Las transformaciones de las cosas comunes en el ensayismo español (1900-1930)
Introducción
Si leemos algunos de los textos ensayísticos del periodo comprendido entre los inicios del siglo XX y el final de la Dictadura de Primo de Rivera, podemos constatar una transformación en la presencia y en la función que desempeñan las cosas, los objetos, en dichos textos1. Una primera impresión parece corroborar una progresiva mayor presencia de objetos industriales, en paralelo a una desaparición progresiva de cosas ligadas a un mundo rural, tradicional. Si leemos cualquier libro de los llamados representantes de la generación de 1898 es evidente que no hay en ellos ninguna fascinación, o desde luego poca, por los objetos industriales, a excepción, tal vez, del Maeztu más anglófilo. Prima el desinterés por los objetos o un regusto peculiar por cosas arcaicamente vulgares. Por el contrario, si leemos cualquier texto de Ramón Gómez de la Serna, de fines de los años veinte o de los treinta, los objetos “modernos”, en especial los ligados con el arte, pero no únicamente, se manifiestan con especial intensidad. Es más, incluso antes de 1930, y tal vez antes de 1920, se empieza a dar una particular curiosidad por los nuevos objetos comunes de la modernidad industrial y doméstica. Por otro lado, si atendemos a la función que cumplen, se nos antoja pensar que si en los primeros años del siglo XX las cosas no tenían en sí mismas un papel sustantivo en los ensayos españoles, en cambio, en los veinte y treinta adquieren tal protagonismo que se diría que determinado ensayo ausculta con verdadera minuciosidad ese mundo objetual.
Todo esto podría parecer, en último término, superficial si no nos preguntásemos previamente sobre el lugar que ocupa el ensayo en el mundo moderno. Lo primero de lo que debemos ser conscientes es del peculiar saber que es el ensayo. Ni éste es ciencia, ni aspira a serlo. Y, sin embargo, pretende siempre esclarecer y explorar espacios del saber particularmente espinosos, en los que la ciencia muestra sus limitaciones. Estamos hablando de la mujer y del amor, del arte, de la guerra, de la muerte, de la espiritualidad, de la justicia, de la subjetividad, de la soledad, por poner solo algunos ejemplos eminentes, ámbitos todos en los que la ciencia se muestra o perpleja, o prudente, o claramente limitada para hablar. Esto es así porque el ensayo –como antaño, hasta el siglo XIX, la retórica, pero en otro sentido– no tiene un objeto, un dominio de saber propio, particular. El ensayo es un “saber” de los intersticios del saber o, mejor dicho, es una especie de linterna, de peculiar sapiencia, que ilumina aquellas fronteras del saber que no tienen dueño propio. Pero, ¿cabría hablar de una sapiencia de las cosas en el ensayismo contemporáneo? O, más en concreto, ¿por qué el ensayismo contemporáneo habría tomado como tema de interés propio, entre otras novedades, el de las cosas? Si desde Montaigne, los objetos cotidianos no parecen suscitar la pasión de los ensayistas, por mucho que el mismo autor francés se detenga, más de lo que pretende, en lo que bebe y come, en la manera cómo se viste, en sus libros, en contraste, a partir del siglo XX, las cosas van a ser consideradas como formando parte de un proceso inquisitivo sobre el mundo2.
Qué duda cabe que los estudios sobre la cultura material, sobre los que volveremos puntualmente, han permitido responder a una serie de interrogantes decisivos si se quiere comprender la vida cotidiana de la gente. ¿Cómo se vestían los hombres y las mujeres? ¿Qué mobiliario tenían en sus casas, en sus pisos? ¿Qué objetos, artesanos o/y industriales, utilizaban en el día a día? ¿Qué diferencias había en la cultura material entre las clases sociales? Lo que estos estudios demuestran es que la cultura material, antes ya del advenimiento de la sociedad de consumo en los años cincuenta y sesenta, sufre transformaciones importantes en Europa durante el periodo de entreguerras, de menor calibre en los países del Sur de Europa, que son notorias en la aristocracia y la alta burguesía, más moderadas en la burguesía, pequeñas, pero no menos importantes en la clase obrera, y, en general, en fin, poco ostentosas en el campesinado. Determinados objetos industriales como la plancha, el coche, la linotipia o el teléfono, por no mencionar los menos importantes, sin olvidar una vestimenta y un mobiliario más variados (no sólo colchones, cama y baúl, sino también aparadores, cómodas, armarios, etc.) se difunden inicialmente por las clases más altas y, poco a poco, llegan, de manera desigual, a las profesiones liberales, menestrales, pequeños comerciantes, profesores, etc.3
Es evidente, por otro lado, que si un ensayo trata de la mortalidad del ser humano y de nuestra ansia de no querer morir (Unamuno) o de las lecturas que uno tiene que llevar a cabo si quiere formarse en la vida (Alomar), por poner solo dos ejemplos de principios del siglo XX, no va a encontrarse con objetos. Se va a encontrar, como mucho, con libros, peculiares objetos que nos llevan a espacios y mundos no forzosamente objetuales. El ensayo que, de manera más “natural” puede toparse con cosas o objetos es aquel que tiende a describir –entiéndase lo de describir en el sentido más lato del término– espacios restringidos (algunos heterotópicos, como el circo o el rastro en Gómez de la Serna), o paisajes o paisanajes locales (Regoyos, Azorín, Baroja). Pero también el ensayo que hace de la vida cotidiana un espacio en sí mismo para la ironía y la chispa ingeniosa (Camba) o aquel que se interesa por la actualidad en el sentido más amplio del término (Baeza, Martínez Sierra) pueden ser apropiados para que las cosas adquieran protagonismo. Por último, y son casos especiales, no habrá que olvidar aquel ensayo (filosófico, esta vez) que hace de las circunstancias (Ortega) o de la anécdota (D’Ors) materias predilectas para la meditación, la divagación o la glosa.
