Lo ordinario: entre la forma de vida y lo dado mitológico1
Realismo sin empirismo
Las etiquetas en filosofía son lo contrario del reconocimiento de la originalidad. Etiquetamos pensamientos y obras con tal de acallar viejas ansiedades que nos despiertan en medio de la noche exigiendo certidumbre por encima de cualquier otra cosa, pero ¿cómo podemos estar seguros de que al volver a apagar la luz y sumirnos en la oscuridad del dormitorio, seguirán estando presentes y en su lugar acostumbrado el armario y la cómoda? La fe infundada o la confianza ciega hace tiempo que perdieron todo su crédito epistémico, pues precisamente de eso se trata, de acallar nuestro miedos y ansiedades a golpe de justificaciones. La filosofía, como encargada de velar por la salud del espíritu humano, ha visto cómo iban siendo cortadas una tras otras las barbas de sus vecinos de pasillo en las facultades y en un exceso de celo quizá se haya extralimitado en sus funciones: para probar su pureza y su completitud, la filosofía académica se ha acostumbrado a otorgar, a modo de prueba, mayor credibilidad a la improbable existencia de escenarios modales adversos (los errores perceptivos, el genio maligno, los cerebros en cubetas, los falsos graneros sucediéndose a ambos lados de la carretera, etc.) que a la familiaridad de lo cotidiano. Lo que empieza siendo un juego de rol, acaba acaparando nuestra imaginación, y la certidumbre que necesitamos a partir de ese momento para vencer al vértigo existencial ya no es de este mundo. Tan solo valdría ya conocer el mundo “como nos imaginamos que lo conoce Dios” (Cavell, 2002: 3242).
Ludwig Wittgenstein y Stanley Cavell son dos de los pensadores que en el siglo XX, de manera más destacada y muy probablemente menos ortodoxa, detectaron y diagnosticaron las profundas ansiedades y supuestas necesidades que sustentan muchas de las empresas metafísicas tradicionales, y lo han hecho sin sentir la presión de la historia ni las exigencias de la disciplina, por lo que han disfrutado de una relativa libertad para buscar respuestas en lo que tienen más a la mano, en lo cotidiano u ordinario. Quizá tenga esto algo que ver en que también sean dos de los filósofos más difíciles de clasificar y acaso esta característica se haya vuelto en su contra a la hora de reconocer lo que con tanto esfuerzo tratan de decirnos. Intentaré explicarme. Nadie duda de la grandeza de Wittgenstein como filósofo, pero sospecho que nadie sabe muy bien qué hacer con él, salvo contarlo entre los miembros de la familia filosófica de cada cual. Sólo así se entiende que se le hayan aplicado todas las etiquetas imaginables a su pensamiento: idealista lingüístico, anti-realista, escéptico, anti-escéptico, pirrónico, solipsista, pragmatista, fundamentalista, etc. A Cavell, por su parte, la dificultad de situarlo en alguna corriente filosófica lo mantuvo relegado en un segundo e intrascendente plano durante gran parte de su carrera. Pero si estoy en lo cierto en esto, ¿cómo se explicaría, por ejemplo, que Wittgenstein dejara dicho que “no empirismo y sí realismo en filosofía, eso es lo más difícil” (Wittgenstein, 1987: VI §23)? Creo que aquí no queda más remedio, por otra parte como siempre cuando se trata de Wittgenstein, que hacer un esfuerzo para tratar de entender el espíritu con el que nuestro autor afirma lo anterior. Así, me parece que la dificultad de la que habla Wittgenstein estriba en que, además de suscribir una concepción realista y que no sea también empirista, nos advierte de las consecuencias que esto tendría, pongamos por caso, la destrucción de todo lo que la filosofía ha tenido por importante, por ejemplo las distintas maneras en que tradicionalmente hemos concebido nuestro acceso o conexión con la realidad, la fuente principal de nuestro conocimiento, el tipo de evidencia que respalda a nuestras pretensiones de conocimiento, la naturaleza del significado, etc. Si perseveramos en mantener esta visión, asistiremos al colapso de la mayoría de las catedrales del pensamiento abstracto (e. g., sistemas teóricos de la filosofía) que, sin embargo, en opinión de Wittgenstein no son sino meros castillos en el aire que al colapsar, dejan “libre la base del lenguaje sobre la que se asientan” (Wittgenstein, 1998: §118). La dificultad, entonces, es abandonar una imagen de nosotros mismos y de nuestra relación con el mundo que nos rodea, que hunde sus raíces en lo más profundo de nuestro ser por una alternativa que en apariencia es mucho más pobre: la base del lenguaje ordinario. Esta imagen crece alimentada por la ansiedad que parece producirle a la filosofía tener que obrar en esas condiciones de pobreza, la idea, esto es, de que a menos que apuntalemos nuestras prácticas y creencias en alguna fuente de evidencia externa a nosotros (e. g., objetiva e incondicionada), quedaremos expuestos a las amenazas del escepticismo, el relativismo, la arbitrariedad o algún otro miembro de la familia del azar y la incertidumbre.
