trías como una nación, sino o como un país fronterizo, un espacio de “civilidad”, también un “microcontinente” o, posteriormente, como un entramado de ciudadanía (Trías, 1988c: 55)30. Cuando hablaba de Cataluña-ciudad, en los ochenta, ¿qué quería decir? Básicamente, lo que había sostenido el poeta abuelo del alcalde de Barcelona, y, también, en cierto sentido Unamuno, a saber, que se trataba de catalanizar España o, más bien, barcelonizar la inexistente sociedad civil española, insuflarle espíritu burgués, cívico, y gracias a ello, llenar de contenido el tibetanizado Estado español, nacionalizarlo, como diría Ortega y Gasset (Trías, 1985: 162-163). El problema residía en que “España ha sido, a lo largo de este siglo, en gran medida, un pleito no dirimido entre una sociedad civil sin Estado –Cataluña– y un Estado sin sociedad civil –Madrid” (Trías, 1985: 172). Según Trías, “sólo en esa Cataluña-ciudad, emergente desde principios de este siglo con plena consciencia civil y política, pudo articularse la idea de patria y la idea de ciudad, esa articulación y vertebración que Unamuno soñaba extensiva a toda España” (Trías, 1985: 181). Este análisis, este diagnóstico, sin olvidar la cura propuesta, tal vez podían ser medianamente válidos a principios del siglo XX, o cuando verosímiles, pero ¿eran válidos en los años 80? No lo creo en absoluto. Trías confesaba, en 1986, que ese viejo modelo maragalliano-unamuniano lo evocaba, lo quería de alguna manera recuperar, frente al modelo ruralista del pujolismo (Trías, 2023: 168). Cuando lo leí en su momento, lo creí un poco, admirados que estábamos unos cuantos vascos por el grado de madurez política y el civismo de los catalanes en aquel entonces, en contraste con nuestro (otrora, parece raro decirlo) atormentado y fracturado país (que sigue estando dividido, en cierto sentido). ¿Cayó en un error semejante al de no pocos nacionalistas catalanes que veían, y siguen viendo, más allá del Cinca o del Ebro: páramo, erial y catetismo? Lo que sí es cierto es que cambió con el tiempo y valoró cada vez más Madrid, incluso más que Barcelona. En cualquier caso, esa especie de redención de las regiones (utilizo un término orteguiano), que era el proceso autonómico, estaba ya en marcha en aquel entonces y no sé si Trías era plenamente consciente de ello. La riqueza de la sociedad civil en todas partes de España era evidente, como lo era también evidente el inicial y progresivo ensimismamiento de Cataluña. Es necesario subrayarlo. Al principio, era un tanto escéptico respecto al federalismo, veía la propuesta poco concreta, pero, poco a poco, Trías fue apoyando la “estructuración federal del Estado”, en 1994, pero seguramente el Tripartit y el Estatut fue esfumando, poco a poco, esta creencia (Trías, 1988c: 50-51; Trías, 2023: 231).
La España-ciudad o España de las ciudades (tal y como llamaba en los años 80) era un deseo sincero de Trías (Trías, 2023: 196). Prefería, a la España autonómica, e incluso al “binomio Madrid-Barcelona”, una “trama urbana” de ciudades medias (Trías, 2023: 196). Desgraciadamente, y pese al indudable dinamismo de muchas ciudades españolas, España se ha convertido más bien en la España de las 17 comunidades autónomas, cada una con sus potenciales tendencias neocaciquiles, más o menos telúricas o arcaizantes, de la tierruca o terruño muy matricial, a veces populistas o folklóricas, en ocasiones algo envidiosas y no forzosamente siempre cooperantes aunque (no todo es negro o blanco en la vida) con un nada menospreciable dinamismo local, socio-cultural y económico que solo la descentralización pudo insuflar.