Otra hipótesis de partida que podemos enunciar es el hecho de que en la definición en castellano de “ensayo” se ponga de relieve su brevedad. Si esta característica no es extensible a todos los ensayos, aunque sea cierto que el pequeño artículo tiende a unirse con otros para formar un libro de ensayos, lo que sí puede orientarnos en nuestra indagación es el hecho de que los micro-ensayos, a caballo frecuentemente, entre el ensayo cognitivo y el ensayo meditativo, hayan tendido, no sólo en España, a ocuparse de cosas y objetos. Pensemos, por ejemplo, en los objetos de colección en Walter Benjamin, en los minerales, materiales geológicos de verdadero interés y fascinación por parte de Roger Caillois, en cosas tan “vulgares”, como el dedo gordo de los pies (Georges Bataille), en los objetos lacados japoneses (Roland Barthes) o, más recientemente, en bastantes de las cosas en que se detiene la obra de Quignard4. En todos estos casos, los ensayos, de longitud limitada, cual pequeñas lupas, colocan los objetos en primer plano, como si un enigma guardado en nuestras vidas, en nuestras sociedades, en nuestro mundo, anidase en ellos y el ensayo tuviese la misión de escudriñarlo.
Un último punto que quisiéramos tratar, menos hipotético que asertivo es el de las particulares condiciones sociales y económicas españolas que inciden en la evolución del ensayo y que ésta no solo las refleja sino que las hace también claramente patentes y las inquiere con particular agudeza. La neutralidad de España durante la Primera Guerra Mundial facilita cambios en el tejido productivo, aumenta las exportaciones, permite una mayor circulación de dinero en determinados centros productivos, una acumulación inusual de divisas, todo lo cual encarece productos básicos, generando tensiones sociales y descontento en las clases populares (Martínez Cuadrado, 1991: 169-264). La peseta se había convertido en la unidad monetaria de más valor en el mundo, en 1917, y el oro había entrado en grandes proporciones en las arcas del Banco de España, pero los precios de productos básicos habían aumentado en un 50%, incluso en algunos casos en un 100%, con respecto al inicio de la Gran Guerra (Pérez de Ayala, 1918: 90-93)5. Todo esto abocará a la triple revuelta del verano de 1917 que por su falta de imbricación y cooperación mutua no conducirá a una revolución, como en otros países europeos6. El impulso indudable de la economía española durante los años veinte y el impacto de las vanguardias europeas, en la que la española es arte y parte, tienen mucho que decir en las transformaciones del ensayo, que es también la de los propios ensayistas. De todos estos cambios, si los miramos desde la óptica de las cosas y los objetos, podremos tal vez sacar conclusiones provisionales que nos alejen de las tan trilladas etiquetas generacionales. ¿Habría unas polaridades objetuales que, en el ensayo, podrían ser síntomas de campos culturales identificables o, cuando menos, de comportamientos diferenciados del ensayo que podrían hablarnos de un concepto de modernidad más acrisolado y matizado?
Una última observación preliminar quisiéramos hacer. Si un beneficio podría traernos el estudiar textos de diferente naturaleza (ensayo o columna periodística, crónica, ensayo filosófico, curso de filosofía, ensayo o divagación estética, etc.) es el de hacernos ver caminos entrecruzados de indudable complejidad que un simple análisis literario o estrictamente filosófico pueden soslayar. Esperamos que en este trabajo, que es más de primer tanteo que de conclusiones definitivas, toda esta riqueza sea por lo menos entrevista.
