Pensar lo cotidiano, lo ordinario. Umgangssprache, infra-ordinaire e infrarrealismo
A Margarita Santos Zas
“Savons-nous vraiment ce qu’est l’ordinaire, ce qui nous est ordinaire?”
He aquí los dos interrogantes con los que Sandra Laugier pretende interpelar al lector, a la lectora en el umbral de su ambicioso libro Recommencer la philosophie cuyo subtítulo Stanley Cavell et la philosophie en Amérique tiene la ventaja de poner puertas al campo, desvelando a la vez el nombre de quien durante unos cincuenta años se afanó en “repenser l’ordinaire, à partir de l’idée même du langage ordinaire” (Laugier 2014: 11).
Filósofa francesa, especialista de la filosofía estadounidense (un día llamada ‘americana’), Sandra Laugier lleva algo más de treinta años traduciendo –en el sentido propio y figurado– e introduciendo a un lectorado francófono la obra polifónica e interdisciplinar de Stanley Cavell (1926-2018), uno de los filósofos del lenguaje y de la cultura americana de mayor renombre de la segunda mitad del siglo xx (Leblanc 2003)1.
Al hacerlo, Sandra Laugier ha hecho y hace mucho más que presentar a Cavell. En realidad, después de recorrer paso a paso su trayectoria, apropiándose de nuevo de ‘los textos’, de ‘las voces’ que hacen su singularidad, Laugier trata de ampliar y prolongar esta reflexión inimitable para abrir “la voie à une pensée originale du politique” (Laugier 2014: 14). En su propio trabajo, esta se declina como “éthique du care”, “politique de la voix”, “anthropologie des formes de vie” (Auderset et Érard 2019: 6).
Empezar esta contribución bajo la invocación de estos dos nombres, es decir, no solo el de Stanley Cavell, sino también el de Sandra Laugier, traductora y mediadora, equivale a contextualizar el concepto de ‘ordinario’, de ‘cotidiano’ del que se partirá aquí, anclándolo en su suelo americano2. En un segundo momento, procederé a su desplazamiento hacia un corpus de textos españoles de los años veinte-treinta, es decir, volveré asemantizar el concepto. En concreto, intento mostrar cómo ‘el pensamiento de lo cotidiano’ u ‘ordinario’ que Stanley Cavell elaboró primero a partir de la ‘filosofía del lenguaje ordinario’ de John L. Austin y de Wittgenstein y el ‘trascendentalismo’ de Emerson (y Thoreau) e identificó luego con la comedia de enredo matrimonial hollywoodiana puede entrar en consonancia con la reflexión estética y ética, es decir, poética y política, de Benjamín Jarnés. Y no sólo con esta reflexión sino también con la de otros escritores españoles (poetas, prosistas, ensayistas) de las ‘generaciones de 1914’ y ‘1927’ (por decirlo con los rótulos canónicos), especialmente atentos, como Jorge Guillén, a “eso que está ahí: el vivir de todos los días, el desarrollo cotidiano. Lo que disgustará a quien identifique poesía y belleza”. A título de ilustración, podemos pensar en “Vida cotidiana”, “poesía en romance” del vallisoletano. Su asonancia, “única en todo el poema, conviene al hilo cotidiano”, precisa el poeta (Guillén 1979: 36-37).
¡Vida sin cesar cotidiana!
Así lo eres por fortuna,
Y entre un renacer y un morir
Día a día te das y alumbras
Lunes, martes, miércoles, jueves
Y viernes y…
Todos ayudan
A quien va a través de las horas
Problemáticas pero juntas
En continuidad de rosario.
¡Dominio precario!
Se lucha
Por asentar los pies en Tierra,
Por ser punto real de la curva
Que hacia los espacios arrastra
Nuestra ambición de criaturas,
Anhelantes de hallar contacto
Con los relieves, las arrugas
De la realidad inmediata,
Por eso difícil y dura,
Dura de su propio vigor,
Que mis manos al fin subyugan
De costumbre en costumbre.
¡Vida
Tan cotidiana! Sin disculpa.
Stanley Cavell, ‘pensador’ de lo cotidiano
Discípulo de John Austin, cuyas clases siguió en Harvard en 1955, y heredero e intérprete a su vez de las obras del segundo Wittgenstein, es decir, ante todo de las inacabadas y póstumas Investigaciones filosóficas, Stanley Cavell pretendía “repenser l’ordinaire, à partir de l’idée même du langage ordinaire”. Añado ahora “… telle qu’elle se présente chez Austin et Wittgenstein” (Laugier 2014: 12).