La filosofía del segundo Wittgenstein intenta de manera obsesiva y auto-consciente en grado sumo mostrar el coste de vivir hechizados por unas exigencias que son a la vez naturales y no naturales. Lo primero porque solo unas criaturas como nosotros (racionales y dotadas de lenguaje, entre otros prodigios) podemos imaginar primero y convertir en objeto de conocimiento después, cosas tales como el mundo de las ideas, la cosa en sí, o el mundo en su totalidad (como si fuera un objeto más, solo que el más grande). Y son, al mismo tiempo, no naturales porque estas exigencias no son el resultado de ninguna investigación ni de un descubrimiento. Wittgenstein intenta hacernos ver esto de varias maneras. La más obvia es la que, en las Investigaciones filosóficas, comienza con una crítica al uso filosófico del lenguaje y de algunas de las concepciones filosóficas tradicionales del significado lingüístico. Todas estas concepciones comparten su desprecio por el uso corriente u ordinario del lenguaje, cuyas raíces se hunden en la disputa histórica entre la filosofía y el sentido común. (La necesidad de dejar a un lado el sentido común como posible fuente confiable de conocimiento se ha visto animada por el avance imparable de la ciencia a lomos de su método. El hecho de que la ciencia, en la Modernidad, se haya arrogado la autoridad epistémica, ha provocado que todas aquellas disciplinas que no quieran verse relegadas al ostracismo y la irrelevancia epistémica, hayan tenido que adaptar sus programas y objetivos al método científico. Esto es lo que a partir de von Hayeck conocemos como cientismo o cientificismo (scientism). El problema no es, ni puede serlo, el avance de la ciencia, sino la generalización inopinada de su método, la reducción del conocimiento en general al conocimiento científico en particular y, en fin, la colonización cognitivista/cientista de la racionalidad humana. No es difícil detectar en el pensamiento de Wittgenstein una crítica convencida a esta faceta ideológica o ideologizante de la ciencia y del progreso como características de nuestra cultura.) Como consecuencia, la filosofía del lenguaje ordinario, de la cual Wittgenstein es uno de los más insignes representantes (junto con J. L. Austin), se vio sometida al desprecio y a una crítica, en la mayoría de los casos, salvaje (Gellner, 1959). E incluso en aquellos casos en los que la crítica es más amable, se propone ser algo así como una domesticación de la filosofía del lenguaje ordinario, pero sin comprender, así es como yo lo veo, que esta no tenía como objetivo principal ofrecer una teoría del significado lingüístico (semántico) de nuestras oraciones basada principalmente en la relación, digámoslo así, entre las palabras y las cosas, tal y como se había venido haciendo desde principios del siglo XX, de manera destacada en la filosofía analítica. Para empezar porque, como dejó dicho Austin, a la filosofía del lenguaje ordinario le preocupa lo que decimos donde y cuando. Para ella la unidad básica de significado, por lo tanto, no serían las palabras, ni siquiera las oraciones, sino el acto de habla total en la situación total de habla. Y, contra quienes criticaban a la filosofía del lenguaje ordinario por pretender, aparentemente, trivializar algunas venerables cuestiones y disputas filosóficas apelando únicamente al sentido común o a nuestras creencias ordinarias, el propio Austin dijo también que la filosofía del lenguaje ordinario no es la última palabra en ninguna de esas disputas, pero desde luego debería ser tenida en cuenta como la primera palabra.
Con esta última observación, Austin pone el foco sobre una de las cuestiones que también para Wittgenstein es fundamental en su filosofía: la cuestión de los comienzos, de volver a empezar. De los nuevos comienzos, por ejemplo, tras traer de vuelta a las palabras de sus usos metafísicos a sus usos cotidianos (Wittgenstein, 1988: §116). Las numerosas situaciones dramatizadas (un tanto melodramáticamente en ocasiones, como también ha observado Cavell) con las que de manera sinuosa avanza el pensamiento de Wittgenstein en las Investigaciones filosóficas y en otras de las obras de su segunda etapa en la filosofía, tienen como objetivo servir de recordatorios gramaticales de lo que los filósofos dicen y de los que deberían querer decir donde y cuando. Pero el problema no es que los filósofos continuamente digamos algo que no puede ser dicho o que pretendamos conocer lo que no puede ser conocido, el problema realmente es qué es lo que nos hace pensar que algo así puede ser dicho o conocido. Los problemas filosóficos no son el problema, sino aquello en lo que se basan. De ahí que Wittgenstein no se plantee resolver problemas filosóficos, sino que su objetivo es hacerlos desaparecer, disolverlos.
No hay nada que no podamos conocer. Lo que no significa que podamos conocerlo todo; no hay ningún todo, ninguna totalidad de hechos o cosas, que conocer. Decir que no conocemos (que no podemos conocer) las cosas-en-sí-mismas es una ilusión trascendental tanto como decir que sí podemos. Si decimos que el filósofo ha sido engañado por la gramática, no debemos suponer que esto signifique que ha sido llevado a decir algo falso, como si hubiese algo verdadero totalmente preparado para el filósofo que éste hubiera pasado por alto (Cavell, 2002: 327)
Debemos querer decir lo que decimos, pero no porque exista algún tipo de necesidad trascendental que se nos imponga al hablar. En las Investigaciones la regularidad lingüística se explica nada más, y nada menos, que a partir de una concordancia en el lenguaje por parte de los miembros de una misma comunidad lingüística, una concordancia no en definiciones ni en opiniones, sino en juicios, una concordancia, dice Wittgenstein, en forma de vida (Wittgenstein, 1998: §§241-242). Y la forma de vida es lo que tiene que ser aceptado, lo dado (Wittgenstein, 1998: II, XI)3. No hay nada más. No quiere esto decir que los usos de las palabras estén prefijados como si de unos raíles de tren se tratara. El problema de los usos filosóficos es que en ocasiones proyectan demasiado lejos de sus juegos de lenguaje natales.
