Repetición y variación como procedimientos creativos en el microrrelato
“En el fondo sabía que no se puede ir más allá porque no lo hay” (Rayuela, cap. 66)
Es incuestionable el papel que han tenido las antologías de microrrelatos o microficciones en la enunciación teórica del género, su delimitación y relaciones con otros, como puedan ser el poema, el relato o la anécdota, así como en el establecimiento de una poética, de unos hitos históricos y de un corpus de referencia1. Libros como los de Lagmanovich (2005), Andres-Suárez (2012), Obligado (2001, 2009) o Valls (2012), entre otros, no solo son repertorios ya “clásicos” en el ámbito del microrrelato, sino que han contribuido decisivamente a trazar los contornos de dicho ámbito en el horizonte de expectativas de los lectores, y a suministrar un canon que sirve de respaldo a la fundamentación teórica del género. Este importante papel que las antologías –temáticas, geográficas o históricas– han desempeñado no puede ocultar, sin embargo, que en ocasiones los microtextos pierden su marco de significación al ser extraídos del libro en el que han sido concebidos. Y es que si la hiperbrevedad es el rasgo más evidente –más visible a un golpe de vista, por así decirlo– de la microficción, otros, como la intensidad o la articulación reticular o nodal, son tanto o más importantes, según ya se ha hecho notar repetidamente. De ahí que el texto hiperbreve no alcance su plena significación aislado, sino en un sistema, sea la serie en la que se inscribe (por ejemplo, por formar parte de un mismo volumen, de un apartado del libro, etcétera) sea el sistema conformado con otros textos mediante conexiones como la intertextualidad. De ahí que se haya visto en la escritura hiperbreve un ideal de fragmentarismo, una “escritura de ruinas” como la que Barthes reclamase, en oposición a la escritura de ambición sistemática y exhaustiva. Extrañamente, quizá, esta sería la única posible aproximación a una verdadera completitud, como apunta Noguerol:
[…] los autores que practican un arte de distancias cortas lo hacen por una mezcla de escepticismo, melancolía y ambición a partes iguales. Escepticismo de lograr una visión holística del mundo –de ahí la melancolía que los atenaza– pero, ambición, asimismo, por llegar lo más cerca posible de la misma, reconociendo que el fragmento y la grieta que este provoca en el pensamiento se acercan mucho más a la visión de la totalidad –ofrecida por modos de conceptualización de la realidad asiáticos como el xing chino o el zen japonés […]– que los discursos característicos de la aprehensión del mundo occidental, signada por la taxonomización, las dicotomías y el antropocentrismo.
El rechazo de la grandilocuencia y la petición de exigencia formal van de la mano en unos creadores tan antisolemnes como excéntricos, cuyas obras pretenden mostrar las perplejidades que surgen en la conciencia humana ante el vertiginoso caos que llamamos realidad. Estos escritores basan el poder de sus palabras en el deseo de obtener, como quería Stephen Hawking, la fórmula única que explique todo el universo o, lo que es lo mismo, “la teoría del todo”. Como no lo logran, optan por capturar la experiencia del mejor modo posible: atendiendo a la materia –en múltiples ocasiones encarnada en objetos pequeños– y derrocando las explicaciones en favor de las anécdotas, subrayando las grietas y las borraduras expresivas y practicando el arte de la inconclusión. Todas estas estrategias subrayan los silencios del discurso y se manifiestan, por tanto, como verdaderas espectrografías de la realidad. (2018: 36)
Una literatura no exhaustiva: exhausta. En lenguaje matemático: no una cifra que pretenda ser el infinito, ni siquiera el signo de infinito, excesivamente inasequible a nuestro pensamiento, sino el más manejable –en apariencia– concepto de “tendente a infinito” (x→∞), que expresa, ya que no la lograda (in)finitud inalcanzable, la infinitud apuntada en potencia –como solo puede ser. Las nociones de fragmento y ruina suelen ser invocadas para explicar el género de la microficción –si es que de un género se trata, pues parece que hace algún tiempo que la escritura hiperbreve ha rebosado el continente del género literario–, y sobre todo la propia concepción de la literatura y del mundo subyacentes a ella. No falta quien, como Vicente Luis Mora, distingue entre fragmentarismo y fragmentalismo (2015): mientras que los textos acogidos a la primera de esas categorías remite a una unidad reconocible, reconstruible; los segundos están huérfanos de esa unidad última que los articularía en un todo comprensible más allá del puro conjunto de fragmentos.
En este sentido, nos parece pertinente la noción de sistema a la que recurre Fernández Mallo (él expone minuciosamente un sistema complejo, al que llama Realismo Complejo), recordándonos que es el espacio relacional el que crea sentido, y no cada elemento aislado del mismo. Así pues, hablar de fragmentariedad incurriría en un desajuste de paradigma, al tomar como referencia la unidad, ese non plus ultra típicamente occidental y decimonónico que precisamente trataría de esquivarse mediante la escritura dispersa, en lugar de la imagen más adecuada de la red.
Y es que cuando hablamos de fragmentarismo, o de literatura “fragmentada”, damos por sentado que existe una literatura “no fragmentada”, es decir, que existen ciertas partes que permanecen inconexas hasta que son legitimadas por un orden que les da coherencia como un todo. (Fernández Mallo 2018: 193)
Y un poco más adelante:
Las llamadas obras fragmentadas se entienden como una sucesión o collage en el que las únicas uniones son yuxtaposiciones más o menos caprichosas, pero esta asunción es contradictoria con la propia definición de obra, o dicho de otra manera, afirmar que una obra es fragmentada equivale a no haber entendido la mecánica interna de la misma. En efecto, en sentido estricto, no puede existir una obra absolutamente fragmentada, pues, de existir, el cerebro no podría tan siquiera percibirla como tal. […]
[…] la palabra “fragmentación” no es inocente, oculta un vicio que conviene señalar. Decir que algo es fragmentario alude a la presunta existencia de un mundo previo, perfectamente unido y estable, que después fue roto. De modo que el adjetivo “fragmentario”, así usado es el resultado de una posición eminentemente nostálgica y, como tal, eminentemente conservadora. No trata de esto el fragmentarismo al que nos referimos, no supone, como algunas veces se afirma, una disolución o rotura de un mundo previo que era unitario y acotado y cerrado, no se trata de que el jarrón se haya roto y ahora estemos pegando aquellas piezas del jarrón bajo otro orden, sino que se trata de una nueva clase de orden […] En efecto, quienes elaboran las así llamadas obras “fragmentadas”, por lo general no tienen conciencia de estar creando su obra desde un mundo roto, sino desde un mundo que en forma de sistema complejo y perfectamente coherente se presenta ante sus ojos. Arrojamos sobre el mundo una lectura compleja. (195-196)
Nos parecen sumamente atinadas las observaciones de Fernández Mallo, aunque creemos preciso apostillar que esa ficción, o, mejor dicho, ese mito –pues de un mito edénico o en todo caso prebabélico se trata– de un mundo o una realidad no fragmentaria, como una plantilla punteada en la que cada fragmento textual terminaría encajando para formar, al fin, un panóptico, un puzle pleno de sentido, sí es un horizonte de expectativas operativo y asumido en no pocas obras.
Pero habíamos hablado de la organización de las microficciones en series, y esto parece contradecir el concepto de sistema abierto y reticular. Hasta cierto punto es así. Hay una inevitable contradicción entre el sistema-red y la serie, cuya semántica lleva implícito el desarrollo lineal que la red trata de sortear: nunca lo logra por completo, dada nuestra propia percepción lineal del tiempo, y dado el carácter lineal del lenguaje, que se desarrolla en el tiempo –articulamos un fonema tras otro, un término tras otro, una frase detrás de otra frase–, y se plasma consecuentemente en un espacio que parece reflejar ese tiempo lineal –letra a letra, línea a línea, página a página. La servidumbre del lenguaje, no ya como vehículo de expresión, sino como horma de impresión de la realidad, no nos deja más camino que la sucesión, aunque tratemos de escapar de ella mediante rizomas y bandas de Moebius (hasta las imágenes a las que hay que recurrir, como camino o vía, tercamente lineales, lo delatan).
Intentemos pensar por un momento en la literatura: en toda la posible literatura, las obras escritas y por escribir, con todas sus posibles ediciones, traducciones y variaciones (erratas incluidas). Ya alguien pensó algo así, y en su honor debemos llamar a nuestra momentánea fantasía Biblioteca de Babel (metáfora no solo de la Biblioteca, sino del Universo, si recordamos el inicio del cuento de Borges). Que el espacio topológico que la alberga sea una vasta, aunque finita, red de polígonos intercomunicados es, de hecho, una traslación espacial de la interconexión reticular de las propias obras contenidas en los anaqueles. Esa posibilidad de fatigar pasillos y páginas intercomunicadas es la intertextualidad, que dista mucho de ser un mero recurso retórico, pues en realidad se trata de la plasmación en clave de escritura –y también de lectura– de las propiedades relacionales del mundo como sistema complejo. Todas las obras participan de ello. Cierto es que la contención del microrrelato (máxima intensidad en la mínima expresión) propicia que este género escenifique con gran economía de medios lo que sería mucho más difícil lograr trazando las conexiones entre novelas decimonónicas (un apunte: la filología computacional y el distant reading lo logran en cierto modo, reduciendo las obras a ristras de números que permiten observar a ojo de pájaro insólitas relaciones entre ellas).