Según Laugier, este propósito y este punto de partida son los que permitieron a Cavell salvar el escollo que, en la década de los sesenta, y en Estados Unidos, acarreaba una ‘filosofía del lenguaje’ devenida en ‘filosofía analítica’. “L’idée d’ordinaire –escribe Laugier– est doublement mythologique : à la fois objet de rejet et de fascination, l’ordinaire est comme l’autre de la philosophie, ce qu’elle veut, dans son arrogance, dépasser, mais aussi ce vers quoi elle aspire, nostalgiquement, à retourner” (Laugier 2014: 11).
La primera faceta ‘mitológica’ de lo ordinario encuentra su más genuina ilustración en una de las ‘consignas’ de Wittgenstein que Cavell inscribe en el pórtico de su propia interrogación3. O sea: “Wir führen die Wörter von ihrer metaphysischen, wieder auf ihre alltägliche Verwendung zurück” (“Nous reconduisons les mots de leur usage métaphysique à leur usage quotidien”) (Cavell, 2009a: 51)4.
Esta declaración y la confianza inaudita que a partir de las Investigaciones filosóficas Wittgenstein deposita no solamente en el lenguaje cotidiano5, sino también y más aún en ‘lo cotidiano’ explican que Cavell vea en el filósofo austriaco exilado en el Reino Unido la antítesis de la filosofía cartesiana, con un sujeto enunciativo que se desprende del mundo para hablar mejor de él. A diferencia del francés, Wittgenstein y Cavell parten del mundo y ponen énfasis en un ‘nosotros’ filosófico –el ‘Wir’–, que, de entrada, da pie para pensar la relación del sujeto con el mundo y con la comunidad a la que pertenece.
Ahora bien, aquel redescubrimiento, aquella recuperación6 de lo ordinario pasa a su vez por la previa confrontación a la obra de John L. Austin, de la que Cavell brinda una interpretación en 1957, defendiendo en público su “demoledora importancia filosófica” (Cavell 2003: 5-6). Esta reside en la pregunta título del primer ensayo del autor: “Devons-nous vouloir dire ce que nous disons?”, reformulación y elaboración de una “théorie du “vouloir-dire” en double opposition au sens propositionnel et à l’intention pyschologique” (Laugier 2009: 9).
Estas confrontaciones marcan de por vida al autor, quien, a partir de este momento, deja constancia de este aprendizaje en todos sus libros, asociando, por lo general, los nombres de sus dos mentores (Cavell 2009b: 65-66). En 2001, en el prefacio que acompaña la reedición de Dire et vouloir dire, primer Libro de ensayos, que incluía a su vez sus primeros artículos sobre Austin, por un lado, sobre Wittgenstein, por otro, Cavell resume este doble legado y muestra cómo iluminan su reflexión posterior al declarar: “leur problème moteur était moins de savoir comment nous connaissons ce que nous disons et voulons dire […] que celui de savoir ce que cela nous garantit sur notre relation au monde, à autrui, à moi-même […]” (Cavell 2009b: 40).
Es más: La atención que Wittgenstein había prestado a lo cotidiano, a lo ordinario stricto sensu, invitándonos a “porter le regard philosophique pour ainsi dire sous nos pieds, plutôt qu’au-dessus de nos têtes” (Cavell 2009a: 50). –a no abstraerse “ni du frottement ni de la résistance de l’air”, escribía Wittgenstein7, pero podría haberlo dicho Jorge Guillén o Benjamín Jarnés– conduce a Cavell a ver ya no en Wittgenstein, sino en el autor de Walden, or Life in the Woods y en su amigo y protector Ralph Wando Emerson los precursores olvidados de lo cotidiano.
Las publicaciones de Cavell dan cuenta de esa circulación y de la progresiva inversión cronológica que se opera en su obra de la lectura de los representantes de la ‘filosofía del lenguaje ordinario’ a los del ‘transcendentalismo’, es decir, de Wittgenstein y Austin a Emerson y Henry David Thoreau8. De ahí que declare al principio de la conferencia que dedica a Emerson, después de haber dictado otra sobre Wittgenstein:
Il m’apparaît de plus en plus clairement que pour avancer de tels enjeux9, je me fonde sur l’héritage d’Emerson, à qui je demande de souscrire, ou de donner un sol, à cette pauvreté, cette quotidienneté, cette proximité, cette banalité. Mais puisque aussi bien je fonde l’héritage que j’ai fait en premier des derniers (de Wittgenstein, et avant lui, d’Austin), sur l’héritage que j’ai fait en dernier des premiers (d’Emerson, et avant lui Thoreau), qu’est-ce qui est fondamental ? (Cavell 2009a: 101)
De los unos a los otros, de los ‘últimos’ a los ‘primeros’, se teje un estrecho vínculo en torno a las respuestas que ambas corrientes dan “au scepticisme, à cette anxiété qui porte sur nos capacités humaines de connaissance” (Laugier 2014: 14)10. Sus representantes responden todos “non par une nouvelle connaissance ou croyance, mais par la reconnaissance de notre condition – qui est […] notre parler (diction) ensemble. C’est dans cette communauté de langage que la question sceptique loin de se dissoudre, prend son sens le plus radical: qu’est-ce qui me permet de parler au nom des autres?11” (Laugier 2014: 14).