De la vulgaridad castiza y pre-industrial al decadentismo tanático
Un rápido vistazo a la producción ensayística española de los primeros años del siglo pasado –aproximadamente hasta la Gran Guerra– nos muestra una presencia muy discreta del mundo industrial y de los nuevos objetos, de transporte, de comunicación, que empiezan a aparecer en las sociedades avanzadas de Europa7. Los intelectuales y ensayistas, que pueden ser adscritos al modernismo o/y a los del 98, en diferente grado, aunque no todos, bastantes de ellos originarios de regiones periféricas más desarrolladas que las del interior, con excepción de Madrid, muestran una especial predilección por la introspección espiritual (Unamuno). Otros autores se sienten atraídos por un mundo sensitivo, sensorial, exquisito, frecuentemente natural o rural, o, en otras ocasiones por el mundo tradicional, agrario, por una España arcaica, repetidamente intemporal (Azorín). Estos autores buscan, en cierto sentido, lo intrahistórico –término acuñado en 1895 por Unamuno– una dimensión temporal constituida no de glorias imperiales pasadas, sino de ruinas, cosas insignificantes, objetos etnográficos, ancianos imperturbables, e incluso de manifestaciones idiosincráticas, algunas casi telúricas, incluso bárbaras, que despiertan, tal vez, más la fascinación que la atracción. En los más propiamente modernistas, como en bastantes escritores de la revista Helios, buscan un mundo mirífico, casi onírico, de exquisita sensibilidad, alejado, en cierto sentido, de la cruda realidad8. Qué duda cabe que buena parte de los escritores de la España de inicios del siglo XX viven, en este sentido, una especie de tardo-romanticismo, anti-positivista, en el que lo adánico e impoluto, lo silencioso y recoleto, pretende contrarrestar el movimiento de una modernización ruidosa y confusa que aunque tímida, por el momento, deja mostrar sus conocidas e iniciales consecuencias: secularización, individualismo, urbanización, mecanización, ruptura progresiva de comunidades humanas, etc.
Pero esto no es suficiente. Es también el vínculo con la realidad lo que cambia. Estos ensayistas buscan estratos de la conciencia lindantes con la ensoñación. Son muchas veces constructos semi-imaginativos, pergeñados con un sutil trenzado no solo verosímil, sino a veces bien real, los que gobiernan sus divagaciones. Es el caso del libro de Azorín, Un pueblecito, en el que un libro de un parroco ilustrado del siglo XVIII, Jacinto Bejarano Galavis, constituye el mimbre desde el cual se presenta el pueblito castellano donde vivió: Riofrío de Ávila. En las primeras páginas, el autor expresa su voluntad de emplear un estilo claro que lleve “al instante al oyente a las cosas” (Azorín, 1916: 49). Las palabras tienen que ir “derechamente” (Azorín, 1916: 49) a las cosas. Pero, poco a poco, se nos va sugiriendo lo deslizante que es ese ir directamente a las cosas, sobre todo cuando éstas se presentan de manera brusca y violenta. El sereno autor, que, en realidad, no pasea por las calles de Riofrío sino que las evoca desde su apartamento en Madrid, se encuentra en el Jardín Botánico, en la Feria del Libro, “toda la vulgaridad de los libros inútiles” (Azorín, 1916: 18). Se supone que entre esos libros “absurdos” pudo encontrar el libro del sacerdote, lleno de resonancias con respecto a su propia vida. En Madrid, no se encuentra la serenidad de ese pueblecito abulense, sino el ir y venir de mulas y carromatos, como en muchos lugares españoles en aquel entonces9. La mula concentra, según Azorín, todo lo que de castizamente vulgar tiene España. “Es el complemento lógico del chulo, de las corridas de toros, del vinazo espeso y sucio, del bailoteo ruidoso y convulsivo” (Azorín, 1916: 38). El final del libro termina con la muerte de Riofrío, pues, dice él, los lugares mueren como los hombres. Riofrío es una realidad que “ya no existe”. Es “una imagen que no hemos visto nunca”, una imagen fugaz, como la de un sueño, dice él (Azorín, 1916: 164). Las cosas tienen, así, en Azorín este estatuto tan sumamente ambiguo: rotundamente vulgares, cuando se choca con la realidad, pero sutilmente límpidas, y fugaces, cuando se las recrea en la imaginación. Cuando Ortega comente este libro, verá en él una “propensión a poetizar sólo lo vulgar” (Ortega y Gasset, 2004b: 308), lo que no es del todo exacto. Olvidará que no es lo vulgar lo poetizable, sino “lo trivial y baladí” (Ortega y Gasset, 2004b: 308). Esa confusión entre lo vulgar y lo trivial obvia la bifronte mirada azoriniana. Lo vulgar no es, como dice el filósofo madrileño, “lo que se repite constantemente en todo lugar” (Ortega y Gasset, 2004b: 308), sino aquello que rompe la fina película de las imágenes y obliga a toparse de bruces con las cosas; es en Azorín el obstáculo en la percepción nítida de aquello que se repite de manera sincopada y monótona. Y ese obstáculo es todo aquello que en España hiere, en su telúrico arcaísmo, como una costra que se arrastrase desde hace siglos, mientras que la repetición del sonido de un reloj, de unas campanas, en un pueblecito, encarna todo aquello que reúne serenamente la España de siempre y la de ahora, la de Galavis y la de Azorín.