Aprendemos y enseñamos palabras en ciertos contextos, y, luego, se espera de nosotros, y nosotros de los demás, que seamos capaces de proyectarlas en otros contextos. No hay nada que garantice el éxito de esta proyección […] El que, en general, las hacemos es una cuestión concerniente al hecho de que compartimos líneas de intereses y sentimientos, modos de respuesta, sentidos del humor y de la significación y de la satisfacción, de qué es monstruoso, de qué es similar a otra cosa, de qué es reprender y perdonar, de cuándo una expresión es una aseveración, cuándo una apelación, y cuándo una explicación: todo el torbellino del organismo que Wittgenstein llama ‘formas de vida’. El habla y la actividad humanas, la cordura y la comunidad no descansan en nada más, pero en nada menos, que sobre esto. Se trata de una visión tan simple como difícil, tan difícil como (y porque es) terrorífica. Emprender el trabajo de mostrar su simplicidad sería un verdadero paso para hacer accesible la segunda filosofía de Wittgenstein (“La accesibilidad de la segunda filosofía de Wittgenstein”, en Cavell, 2017: 99)
Cavell, la filosofía del lenguaje ordinario y lo ordinario
En opinión de Cavell, la crítica de Wittgenstein es mucho más sutil de lo que nos pueda parecer. Se trataría de que mucho de lo que dicen los filósofos (“los seres humanos cuando filosofan”) está vacío, pero no porque, como pensaban los positivistas lógicos, sus palabras carezcan de sentido, pues a la vista está que comprendemos lo que dicen, sino porque son pronunciadas a la ligera, como si no tuvieran nada realmente (o sinceramente) que decir, hablan por boca de otros por medio de un discurso vacío, por estereotipado, que a fuerza de insistir en él, acaba, no obstante, reificándose. Los recordatorios gramaticales de los que hablábamos con anterioridad tendrían la misión de traer de vuelta nuestras palabras de sus usos metafísicos a sus usos cotidianos, o a sus juegos de lenguaje natales, con lo cual quedaría a la vista cuál es su papel en el lenguaje ordinario.
¿Por qué los filósofos sacan a las palabras de sus juegos de lenguaje natales? La respuesta según Cavell es porque desconfían de la firmeza y la estabilidad de lo ordinario. No son pocos los que consideran que el regreso a lo ordinario promovido por Wittgenstein (y por Austin) es una especie de defensa anti-intelectual o incluso irracional, y por lo tanto no merecedora de ser considerada como conocimiento, de nuestras creencias ordinarias.
La experiencia del filósofo de intentar probar que el mundo está ahí es, añadiré ahora, la experiencia de intentar establecer una conexión absolutamente firme con ese mundo objeto [como si se tratara de un objeto más y por lo tanto fuera de nosotros] desde esa posición aislada [que ocupa el filósofo que desconfía] de las formas de vida donde, y sólo donde, se consigue dicha conexión. (Cavell, 2002: 325)
La cuestión a la que probablemente le haya dedicado más tiempo Cavell y que muestra bien a las claras en qué consiste verdaderamente el método de la filosofía del lenguaje ordinario, es la cuestión del escepticismo. La interpretación de Cavell comparte con muchas otras interpretaciones, que la filosofía del lenguaje ordinario es una respuesta a las persistentes dudas escépticas, pero en ningún caso se trata de un intento de refutación. Por medio de sus recordatorios gramaticales la filosofía del lenguaje ordinario nos muestra cuál es el origen de la duda escéptica (e. g., una concordancia en el lenguaje o en forma de vida que está precedida por el propio lenguaje es poca cosa, más bien nada, para quien solo se conforma con una certeza incondicionada); y que hasta la duda más radical se atiene a razones y que por lo tanto ninguna duda puede llegar a ser universal; o que la duda escéptica y la respuesta dogmática se retroalimentan: el escepticismo se alimenta de la imposibilidad de satisfacer la exigencia de un conocimiento absolutamente cierto que pide la filosofía (el ejemplo más claro de esto es, por supuesto, Descartes), y esta situación, que es vista como si de un escándalo se tratara (por ejemplo, Kant) hace que la rueda vuelva a girar en un bucle eterno, pero nada grácil, etc.
En Sobre la certeza, Wittgenstein muestra que aunque no podemos dudar, pongamos por caso, de la existencia del mundo externo, no por ello podemos decir que lo sabemos o tenemos conocimiento de ella. Pero no como resultado de una incapacidad nuestra. No porque no tengamos algún tipo de certeza ni porque nos asalten las dudas, sino porque el tipo de conocimiento buscado es incompatible con la forma de vida humana. Dicho de otra manera, nuestra creencia en la existencia del mundo externo no está justificada (en base a evidencia objetiva, pongamos por caso), pero no por ello carecemos del derecho a darla por sentada. Lo dado, lo que tiene que ser aceptado, se manifiesta en nuestro comportamiento y, en ocasiones muy especiales, en lo que tenemos por cierto en forma de proposiciones que son indudables porque a pesar de su apariencia empírica (“El mundo externo existe desde mucho antes de mi nacimiento”, “esto que levanto es una mano”, “Me llamo David”, etc.) tienen un papel lógico o gramatical en nuestros juegos de lenguaje y, por lo tanto, en la forma que nos relacionamos con el mundo y con los demás (Wittgenstein, 2003: passim).