Se encuentra aquí otra de las ideas clave y quizá más originales de Cavell12, quien trata de superar el legado escéptico al reivindicar el carácter eminentemente autobiográfico, es decir, situado, encarnado, ‘vocal’, de la filosofía de lo ordinario que se opone a la pretensión trascendental de la metafísica. De índole socrática, la filosofía de lo ordinario de Cavell “ne nous apprend rien de nouveau, mais cherche à comprendre ce que nous savons déjà” (Cavell 2003: 8). Es un reconocimiento, no un conocimiento. A las preguntas: “pourquoi est-ce que ces philosophes disent “nous” au lieu de “je”?”, “Quelle est leur justification pour le faire?”, “Et d’où vient leur autorité?”, Cavell responde:
Ils disent quel est l’usage ordinaire […]. Leur base est autobiographique, mais il est évident qu’ils comprennent ce qu’ils font et disent comme étant représentatif ou exemplaire de la condition humaine en tant que telle. De sorte qu’ils interprètent la présomption de la philosophie comme l’acte par lequel le philosophe s’arroge le droit de parler pour nous, de dire ce qui peut être humainement dit pour résister à la tentation de la métaphysique et du scepticisme; et ils s’autorisent à s’arroger ce droit en prétendant être représentatifs, une prétention qui est exprimée par les voies de l’autobiographie. (Cavell 2003: 33)
En definitiva, el reconocimiento de la precedencia de Emerson y de Thoreau sobre Wittgenstein y Austin remite a la segunda cara ‘mitológica’ de lo ordinario evocada más arriba por Laugier, es decir, su nostalgia. Ahora bien, implica que los leamos en tanto filósofos o representantes de ‘la’ (de ‘una’) filosofía americana genuina –entiéndase de la ‘filosofía de lo ordinario’– y no solo como ‘escritores’. Son los ensayos “Experience”, “Self-Reliance” o “The American Scholar” de Emerson o Walden de Thoreau los que sirven a Cavell para asentar esta tesis13.
Este paso, es decir, la nueva reunión de la poesía y la filosofía –lo que permite hablar de Wittgenstein “en tant qu’écrivain, et du poids de cette vocation sur sa vocation de philosophe” (Cavell 2009a: 44) y viceversa de la “philosophicalité d’Emerson”–, y el cambio de perspectiva que autorizan la filosofía de lo ordinario y el trascendentalismo se anclan en la experiencia y la confianza en uno mismo (Self-reliance). He aquí las pequeñas revoluciones que llevan a Cavell a erigir luego el cinema –“seul art traditionnel vivant” (Cavell 2019: 45) en los años 1970– en alter ego de la filosofía. Según el pensador americano, el cine ofrece una “projection du monde”, un “mundo visto”, por decirlo con los sintagmas de las traducciones al francés y al español del primer libro dedicado a la gran pantalla, The World Viewed, subtitulado Reflexiones sobre la ontología del cinema.
Al decir esto, preciso que el cinema que interesa al pensador de lo ordinario no es ni ha de ser el ‘cinéma d’art et d’essai’, tradicionalmente valorado por la crítica. Al contrario, es el cine popular, muy en concreto la comedia de enredo matrimonial hollywoodiana de los años treinta, centrada en la “héroïne qui détient peut-être la clé d’une conclusion heureuse” (Cavell 2017: 25-27)14, el que moviliza toda la atención de Cavell. Este cine remite a su vez a la experienciabiográfica que cada uno de nosotros puede hacer –e hizo Cavell15– cuando va al cine y ve una película. Aquella experiencia insustituible es la que, en última instancia, me, le, nos habilita a tomar la palabra y a hablar. Aquella experiencia es también la que nos permite seguir creciendo. Como recuerda Laugier: Selon [Cavell], la valeur de la culture n’est pas logée dans les “grands arts” mais dans sa capacité trans-formatrice, qui est aussi celle du “perfectionnisme moral” d’Emerson et de Thoreau” (Laugier 2014: 235). Educador, docente, Cavell destaca, como se ve, el carácter pedagógico, de ‘educación moral’, del cine.