El libro, atribuible en cierto sentido, a Émile Verharen, aunque ilustrado por Darío de Regoyos, además de “traducido”, glosado y alterado por el pintor asturiano, España negra, es particularmente significativo de una búsqueda obsesiva de una especie de “exotismo” tétrico, por encima de las más firmes evidencias que puedan contradecirlo10. Muchos podrían pensar que es un libro de viajes por Castilla y Andalucía, cuando, en realidad, transita en sus dos terceras partes por esas higiénicas, limpias e industriosas Vascongadas, alabadas justo en la misma época por Maeztu. Los autores buscan, de entrada, la diligencia “más desvencijada” (Verhaeren y Regoyos, 2012: 31). Los puertos guipuzcoanos son “gloriosos de suciedad y abandono” (Verhaeren y Regoyos, 2012: 35). Cuando desde San Sebastián llegan a Alsasua, en Navarra, zona más llana que la guipuzcoana, de la llamada Navarra media, los autores afirman que “allí empieza la tragedia del paisaje” y lo asocian, equivocadamente, a las tierras castellanas, “a las miserias del país seco, de cerros pelados” (Verhaeren y Regoyos, 2012: 67). La primera vez en que se habla de “industria nacional” es al tratarse de la producción de “cajas” funerarias, algo muy significativo (Verhaeren y Regoyos, 2012: 101-102). Los viáticos, las procesiones, los cementerios, los pasos de Semana Santa, el “pudridero de los reyes en el monasterio de El Escorial”, se suceden sincopadamente en una visión que da la espalda resueltamente a todo signo de modernidad o, sencillamente, de alegría que pueda encontrarse en España11. Todo este libro puede ser calificado de aproximación decadentista, en clave neocasticista, a una tanatología de los objetos.
Por su parte, los ensayos, apenas conocidos, de Rafael Cansinos Assens, imbuidos de un modernismo, más simbolista que decadentista, con relentes de Huysmans, ofrecen un repertorio sutil de escenas bien peculiares en las que aparece el hacha, la horca, el garrote vil y la guillotina, objetos todos ellos tan poco comunes que la mayoría de la gente no los había visto con sus propios ojos. Publicado en 1916, la Estética y erotismo de la pena de muerte, seguido de Estética y erotismo de la guerra muestra una escritura refinada y brillante en la que la estética se antepone a la ética, o, más bien, la estética se hace singular “ética” artística (Cansinos Assens, 2016). Emulando, en cierto sentido, a Thomas de Quincey y su apología del asesinato como cosa bella, Cansinos va a describir la historia, teatralidad y solemnidad tenebrosa de la pena de muerte, deteniéndose, en especial, en las variedades nacionales, en Inglaterra, Francia y España. Si en los tres países ve algo de tragedia griega; en contraste, en los Estados Unidos, la electrocución no le parece “nada de estética”. Es un acto meramente útil (sic) y, además, no es un acto público. Precisamente, es, en parte, lo que ocurre hoy en día en Europa –dice él–donde se condena al reo en el patio de una cárcel, lo que le hace perder toda su pompa. Hay, como se ve, un gusto mórbido por ciertas cosas del pasado cuya opulencia y teatralidad dejan de ser operantes con los tiempos modernos, secretistas y supuestamente pragmáticos o “higiénicos”.
¡A las cosas que se van perdiendo!