Cavell llega al mismo lugar que llega Wittgenstein, aunque lo hace siguiendo otro camino, y lo denomina la “verdad del escepticismo”4. La verdad del escepticismo dice que nuestra relación con la existencia del mundo externo y de los otros no es una de conocimiento (si por conocimiento entendemos creencia verdadera y justificada), sino una más directa, inmediata o íntima5. La verdad del escepticismo tal como Cavell la detecta en Wittgenstein apunta a la negación por parte de los filósofos a escuchar el lenguaje ordinario y, por lo tanto, a hablarlo –a querer decir lo que dicen–. En otras palabras, la verdad del escepticismo acusa indirectamente a los filósofos de haber dejado de ser los sujetos de sus palabras (Laugier, 2015: passim). El lector o lectora ya habrá adivinado sin duda que el escepticismo no es, para Cavell, un problema meramente epistémico, sino que se trata exactamente de un síntoma irrefutable del rechazo a nuestra concordancia en el lenguaje como base infundada de toda nuestra actividad (lingüística, epistémica o de cualquier otro tipo).
La epistemología tradicional en particular, y la filosofía en general, espoleadas por el representacionalismo y el evidencialismo, por el dualismo sujeto-objeto, ha ignorado sistemáticamente la proximidad o intimidad de nuestra relación con la existencia del mundo, y convierte al mundo en un objeto de conocimiento, solo que el más grande, y al hacerlo sitúa al sujeto cognoscente fuera del mismo, por lo tanto lejos, porque el objetivo último de la búsqueda de certeza sería adoptar algo así como el punto de vista del ojo de Dios. Ante esta especie de huida hacia delante, Cavell se pregunta lo siguiente: “¿Qué desarraigo, o maldición, nos hizo, nos permite, concebir nuestra base de esta forma, aceptando de nosotros mismos nuestra oferta de conocimiento como una tal base?” (Cavell, 2002: 329).
Aceptar que la amenaza del escepticismo es algo natural que va a estar presente cada vez que cedamos a la tentación de buscar conocimiento cierto e incondicionado, es la mejor manera de reconocer la intimidad de nuestra relación con la existencia del mundo. Y esto es lo que perciben filósofos como Wittgenstein o Cavell que, por lo tanto, no buscan refutar directamente el escepticismo, sino que cuestionan las condiciones del proyecto que lo engendra y lo sigue alimentando a su pesar, lo cual no le exime de responsabilidad.
La importancia del lenguaje ordinario y en consecuencia de la filosofía del lenguaje ordinario tal como la practican Wittgenstein y Cavell, radica en que lo que es correcto decir donde y cuando “expresa nuestras convicciones sobre nuestra relación con el mundo” (Cavell, 1984: 192) y nos permite realizar un diagnóstico y actuar en consecuencia. Nada que ver, así pues, con una defensa del sentido común ni de nuestras creencias ordinarias. La filosofía del lenguaje ordinario, con su atenta mirada puesta sobre lo que en filosofía tenemos más a la mano (el lenguaje, las palabras que en poder de la filosofía han dejado de estar, sin embargo, tan a la mano) se dedica a cartografiar la compleja y tupida red de convicciones y certezas, que son los únicos criterios para lo que decimos y que son los que articulan lo ordinario o el mundo ordinario, que ciertamente
no es todo lo que hay, pero es suficientemente importante: la moralidad está en ese mundo, lo mismo que la fuerza y el amor; lo mismo que el arte y una parte del conocimiento (la parte que versa sobre ese mundo); y lo mismo que la religión (donde quiera que esté dios). Sin duda alguna, parte de la matemática y de la ciencia no está en ese mundo. Esta es la razón por la que no descubrirás qué significa “número” o “neurosis”, o “masa” o “sociedad de masas”, si solo atiendes a nuestros usos ordinarios de esos términos. Pero nunca descubrirás que es la acción voluntaria si no alcanzas a ver cuándo deberíamos decir de una acción que es voluntaria (Cavell, 2017: 86)
Claro que, así como de Sobre la certeza se ha dicho que propone una versión sui generis del fundamentalismo en el que las así llamadas “proposiciones gozne” ejercerían el papel de fundamentos infundados6, también del mundo ordinario podría decirse, en tanto trasfondo o estructura básica de sentido, que se trata de una especie de fundamento y por la tanto tendría que enfrentarse exactamente a las mismas críticas que el fundamentalismo.
Richard Rorty: lo ordinario como lo dado mitológico
En Esta Norteamérica nueva aunque inalcanzada, Cavell menciona una reunión de colegas en la que un famoso e influyente filósofo norteamericano, a quien no llega a nombrar, afirmó que tan solo hay tres maneras de ganarse la vida honradamente con la filosofía: aprender algunos idiomas y hacer trabajo académico, aprender las matemáticas suficientes como para hacer verdadero trabajo en lógica, o hacer psicología literaria. La tercera opción, seguramente de manera irónica, fue incluida, dice Cavell, en deferencia a la imagen que transmitían sus intereses, y en ese momento, añade, no lo encajó nada bien. El filósofo más influyente de entre aquellos cuyos intereses también podrían haber sido etiquetados de la misma manera, es sin duda alguna Richard Rorty. Rorty fue, además, el primero de los filósofos de talla mundial, por así decirlo, que reaccionó a la obra de Cavell (otros fueron Hilary Putnam, Barry Stroud, M. Williams, Mary McGuinn). Pero esto no quiere decir que su recepción de la filosofía de Cavell fuera del todo acertada.