Desde una perspectiva no ‘eurocentrista’ –reivindicada por Emerson en “The American Scholar”–, nada impide, según Cavell, que se equipare una película –por ejemplo, de Frank Capra– con la Critique de la raison pure. Es más, por muy provocadora que resulte la afirmación, el desconocimiento de Kant entre los estudiantes americanos justificaría y legitimaría incluso, según él, la comparación (Cavell 2017: 36).
Para el pensador de lo ordinario, no hay, en este sentido, objetos dignos de consideración y otros que no lo son –tanto menos, en cuanto se pone en tela de juicio la existencia de “un héritage culturel commun” (Cavell 2017: 36), entendiendo por ello algo (supuestamente) universal. “S’intéresser à un objet –escribe primero Cavell–, c’est s’intéresser à l’expérience que l’on a de l’objet; si bien qu’examiner et défendre l’intérêt que je porte à ces films, c’est examiner et défendre l’intérêt que je porte à ma propre expérience, aux moments et aux passages de ma vie que j’ai partagés avec eux16” (Cavell 2017: 33-34). Y asumiendo la herencia de Emerson y de Thoreau, es decir, “portés par eux”, Cavell añade
nous apprenons que sans cette confiance en notre expérience, qui s’exprime par la volonté de trouver des mots pour la dire, nous sommes dépourvus d’autorité dans notre propre expérience. (Dans Les voix de la raison, à un moment analogue, je dis que nous sommes sans voix dans notre propre histoire.) À mon sens, cette autorité, c’est le droit de vous intéresser à votre propre expérience17. (Cavell 2017: 40)
Tanto el medio cinematógrafico como la comedia de enredo participan, pues, de la respuesta original que Cavell trata de aportar a la cuestión del escepticismo18. Y con esto, concluyo este breve recorrido por la obra de quien revela ser un apasionado y atento lector de ‘textos’ que le formaron y con los que entabló un diálogo antes de transmitirlos a su vez, enriquecido de su voz, a otrXs lectorXs, a otrXs oyentes19.
Pertrechado de su legado: “Un livre est écrit pour deux publics: celui qu’il créera peut-être, et dont il appelle la conversation; et celui qui l’a créé, dont la conversation est évoquée par lui” (Cavell 2019: 30), crucemos de nuevo el Atlántico y volvamos al Viejo Mundo, es decir, a España y tratemos de ver cómo y por qué se podría decir que el interés por lo (infra)ordinario ya había encontrado cobijo en la España de los felices veinte, antes de resonar de nuevo en la obra del francés Georges Perec. En los años sesenta, de hecho, este volvió a desenterrar los enigmas que la ‘filosofía de lo ordinario’ planteaba al sujeto cognoscitivo, interrogando: “Comment parler de ces “choses communes”, comment les traquer plutôt, comment les débusquer, les arracher à la gangue dans laquelle elles restent engluées, comment leur donner un sens, une langue” (Perec 1989: 11). E igual que los españoles, igual que el americano, Perec interpelaba a lXs lectorXs con la idea de “fonder enfin notre anthropologie : celle qui parlera de nous, qui ira chercher en nous ce que nous avons si longtemps pillé chez les autres. Non plus l’exotique, mais l’endotique” (Perec 1989: 11-12).
Benjamín Jarnés, ‘escritor’ del hombre integral
Por razones obvias, Benjamín Jarnés (Codo, 1888 – Madrid, 1949) no leyó a Cavell, ni a Perec. No se trata, por tanto, de hablar aquí de posible influencia, ni siquiera de intertextualidad –lo que no quita que Jarnés haya leído con atención y disfrute a Emerson20, y más aún a Nietzsche, cuya deuda con Emerson es grande. No obstante, si se parte de la razón vital, del interés por el lenguaje que caracteriza a los escritores del Modernismo europeo o, de forma más modesta, del infrarrealismo orteguiano, se pueden vislumbrar afinidades en las actitudes (el insustituible punto de vista, la crítica creadora) y los intereses (la estética, la ética) del americano y del español, e incluso insólitas coincidencias en algunos objetos de estudio: el romanticismo, el ‘hombre integral’ y más aún el cine de los años 1930.