En cierta forma, la micro-literatura es un mapa a escala menor de la literatura –que a su vez la contiene–; no, desde luego, en el sentido de que los microrrelatos resuman o se correspondan las “grandes obras”, sino en el de que constituye una parte por el todo que replica internamente el funcionamiento de ese todo, de una forma solo en apariencia más abarcable (el microrrelato no deja de ser el infinito en una gota de agua2). Por eso no sorprende que sean tan frecuentes las series de todo tipo en la ficción hiperbreve, traslación mucho más plausible de las macroseries que podríamos señalar, aunque difícilmente manejar, en los poemas épicos o los folletines. Es evidente que la brevedad es más proclive a estos experimentos que la narración extensa. Esta puede parecer más meritoria, pero cualquier lector comprenderá que se pierde algo del espíritu de juego, de preciosismo, de objeto-artístico que rodea a la pieza literaria breve o brevísima concebida y desarrollada bajo esas condiciones previas pactadas que recortan y dividen el infinito (y demuestran que la décima parte de un infinito es infinita también). Esta vertiginosa afirmación hace que cobre pleno sentido el concepto de restricción, de contrainte, por decirlo a la manera oulipiana.
Nostálgicas de esas formidables dimensiones de su perdido edén –unitario, como buen mito fundacional, aunque de límites difusos–, los volúmenes de ficción hiperbreve tratan de invocar ese sistema relacional mediante series. Estas son necesariamente finitas, pero la arbitrariedad, a menudo simbólica, de los números de elementos trata de apelar a un potencial desarrollo infinito. La finitud inevitable de las series queda reforzada por la del microrrelato: finitud obvia, pues el fin es visible, evidente e inminente desde el mismísimo comienzo, y da sentido al microcuento, a menudo no solo estructuralmente, sino semánticamente (cfr. Bravo 2011). Esto se ajusta a la noción de conjunto infinito planteada ya en el siglo XVIII por Bolzano, quien afirma “[L]lamaré infinita a una multiplicidad si todo conjunto finito es tan sólo una parte de ella” (1991: 44), justificando plenamente la funcionalidad de la serie finita como metonimia de un infinito potencial.
Sin duda, algo similar pensaba Raymond Queneau –ya habíamos dilatado en demasía su mención aquí, y volveremos a acudir a él más adelante– cuando eligió limitar sus Ejercicios de estilo a 99 o sus poemas oulipianos a cent mille milliards. Una forma como otra cualquiera de nombrar el inimaginable infinito.
En esta articulación de series de los textos hiperbreves (series abiertas, reticulares, más que ordenadas o jerárquicas), la repetición y la diferencia resultan fundamentales. Es la reiteración de un motivo, de una situación, con frecuencia de una palabra o incluso de una o más frases lo que nos indica que estamos ante una serie, ante una red de textos hiperbreves vinculados entre sí, por esos elementos en común. La misma intertextualidad no es sino una forma de repetición entre lo igual y lo distinto, lo reconocible y lo que va más allá de ello, y las series son con frecuencia un muestrario abreviado del fenómeno.
Todo lo anterior tiene que ver con nuestra misma manera de percibir y decodificar los objetos del mundo. Porque, ¿es el binomio repetición/diferencia una propiedad del mundo, o es un efecto de nuestra particular decodificación del mundo (de nuestra proyección del mundo, acaso)? Necesitaríamos, para responder a esta pregunta, encontrar más allá del propio mundo un punto en el que apoyar la palanca de nuestro razonamiento, externo al sistema del que somos, inevitablemente, juez y parte. Es, además, en su uso común, una plantilla binaria y tautológica, pues la diferencia se define en función de una identidad previamente configurada empíricamente, como ya notara Deleuze, quien reclama la necesidad de superar la prevalencia de la identidad sobre la diferencia, al postular que es la “diferencia para sí” la que nos permite conceptualizar la identidad (Deleuze 1988). Con todo, la tensión entre lo diferente y lo idéntico nos permite imponer un orden sobre lo que de otra manera sería caos, establecer categorías que sometan la materia ciega a conjuntos relacionados entre sí. Aprehendemos de este modo objetos conformados por la iteración de partes idénticas o casi idénticas, donde la semejanza resalta la variación, y cada variación confirma las semejanzas. Esto nos da la capacidad de establecer patrones de reconocimiento, básicos toda vez que, según sabemos, más que conocer, re-conocemos. Y hace posible que nos anticipemos. También que nos sorprendamos, que apreciemos las inflexiones de aquello que, siguiendo lo ya conocido, lo esperable, de pronto introduce un cambio, una novedad en la serie que habíamos aprehendido e intuitivamente empleado como modelo. El mundo, y las artes, se nos presentan, para ser comprendidas, bajo el signo de la repetición de elementos, iguales unos, distintos otros. De la sucesión y el contraste entre persistencia y diferencia surge el ritmo que nos complace: los cánones de Bach o las incontables variaciones de distintos autores sobre el tema musical de “La Folía”, serían un buen ejemplo. Y que hace algo más que complacernos: sostiene nuestro razonamiento analógico, permitiendo que este se anticipe con tensión a la inminente variación –por mínima que sea– introductora de una novedad que rompe la sucesión monótona. Las páginas web y tableros de Pinterest que recopilan “imágenes que odiarás si tienes TOC”, “fotografías que volverán locos a los amantes del orden” o –en el sentido contrario– “oddly satisfaying pictures” son populares porque la repetición, el orden, la simetría y la progresión resultan gratificantes desde el punto de vista psicológico (hacen el mundo menos caótico, más comprensible), también en individuos que no presentan ansiedad ni compulsión patológicas ante la ruptura de los patrones. (Cualquiera que se haya deleitado ante la sucesión de baldas variadas con series de objetos idénticos en una papelería o una ferretería comprenderá de lo que hablo; puede que la debilidad por la lencería no sea sino una variante más de estas pasiones por la variedad y la repetición, quizá injustificadamente destacada sobre el resto). En su último y sugerente ensayo, Fernández Mallo se refiere varias veces a ello: “La identidad total resulta tan improductiva como la diferencia total” (2018: 200), “sin la acertada modulación entre constante vs. cambio, la comunicación no es posible” (202-203), “[…] en todo discurso por “fragmentado” que sea, ha de existir también algo que en esa fragmentación permanezca igual a sí mismo” (203). Acudamos nuevamente a Borges, quien imaginó a Funes el Memorioso, sometido a la tiranía de la percepción de cada mínima diferencia de absolutamente todas las realidades del mundo. Funes, incapaz de establecer analogías en función de las semejanzas, era por ello “el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso” (Borges 1992: 82); también, por la misma razón, el narrador afirma que “era casi incapaz de ideas generales, platónicas” y “no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer, En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos” (1992: 82). La tensión entre repetición y diferencia es nuestro motor perceptivo, hasta el punto de que, como dice Borges, “pensar es olvidar diferencias” para establecer categorías basadas en la semejanza, de manera que aunque lo idéntico no exista (más adelante volveremos sobre esta cuestión) hemos aprendido a asociar lo semejante y oponerlo a lo diferente–que, por supuesto, también guarda con lo anterior una semejanza de fondo, ya que si no la oposición resultaría caótica, no funcional.
La música –cuya existencia se basa en las nociones de repetición, variación y contraste– nos demuestra la rentabilidad de la reiteración de combinaciones (utilizo el término en su sentido coloquial y no en el estrictamente matemático): Rachmaninov compone su “Tema con variaciones” (1931) presentando un tema antiguo –la mencionada Folía– reescrito anteriormente por Corelli, Lully, Marin Marais, Salieri o Hendel, entre otros; posteriormente Vangelis lo retomó para la banda sonora original de 1492 y Hans Zimmer hizo lo propio para la de Gladiator, que a su vez es reinterpretada por Klaus Badelt en colaboración con Zimmer en la de Pirates of the Caribbean. En todos los casos, un tema musical es sometido al cambio, a la diferencia, sin que nunca se pierda por completo la posibilidad de reconocimiento (y por tanto la idea de repetición), sin que caigamos nunca en la diferencia absoluta que no permitía a Funes establecer cánones, re-conocer, pensar. No es raro, así, que la música estuviese en la mente de Raymond Queneau cuando ideó sus Ejercicios de estilo:
En una entrevista con Jacques Bens, Michael Leiris recuerda que en el transcurso de los años treinta, estuvimos escuchando juntos (Michael Leiris y yo) en la Sala Pleyel un concierto en el que se interpretaba el Arte de la Fuga. Me acuerdo de que lo seguimos muy apasionadamente y que, al salir, nos dijimos que sería muy interesante hacer algo de ese tipo en el plano literario (considerando la obra de Bach, no desde el ángulo del contrapunto y fuga, sino como construcción de una obra por medio de variaciones que proliferaran hasta el infinito en torno a un tema bastante nimio).