Pues bien, se diría que es, precisamente, hacia los primeros años de la Guerra del 14 cuando el ensayo español parece girar su punto de atención hacia las cosas, hacia las cosas comunes, no las del pasado, tampoco las tétricas, las vulgares o luctuosas, sino las del presente, las que pueden despertarnos curiosidad o incluso chanza, no las cosas fantaseadas o extirpadas de su entorno, sino las que pueden ser contempladas regularmente. No se trata, esta vez, de cosas estrambóticas, tenebrosas, violentas o inusuales, sino de cosas corrientes, banales, corrientes y molientes. “¡A las cosas!” rezaba así la consigna que el filósofo moravo, Husserl, daba como tarea imperativa para la fenomenología12. Ortega y Gasset se tomará muy en serio este precepto –a su manera, y antes que en otros países– impartiendo en el Centro de Estudios Históricos, en 1915, quince lecciones que se titularán, póstumamente, Investigaciones psicológicas y de las que sólo se publicará, al año siguiente, “Conciencia, objeto y las tres distancias de éste”13. En este artículo distinguirá tres formas de distancia entre el sujeto y el objeto. La primera es cuando estamos delante del Monasterio de El Escorial (volvemos a él, pero sin “pudridero”). Es la presencia. La segunda es cuando miro un grabado del monasterio. Es un “positivo estar ausente”. La tercera es cuando se menciona el monasterio de El Escorial, pero el interlocutor no ha visto nunca el edificio, ni siquiera lo ha visto en fotografías, dibujos o pinturas. Estamos en trato con algo que no lo tenemos presente, ni tampoco presente en su ausencia. Si lo primero es el terreno de la “percepción”, lo segundo es el terreno de las “representaciones”, de las “imaginaciones”, el tercero es el de las “menciones” (Ortga y Gasset, Madrid, 2004a: 90-94)14. De toda esta lectura de Husserl y de Meinong, tan fiel como personal, Ortega va a deducir una visión ampliada del objeto, en sentido filosófico y no social, que puede ser visto, imaginado y mencionado. Un objeto que es, de entrada, “conciencia del objeto” sin que la conciencia ni el objeto, cada uno por separado, sean realidades plenas. La realidad plena es la vivencia, la conciencia de algo y ese algo, sea “real, ideal, imaginario, intuitivo” tiene “partes o es parte de otro objeto” (Ortga y Gasset, Madrid, 2004a: 179). La realidad –dirá el filósofo madrileño de una manera un tanto leibniziana– “no es más que una suma infinita de pequeñeces” (Ortga y Gasset, Madrid, 2004a: 132).
No es, tal vez, del todo casualidad que por estas fechas, su amigo escritor, y poco filósofo, Ramón Gómez de la Serna, deslumbre con dos libros dedicados a describir las infinitas pequeñeces de dos espacios heterotópicos: el rastro y el circo. “El objeto y sus greguerías: el objeto y su nimbo estricto. El objeto espontáneo, crudo, plástico, cínico, abundante, irónico, animoso ante la muerte y bastándose a sí mismo”, dice en El Rastro (Gómez de la Serna, 1998: 87). La novedad de este libro, incluso fuera del contexto hispánico, es el protagonismo que adquieren los objetos por sí mismos. La descripción literaria, propia de la novela realista, que sirve de marco o de transición entre diálogos, se difumina por todo el libro en una playa extensa de objetos por las que la mirada se va deslizando en una asociación de imágenes desaforada, sin riendas, a ras de su presencia verbal (Gómez de la Serna, 1998: 80). El rastro es sobre todo, más que un lugar de cosas, “un lugar de imágenes y de asociaciones de ideas, imágenes, asociaciones sensibles, sufridas, tiernas” (Gómez de la Serna, 1998: 84). No estamos, en rigor, ante una descripción, sino ante un encadenado de imágenes-objetos, que, en cierto sentido, son imágenes-palabras, en una danza tan prodigiosa y lúdica, como finalmente monótona y algo mortecina. Ni cosas de museo, ni de un anticuario, ni ruinas, ni un lugar de turismo, las cosas del rastro, como en la teología negativa, son apenas nada, cosas insignificantes y sin apenas valor. En realidad, lo que fascina a Ramón es su inmensa “elocuencia”, el hecho de que cada objeto tenga “su delirio de palabras” (Gómez de la Serna, 1998: 83). Es como si los objetos hablasen por sí mismos, pero sin necesidad de las numerosas capas de “pintura” que le habrían dado: utilitarias, las primeras, pero también, simbólicas, culturales, connotativas…Lo que busca el autor madrileño es una especie de objetos “sin cocer”, crudos, como dice él, es decir, sin la cocción que la cultura y el uso les ha dado a lo largo de milenios, aunque lo que ocurre es que los objetos que hablan son objetos en su mayoría o pre-industriales o propios del consumo de transición hacia una sociedad industrial. Es, en realidad, el mundo finisecular de los objetos, el que es expuesto por el verbo ramoniano que mira solo un poco al futuro, pero con la nostalgia de lo pasado, en un movimiento que recuerda un poco al aura benjaminiana, aunque sin el impulso utópico, en cierto sentido mesiánico, en una peculiar tradición judía y marxista15.