En el marco de esta reflexión sobre la filosofía de lo ordinario, dos son las facetas de la obra de Jarnés que me van a servir para ilustrar esta proximidad. En primer lugar realzaré elementos de su temprano interés por el infrarrealismo, visible en la edición original de El profesor inútil (1926) de vitalismo tan orteguiano, como guilleniano; luego volveré sobre algunas razones de su deslumbramiento por el cine de los años treinta.
a. Infrarrealismo y cambio de perspectiva
En la historia de las ideas estéticas del siglo xx, pocos libros han suscitado tantos malentendidos como Ladeshumanización del arte de José Ortega y Gasset. En su opúsculo, de título poco afortunado, Ortega y Gasset pretendía hacer balance de los logros y de los límites de las vanguardias europeas, en particular en el ámbito de las artes plásticas, y explicar el recelo y la incomprensión que estas corrientes artísticas de carácter antimimético habían despertado en el gran público. Entre las técnicas o procedimientos más característicos de esta ‘deshumanización’, entiéndase, de la desrealización, de la estilización o deformación de lo real, Ortega y Gasset contaba junto a la metáfora el cambio de perspectiva habitual, trátese de supra- o de infrarrealismo que puede redundar en la atención por lo ordinario, lo cotidiano. Este objeto, Jarnés lo denomina a veces ‘ingenuidad’, ‘sencillez’, ‘normalidad’.
Desde el punto de vista humano tienen las cosas un orden, una jerarquía determinados. Nos parecen unas muy importantes, otras menos, otras por completo insignificantes. Para satisfacer el ansia de deshumanizar no es, pues, forzoso alterar las formas primarias de las cosas. Basta con invertir la jerarquía y hacer un arte donde aparezcan en primer plano, destacados con aire monumental, los mínimos sucesos de la vida. (Ortega y Gasset 2005: 866)
En cuanto a los autores que, gracias a este cambio de perspectiva, supieron extremar el realismo hasta superarlo “no más que con atender lupa en mano a lo microscópico de la vida” (Ortega y Gasset 2005: 866), Ortega y Gasset nombraba a –los tan humanos– Marcel Proust, Jean Giraudoux, Marcel Morand y James Joyce. Entre los prosistas españoles, en cambio, en aquellas fechas, solamente podía mencionar a Ramón Gómez de la Serna. En términos que podrían ser del Perec abogado des “choses communes” (Perec 1989: 11), Ortega y Gasset destaca que en los emblemáticos escritos del español sobre los senos, sobre el circo, sobre el alba, o sobre el Rastro o la Puerta de Sol, “el procedimiento consiste sencillamente en hacer protagonista del drama vital los barrios bajos de la atención, lo que de ordinario desatendemos” (Ortega y Gasset 2005: 866)21.
Sin que pueda hablarse de influencia orteguiana, ya que el ensayo del filósofo y las primeras novelas que acogió la colección Nova Novorum de la Revista de Occidente se publicaron de forma casi simultánea, el mismo procedimiento desrealizador se deja identificar en los siete relatos que forman Víspera del gozo (1926) de Pedro Salinas, en varios pasajes de la primera novela lírica de Benjamín Jarnés, El profesor inútil (1926), o en la novela cinematográfica de Antonio Espina, Luna de copas (1928).
El profesor inútil de Jarnés se abre, de hecho, sobre una puesta en tela de juicio del axioma cartesiano seguida de una rehabilitación vitalista del cuerpo que conduce al anónimo protagonista del libro a echarse a la calle para sacar partido de su “Mañana de vacación” –título de la primera parte–. Libre de obligaciones, el protagonista –de estado ‘profesor inútil’– va al encuentro del mundo y de sí mismo y, olvidándose de los nombres de diccionario, asigna “a cada cosa su rótulo más bello” (Jarnés 1926: 12). Empieza a llover, se refugia en un bar, pide un doble y “la cerveza [le] teñirá de rubio las imágenes, puesto que hoy todas las cosas [quiere] verlas teñidas del color más arbitrario” (Jarnés 1926: 15). Vuelve a salir el sol, vuelve a salir el profesor a la calle. Y se sigue entregando a la pura contemplación de lo que le rodea y de sí mismo.