En efecto, fue acordándome de Bach muy conscientemente como escribí Ejercicios de Estilo, y muy en especial de esa sesión de la Sala Pleyel. […] (cit. en Fernández Ferrer 2018: 13-14)
En la literatura oral, tradicional, generalmente breve, los juegos entre repetición y diferencia son muy frecuentes. También, claro, en la tradición culta –que la anáfora sea un recurso habitual lo confirma–, pero en el caso de las composiciones orales la repetición y la variación no son recursos al servicio de un asunto, sino que son el auténtico quid de la pieza. Facilitan la memorización y la improvisación, y conectan especialmente bien con la psique infantil, que –por así decirlo– disfruta del mecanismo de aprehensión del mundo y de los fundamentos del lenguaje (repetición/diferencia) con verdadera fruición, como si de un juguete se tratara.
La propia intertextualidad es una “permutación de textos”, tal y como lo señaló Kristeva, “un cruce de superficies textuales”, precisando que “en el espacio de un texto varios enunciados, tomados de otros textos, se cruzan y se neutralizan” (1978: 147). Aunque a menudo pensamos en la intertextualidad como un mecanismo que funciona con lo temático, o bien con citas relativamente extensas, nada nos impide reducir las unidades combinadas a la mínima expresión, de manera que todo enunciado “cita” fonemas de otros enunciados. Esta consideración, que podrá parecer poco rentable desde el punto de vista de la crítica literaria –más preocupada, como es lógico, por reconocer topos, fuentes o estrategias retóricas–, ha sido muy productiva en creaciones como las llamadas “formas difíciles”, extrapolables al ámbito de la microficción pese a su origen en el ámbito de la poesía (Cózar 1991) o por supuesto los experimentos oulipianos, cuya dimensión lúdica, incuestionable, no resta un ápice a la profunda reflexión sobre la naturaleza de la obra, del lenguaje y de las posibilidades combinatorias que plantea. De ahí que su actualidad continúe sobrecogiéndonos –de ahí también que sigan siendo formas exocanónicas, rarezas a las que se califica de “experimento” con sorprendente matiz negativo del epíteto.
Los volúmenes de microrrelatos abundan en series continuas o discontinuas donde la repetición es, por supuesto, lo que nos permite establecer la conexión, así como la diferencia es lo que nos permite apreciar el ritmo. Si es posible encontrar microrrelatos previos a la configuración del género en las fábulas griegas y latinas, en epigramas y exempla, a los que la compilación y organización bajo diversos criterios no les es ajena, habremos de convenir en que es Raymond Queneau quien inaugura el modelo de “tema con variaciones” a partir de una pieza narrativa breve, como hemos visto con la inspiración musical –y en el fondo matemática– presente. Sus Ejercicios de estilo continúan siendo no solamente una lectura estimulante y admirable por el ingenio que desprenden, sino también por la profunda reflexión que, bajo la apariencia de divertimento, plantean sobre la combinatoria de los elementos de cualquier conjunto, como pueda ser el del lenguaje. Sus traductores –Eco para la lengua italiana, Fernández Ferrer para la española– han sabido comprender que, si toda traducción es una copia imperfecta y por tanto una nueva creación, en el caso de esta obra tal condición debía asumirse como una premisa a la vez restrictiva y creativa, una más que se sumase a las asumidas por Queneau, de manera que sus versiones fuesen variaciones sobre las variaciones del autor francés.
Los casos que mencionaremos a continuación se asemejan a los Ejercicios de Queneau en establecer su fundamento creativo en la sucesión y la variación, en el mantenimiento de algo que no cambia para que se valore aquello que sí lo hace. Sin embargo, apreciaremos que algo fundamental los diferencia, y es precisamente lo que se mantiene: en Queneau la anécdota, intencionadamente trivial hasta la insignificancia, nunca se altera, por más que sí lo haga su enunciación. “El autor piensa, de este modo, “tratar el mismo asunto” –un incidente real, por lo demás, y trivial– de un centenar de maneras diferentes”, declaraba en 1945 el propio Queneau, en la revista surrealista La Terre n’est pas une vallée de larmes, donde publicó nueve de sus ejercicios (cit. en Fernández Ferrer 2018: 14). Queneau altera el punto de vista (incluyendo el punto de vista del sombrero), introduce onomatopeyas o partículas negativas, somete el relato de la anécdota a figuras como la aféresis, la apócope o la síncopa, juega incluso con lo tipográfico, pero lo que se mantiene invariable es la propia historia, repetida bajo 99 formas distintas. Los casos que a continuación veremos tienden, por el contrario, a mantener elementos de la enunciación como invariantes, desplazando el cambio hacia la anécdota, que sufre pequeñas pero decisivas modificaciones.
El primero de los casos a los que me referiré es el último libro –póstumo– de Javier Tomeo, El fin de los dinosaurios, que representa un caso sencillo de variantes intratextuales en el conjunto de la obra del autor. Integran este libro 148 piezas entre las que nos encontramos títulos como “El hombre jirafa” (2014: 129), “El hombre arenque” (2014: 131), “Cuentos de hadas” (2014: 88-89), “Mermelada de moras” (2014: 35), “El reloj cangrejo” (2014: 65) y “La rana saltarina” (2014: 162), títulos que ya habían encabezado cuentos más extensos (2012: 235, 239, 591, 775, 779, 793), ahora jibarizados (Casamayor 2014: 13) o abiertos “a un nuevo desenlace o a una nueva interpretación” (Casamayor 2014: 13). Más inmediata es la relación intratextual dentro del propio libro El fin de los dinosaurios que vincula pares de microcuentos en los que se experimenta con la misma situación: el ya mencionado “El hombre arenque” (2014: 131) no solo sería una variación abreviada del cuento homónimo (2012: 239), sino que a su vez conocería una versión algo más extensa varias páginas más adelante, “Arenque en potencia” (2014: 174). También son microrrelatos “pareados” por así decirlo “El autobús” (2014: 147) y “Misterio dos” (2014: 148), que los editores decidieron situar en páginas contiguas, evidenciando la secuencialidad (otras veces, como veremos, los autores prefieren espaciar o diseminar aquellos textos que precisamente forman una serie, buscando que quien establezca la relación sea el lector y no el libro, es decir, fiando la apreciación del vínculo a lo conceptual y no a lo espacial, lineal. Para el caso de Tomeo, la intratextualidad invita a ir un paso más allá que el mero juego de conexiones; como advierte Gascón, El fin de los dinosaurios y los Cuentos completos “tiene[n] algo de conjunto de series de variaciones. Hay motivos y escenas que se repiten; algunas de ellas aparecen también en sus novelas y sus relatos: era un creador que nunca agotaba una situación que le atraía” (Gascón 2014: 17-18). Como puede apreciarse, no hay propiamente “series” en el libro, pero sí una concepción de la obra que ofrece una experiencia más satisfactoria o amplia si la lectura no se detiene en un microrrelato aislado sino que se expande al resto de la colección y también comprende los títulos previos del autor, estableciendo los vínculos necesarios. El título actúa como enlace obvio entre los cuentos previamente publicados y los microrrelatos de este libro, pero curiosamente los pares de microrrelatos vinculados llevan títulos diferentes: “El hombre arenque” y “Arenque en potencia”, y “El autobús” y “Misterio dos” –este último apunta a una secuencialidad respecto del microrrelato que lo antecede, “El autobús”, sin que el título de este revele esa relación. Con todo, no hay que olvidar que el libro se publicó de forma póstuma y los títulos de los textos pudieran no haber sido elegidos de manera definitiva.
El siguiente ejemplo en el que me detendré es Los ojos de los peces, segundo libro de microrrelatos de Rubén Abella. Se trata de una colección en la que las diferentes piezas tratan de plasmar el intrincado mapa de azares y coincidencias que anudan la trama de las vidas humanas, incluso de aquellas que solo fugazmente se entrecruzan. Es esta una preocupación que ha ocupado al autor desde su opera prima, la novela La sombra del escapista (2003). En Los ojos de los peces lo hace mediante la recurrencia de personajes que entran y salen de los microrrelatos, siendo protagonistas en unos y en otros meros cameos cuya inapreciable presencia puede desencadenar, sin embargo, una cadena de causalidades con imprevisibles consecuencias para alguien. El planteamiento va más allá en cinco microrrelatos no contiguos, titulados “Viaducto (uno)”, “Viaducto (dos)”, etc., que forman una serie cerrada, marcada por la repetición de una situación idéntica (una mujer se dispone a saltar de noche por el pretil del madrileño Viaducto, Óscar la ve) que se resuelve de cinco maneras completamente diferentes. Otros autores se valen de la repetición de títulos a los que se añade una numeración para unir algunos de sus microrrelatos, pero se suele tratar de diferentes versiones sobre un motivo intertextual: un ejemplo claro es Ana María Shua, que en Casa de geishas incluye un apartado titulado “Versiones” y en Botánica del caos uno llamado “Variaciones”; en ambos se recogen pequeños ciclos de microrrelatos editados de manera contigua para reforzar su carácter serial, concebidos más como variantes temáticas que textuales: así, cinco titulados “Doncella y unicornio”, cinco titulados “Ermitaño”, cuatro “Cenicienta”, cinco “Golem y rabino”, cuatro “Conquista de la Nueva España” o seis “Profetas y cataclismos”, entre otros (Shua 2009: 315-319, 322-326, 328-331, 335-339, 581-584, 587-592). La autora recurre también a estas variantes numeradas en otros apartados menos connotados en su título, a veces los intercala con otras microficciones que alternan con la serie y comparten un mismo personaje central (Shua 2009: 509, 511, 513, 515, 517, 519, 521). E incluso en el apartado “Capricho divino”, de Temporada de fantasmas, incluye tres microrrelatos vinculados por el título y la numeración pero que apuntan a una omisión: “Creación I: la construcción del universo”, “Creación III: trabajo en equipo” y “Creación V: lo que ha hecho el niño” (Shua 2009: 745, 748, 752). La elipsis es tanto más inquietante cuanto que el tema –la creación de universos– apunta potencialmente a su infinitud y por tanto, a la inevitabilidad de esos vacíos de conocimiento.