Como es de sobra conocido, Rorty se dio a conocer con un libro rompedor y decisivo, La filosofía y el espejo de la naturaleza, en el que sometía a un completo e informado examen crítico al proyecto epistemológico que se había hecho con el control de la agenda filosófica en la Modernidad. Le parece a Rorty que los problemas epistemológicos no tienen mayor importancia en nuestras vidas ni en nuestra convivencia. Es, la epistemología, una especie de industria ajena al devenir del mundo, que se retroalimenta y que se sostiene en supuestos tan cuestionables como puede ser el representacionalismo. Lo que debe hacer la filosofía, su principal rol (además de desenmascarar por medio de una mirada irónica a estos otros discursos por ideológicos y contingentes) es procurar que la conversación siga en marcha, a ser posible bajo las condiciones de un sistema democrático. A partir de estas convicciones nucleares de su filosofía, Rorty completó una memorable carrera en la que no resultaba extraño verle dividiendo el espectro filosófico entre los que, en ocasiones a pesar de los implicados, estaban con él en las trincheras del anti-representacionalismo, y los que no estaban con él. Rorty se mostró siempre contrario a cualquier clase de filosofía sistemática apoyada sobre fundamentos fijos e inamovibles que puedan y deban ser descubiertos.
Con este ánimo es con el que Rorty se acerca a la filosofía de Cavell en sendas reseñas, una dedicada a The Claim of Reason, y la otra a The Quest of the ordinary. En la primera, Rorty critica a Cavell por dedicar la mitad del libro (las partes I y II) a problemas epistemológicos que en su opinión solo interesan a los profesores universitarios como, por ejemplo, el problema del conocimiento de la existencia del mundo externo, pero sobre todo porque la razón para ello parece ser un error muy grave por parte de Cavell, a saber: el haber confundido el escepticismo epistemológico con el escepticismo existencialista. En otras palabras, al parecer de Rorty, lo que motiva el interés de Cavell por el escepticismo epistemológico es su creencia, injustificada según Rorty, en que problemas como el de la existencia del mundo externo tiene profundas consecuencias en nuestras vidas. Por esta razón, Rorty critica con dureza las dos primeras partes del libro, y alaba las otras dos. De la tercera parte dice que por sí sola constituye uno de los mejores libros de filosofía política que ha leído; y de la cuarta, una parte en la que Cavell se ocupa principalmente del problema de la existencia de las otras mentes y sus connotaciones morales y posiblemente trágicas, tal como las encuentra en algunas tragedias shakespeareanas (en la falta de reconocimiento de Lear, en la falta de confianza de Otelo, etc.) y en el trabajo de algunos autores románticos (alemanes y británicos como Coleridge y Wordsworth), Rorty alaba el hecho de que Cavell de rienda suelta a su estilo, alejándose del manierismo académico.
En la segunda de las reseñas, la dedicada a The Quest of the Ordinary, Rorty insiste en interpretar a Cavell como si fuera uno más de los filósofos obsesionados por solucionar viejos problemas filosóficos, y no solo eso, sino que habría incurrido en una de las prácticas más censurables de la filosofía, la de proponer “lo ordinario” a modo de solución de esos problemas en lo que en realidad no es más que “el último disfraz del ontos on: una explicación de lo oscuro, por medio de algo más oscuro” (Cavell, 2000: 90).
Intentemos desmontar cada una de las críticas de Rorty. En primer lugar, la crítica dirigida hacia el interés que muestra Cavell en los problemas del conocimiento de la existencia del mundo externo y el del conocimiento de las otras mentes, porque descubre en ellos connotaciones existencialistas muy importantes. Lo que se le escapa a Rorty es que, para Cavell, la verdad o moraleja del escepticismo es el síntoma de una falta de confianza por parte de la filosofía profesional/académica en lo ordinario como única base posible de nuestra conexión con el mundo, así como del deseo de trascenderla en busca de una clase de certeza incondicionada que supere nuestra finitud y nuestra existencia situada. La verdad del escepticismo es, entonces, el reconocimiento de (y a la vez el descontento o la ansiedad creada por) nuestra finitud. Aceptar ese resultado debe hacernos querer mirar al mundo y a los demás de otra manera, no pretendiendo conocer de manera justificada su existencia, sino reconociéndola. Por ejemplo: parece que cuando la filosofía se plantea el problema de las otras mentes, lo que busca es conocer los secretos que esas otras mentes ocultan en su interior, pretende conocer la mente de esas personas, pero no a esas personas, que tienen mente. Por lo tanto, en manos de Cavell, el problema del escepticismo no es únicamente, ni siquiera principalmente, epistemológico, sino que lo que esta en juego tiene que ver con lo que le exigimos a nuestra existencia para sentirnos seguros. El resultado de la búsqueda de certeza que tan ocupada ha tenido a la filosofía es, paradójicamente, la pérdida paulatina de intimidad con la existencia del mundo, de los otros, e incluso de la propia, pues en esas condiciones extraordinarias que plantea la búsqueda filosófica de certeza, sitúa el mundo a una distancia inalcanzable. La consecuencia inmediata que esto tiene es que dejamos de habitar plenamente el mundo, y pasamos a vagar por él. En estas condiciones ciertamente se hace necesario recuperar nuestro mundo ordinario, esto es, nuestra conexión íntima con él. Eso es lo que tratan de hacer los filósofos del lenguaje ordinario. Existen, sin embargo, diferencias importantes entre ellos.