Se ha consolidado un “reino de doble capitalidad”, dirá Trías en 1987: Barcelona y Madrid. Hoy en día lo leemos entre nostálgicos y tristemente irónicos. Aquellas propuestas (creo que precisamente de Pasqual Maragall), a mi modo de entender bastantes sensatas, de descentralizar la administración del Estado central a la manera alemana (ZDF TV está en Maguncia, Deutsche Welle en Bonn y la sede del Tribunal Constitucional Federal se encuentra en Karlsruhe, por poner tres ejemplos) y de corresponsabilizar a Barcelona, a Cataluña, con el proyecto del Estado español terminaron en saco roto, por múltiples razones. Madrid se ha ido convirtiendo en una importante plaza financiera, de asesorías, de servicios al cliente, de sedes de empresas, lo que unido a su centralidad en la red del AVE y su casi monopolio del tráfico aéreo entre América y Europa, y, a su incuestionable capitalidad, ha aumentado indudablemente sus oportunidades en el mundo globalizado. Su modelo de desarrollo, en cierto sentido neoliberal, ha hecho de ella una ciudad del gran casino, como hubiera dicho Trías, mientras que Barcelona se ha convertido en una ciudad de la que las grandes empresas han huido a raíz del Procés, ya no solo ensimismada, sino cada vez más dubitativa, cada vez más dividida, aunque ahora se hayan apagado las brasas, donde reina todo menos el amor cívico y la concordia, cada vez más agobiada por una Cataluña-aldea, salvo honrosas excepciones en diferentes ámbitos. La historia depara estas cosas.
La Barcelona como “ciudad del perdón”… (Trías, 1988c: 221). Cuántas resonancias actuales… Aquella ciudad que superase, en 1909, el enfrentamiento trágico entre anarquistas y burguesía, entre antimilitaristas y belicistas, entre desalmados anticlericales y antiguos negreros, amantes del orden a cualquier precio. No resisto citar a Trías que sigue bastante fielmente el espíritu de Joan Maragall: “solo una ciudad moral, responsable de su propia culpa, interiorizada por cada ciudadano, puede ser realmente ciudad y no tan solo turba” (Trías, 1985: 214). Pero ¿no habíamos dicho que en Trías lo culpabilizante venía del Estado, o de cualquier estructura micro-estatal o pseudoestatal? ¿Por qué implicar a los ciudadanos en esta autoculpabilización? Tal vez sea yo en este punto más nietzscheano que Trías y me convenza más la idea de metanoia, expuesta por Sloterdijk en su Teoría de la posguerra, lacual la define no como un arrepentimiento cristiano de una nación, o de una clase social, por sus actos cometidos en el pasado, sino como “un reaprendizaje laico al servicio de una capacidad superior de civilización” (Sloterdijk, 2008). Tal vez para que Madrid y Barcelona sean cada una más plenamente “ciudad” sea preciso que sus ciudadanos “transformen en modelos menos nocivos las reglas culturales reconocidas como nefastas”. En Cataluña, especialmente, la nueva “gramática moral” de los vencidos que todos ansiamos tendría que partir de un reconocimiento de los caminos equivocados y de la voluntad de labrar nuevas sendas, sin rencor, sin vanidad, sin engañarse a sí mismos y con lealtades compartidas. Estas nuevas reglas culturales, reglas cívicas, consistirían en un ethos mucho más democrático y mucho menos populista y nacionalista, sea del signo que sea. No es soñar, es más modesto, es una cura necesaria para una Ciudad real, mestiza, habitada por múltiples formas de extranjería, por exiliados de todo, dinámica y concordante en su inestimable disenso, que es la que deseamos.