Un ejemplo de esa mirada nostálgica puede servir de muestra. Cuando el autor enumera, embelesado, los quinqués, los candelabros, las lamparillas de aceite, las lámparas de minero, los faroles, las arañas, nos habla probablemente del mundo de su infancia, extendido y expuesto en los puestos del rastro, e incluso del mundo anterior a su infancia (Gómez de la Serna, 1998: 124-125). El alma (de los objetos) y la melancolía (que emana de los mundos que encarnan) caracterizan ese mundo decimonónico que se prolonga, a entender de bastantes historiadores, hasta el inicio de la Primea Guerra Mundial (Mayer, 1984). Recordemos, por lo demás, que El Rastro fue publicado en 1914. Pues bien, es al final del texto cuando alude a las “lámparas eléctricas” que le parecen “sin emoción, sin gracia personal y recóndita”. Y añade: “Sin comunicación con las fábricas de luz no son nada, absolutamente nada, ni hojas del árbol caídas” (Gómez de la Serna, 1998: 125). Vemos así cómo las cosas son crudas, sólo en cierto sentido, lo son en la medida en que nadie repara en ellas tal cual son, lo son en la medida en que, literariamente hablando, no sirven de apoyatura al juego de unos personajes, pero, a su modo, son locuaces, nos hablan de un mundo en trance de desaparición. Ramón es el rescatador de ese mundo casi ya fenecido o que lucha, agónicamente, por no morir. Las cosas comunes del rastro no eran ya tan comunes en 1914.
Del revoloteo lúdico de los objetos modernos a los nuevos artículos funcionales, pasando por el confort que generan
Una mirada ensayística más desprendida del pasado y más ligada con el presente es la del periodista y reportero Julio Camba. En Sobre casi nada se busca el envés de las cosas, la incongruencia del funcionamiento de no pocos aspectos de nuestras sociedades (Camba, 2013)16. Camba juguetea con la realidad cotidiana destapando las ideas preconcebidas y buscando la sonrisa en el lector. Ni observa mulas, ni patíbulos, ni féretros, ni nada que sea estrambótico, severo o caprichoso. Al escritor gallego le interesa todo lo que configura la vida cotidiana del hombre en la agitada España de los años veinte del siglo XX y la manera cómo reacciona y se amolda, con cierta dificultad, a los numerosos ingenios e inventos tecnológicos. Los objetos y artículos de la nueva sociedad parecen revolotear aquí y allá por el libro, sin que tengan nunca el carácter de desecho y de presencia casi absoluta, como en El Rastro. Son todos objetos de uso comercial y cotidiano. Sin ninguna voluntad de exhaustividad, bajo la mirada de Camba, se agolpan los medios de transporte modernos (los barcos de la Compañía Transatlántica, los billetes del ferrocarril, los automóviles, aeroplanos o aéreos, taxis, tranvías, simones, motos), las pequeñas invenciones de uso doméstico o profesional (la luz eléctrica, los ventiladores eléctricos, los sopletes, el “maravilloso invento” de la linotipia), el mundo industrial y los inicios todavía tímidos de una sociedad de consumo (la química, la publicidad, los hombres-anuncio, también llamados por Camba los hombres-sandwiches, la fabricación en serie), el ocio, el lujo y los nuevos hábitos culinarios (el cabaret, una mesa de “baccarat-tournant” en un casino, los bancos, el pijama de seda, los fraques, el biftec o bistec y sus variedades en los diferentes países europeos). Toda la panoplia de una sociedad, sobre todo urbana y burguesa, en profunda transformación, se exhibe de forma lúdica e incisiva, chispeante y humorística, sin ser superficial. Así mismo, Camba aborda temáticas con una pizca de seducción, a veces, con un irónico y siempre ligero y algo frívolo erotismo, como cuando dice que San Antonio no sería capaz de resistirse a las tentaciones de toda índole que supone contemplar el desfile de damas de un escaparate a otro, a las doce del mediodía, en una ciudad moderna (Camba, 2013: 94). En otras ocasiones, se ríe de los hábitos pasados de moda, como el llevar levita y chistera, indumentaria que le parece en el fondo semejante a las de los hombres-anuncio, hecha para exhibirse (Camba, 2013: 90). Cuando se divierte pensando cuáles son los artículos de lujo menciona los “títulos nobiliarios”, los “smokings”, las “condecoraciones” y adjetivos como “ilustre escritor” o “elocuente orador”, adjetivos –dice él– que son mucho más de lujo que “las modestas cañas de pescar, los paraguas de cuarenta pesetas o los aparatos de telefonía sin hilos de sesenta” (Camba, 2013: 81). Hay una mirada burlona, pero en el fondo tierna y positiva hacia los objetos modernos, aunque sean de poco valor. Vemos así cómo el periodista gallego subvierte lo que se entiende por artículo de lujo y se burla de un mundo aristocrático en trance de fenecer, pero todavía con anclajes fuertes en las redes de poder de la España monárquica y dictatorial.