Austin, nos dice Cavell, “convierte el problema del conocimiento en un problema de conocer la identidad de los objetos y omite (¿niega?) cualquier problema sobre conocer con certeza la existencia de un objeto genérico […]. No hay [para Austin] ningún problema en establecer la existencia de una cosa más allá del problema de determinar su realidad” (Cavell, 2002: 327-328). Wittgenstein, por su parte, llega más lejos que Austin porque percibe que las ideas de creencia y conocimiento no capturan la intimidad de nuestra relación con la existencia del mundo. Wittgenstein, afirma Cavell, acepta “que hay alguna cuestión que plantear respecto al misterio de la existencia, o ser, del mundo” (Cavell 2002: 329). Dicho muy brevemente: Austin no llega a reconocer la verdad en el escepticismo, y Wittgenstein sí. A diferencia de Austin, y ciertamente de la gran mayoría de los filósofos contemporáneos, Wittgenstein intenta
trazar el camino de cómo investigar el coste, como me gustaría decir, de nuestra continua tentación al conocimiento […] En las Investigaciones el coste al que se llega está puesto en términos que sugieren locura (e. g., el coste de no saber lo que estamos diciendo, la vacuidad en nuestras aserciones, de la ilusión de querer decir algo, de aspiraciones a privacidades imposibles) […] el coste es la pérdida, o renuncia, de la identidad o yoidad. (Cavell, 2002: 329-330)
Pero lo llamativo aquí es que, una vez alcanzado este punto en su investigación, hacia el final de la segunda parte de Las reivindicaciones de la razón, ni siquiera Wittgenstein le parece suficiente a Cavell. De otra manera, le sigue pareciendo el filósofo que más sensibilidad muestra ante lo que ha denominado “el coste de nuestra continua tentación al conocimiento” (el aislamiento, la pérdida de la intimidad con el mundo y con los otros… la objetivación de la existencia), pero no cree que haya llegado a preocuparse por cómo hacer para no volver a caer en los mismos errores, como si el regreso al mundo ordinario que supone traer de vuelta las palabras a sus usos ordinarios bastara por sí solo para no volver a caer en las tentaciones que con anterioridad dieron lugar a los problemas filosóficos. Para Cavell, la idea de la concordancia en forma de vida es algo que aún hay que explorar. Traer de vuelta las palabras, y el reconocimiento de la verdad del escepticismo, son pasos cruciales, pero, ¿en qué consiste esta concordancia que, si bien, no es intersubjetiva es tan objetiva como podría llegar a ser cualquier cosa, de dónde proviene, cómo se mantiene? Una vez que “la existencia del mundo y nuestro conocimiento de su existencia se han convertido en un problema real”, aún quedan muchos interrogantes sin respuesta que ciertamente nos ayudarán a evitar cometer los mismos errores, por ejemplo: “¿cómo se consigue [la] fe [de que existen las cosas de nuestro mundo], cómo se expresa, cómo se mantiene, cómo se produce, cómo se pone en peligro, cómo se pierde?” (Cavell, 2002: 330-331). Así pues, no basta con recuperar el mundo ordinario, sino que se trata de aprender a habitarlo.
No es extraño, entonces, que llegado a este punto Cavell incluya en la nómina de filósofos del lenguaje ordinario a Thoreau y a Emerson precisamente porque son, en su opinión, dos de los filósofos que mejor han abordado cuestiones como las anteriores en sus escritos.
En mi investigación (sobre quién o qué es responsable de la salud del espíritu humano) cuento con el respaldo de distintos nombres; de entre todos ellos destacan los de Emerson y Thoreau pues, tal como he afirmado en varias ocasiones durante los últimos años, su insistencia en lo que ellos denominan lo común, lo cotidiano, lo próximo, lo bajo, suscribe lo cotidiano buscado por los métodos del lenguaje ordinario de Wittgenstein y de Austin (Cavell, 1989: 34)7.
Los pensadores que mejor transmiten esta experiencia, de manera más directa y práctica [son] Emerson y Thoreau. Esta sensación de mi relación natural con la existencia es lo que Thoreau quiere decir con nuestro estar próximo a las leyes de la naturaleza, con ser vecinos del mundo, con estar junto a nosotros mismos. La idea emersoniana de lo cercano es una de las inflexiones que le da a lo común, a lo bajo (Cavell 1981: 145-146).
En cuanto a la discontinuidad de los temas tratados por Cavell en las cuatro partes de The Claim of reason, lo que emprende Cavell en la cuarta parte está, a pesar de Rorty, en estrecho contacto con el examen de las dos primeras partes, pues de lo que se trata ahora es de buscar el rastro de la intimidad perdida con la existencia del mundo, con la idea de recuperarla. Y, dado que esta es una pérdida propia de la Modernidad y no solo de la filosofía, Cavell busca ayuda, inspiración o corroboración, en otros lugares y disciplinas donde algo similar, bajo otros ropajes, ha tenido o está teniendo lugar.
La sensación, así pues, de que hemos perdido nuestra intimidad con la existencia no es exclusiva de la filosofía del lenguaje ordinario, sino que es compartida, y así, además de en los trabajos de Emerson y Thoreau, Cavell persigue el rastro de esa intimidad perdida en el romanticismo y en las tragedias shakespeareanas (que son vistos por nuestro autor como estudios de escepticismo y del alcance trágico de la falta de reconocimiento: por ejemplo Otelo y El reyLear, respectivamente), y a todos estos, digámoslo así, temas extracurriculares, se suma de manera destacada el cine de la época dorada de Hollywood, en concreto los dos géneros a los que Cavell llama respectivamente comedias del volverse a casar y melodramas de la mujer desconocida (Cavell, 1981 y Cavell, 1996, respectivamente).