El caso de Abella es ligeramente diferente, ya que la serialidad marcada por la numeración –deliberadamente dispersa en el conjunto del libro– no apunta a una intertextualidad, sino a la reiteración del suceso narrado o esbozado. Respecto del modelo de Queneau, la sucesión de “Viaductos” de Abella es evidentemente mucho más reducida, y además aparece, como si dijéramos, diluida en el conjunto total del libro, pues las cinco piezas aparecen estratégicamente dispersas entre el resto de las que componen el volumen. Por otra parte, el punto de partida de los cinco “Viaductos” es un suceso que parte de elementos cotidianos y triviales, como el de Queneau (en Abella, la caminata nocturna, el entorno de Viaducto, conocido enclave madrileño) para introducir –rápidamente, como solo puede ser en el microrrelato– algo inusual y trágico: la mujer dispuesta a saltar al vacío, su caída al vacío en los cinco relatos. Todos estos elementos que se repiten, y que constituirían por tanto las invariantes de la serie, son las que prestan relevancia al elemento que cambia. Se produce así la decisiva variación que ejemplifica el llamado “efecto mariposa” de cualquier hecho en nuestras vidas. El plano formal, estético, de la variación, juega su papel: la brevedad de las piezas saca partido al efecto de la página que a primer golpe de vista es idéntica, y solo tras adentrarnos en la lectura da muestras de representar diferentes ramales de un mismo sendero. En las versiones 1 a 4 son idénticas las primeras frases: “Óscar volvía a casa por las calles dormidas. // Al cruzar por el Viaducto vio, en la acera opuesta, a una mujer sentada en la barandilla, preparándose para saltar” (Abella 2010: 20, 50, 72, 114); el microrrelato que lleva el número 4 extiende su semejanza con el primero más allá, hasta la intervención del protagonista, el testigo llamado Óscar que trata de detener la escena; el desenlace es totalmente distinto en ambas versiones, pero esa diferencia nos parece más absurda o más fatal por proceder de una situación inicialmente idéntica.
Viaducto (uno)
Óscar volvía a casa por las calles dormidas.
Al cruzar por el Viaducto vio, en la acera opuesta, a una mujer sentada en la barandilla, preparándose para saltar.
–¡No, no, espera! –gritó.
Atravesó la calzada corriendo, alargó el brazo y trató con un gesto desesperado de detenerla, pero no llegó a tiempo. La mujer se precipitó como un ángel muerto en el vacío.
Más tarde, cuando se llevaron el cuerpo, un jubilado insomne aseguró haber visto desde su ventana cómo Óscar la empujaba.
Y la policía le creyó. (14)
Viaducto (cuatro)
Óscar volvía a casa por las calles dormidas.
Al cruzar por el Viaducto vio, en la acera opuesta, a una mujer sentada en la barandilla, preparándose para saltar.
– ¡No, no, espera! –gritó.
Atravesó la calzada corriendo, alargó el brazo y trató con un gesto desesperado de detenerla, pero no llegó a tiempo. Con el impulso de la carrera chocó contra la barandilla y quedó suspendido encima del pasamanos, con medio cuerpo flotando sobre la acera y el otro medio asomando al vacío, viendo cómo la mujer se precipitaba en la negrura.
Diana volvía a casa por las calles dormidas.
Al cruzar el Viaducto vio, en la acera opuesta, a un hombre inclinado sobre la barandilla, preparándose para saltar. (114)
En el segundo caso, como es obvio, a la tensión entre lo que se repite y lo que cambia, se sume una nueva, interna, ya que los hechos conducen a una situación casi idéntica a la del comienzo: casi. Ahora es Óscar el que está parcialmente suspendido en el vacío, una mujer llamada Diana es quien lo ve desde la acera opuesta, y quien interpreta (erróneamente) que está “preparándose para saltar”. Observamos la reiteración idéntica de algunos elementos, como la fórmula de inicio (un recurso habitual de las microficciones, según ya han señalado Gómez Trueba 2016 y Zabala 2004) pone de relieve las diferencias, especialmente una fundamental, y es que los lectores, a diferencia de Diana, sabemos que Óscar no está “preparándose para saltar”. El final es muy abierto y distinto del que cierra el número 1 de la serie: podemos incluso pensar que Óscar seguirá el destino de la suicida, o que acaso también él malinterpretó la postura e intenciones de la mujer, como Diana la suya.
El número 5 (Abella 2010: 139), en cambio, no repite ninguna de las frases de las anteriores versiones, sino que muestra la misma situación desde un punto de vista inédito hasta ese momento, el de la suicida. El autor se ha asegurado de reiterar el título, introduciendo la explícita variante de la numeración (aunque esta serie se detenga en cinco, cualquier serie numerada, sea literaria o pictórica, lleva larvada la amenaza de infinito que subyace siempre a una sucesión de números).
Ajeno al género del microrrelato se nos presenta, en principio, Siete finales para Philip Marlowe, de Eduardo Fraile. Se trata de una carpeta poética de gran formato y edición limitada (777 ejemplares numerados), que consta de solo siete páginas, numeradas mediante las correspondientes ilustraciones: cartas de póquer del as al siete de corazones. Cada página, cada naipe, corresponde a una breve prosa que propone un “final” diferente para una historia protagonizada por el detective creado por Raymond Chandler: la historia nos es escamoteada, y únicamente conocemos esos finales que condensan la atmósfera, el estilo y los tópicos asociados a las novelas protagonizadas por Marlowe. El origen del proyecto se encuentra en la edición póstuma de la última novela protagonizada por el célebre detective, de la que su autor dejó escritos algunos capítulos antes de morir, y que quedó inconclusa; La historia de Poodle Springs fue continuada y terminada por Robert B. Parker en 1989, al cumplirse 40 años de la muerte de Chandler. Fue entonces cuando Fraile concibió la idea de escribir, a su vez, no uno sino siete finales, y no de la novela póstuma, sino de una aventura imaginaria que también protagonizaría el detective Marlowe.
Posteriormente, estos Siete finales, ahora numerados en romanos, se integraron en el poemario Con la posible excepción de mí mismo (2001: 53-57). Aunque la edición original no adscribe el libro explícitamente a ningún género, la trayectoria de Fraile Valles, poeta, y la edición posterior del ciclo en un poemario condicionan la lectura de estos siete textos como poemas; bajo ese prisma los analicé, de hecho, en otro trabajo (Morán Rodríguez 2014). Sin embargo, bien pueden leerse como microrrelatos o microficciones, no solo por la siempre notada proximidad entre la ficción hiperbreve y el poema, sino porque cumplirían el ideal de escritura propugnado por Roland Barthes, una escritura de “pequeños fragmentos errátiles”, de “ruinas” (2005: 278), más honestos que los largos textos unitarios con falsa apariencia de escritura total, al mostrar su incapacidad para armar un discurso omnicomprensivo; una escritura, en fin, de “notas” (Barthes 2004: 126-128), en el sentido que este término tiene en la escritura, pero también en el musical: representación de sonidos que combinados dan lugar, siempre mediante la repetición y la variación, a melodías. Una escritura-red de redes ajerárquicas, pura combinación de significantes sin itinerarios prefijados, un texto al que se accede “a través de múltiples entradas sin que ninguna de ellas pueda ser declarada con toda seguridad la principal” (Barthes 2001: 31) –podríamos añadir, consecuentemente, un texto del que se puede salir también por cualquier parte, por cualquier final, pues todos ellos son posibles, en tanto que todas las combinaciones son posibles.
Los siete textos plantean una situación que, a grandes rasgos, es la misma: el detective Marlowe se dispone a arrancar su coche y a dejar atrás a una mujer llamada Luisa; nunca llegamos a saber cuál ha sido su relación, pero la índole de sus sentimientos es amorosa, y marcada por el pesimismo y la renuncia sentimental característicos del detective. La narración está en primera persona, como en las novelas y relatos de Chandler, cuyo característico estilo lapidario –la auténtica voz de Marlowe, tan identificable– se emulan a la perfección. Los siete textos repiten ese momento de la partida del detective a bordo de un coche, y comparten invariantes, elementos que se repiten en varios textos pero están ausentes en otros, así como algunas innovaciones que únicamente encontramos en uno o dos de los siete finales. Son constantes repetidas en todos ellos Luisa, el camisón, el coche y la tristeza; la chaquetilla de punto sobre los hombros de ella únicamente falta en el 5; la noche solo deja de mencionarse en el 2; los cigarrillos solo están ausentes en el 3 y el 6. Otros componentes resultan más ocasionales: el retrovisor se nombra en los finales 1, 2, 3 y 5; la ciudad en el 2, el 6 y el 7; la carretera en 3, 4, 6 y 7; el umbral de una puerta en 1, 4 y 6; los ojos o la mirada en 3, 4 y 6; un hotel en 4 y 5; el detalle de que Luisa esté descalza aparece en 5 y 7. Otros, en fin, aparecen de manera exclusiva en uno de los textos y constituyen la diferencia fundamental e identificatoria frente al resto: la luna aparece exclusivamente en el 5; una carta en el número 3, que también es el único en hacer referencia a 400 dólares y tres armas; la corbata solo es mencionada en el 4; únicamente el 6 hace alusión a un castaño pilongo, a un pasaporte a Europa y al propio nombre de Philip Marlowe, quien por cierto solo llora en el final número 1.