Todo me hace feliz, porque lo puedo contemplar serenamente, porque puedo medirlo todo, hallar sus raíces, seguirlo hasta sus últimos frutos. Todo me hace vibrar muy hondo, porque puedo desprenderme de su música fácil, alegre, parlanchina, después de aprovecharme de su eléctrico contacto. Entre las cosas y yo está siempre mi cuerpo, hoy tan inofensivo, tan dócil, tan buen conductor. Llegan hasta mí las ondas más lejanas en toda su pureza. Soy una balanza en delicioso equilibrio. (Jarnés 1926: 20)
Después de desdeñar el paraguas, el protagonista, ‘Augusto Pérez redivivo’, sigue imantado a las mujeres con las que se cruza y recuerda a Ruth, discípula y amada. Mas al constatar que “el amor de Ruth está para [él] tan lejos”, decide “hacerlo pequeñito dentro de [sí]” (Jarnés 1926: 26). Y como Wittgenstein, quien desvía la mirada de lo trascendental para rehabilitar el suelo que lo soporta, o como Perec, quien da la espalda a los periódicos que “parlent de tout, sauf du journalier” (Perec 1989: 10), anhelando “retrouver quelque chose de l’étonnement que pouvaient éprouver Jules Verne ou ses lecteurs en face d’un appareil capable de reproduire et de transporter les sons” (Perec 1989: 12), el profesor inútil invierte a su vez las escalas de los valores consagrados, contempla el cielo que se espejea en un charco y rehabilita la misteriosa alegría de la infancia.
Todo lo más grande quisiera hoy verlo convertido en un lindo juguete. Si hoy tuviese que escribir mi tesis del doctorado, la reduciría a un bello aforismo. Si tuviese que traducir el Paraíso perdido, lo reduciría a una docena de graciosas aleluyas. Al mismo cielo que ahora me insulta con su estentóreo azul yo me niego a verlo si no es a trocitos, uno en cada charco.
Una vendedora me ofrece El Sol. ¿Maeztu? ¿Grandmontagne? No, no. Compraré Pinocho. Hoy celebro la transmutación de todos mis valores cotidianos. Hoy cambio de casillero todos los conceptos de las cosas. (Jarnés 1926: 20)22
Cambio de perspectiva y alegría infantil, he aquí dos de los móviles que explican asimismo el entusiasmo del autor por el cine, al que valiéndose de Frank Capra, llega a considerar, “alfombra mágica” (Jarnés 2018: 7)23.
b. Infrarrealismo y gracia cinematográficos
Como ha recordado recientemente José María Conget en su sentida introducción a Cita de ensueños (Figuras del cinema), libro que contiene la mayor parte de los artículos cinematográficos de Benjamín Jarnés, “la bibliografía sobre las relaciones entre los escritores españoles y el cine desde comienzos del siglo xx hasta la guerra civil es no menos extensa que exhaustiva” (Conget 2018: XIV).
Veinte años antes, Domingo Ródenas de Moya había recordado también que no faltaban testimonios y trabajos académicos que permitían desbancar el “tópico de que el escritor español se ha mostrado siempre desafecto al séptimo arte. No sólo no ha existido tal desafección sino que, en los años veinte, se produjo una fructífera permeabilidad de un medio a otro” (Ródenas de Moya 1997: 87).
Junto a Antonio Espina, Francisco Ayala o Rosa Chacel, Benjamín Jarnés fue indudablemente uno de los escritores que se mostró más receptivos a los encantos –y los peligros– del séptimo arte24. Sea como motivo, sea como técnica narrativa, sea como interdiscurso, el cinema acompañó al escritor casi hasta el final de la guerra, es decir, desde El profesor inútil hasta Eufrosina o la gracia (1938). Además de ello, Jarnés reveló ser junto a Arconada, Giménez Caballero, Ayala o Fernando Vela uno de los críticos cinematográficos más conspicuos de su generación. En septiembre de 1933 entró en el comité directivo del Grupo de Escritores Cinematográficos Independientes (GECI), cuyo manifiesto firmó, antes de reproducirlo a guisa de prólogo del citado ensayo Cita de ensueños. En él se afirma claramente la “labor de orientación pública” que cumplen los críticos de cine. Ellos se yerguen como representantes del público; han de defenderlo de forma independiente y responsable frente a la amenaza que, apenas nacido, representa un cinema puesto al servicio de los intereses de las Empresas productoras o, peor, de los Estados.
No faltarían motivos, como se ve, para profundizar en un Jarnés cinéfilo en el sentido amplio de la palabra. Aquí me contento con mostrar por qué su interés por el cine de los años 1920-1930 vuelve a pasar por el cambio radical de perspectiva que brinda este nuevo medio artístico en comparación con las demás artes plásticas. En concreto, revela ser el mejor aliado del infrarrealismo por el que abogaba Ortega y Gasset. Por otro lado, Jarnés parece adelantarse al Cavell más provocador, ya que no duda en comparar el carácter popular del cinema con la filosofía. Igual que el americano, ve en el nuevo medio un “instrumento pedagógico. Puede hacernos soñar, pero también puede hacernos conocer”. Debe contribuir a “la perfección humana” (Jarnés 2018: 14-15).