El tema de las comedias es la (re)conquista de lo ordinario representado en esas películas por lo doméstico y lo familiar, por el matrimonio. Al principio de las comedias asistimos a un momento de crisis y/o de separación de la pareja protagonista, que paulatinamente y mediante un despliegue lingüístico sin parangón en forma de diálogos arrebatadores, acerados, rápidos y sin solución de continuidad con los que las parejas protagonistas expresan y satisfacen sus deseos mutuos, recuperaran su mundo ordinario al volverse a casar (unas veces de verdad –Historias de Filadelfia–, otras de manera figurada –La costilla de Adán).
En los melodramas todo es más oscuro y negativo con respecto a lo que tiene lugar en las comedias. La pureza y el final feliz de las comedias dan paso ahora a la ironía y la incomprensión. Para las protagonistas de estos melodramas la vuelta al hogar no es una opción (son herederas, nos recuerda Cavell, de Nora, de Casa de muñecas), no hay, por lo tanto, para ellas, un mundo ordinario que recuperar, sino que lo que estas mujeres deben hacer es crear su propio mundo ordinario a partir de su propio gusto. La búsqueda y recuperación del mundo ordinario, así pues, da paso, en manos de Cavell, a la creación de nuestro propio mundo ordinario, de nuestro yo.
Si esto es lo que realmente defiende Cavell, difícilmente se entiende que lo ordinario sea un nuevo ontos on tal y como denunciaba Rorty. Tengamos muy presente aquí que para Rorty dos de los hitos filosóficos del siglo XX fueron sendas críticas al empirismo propio del positivismo lógico. Me refiero a la crítica de Quine a los dos dogmas del empirismo8, y a la crítica de Sellars al Mito de lo dado9. De las dos críticas, la que nos interesa aquí es la segunda. Son dos los aspectos que caracterizan a lo dado mitológico: la naturaleza no inferencial de sus componentes (aunque se supone que ellos mismos son el inicio de las cadenas inferenciales que llevan directamente hasta nuestras creencias) y el hecho de que no presupone ningún otro conocimiento. A Sellars lo primero no le parece que sea realmente criticable (la experiencia puede ser fuente de conocimiento, y en ese sentido Sellars, como Quine, no deja de ser empirista). Pero lo segundo sí, porque a Sellars le parece que todas nuestras creencias perceptivas dependen de nuestra imagen global del mundo (y viceversa) (Sellars, 1997: 75). Pues bien, si lo que tiene en mente Rorty al acusar a Cavell de convertir lo ordinario en un nuevo dado mitológico (un nuevo ontos on), es la crítica sellarsiana al Mito de lo Dado, parece claro después de todo lo que hemos dicho, que yerra en su diagnóstico. Lo ordinario cavelliano no es inferencial, ciertamente, pero tampoco es el punto de partida de ninguna cadena inferencial en sentido estricto. Cómo realice su labor de ser la base de nuestras actividades es algo que está por ver, pero que necesariamente tiene que ver con que los seres humanos concordamos en el lenguaje, o que el lenguaje (ser criaturas que hablan) es nuestra forma de vida. Lo ordinario no se comporta como una estructura fija e inamovible, a priori y trascendental. Lo ordinario, nuestro mundo ordinario, está sometido a la posibilidad de un cambio continuo, y si bien nos antecede a cada uno y a cada una en tanto que individuos, no nos precede en tanto (miembros de una) comunidad10.
La creación del mundo ordinario o el perfeccionismo moral
La legitimidad de lo que digo y de mis pretensiones de conocimiento procede de que mi participación en la concordancia en el lenguaje me permite hablar no solo por mí, sino también por los demás. Ser el sujeto de mis propias palabras depende de mi habilidad para hablar un lenguaje común, y para habitar con autenticidad la forma de vida humana (el mundo ordinario).
Los melodramas de la mujer desconocida son estudios de otro de los temas centrales de la filosofía de Cavell: el perfeccionismo moral. La figura central aquí es la de Ralph Waldo Emerson, a quien Cavell reivindica, siempre que tiene la oportunidad de hacerlo, que se le reconozca como filósofo (que tradicionalmente no lo haya sido dice mucho de él, pero sobre todo, dice muchísimo de la filosofía profesional). Emerson es para Cavell (junto con Thoreau) un filósofo del lenguaje ordinario que llega más lejos de lo que consiguieron llegar Austin y Wittgenstein en la dirección seguida por Cavell a partir de estos dos. Por ejemplo, porque allí donde Wittgenstein dice que nuestra tarea consiste en devolver las palabras de su uso metafísico a su uso ordinario, el nosotros implícito en esa afirmación somos los profesionales de la filosofía. Pero cuando Emerson pregunta (al comienzo de “Experiencia”), “¿Dónde nos encontramos?”; o cuando (en “La confianza en uno mismo”) advierte que las palabras de que usamos nos decepcionan, y esto porque su verdad no llega a ser realmente la verdad; o cuando (de nuevo en “Experiencia”) se refiere a su país como “Esta Norteamérica nueva aunque inalcanzable”, inalcanzable para quienes ya viven en ella, aunque sin habitarla completamente porque (de nuevo en “Experiencia”) “es demasiado triste, pero demasiado tarde para evitar el descubrimiento que hemos realizado: que existimos. A este descubrimiento le llamamos La Caída del Hombre”; los interpelados en todos estos casos somos todos los seres humanos, y no solo los filósofos. Y el discurso que podemos hilar en estas citas escogidas podría ser el siguiente: tan solo ahora nos damos cuenta de que existimos, por lo que hasta el momento en que se produce esta toma de consciencia habríamos llevado una vida inauténtica gobernada por el conformismo y la inconsciencia. Habitar Norteamérica (epítome aquí de un nuevo comienzo lejos de las costumbres de la vieja Europa, de la segunda oportunidad) exige la presencia de unos seres dotados de auto confianza, que no solo sean plenamente conscientes de su existencia, sino que acepten el precio que deben pagar para dejar de vagar por el mundo y existir de manera plena, que es ni más ni menos la responsabilidad que les corresponde en todo ello. Exactamente como las protagonistas de los melodramas.