La diferencia, además, no estriba únicamente en la presencia/ausencia de los distintos elementos mencionados, sino también en la manera en que aparecen las constantes o los elementos más frecuentes: Luisa es siempre Luisa, pero mientras que en el final 1 va “en camisón”, en el 2 lleva “el camisón malva”, que pasa a ser en el sexto “su camisón malvado”. Más notoriamente aún, la “chaquetilla de punto que se había hecho ella misma” (final 1) es “la rebeca de punto” en el final 2, “su chaquetilla azul” en el 3, “la chaquetilla de lana que Luisa hizo una vez para mi cumpleaños y que nunca me puse sobre los hombros” (final 4), “cualquier cosa en los hombros” (final 6) y “aquel viejo suéter desmayado sobre los hombros” (final 7, donde, rizando el rizo de la combinación de motivos, no se trata de un suéter real, sino de una metáfora de “la tristeza”). De igual manera, “el último pitillo” y el paquete vacío arrojado a la cuneta (final 7) es solo “un cigarrillo” (final 5) o “los cigarrillos rubios del paquete que ella dejó sobre la mesilla hace siete años” (final 4), “su cajetilla de Camel” (2) y “sus cigarrillos rubios” (final 1). El coche del protagonista y narrador aparece de manera explícita en el final 1 y 2; en los finales 3, 4, 6 y 7 su presencia es implícita (porque se nombran la ventanilla, la cuneta, el salpicadero, la guantera o el retrovisor, o actos como acelerar o frenar); únicamente en el final 5 se especifica que se trata de un “viejo Packard” (y no, por cierto, el Chrysler y el Oldsmobile que Marlowe conduce en las siete novelas de Chandler que protagoniza, si no contamos la inconclusa Poodle Springs).
El resultado es una serie densa, de cuya lectura conjunta surge en el lector una sensación confusa de abigarrada plenitud, ya que los diferentes (pero a la vez, en tantos elementos, iguales) textos terminan confluyendo en la impresión de un final único que contiene en apretada amalgama todas las posibilidades y variantes.
El carácter de copia, de repetición respecto de un modelo canónico en el sentido artístico, viene enfatizado por la descontextualización extrema de los textos, “cierres” que emulan perfectamente el estilo de los relatos de Marlowe (narración en primera persona, frases breves, tono cáustico pero sentimental y pesimista); pero que no remiten a ninguno de ellos en particular, y por tanto no finalizan ninguna aventura de Marlowe previamente existente. Repetición, pues, (del estilo), pero también diferencia o separación (del corpus original), ya que los siete finales no solo se replican y difieren entre sí, sino que aparentan establecer un juego de variaciones a partir de un original que no existe.
1
La vi por el espejo retrovisor de mi viejo automóvil, recortada en el quicio de la puerta. Supe que era la última vez, pero arranqué y me fui contra la noche y la nada, sabiendo que no podría olvidar nunca aquella imagen de Luisa en camisón, con una chaquetilla de punto que había hecho ella misma, tiritando por el frío y por tantas otras cosas. Era tan absoluta su tristeza… Conduje toda la noche, lentamente, fumando sus cigarrillos rubios. Creo que, en algún momento, lloré. Dios mío, hubiera dado la mitad de mi vida por no haberla conocido nunca. La otra mitad seguramente ya la había perdido, pero eso qué importaba. Las otras seis restantes, porque fuera feliz. (Fraile 1995: s.p.)
6
Hundir el acelerador, cerrar los ojos, estrellarme contra un castaño pilongo y que la suerte decida quién es Philip Marlowe, o dejarme mecer por el alquitrán de la noche y llegar a Los Ángeles, hospedarme en un hotel que ya no existe, dormir siete años sin parar, mejor volver a Europa con otro pasaporte, distinta identidad, en fin, frenar en seco, regresar a la casa donde Luisa, aterida, sigue bajo el dintel con los ojos lejísimos, ah más allá de todo, su camisón malvado, bella, sin tiempo, cualquier cosa en los hombros y toda la tristeza del mundo. (Fraile 1995: s.p.)
7
Prendí el último pitillo y arrojé el paquete a la cuneta. No he sido nunca un ciudadano ejemplar. Dejé la ventanilla abierta el tiempo justo para despejarme. La autopista estaba cerca. Luisa dormiría o no dormiría, no debió salir a despedirme en camisón, descalza, con aquel viejo suéter desmayado en sus hombros, la tristeza. Iba a amanecer en la siguiente curva, yo no podía venirme abajo ahora. La ciudad, a lo lejos, me esperaba como una buena amante: no me echaba de menos, pero estaba allí. (Fraile 1995: s.p.)
Tanto la serie discontinua del viaducto de Abella como la de los finales para una historia inexistente de Fraile enlazan con la noción intuitiva de universos múltiples o paralelos, tal y como los explicaba Fredric Brown en 1949:
–Hay, por lo tanto, un número infinito de universos coexistentes. Esos universos incluyen este mundo y el mundo del cual tú procedes. Todos son igualmente reales e igualmente verdaderos. Pero ¿puedes concebir lo que significa una infinidad de universos, Keith Winton?
–Bien, sí y no– dijo Keith.
–Significa que, dentro de lo infinito, todos los universos concebibles existen. Hay, por ejemplo, un universo en el cual esta misma escena está siendo repetida, excepto que tú, o tu equivalente, lleva zapatos castaños y no negros. Hay un número infinito de permutaciones de esa variación; un universo en el cual tú tienes un ligero rasguño en el dedo índice, y otro donde tienes cuernos rojos, y… (1986: 205)
Ocho años antes, Borges había enunciado la cuestión de manera muy similar:
El jardín de senderos que se bifurcan es una imagen incompleta, pero no falsa, del universo tal como lo concebía Ts’ui Pên. A diferencia de Newton y de Schopenhauer, su antepasado no creía en un tiempo uniforme, absoluto, Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros yo, no usted; en otros, los dos. Es éste, que un favorable azar e depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma. (Borges 1992: 69)
Abella y Fraile representan, a través de lo mínimo como unidad de repetición y diferencia, la infinita variedad de los posibles destinos, muchos de los cuales se asemejan hasta ser casi idénticos, mientras otros muchos –muchísimos más– no se parecen en nada, o solo en algún detalle irrelevante (pero irrelevante y crucial son, en esta metáfora del universo, sinónimos).
Los Crímenes ejemplares de Max Aub constituyen otro ejemplo de colección de textos hiperbreves en los que la diferencia y la repetición son el motor creativo fundamental, y también la clave de lectura, en el sentido de que es ese mecanismo de apreciación de lo diferente respecto de lo idéntico lo que el lector inevitablemente interioriza al leerlos. Aunque el microtexto no estaba formulado como género ni contaba con la bibliografía paradójicamente amplísima de que hoy dispone, los “crímenes” de Aub son hoy leídos como tales y figuran en antologías de ficción hiperbreve, pero el contexto en el que alcanzan su plena significación es el del libro, pues cada pieza alcanza su significado pleno en función de las demás que conforman su sistema.
Aub publicó la primera versión de este libro en 1956; posteriormente, en 1968, dio a la luz otra edición en la que añadía varios “crímenes ejemplares”, suprimía veintitrés y añadía las series, más breves, “Suicidios”, “De gastronomía” y “Epitafios”. Ediciones posteriores han reunido todos los textos de las dos ediciones. Las cuatro partes o series presentan una unidad interna, además de una de orden superior, de carácter temático, pues todos los textos tratan de una manera insólita sobre la muerte, sea el asesinato, el suicidio, el canibalismo, o bien la muerte implícita en el género del epitafio.