Antes que en Cita de ensueños, es en Rúbricas (Nuevos ejercicios) (193125) donde Jarnés aclara por primera vez en qué consiste la magia del séptimo arte, lupa o microscopio que nos acerca a lo nimio. “Es hoy –escribe Jarnés– cuando el arte, con su cinemático microscopio, puede obrar verdaderos milagros” (Jarnés 1931: 70). Y sigue así:
Una mutilación puede ser algo más que cierta operación quirúrgica: puede ser la creación de un ser nuevo, como en los rudimentarios estratos zoológicos. Y la vieja maravilla puede repetirla hoy la pantalla. La fotografía se contentaba a veces con el rostro; ahora puede contentarse con la mano, con una arteria. Al cinema le basta un trozo de organismo para expresar una emoción: destaca un músculo, lo pone en tensión, arroja sobre él sus chorros de luz, y el drama se repliega a su foco más vivo, adquiere su dimensión auténtica.
[…] La vida, con todas sus riquezas de expresión, aun las más sutiles, se ha trasladado a la pantalla.
Aun las más sutiles y menudas. Se ha roto la distancia entre lo grande y lo pequeño de los seres. El cinema destruye todo prejuicio de arcaica relatividad y se complace en nivelarlo todo. El movimiento de impaciencia de un pie diminuto que aguarda, ha llenado todo el volumen que antes comprendía una ventana, un busto anhelante de mujer, unos ojos húmedos, unas manos inquietas que estrujaban el pañuelo, unas macetas líricas, un perro, un libro de versos. El piececito se mueve intranquilo y expulsa toda la carrocería sentimental de la “impaciencia amorosa”, tema copioso, milenario, para sencillos poetas tradicionales.
El piececito es un nuevo ser, autónomo, personal, porque le fue encontrada una original fisonomía. Cuando toda la vital emoción se traslada a un pie, basta con subrayar ese pie, con hacerle hablar el maravilloso idioma imposible de traducir a ningún arte. (Jarnés 1931: 70-72)
El cine es, pues, ante todo invitación a posar una mirada renovada sobre el mundo que nos rodea, “a percibir, trazo a trazo, toda la múltiple fisonomía del mundo” (Jarnés 1931: 75). A diferencia de otros muchos escritores –de su generación, por un lado, de generaciones anteriores o posteriores, por otro–, Jarnés no ve en el cine un rival o una amenaza para la literatura. Todo al contrario. Para Jarnés, “todo buen film es, puede ser, además, buena literatura” (Jarnés 2018: 12). Y lo es y puede serlo porque “se supone a los dos un denominador común: la poesía” (Jarnés 2018: 12). Según Jarnés, antes que ideas, el buen cinema hereda de la literatura “un copioso lote de imágenes” (Jarnés 2018: 16). “Las metáforas, hace tiempo desechadas por el arte de escribir, puede ahora utilizarlas el cinema. Y con éxito: nos parecen nuevas” (Jarnés 2018: 16).
La segunda aportación de Jarnés a una filosofía de lo ordinario, de lo cotidiano nacida al calor de esta pasión por el cine, la encuentro en la inaudita relación que Jarnés establece entre cine popular26 y filosofía. Como Cavell, Jarnés se interesó por las grandes figuras femeninas de los años treinta. Como sus paisanos y coetáneos, se apasionó por Charlot, “prestidigitador de emociones” (Jarnés 2018: 76), “gran amigo de todos los hombres sencillos, perennemente dispuestos al asombro. De los niños y de todos aquellos a quienes les es concedido el don excepcional de continuar su infancia –y su asombro– durante toda la vida” (Jarnés 2018: 79). Pero como ninguno expresó su “reiterada fascinación por los elementos más infantiles, más risueños y traviesos de la producción cinematográfica: los dibujos animados” (Conget 2018: XXXIV-XXXV).
Y de hecho, Benjamín Jarnés no dudó en identificar en los primeros dibujos animados que llegaron a Europa desde Estados Unidos –El Gato Félix, Betty Boop, el ratón Mickey o finalmente “Los tres cerditos” de Walt Disney– unas animaciones de la gracia, concepto ético-estético que, en los tan conflictivos años 1930, vino a tomar el relevo del ‘integralismo’ por el que abogaba en Teoría del zumbel.