Lo ordinario, entonces, no es el contenido empírico de un concepto. Lo ordinario es el conjunto de distinciones y conexiones en el lenguaje establecidas por la comunidad a lo largo del tiempo. Es solo en este sentido que podemos hablar de certezas básicas, los criterios que establecen qué cuenta como evidencia en una situación dada. Se entiende entonces la importancia que tiene respetar la fragilidad de esos criterios, por ejemplo, aceptando nuestra responsabilidad a la hora de decir lo que queremos decir. El peligro que corremos si imperan la insinceridad o el conformismo es el de quedarnos sin voz, pero no porque nos volvamos mudos de repente, sino porque nos quedaremos sin nada que decir, esto es, nada en lo que podamos ponernos de acuerdo, o ni siquiera estar en desacuerdo.
Comentarios finales
Lo ordinario en Cavell proviene de su lectura en clave escéptica, esto es, del reconocimiento de lo que nuestro autor denomina “la verdad del escepticismo”, de las Investigaciones de Wittgenstein y en particular de la noción de “forma de vida”. Esta lectura permite subrayar la urgencia ética, quizá no tematizada, aunque, presente en esas páginas de fragmentos o anotaciones. Es llamativo que un lector tan penetrante como Rorty dejara pasar esto por alto y no llegara a apreciar que la atención que Cavell presta al escepticismo es la puerta de entrada a su intento de comprobar, por así decirlo, el estado de salud del espíritu humano. El escepticismo, para Cavell, es un síntoma de algo que tiene lugar en filosofía o, más exactamente, que se ha convertido en la práctica habitual de gran parte de la filosofía profesional, pero también de algo que nos aqueja o amenaza a todos los seres humanos. A saber: el escepticismo sería una amenaza incesante a lo ordinario, que es la base de todas nuestras prácticas lingüísticas y actividades en general. Al tratar de huir de la pobreza aparente de lo ordinario, lo que se produce en realidad es una pérdida de nuestra conexión íntima con el mundo y con los demás. Es la renuncia a lo que nos hace humanos, pues nuestra forma de vida es la vida del lenguaje. A través de su lectura de Wittgenstein, y más tarde de Emerson, Cavell insiste en reivindicar la importancia de lo ordinario por encima de lo que la filosofía ha tenido por importante. El lenguaje y solo el lenguaje es la base sobre la que se sostienen nuestras vidas: es nuestra interiorización del lenguaje la que da forma a nuestra imagen del mundo. El acuerdo mutuo o concordancia en el lenguaje es por ello una concordancia en forma de vida.
Desde mis primeros acercamientos a la filosofía de Cavell tuve la impresión de que, simplificando mucho las cosas, había una clara división entre una primera etapa marcada claramente por la importancia del pensamiento de Austin, primero, y luego casi exclusivamente de Wittgenstein, pero en cualquier caso de la filosofía del lenguaje ordinario; y una segunda etapa en la que poco a poco es la figura de Emerson la que va ganando una mayor presencia y trascendencia. Con el paso del tiempo, sin embargo, he sido mucho más consciente de la continuidad entre ambas etapas y que si no se tiene clara una de ellas, se resiente nuestra comprensión de la otra y viceversa. Esto es algo que el propio Cavell tiene claro, como cuando en Esta Norteamérica nueva aunque inalcanzable, dice lo siguiente:
Tengo cada vez más claro que en lo que me baso para jugármela de esta manera [que lo que Wittgenstein pone en la balanza para contrarrestar una existencia desconectada del mundo no es otra cosa que una práctica filosófica que se apoya en el menos prometedor de los terrenos, un terreno de pobreza, de lo ordinario, el logro de lo cotidiano] es lo que pido heredar de Emerson, su aval, digamos su fundamentación, de esta pobreza, de lo cotidiano, lo próximo, lo común. Pero, dado que mi herencia previa del más reciente de los dos (de Wittgenstein, y antes que él de Austin) es igualmente la base de mi posterior herencia del más antiguo (de Emerson, y antes que él de Thoreau), ¿qué es lo básico? (Cavell, 1989: 77)11
Así que con el paso del tiempo he aprendido a hilar más fino. Por ejemplo: (1) la razón para que Cavell deje a su viejo maestro (Austin) a un lado en favor de Wittgenstein tiene que ver, efectivamente, con que, para aquel, el escepticismo es otro problema filosófico más que puede (y debe) ser refutado, y lo ordinario ofrece la base estable para hacerlo (de esto es de lo que, desafortunadamente, Rorty acusa a Cavell y quizá así se entienda por qué); (2) que el paso de lo que he llamado primera etapa a la segunda etapa es en realidad el paso de un diagnóstico de la situación en la que se encuentra la filosofía en la Modernidad y de las consecuencias de su negación de lo ordinario, a una búsqueda romántica de lo ordinario. Pero en ambas lo ordinario es central.