Es en las dos primeras partes donde mayor rendimiento presenta el par repetición/diferencia; me centraré, por ser la más brillante de ellas, en la primera, la conformada por los “crímenes” que dan título a las dos ediciones que el autor hizo del libro. Este se abre con un texto introductorio sin título y fechado en México en 1956, al que añadirá un breve párrafo en 1968. En esas páginas, Aub, maestro en imposturas literarias (recordemos su “Discurso de ingreso” en la Real Academia, o su biografía de Jusep Torres Campalans, y la obra pictórica de este, realizada por el propio Aub) presenta la colección de “crímenes” como una recopilación real de confesiones recogidas en España, Francia y México a lo largo de veinte años, sin manipulación literaria, lo que Aub señala como “razón de su vulgaridad” (1996: 13); Aub expone su método de compilación de los testimonios (confiesa haber recurrido a drogas para estimular las confesiones) y habla de “cien libretas” en las que ha anotado el corpus; sin embargo, es evidente que se trata de una fabulación en la que el paratexto –estas páginas introductorias– desempeña una parte fundamental de la ficción, al orientar su lectura. En él advierte también Aub lo repetitivo de las declaraciones que transcribe: “Por otra parte, se parecen. ¿A quién extrañará? Un siciliano, un albanés mata por lo mismo que un dinamarqués, un noruego o un guatemalteco” (1996: 13-14); y más adelante “No están ordenados los textos ni por asuntos ni por países, aunque a veces, para facilidad del lector, se dan en serie. Siempre que pude evité así la monotonía, que es otro crimen” (1996: 16).
En efecto, hemos de convenir con Aub en que muchos se parecen, y en que la ordenación del conjunto ha buscado deliberadamente una alternancia, marcada fundamentalmente por la inserción de algunos, muy breves, que comienzan de manera idéntica o muy parecida, entre otros más extensos y variados en su registro expositivo –aunque también en estos podemos encontrar constantes menos obvias. Todos ellos, salvo uno, son confesiones en primera persona, aparentemente declaraciones de los reos. Del total de 193 textos (me refiero a las actuales ediciones, que suman las de la publicación del 56 y las añadidas del 68, pero no eliminan las que Aub suprimió en esta segunda) 19 comienzan por la fórmula “Lo maté”, y uno más por “La maté”; todos ellos son muy breves, varios no pasan de una línea: “Lo maté porque habló mal de Juan Álvarez, que es muy mi amigo y porque me consta que lo que decía era una gran mentira” (1996: 17), “Lo maté porque era de Vinaroz” (1996: 17), “Lo maté en sueños y luego no pude hacer nada hasta que lo despaché de verdad. Sin remedio” (1996: 23), “Lo maté porque estaba seguro de que nadie me veía” (1996: 23), “Lo maté porque en vez de comer, rumiaba” (1996: 24), “Lo maté porque me dieron veinte pesos para que lo hiciera” (1996: 27), “Lo maté porque tenía una pistola. ¡Y da tanto gusto tenerla en la mano!” (1996: 44), “Lo maté porque no pensaba como yo” (1996: 49), “Lo maté porque era más alto que yo” (1996: 51), “Lo maté porque era más alto que él” (1996: 51), “Lo maté porque me dolía el estómago” (1996: 52), “Lo maté porque le dolía el estómago” (1996: 52), “Lo maté porque no pude acordarme de cómo se llamaba. Usted no ha sido nunca subjefe de ceremonial, en funciones de Jefe. Y el Presidente a mi lado, y aquel tipo en la fila, avanzando, avanzando…” (1996: 57), “Lo maté sin darme cuenta. No creo que fuera la primera vez” (1996: 62), etc. Respeto, como en la edición de Calambur que manejo, la elección de escribir las primeras palabras de cada “confesión” en versales; la convención tipográfica alcanza un sentido en el conjunto orgánico, al evidenciar más si cabe la construcción anafórica de muchos –pero en absoluto todos– de estos textos. Algunos de ellos son contiguos, otros muchos no lo son, sino que, como he señalado, alternan con otros más extensos, o estructuralmente concebidos de manera diferentes.
Evitar la monotonía es la razón que Aub aduce en su introducción para haber organizado así el conjunto de confesiones criminales. La repetición de la fórmula “Lo maté”, y las reiteraciones casi idénticas de motivos, que se enfatizan más por situarse contiguamente (“Lo maté porque era más alto que yo”, “Lo maté porque era más alto que él”; “ Lo maté porque me dolía el estómago”, “ Lo maté porque le dolía el estómago”) transmiten, aunque haya en ellas altas dosis de humor, una sensación que surge precisamente de la conjunción, solo aparentemente paradójica, entre monotonía y variedad. La heterogeneidad de motivos, algunos efectivamente habituales en los crímenes, otros estrafalarios, contrasta con la extenuante reiteración ad náuseam del saldo de todas estas pequeñas estampas de la convivencia cotidiana: el asesinato y la muerte. Ponen de relieve el absurdo –acaso también la inevitabilidad– que subyace a todas ellas, más enfatizado precisamente por las explicaciones de los asesinos, que se sitúan en un terreno de ambigüedad entre la justificación exculpatoria de su proceder y la exhibición de unos motivos arbitrarios.
El último ejemplo que mencionaré es La piedra de la locura, de Fernando Arrabal. El libro se publica por primera vez en francés con el título La pierre de la folie. Livre panique (París, Juillard, 1963), y se presenta como traducción de un libro original escrito en español (la traducción la realiza él mismo en colaboración con Luce Moreau). Algunos de los textos incluidos en el volumen habían aparecido previamente en la revista La Brèche, en 1961. El libro se reeditaría posteriormente en francés (París, Christian Bourgois, 1970), y no será hasta 1984 cuando vea la luz el original en español, (Barcelona, Destino), que será el que aquí manejaremos. Componen el libro 103 textos breves –pocos superan la página, y buena parte constan de entre seis y veinte líneas–, no numerados. El libro ha sido considerado como prosa poética, o poesía, pero es significativo que en la “Introducción” que precede a la edición española, Torres Monreal afirme, al relatar la admiración que el libro produjo en André Breton al conocerlo en una reunión superrealista: “El propio Breton leyó en voz alta estos relatos, que creyó un libro de poesías […]” (1984: 11). Por su contenido, Torres Monreal se refiere a los textos como “sueños”, pues en efecto son, o pretenden ser, notas tomadas a partir de ensueños verdaderamente experimentados por el autor: tanto el propio Arrabal como el crítico Torres Monreal insisten especialmente en que los textos reflejan auténticos sueños del autor. La piedra de la locura no se adscribe, pues, ni en su publicación francesa ni en la española, al género microrrelato, que por otra parte no se había configurado como tal, y el libro ha sido incluido en la edición de la poesía completa de Arrabal (2016). Sin embargo, ya Irene Andres-Suárez reparó en la posibilidad de leer las prosas poéticas surrealistas como microrrelatos, y seleccionó algunos de los textos de este libro como representantes tempranos del género (2012: 213-217).
Torres Monreal, quien insiste en la autenticidad de los sueños que inspiran estas breves prosas, afirma que sus recurrencias –que a continuación examinaremos– proceden “del proceso creativo profundo, del mecanismo psíquico de la escritura” (1984: 15). Teresa Gómez Trueba, que ha analizado el libro de Arrabal y su conexión con la pintura de El Bosco y especialmente con la de Magritte (2018), disiente de la afirmación de Torres Monreal, señalando que “la estructura claramente elaborada y premeditada del conjunto lo aleja notablemente de cualquier sospecha de automatismo psíquico” (2018: 71-72).
[En el libro de Arrabal] se aprecia el interés por establecer sutiles conexiones entre unos textos y otros […] Esas conexiones se establecen a través de varios mecanismos de concatenación: la reaparición insistente de determinados objetos que adquieren evidente categoría simbólica en el imaginario onírico, la presencia de series de textos que repiten una y otra vez una misma versión con leves variantes, una estructura circular en la que el último texto del conjunto viene a repetir simbólicamente el primero de ellos. (Gómez Trueba 2018: 70-71)
¿Es un reflejo fiel de la mente logrado mediante el automatismo, como parece afirmar Torres Monreal, o es una estructura premeditada y por tanto una construcción retórica, como afirma Gómez Trueba? Que Arrabal haya evitado numerar sus textos, o establecer cualquier tipo de orden –más allá del inevitable que impone el formato convencional del libro– resulta indicativo del intento por abolir la secuencialidad e imprimir un halo caótico en su conjunto de sueños, pero ese halo caótico se logra mediante una premeditada organización que aparenta no serlo en absoluto.
Hay en el libro un fuerte componente visual, con numerosas referencias pictóricas implícitas, pero en ningún caso explícitas; siendo esto así, resulta claro que la ausencia de imágenes obedece al propósito deliberado de eludirlas, sustituyéndolas por la écfrasis verbal, en un remedo del pensamiento que enfatiza su carácter también fuertemente visual, pero a la postre limitado por el lenguaje. El propio título del libro –coincidente, por cierto, con el del poemario de la argentina Alejandra Pizarnik, de 1968– remite a un conocido tema pictórico, plasmado en algunas miniaturas medievales y en varios cuadros de los siglos XVI y XVII. El primero y más célebre, al que sin duda remite el título arrabaliano, es “La extracción de la piedra de la locura”, de Hyeronumis Bosch, El Bosco; pero el tema fue también recreado por Jan Sanders Van Hemessen en “El cirujano”, por Pieter Bruegel el Viejo, Pieter Huys y Jan Havicksz Steen en tres cuadros titulados igual que el de El Bosco, y por Pieter Jansz Quastz en “Trepanación”. Las escenas representadas en todos los cuadros mencionados se basan en la idea de que la locura está causada por una acumulación de sustancias que provocarían cálculos en el cerebro, similares a las piedras en el riñón o la vesícula. Esa idea de que la locura se alivia mediante la extracción de sedimentos depositados en el cerebro resulta sorprendentemente coincidente con la propuesta freudiana del psicoanálisis, y concretamente el análisis de los sueños, como una labor análoga a la arqueología, una excavación destinada a extraer los materiales depositados –reprimidos– en el inconsciente a fin de liberar la psique del paciente de sus neurosis.