En Gregorio Martínez Sierra (que hoy en día sabemos que quien escribía era en realidad su mujer, María Lejárraga) el tono irónico o humorístico es mucho más raro y, sin duda alguna, la presencia de los objetos es más discreta. No obstante, aparecen en momentos importantes cuando se trata de dilucidar la manera cómo la mujer se puede liberar, poco a poco, en su vida cotidiana. La autora se refiere, evidentemente, a la mujer de las clases medias: “La vida ha cambiado totalmente; la aparición de las máquinas ha redimido a la mujer de la mayor parte del trabajo doméstico; ya no hila, ya no teje, ya no cuece el pan, ya las ropas se venden hechas” (Martínez Sierra, 1930: 19)17. Pero no todo es de color de rosa para ella. Basta con salir por la Puerta de Toledo de Madrid para darse cuenta que
en cinco kilómetros a la larga, no se ven a ambos lados de la carretera más que aglomeraciones de poblado horribles: casas de ladrillo, de adobes, de yeso, de barro, de lata; miserables, horrendas, sucias, mal alineadas, hediondas; tabernas y ventorros que parecen cubiles; tiendas de comestibles y carnicerías peores que pocilgas; estiércol, podredumbre, barro negro y revuelto, desperdicios de todas clases, muladares, zanjas llenas de agua estancada y podrida. (Martínez Sierra, 1930: 49-50)
Lejárraga, que había viajado ya, con su marido, a principios del siglo XX por Francia y Bélgica, se da cuenta de los desequilibrios socio-económicos de España. “Hogar es lo que falta en España”, dice ella. Falta “tierra y trabajo”, añade en un lenguaje casi propio de un Joaquín Costa; falta intimidad, “unión doméstica”, faltan soperas humeantes y “manteles limpios” (Martínez Sierra, 1930: 54-55). La lucha por la justicia social–María irá madurando desde el liberalismo inicial, juvenil, el de su padre médico, a un socialismo teñido de institucionismo gineriano–pasa por una lucha por unos objetos domésticos apropiados, limpios, comunes, por un confort, término de origen inglés, en el que la suciedad, la miseria, las basuras, la falta de higiene, la violencia que emana de la inmundicia y de la vulgaridad del ambiente objetual donde vive el ser humano queden definitivamente arrinconados. Lejárraga, imbuida del modernismo literario, veía en la conjunción de los nuevos adelantos tecnológicos y la extensión de los hogares pulcros de cierta burguesía española la regeneración de España.
Pero con las vanguardias artísticas, los objetos modernos, en especial los de diseño, desprovistos cada vez más de organicidad, de decorativismo, de sentido estético y cada vez más imbuidos de funcionalismo, no van a lograr la aprobación plena de escritores como Eugenio d’Ors, pese a todo, muy atentos a las nuevas corrientes arquitéctónicas y pictóricas. La frase de Gropius “construir es dar forma a ciertos fenómenos de la vida; no entregarse a una tarea exclusivamente estética o económica, o técnica” (D’ors, 2006: 110) no termina de convencer del todo al padrino de ese movimiento artístico llamado noucentismo que se fundamentaba en el equilibrio y la armonía orgánica de las formas (D’ors, 2006, 106)18. En Gropius ve formas, constata una “rebusca racionalizadora” (D’ors, 2006: 111) –esto es positivo para el anti-romántico y antimodernista que es el catalán, pero solo en algunos objetos determinados como una lámpara de mesa tan estilizada que parece una longilínea copa medieval, una estilizada antorcha o un faro esbelto. En otros objetos, y curiosamente se detiene en una de las lamparitas de mesa o de escritorio que, ulteriormente, serán más imitadas y difundidas a partir de los años cincuenta y sesenta del pasado siglo, en especial en las habitaciones de residencias estudiantiles y colegios mayores, la lamparita más banal que uno pueda imaginarse hoy en día, D’Ors no aprueba esta “rebusca racionalizadora”. Son formas –dice él–“pedantes” (D’ors, 2006: 111), como las de los cubiertos para el servicio de mesa, las cubetas de metal, los recipientes de laboratorio o los “instrumentos de arsenal médico” (D’ors, 2006: 111). El D’Ors progresivamente simpatizante de las políticas autoritarias ve en Gropius, pese a su racionalismo, no poco “bolchevismo” en los diseños y una falta de “espíritu de jerarquía” (D’ors, 2006: 112). A D’Ors se le escapa un elemento fundamental de la nueva modernidad objetual, a saber, el hecho de que los objetos puedan ser concebidos a partir de su reproductibilidad serial (Baudrillard, 1976: 86-87). Es de esta manera –y aquí las precisiones de François Dagognet vienen al caso–como el objeto no solo se reproduce ilimitadamente, sino que puede, en función de sus dimensiones, del material empleado, del ensamblaje, variar de formas e inscribirse en un conjunto de objetos (Dagognet, 1989: 164).