Hemos realizado un largo viaje exploratorio que va de la Ciudad Ideal hecha con palabras, que es la que la propia filosofía de Eugenio Trías quiso encarnar, hasta la Ciudad Real en la que vivió y con la que se confrontó durante toda su vida. Hemos asentado la idea de que la Ciudad (tal vez habría que decir lo cívico) es aquello que religa en su obra los diferentes “barrios” o ámbitos. La pregunta que nos hacíamos es de qué manera podía estar articulada esta Ciudad. El binomio seguridad/justicia nos parecía insuficiente y proponíamos, para completar el triángulo de lo político en Trías el concepto de concordia, el cual le daría una mayor autonomía con respecto a la ética, inscribiéndolo como plenamente quinto barrio. Hemos visto también hasta qué punto el platonismo de Trías no permitía entender la Ciudad como alma común y también como cuerpo común, lo cual le hubiera facilitado comprender mejor, tal vez, el papel del deseo, de los afectos, del género, del sexo, de las culturas foráneas, en la ciudad real, sin olvidar el papel de las resistencias, de las oposiciones en el seno del cuerpo social. Todo ello es lo que permitiría mejor perfilar ese poder productivo del ser-en-común, que sin querer escorarlo demasiado hacia el pensamiento de Deleuze, otorgaría mayor solidez a su filosofía política. Entre Hobbes y Hegel, por un lado, y una vulgata liberal a la que se amolda, un liberalismo ambiente que acepta sin introducirse en sus fundamentos históricos (Rousseau, Constant, Tocqueville), Trías parece soslayar, aunque en el fondo lo intuya, ese «nosotrear”, ese ser conjuntamente otros, sin ser nunca un «nosotros” monolítico, que es la base del disenso (con fondo de concordia) fundamental que constituye toda democracia.
En la segunda parte, hemos tratado de analizar muy brevemente los diferentes estratos de los que está constituida la ciudad triasiana: biográfico, onírico, estético, político y metafísico. De todo ello se deduce una ciudad asaltada por sus límites, tentada siempre con la posibilidad de hundirse en la muerte, en lo telúrico, en lo subterráneo, en lo endogámico, y de la que, de alguna forma, de todo su potencial agresivo (estatal, pero también material) tenga ella que protegerse, por ejemplo, a través de plazas vacías e intemporales. Una visión de la Ciudad real como espacio de hombres fronterizos, de ciudadanos-exiliados, ofrecería seguramente mejores agarres cognitivos para no ver tanto el riesgo afuera, como asimilar las fronteras múltiples que nos recorren a todos sus habitantes. Falta tal vez en Trías una visión de la ciudad más amable, que, sin necesidad forzosamente de mostrar sus anhelos utópicos, aunque nunca los pueda descartar del todo, genere espacios de convivencia compartida. Es cierto que su rescate de la visión maragalliana del «amor cívico” y, sobre todo, la necesidad de una Memoria compartida de la ciudad permitiría acercarse a esa ciudad más abierta que aquí solo hemos podido esbozar. No obstante, como en tantos autores de su generación que tuvieron padres franquistas (Savater, Racionero, Pániker, etc.), la cuestión de la Guerra Civil y del franquismo (éste más tratado por el filósofo barcelonés, aunque de manera puntual) o es un indecible o es algo inconfortable de lo que no se puede hablar. La historia era, como lo señala Jordi Ibáñez en el mismo número de esta revista, la sombra de su filosofía. Quedó por lo tanto sin articular la manera como la concordia, el amor y la unión cívica podían generar espacios de una memoria compartida por la ciudadanía.
La ciudad parece siempre, en su obra, asaltada por múltiples peligros, por el riesgo siempre de quedar atrapada o en un “Casino global” o en un santuario ruralizante. Es cierto que son dos peligros indudables de la Polis contemporánea. Tal vez podría decirse que su visión de la ciudad, que la concibe como algo siempre frágil y no como una entidad plenamente madura, autónoma, tenga un fondo conservador, aunque corregido siempre por una necesidad de conciliación pacífica, pacificadora, entre los diferentes elementos de una Ciudad, sea una Ciudad-Estado o una Ciudad-Nación, que le da a su planteamiento político un tono moderadamente abierto, conciliador, comprensivo, si se me permiten estos términos para no utilizar el manido de “progresista”. La escisión y la necesaria articulación entre Patria y Ciudad, entre alma y Ciudad, es, tal vez, el fondo romántico de la visión triasiana de la ciudad, el anhelo siempre sincero en él de coser esos desgarros que la modernidad ha ido provocado a lo largo de la historia.