La dinámica repetición/diferencia desempeña un papel fundamental en La piedra de la locura, pero aquí no estamos ante una forma de revelar la analogía como forma de percepción y aprehensión del mundo; tampoco la vertiginosa multiplicación de posibilidades que surge si observamos la trama del universo, y cuya magnitud desmesurada se manifiesta tanto más cuanto más próximas están las bifurcaciones que observamos. Más bien lo que el libro de Arrabal trata de escenificar es la compulsión de repetición enunciada por Freud en Más allá del principio del placer (1920), aunque ya esbozada en Recordar, repetir, reelaborar (1914). Se trataría de la resistencia o bloqueo a recordar, solo parcialmente liberada mediante la libre asociación, que se manifestaría no en una enunciación directa, sino en una transferencia o una repetición de orden simbólico. El libro coincidiría también con la idea lacaniana del “yo” como ilusión, una construcción psíquica de poder y control, que se define por negación de lo otro (una identidad que se define respecto de la diferencia) que cree valerse del lenguaje como instrumento de expresión, pero que de hecho está constituido como langue y en langue.
Gómez Trueba ha señalado ya cómo los textos del libro logran recrear una atmósfera onírica a partir de la descripción de objetos y hechos extraños, pero también “de una suerte de repetición claustrofóbica de escenas o situaciones de las que el narrador no logra salir” (2019: 75), pero añade, acertadamente:
las repeticiones del libro son aquellas que podríamos considerar de índole textual. Así, encontramos juegos con el lenguaje cercanos a los del Grupo Oulipo: repeticiones obsesivas de palabras, de sonidos, de la letra “a”, de la palabra “mamá” (de la que, al igual que del lenguaje, el poeta no puede desprenderse) (2019: 75).
Merece la pena que nos detengamos en esos juegos lingüísticos oulipianos basados en la repetición y la diferencia, que imprimen en el libro un sentido de unidad circular: cuando avanzamos en la lectura de microtextos (no numerados, por lo que el orden de lectura podría ser cualquiera) y descubrimos las repeticiones de diversa índole, lo que acaso creíamos (con Torres Monreal) un catálogo de sueños reales, se torna en una construcción premeditadamente autorreferencial, escheriana o moebiana.
Las repeticiones en el libro se dan dentro de los propios textos (se repiten fonemas, palabras, sintagmas, frases o estructuras), y entre varios textos (un mínimo de dos y un máximo de cuatro) que quedan, así, asociados por una relación de semejanza que no es nunca, aunque lo pueda parecer, identidad completa. Así, en las páginas 27, 89 y 141 se presenta un texto con variaciones: los elementos idénticos son suficientes como para que relacionemos ambas piezas, las diferencias lo son para que advirtamos que no se trata de copias perfectas:
Tengo una burbuja de aire. La siento muy bien. Cuando estoy triste se hace más pesada y a veces, cuando lloro, parece una gota de mercurio.
La burbuja de aire se pasea de mi cerebro a mi corazón y de mi corazón a mi cerebro. (Arrabal 1984: 27)
Tengo una burbuja de aire. La siento muy bien. Cuando reflexiono se hace más pesada y a veces, cuando escribo, parece una gota de mercurio.
La burbuja de aire se pasea de mi cerebro a mi corazón y de mi corazón a mi cerebro. (Arrabal 1984: 89)
Tengo una burbuja de aire. La siento muy bien. Cuando estoy triste se hace más pesada y, a veces, cuando lloro, parece una gota de mercurio.
La siento muy bien. Cuando estoy contento se hace más ligera y, a veces, cuando ella me habla, se diría que no existe.
La burbuja de aire se pasea de mi cerebro a mi corazón y de mi corazón a mi cerebro. (Arrabal 1984: 141)
Al leer los tres textos es fácil establecer mentalmente la comparación que destaca los términos variables, y eso nos invita a vincularlos entre sí: estoy triste / reflexiono, lloro/escribo. La diferencia es aquí equivalencia.
En las páginas 30, 38, 73 y 137 también encontramos cuatro textos muy similares entre sí, que mantienen una misma estructura aunque difieren en algunas palabras y signos de puntuación (unas y otros actúan como elemento de variación, de diferencia). Pero el juego se complica, porque esa estructura que se repite en los cuatro textos es, además, circular y repetitiva, pues en todos los casos el final del texto repite el comienzo, aunque lo interrumpe mediante un signo (un “etcétera”) que simultáneamente subraya y evita la repetición. No parece casual que progresivamente se incremente el uso de comillas en algunos términos de los textos: mediante este signo tipográfico se subraya metalingüísticamente el carácter verbal de las palabras, para hacernos conscientes de la condición metarreferencial de todo lenguaje, de que toda langue es, en realidad, lalangue, como Lacan señaló: un mero instrumento de goce, no un verdadero sistema comunicativo. Veamos dos de los textos de esta serie:
Cuando me pongo a escribir el tintero se llena de letras, la pluma de palabras y la hoja blanca de frases.
Entonces cierro los ojos y, mientras oigo el tic-tac del reloj, veo cómo giran en torno a mi cerebro, diminutos, el pobre-loco-amnésico perseguido por el filósofo-de-la-mandrágora.
Cuando abro los ojos las letras, las palabras y las frases han desaparecido y sobre la hoja blanca ya puedo comenzar a escribir:
“Cuando me pongo a escribir el tintero se llena de letras, la pluma…”. Etc. (Arrabal 1984: 30).
Cuando me pongo a escribir, el tintero se llena de “imaginación”, la pluma de “recuerdos” y el papel de “el arte de combinar”.
Entonces cierro los ojos y, mientras oigo caer la lluvia, veo cómo giran en torno a mi cerebro, diminutos, mi “yo” perseguido por su “ella”.
Cuando abro los ojos “la imaginación”, los “recuerdos” y el “arte de combinar” han desaparecido y sobre la hoja blanca ya puedo comenzar a escribir:
Cuando me pongo a escribir el tintero se llena de “imaginación”, “la pluma…” Etc. (Arrabal 1984: 30).
Otro caso similar serían los microtextos de las páginas 28 y 135, que repiten secuencias (aparentemente sueños) semejantes, donde las diferencias subrayan también lo reiterativo de la situación de partida, y donde también hay repeticiones de fórmulas (“Hijo mío, hijo mío”), dentro de cada texto y entre ambos textos.
El microtexto de la página 47 presenta una estructura con cuatro párrafos de los cuales los tres primeros guardan un paralelismo solo roto por algunos términos; este texto se repite en las páginas 77 y 114 con variaciones: los términos cambiantes que rompen el paralelismo intratextual son diferentes en las tres versiones. Sin embargo, el último párrafo sí es idéntico en los tres microtextos: “Como estos dolores de nuca que tengo no me permiten explicarme con facilidad, temo que un día se atrevan a hacerme estas preguntas; porque no sabría responderles con la precisión que quisiera.” (47, 77, 114).
Los microtextos de las páginas 41, 52 y 103, aunque repiten la misma estructura, guardan, sin embargo, una relación que podríamos calificar de secuencial, ya que cada uno de ellos describe 4 signos zodiacales diferentes, hasta completar los 12. El último párrafo (“Entonces me di cuenta de que mientras me hablaba me había incrustado una estrella de hierro”) es idéntico en las páginas 41 y 52, y se repite en la página 103 con un añadido final (“Entonces me di cuenta de que mientras me hablaba me había incrustado una estrella de hierro. Sobre ella escribió con un pincel AMOR”).
Un caso singularmente interesante es el de los microtextos de las páginas 61, 87 y 107, que repiten una aparentemente idéntica (pero solo semejante) secuencia de palabras concatenadas, yuxtapuestas, sin relación sintáctica, que repiten la secuencia fónica /ma/ –cuya relación con la palabra primordial mamá ya notó Gómez Trueba. Cada uno de los textos es repetitivo en sí mismo (las mismas palabras aparecen varias veces, en ocasiones seguidas, y junto a ellas aparecen otras palabras distintas, pero que contienen también la secuencia /ma/ o los fonemas /m/ y /a/), y además los tres textos, separados en el libro, producen un efecto de déjà vu en el lector; éste probablemente volverá atrás para comprobar que los que parecen textos idénticos son, en realidad, copias imperfectas. La atmósfera de pesadilla y locura patente en el libro se manifiesta en el plano verbal en estos textos que semejan síntomas propios de trastornos del pensamiento, tales como ecolalia, palilalia, reiteración compulsiva y automatizada de palabras por asociación simbólica o meramente sonora (donde el referente sonoro desplaza y borra el significado), etc. La posibilidad comunicativa queda así seriamente amenazada por el uso fetichista de la lengua, el goce. Citando de nuevo a Gómez Trueba,
A lo largo del libro se van a repetir numerosas versiones de un mismo texto que nos remite a una estructura en abismo de carácter metalingüístico. […] la estructura en abismo es un letimotiv a lo largo de todo el libro. Y, en última instancia, todos estos juegos remiten en su conjunto a una dimensión autorreferencial. De donde no puede salir el sujeto es del propio lenguaje. No casualmente el último texto del libro repite con variaciones el primero. El círculo se cierra así y el sujeto queda encerrado en la escritura, en la más severa de las convenciones, la del lenguaje. Y esta es sin duda la peor de las pesadillas. (Gómez Trueba 2018: 75-76).