Por lo que hemos visto hasta ahora, el mundo para los escritores de antes de la Gran Guerra parecía ser un mundo lleno de cosas y animales vulgares, tétricos, horrendos, sucios, de una España arcaica, desequilibrada, pasmosamente violenta, que daba su último aliento. Ante esto, los nuevos escritores o se relamían en un decandentismo esteticista o en un canto al objeto sin valor aparente, previo a la segunda revolución industrial, o trataban de buscar una nueva España cuyos contornos tenían dificultades en consensuar de forma definitiva. Podía ser una España serena, reconciliada con aquello del pasado que no fuese vulgar, sino eternamente revigorizante, podía ser una España confortable, equilibrada, sin villorios infra-humanos, con máquinas que faciliten y mejoren el mundo de la mujer, o podía ser una España a la imagen de la “Grecia” catalana, racional, pero jerárquica. En cualquier caso, los nuevos objetos parecían abrirse una brecha a partir de esa fecha liminar que parece ser 1916. ¿Dónde estaba el alma de los objetos que Ramón Gómez de la Serna buscaba en el rastro y en el circo? Camba no buscará alma alguna en los múltiples enseres y artículos modernos que rodean la vida del hombre moderno de los años veinte. Lo que a él le atraía era jugar –si se puede decir–con ellos, jugar con el chisporreteo de las palabras-objeto y darles la vuelta, de tal manera que, en el fondo, no quedasen atrapadas en el valor de cambio de la mercancía, sino que llevase éste a un valor creativo, modernamente suntuario.
Las “máquinas-dedos”…
En “La contrarrevolución industrial” (Baeza, 1931), Ricardo Baeza indaga con particular agudeza la bifurcación en la que se encontraban las sociedades industriales. En el paso del sistema artesanal al sistema industrial, se había perdido, por el trabajo en serie, la “facultad creadora”, por el fin de los gremios, la “seguridad” en el empleo, y por el encasillamiento de los obreros por obra y gracia de la conocida división del trabajo se había perdido también la “esperanza de un rápido ascenso”. La industria habría favorecido la concentración en las grandes ciudades, la transferencia del hogar a la fábrica como centro de trabajo y la “intermitencia del trabajo” por efecto de la ley de la oferta y la demanda. Mahatma Gandhi proponía destruir las máquinas y volver a enraizar el ser humano en el trabajo artesanal; Henry Ford, por su parte, invitaba a desperdigar los centros de fabricación de componentes para sus coches. Ambos Coincidían–según Baeza– en descentralizar, pero desde presupuestos opuestos. Para Baeza, era necesaria un “nueva revolución industrial”, pero que ni volviese a atrás ni fuese una simple mejora de una lógica industrial que había demostrado sus serios inconvenientes. A Baeza le parecía muy sugerente la novela de Claude Ferrère, Los condenados a muerte, pues en ella se habla de unas “máquinas-dedos” que, dotadas de entendimiento, pudiesen efectuar múltiples trabajos manuales. El problema residía en que muchos obreros cuyo trabajo era exclusivamente “muscular” se verían vistos apartados completamente del sistema. Y no hay que excluir –dice él– que a algún dirigente estatal se le ocurriese eliminar esa “masa ya parasitaria”. El mundo-objeto parecería dar paso a un mundo de miembros-objetos corporales, a un hombre robotizado parcialmente que haría las delicias de cualquier proyecto totalitario. ¿Habríamos escapado de la vulgaridad arcaica del pasado a un nuevo e higiénico mundo, el de nuestro cuerpo vuelto vulgar pieza maquínica? Los horrores de la Guerra Civil española y de la Segunda Guerra Mundial parecerían confirmar los proféticos temores de Baeza; nuestro siglo XXI la posibilidad inquietante de proceder a múltiples y cada vez más sofisticados “esquejes” objetuales en el interior de nuestro cuerpo…