A diferencia de este, “la gracia es un valor social”. “Es un punto de confluencia. De ella participan el arte, la vida invidual y la vida colectiva. La gracia es una telegrafía de señales, es una muda conversación entablada entre la obra graciosa y los ojos limpios de cuantos la contemplan. Es inexplicable sin la gran simpatía, sin la simpatía entre espíritus” (Jarnés 2004: 109-110). Además de recuperar al hombre en toda su complejidad, en toda su integralidad –sueño, ensueño y vigilia–, la gracia tiende, pues, un puente entre los sujetos, que pueden reconocerse en los otros. “De cualquier vida partimos, soñando, a otra más alta, no paralela a la allí vista, sino perpendicular al plano frecuentemente borroso […] que nos ofrece la pantalla” (Jarnés 2018: 10).
Dan cuenta de esta comprensión no solo las “Fábulas pintorescas”, parte final de Cita de ensueños, sino también y más aún el décimo capítulo de Eufrosina o la gracia titulado “Presencia mágica”. En él, Julio –alter ego del escritor– se junta con Eufrosina en una sala de cine en la que, al entrar, “todo, excepto Betty Boop, está en sombra” (Jarnés 1938: 149). Durante unos diez minutos solamente “el silencio es cómplice feliz de una admiración común hacia la linda figurilla animada” (Jarnés 1938: 150).
Al volver a encenderse las luces –señal de un entreacto que precede la proyección de un “melodrama insoportable” que hace huir a los protagonistas–, lo primero que Julio declara respecto de ella es: “He aquí, Eufrosina, la gracia de lo menudo. He aquí a nuestra lineal Betty Boop, uno de los más graciosos hallazgos del cinema” (Jarnés 1938: 151).
De réplica en réplica, a lo largo de unas quince páginas, los dos protagonistas tratan de circunscribir lo que singulariza esta gracia de Betty Boop, “fórmula matemática de arrapiezo”, “haz de guiños”, “lindo dibujo en marcha” (Jarnés 1938: 153-154), dice Eufrosina. Con vistas a explicar la profundidad del ‘dibujo’, Julio vuelve a acudir al filósofo francés Alain, del que ya había citado una definición de la gracia–“confianza mutua, tal como se da entre los gimnastas, que cuentan el uno con el otro” (Jarnés 1938: 4) – en unas escuetas páginas preliminares.
Alain –dice ahora Julio– trae a cuento la claridad profunda del ideario de Spinoza al hablar del pensamiento de un cuadro, de un dibujo. Se siente –dice– que una línea en absoluto pura, sin grosor alguno, bastaría para representar carne, fuerza, vida, movimiento, sentimiento, en consecuencia. […]. Betty Boop, puesto en movimiento, puede representar, y representa, todo un catálogo de gracias femeninas. El dibujo animado –que tan felizmente culmina en Betty Boop– ha venido a realizar en arte, con una brizna de materia, puede decirse, lo que el álgebra en la economía realiza sin guarismos. Porque las cosas –en la naturaleza y en el arte– valen por sus perfiles. […] la gracia esencial está adscrita a la línea, a la línea enjunta, a los confines de las cosas. Y este muñeco es toda línea. (Jarnés 1938: 154)
En suma, a lo largo de este animado diálogo, tanto Julio como su joven interlocutora demuestran tener muy claro que el valor de Betty Boop, de los dibujos animados, de Charlot, del buen cine reside en el hecho de que son muestras de un arte auténticamente popular, cuya misión es unir a los hombres. Como dice Guillermo de Torre, en una reseña sobre literatura y cine: “El mérito, el triunfo superior del cinema, consistiría en anular parcialismos; en llegar a ser totalmente un verdadero instrumento de comunión humana. Uniendo, antes que escindiendo más, minorías y masas” (Torre 1933: 2).
A mi modo de ver, y con esto voy concluyendo, la gracia artística en Jarnés desempeña un papel análogo al de la experiencia en Cavell –y Emerson– al reinstaurar una relación de homología, de reconocimiento entre los sujetos. En Cita de ensueños, Jarnés acudirá a Guyau para insistir en este ‘reconocimiento de una original y sencilla expresión de humanidad’.
Una obra de arte es siempre, por algún costado, un retrato; y en este retrato, si se le mira bien, reconocemos algo de nosotros mismos. […] La emoción artística […] es, pues, en definitiva, la emoción social que nos hace sentir una vida análoga a la nuestra y engarzada a la nuestra por el artista… […] La emoción artística es, pues, esencialmente social: tiene por objeto engrandecer la vida individual haciéndola fundirse con una vida más amplia y universal. (Jarnés 2018: 21)