Aún veremos un caso más de reiteración en el propio texto y entre dos textos: lo encontramos en las páginas 81 y 121, consistentes en una frase en otro idioma que se repite, acto seguido, traducida al español.
Everyone detests me: they say I have a persecution complex.
Sí, todo el mundo me odia: dicen que tengo complejo de persecución. (Arrabal 1984: 81)
Jedermann hasse mich: man sagt ich habe den verfolgungswahn.
Sí, todo el mundo me odia: dicen que tengo complejo de persecución. (Arrabal 1984: 121).
En palabras de Gómez Trueba, este caso evidenciaría “la arbitrariedad y convención del signo lingüístico” (2018: 75). Con todo, me parece preciso señalar que pese al carácter reiterativo, los dos textos no son idénticos (la primera frase, primero en francés y luego en alemán, difieren, aunque la segunda frase, la traducción, sea diferente); por otro lado, la partícula afirmativa “Sí”, que en ambos casos introduce la traducción española, actúa como conector que señala la reiteración, pero a la vez diferencia la frase de su “original”.
También Fernández Mallo, al considerar la imposibilidad de la copia idéntica, plantea la traducción como un caso más de copia, donde se hace patente la imposibilidad de la traducción que reproduzca perfectamente el original:
[…] en el caso de un texto traducido de un idioma a otro, [la] eficacia se da en la combinación de lo que realmente se traduce –se mantiene constante de un idioma a otro–, y de lo que se pierde por el camino y ha de inventarse –algo que cambia para siempre para que aparezca el milagro del texto en el nuevo idioma. (Fernández Mallo 2018: 202).
Este último caso de reiteración en el libro de Arrabal es especialmente interesante, si recordamos que el autor escribe primeramente su libro en español, traducido después al francés por el autor en colaboración con Luce Moreau. La traducción es una etapa en la composición creativa del libro, pero es mucho más que eso: es también un nivel más de repetición, no suficientemente valorado, y es a la vez también un nivel de diferencia, pues no hay traducción idéntica. La obra sería la suma del original más la traducción más la edición posterior del texto español.
Necesitamos las copias porque solo mediante la repetición comprendemos el mundo; perseguimos que las traducciones sean fieles (que repitan fielmente el original), y las copias idénticas –pero el “crimen perfecto” (Baudrillard) es imposible; más aún, es irrelevante, ya que los sistemas de copia tecnológicamente más perfectos que podamos imaginar arrojarían como saldo un resultado que estaría sujeto a la merma de nuestra humana capacidad de percepción, a la imperfección de nuestros sentidos, y la probabilidad de error en la copia, aunque infinitesimal, será siempre mayor que nuestra capacidad para detectarla. Fernández Mallo señala la necesidad de mácula –desenfoque, trepidación–en la fotografía como documento de la realidad; como él explica, de ser una perfecta toma de la realidad, “[…] la fotografía perdería su sentido pues para ser exactamente igual que el original ya está el original, no hace falta construir copia alguna. Lo que hace valiosa la copia es aquello en lo que difiere del original y al mismo tiempo es igual que éste” (60). Del mismo modo, para estar ante una traducción necesitamos saber que esta lo es, que repite un modelo anterior, del que difiere (en la lengua de expresión, y por tanto, en el todo); de lo contrario, habríamos perdido un hecho crucial como clave interpretativa. Es igual que este o, más bien, diremos aquí, alude a este, necesita de este para poder definir su identidad (Deleuze), para tener sentido en un sistema que tiene como centro otra variación, que no se presenta como tal, sino como norma o, mejor, como canon.
Finalmente, ante La piedra de la locura cabe que nos preguntemos ¿se trata de una escritura fragmentada, que remite a una unidad original y por tanto recuperable mediante reconstrucción, recomposición? ¿O bien es fragmentaria, esto es, disgregada pero carente de unidad original? En el caso de la escritura de Arrabal, creo que nos encontramos ante un decidido paso en pos de lo fragmentario, pero no ante una obra que lo sea por completo; ocuparía más bien en la frontera entre ambas maneras, un territorio borroso e indefinido que es también el de la transición del sujeto monádico al sujeto nomádico. A favor del último operan en el libro la disgregación, la ausencia de progresión (que no es absoluta, ya que la palabra nuclear del título, extracción, alude a un proceso y, por tanto, a un progreso, aunque podamos valorar este como no satisfactorio, pues la extracción de la neurosis se lleva a cabo mediante la palabra, y por tanto nunca llega a producirse por completo); a favor del sujeto monádico, de una pieza, la remisión omnipresente al yo, sujeto y objeto a la vez de la escritura, que actúa como referente constante de todos los textos (incluso de aquellos que parecen ser tan solo un balbuceo sin sentido), incluso aunque podamos afirmar que se trata de un sujeto débil, lábil. En ese sentido, sería interesante comparar la obra de Arrabal con otra en la que la repetición desempeña un papel fundamental, The Book of i’s, de José Luis Castillejo (Bonn, Edición del autor, 1969; reed. en Constanza, 1976), sucesión de páginas en las que solo aparece impresa una i minúscula y otras en blanco; lo que aquí me interesa destacar es la siguiente aseveración de Castillejo: “La i soy yo con minúscula y lo demás” (Lafuente 2017: 455). El sujeto de Arrabal, que acusa ya la disgregación, se representa como algo todavía dotado de una cierta unidad y de una cierta progresión (aunque esta sea circular), pero en Castillejo el I se hace minúsculo en la minúscula i que, definitivamente porosa, es el yo “y lo demás”, y la tensión entre repetición y diferencia se convierte en un mecanismo todavía más estricto, más reducido y quintaesenciado, más peligrosamente al borde del silencio.
Concluimos aquí nuestro análisis, aun cuando quedaría por estudiar, como hecho estrictamente inscrito en la mecánica de la repetición y la diferencia, la intertextualidad (que como recurso se basa no tanto en la copia cuanto en el hecho de que esta sea reconocida por el receptor e interpretada como tal repetición). Citando nuevamente a Fernández Mallo,
La relectura o reinterpretación de una obra anterior no la destruye, sino que le adhiere –mejor dicho, le infiltra– una capa más de significados. Ni la obra es un original inviolable –como decía el mito del Romanticismo–, ni tampoco la obra es un simple eslabón susceptible de ser infinitamente reproducido sin modificación –como decía el mito del pop–. Así, el objeto, la nueva obra, pivota, como mínimo, entre dos puntos, se mueve incesantemente, sin fijar su significado de manera “pura”. Estos dos puntos son el nuevo sentido que le es dado por la operación misma de la apropiación, y el residuo que permanece del estado anterior y que, como hemos dicho, siempre ha de existir como constante del proceso […] (Fernández Mallo 2018: 347-348)
Y aún cabría señalar un caso particular de repetición, un caso especialmente interesante que va un paso más allá de la intertextualidad: me refiero a la apropiación, esto es, la repetición de un texto ya existente, a menudo no literario, que reproducido en un nuevo contexto adquiere una nueva significación. Con raíces en el apropiacionismo artístico y el object trouvé –sobre todo en Duchamp–, la tecnología, la popularización de la fotografía digital y las redes sociales elevan este procedimiento a un nivel inusitado cuyo espíritu refleja bien el sintagma Uncreative writing (Goldsmith 2011). A diario nuestros ojos reciben una ingente multitud de textos que repiten otros textos, con frecuencia, no literarios, cuestionando cuáles son los límites de la intertextualidad (si los hay), cuáles de los de la autoría (si esta es algo más que un adensamiento más o menos trivial en la red de interrelaciones que es la trama de todos los textos). La noticia periodística o en anuncio como object trouvé, convertido en microrrelato o en poema por el mero hecho de haber sido recontextualizado en un marco de recepción que reclama esa clave interpretativa y que sugiere, aviesamente, que acaso nuestra propia naturaleza sea textual y nuestro mundo una cita tan extensa o tan breve como queramos suponer. Más aún: gran parte de esos textos ya no se presentan como citas, sino como fotografías o capturas de pantalla. El archivo word da paso al formato jpg, el procesador de texto al pudin de píxeles que replican tipografías, caligrafías reales o simuladas, lettering obtenido mediante aplicaciones. La repetición parece así acercarse más a la copia perfecta, inalcanzable siempre, pues, en tanto que copia, alberga un sentido añadido, esa nueva capa de significados a la que se refería Fernández Mallo. A la vez, el formato, la imagen textual, que en el texto habían llegado casi a pasarnos desapercibidos, reivindican con vigor su papel y exhiben provocadoramente sus limitaciones: “no soy más que lo que ves”, parecen decirnos las citas –apócrifas y auténticas– que pululan como meme o como gif (cuya circularidad es un verdadero alfa y omega), exhibiendo su carácter fantasmático de imago, de aparición que aplaza siempre (la diferencia hecha ya différance derridiana) la revelación de su significado completo.