Introducción: Por una crítica de la microficción
Ya está bien de dinosaurios…
(Una voz en los pasillos)
Para su lanzamiento, la revista Conceptos ha elegido cuestionar una forma literaria que ha sido y sigue siendo objeto de nutrida discusión tanto por las implicaciones formales, estéticas y culturales que reviste como por las dificultades que entraña su definición. La reconfortante pero engañosa mensurabilidad a que hace referencia el término como criterio estructural hace de la microficción un concepto de contornos inciertos, pues lo que a primera vista se ofrece al observador, si no como requisito del microrrelato, sí como su característica más definitoria, su brevedad, ni es rigurosamente parametrable (¿hasta dónde llega lo breve?) ni es condición suficiente para la adscripción de una forma breve al género. De esta dificultad conceptual da cuenta la abundante terminología acuñada para acotar o matizar su perímetro definicional. Es costumbre, a la que no nos sustraeremos aquí, empezar listando esta terminología: microrrelato, minirrelato, minicuento, microcuento, brevicuento, cuento mínimo, cuento cortísimo, cuento brevísimo, diminuto, instantáneo, súbito, microscópico, relámpago, ultracorto, ultrabreve, hiperbreve, extrabreve, superbreve, minificción, textículo, twitteratura…, no son sino algunos de los numerosos términos con que se viene designando al género. El prurito terminológico por que se ha dejado llevar la crítica es proporcional a la euforia creativa que suscita el género liliputiense, a tenor de lo que revelan los innumerables certámenes y premios literarios que se convocan regularmente, la proliferación de antologías que recogen estas y otras formas breves y el éxito de los blogs dedicados al género y demás bitácoras relacionadas con el tema que invaden la red. Y es que, a la par que un género y un concepto, la microficción es un fenómeno, cuyas claves sociológicas radican tanto en la fascinación que ejerce la paradoja que encierra su formulación –el relato ultrabreve es relato y, como relato, supone una narratividad que le rehúsa su condición de ultrabreve– como en su adecuación a los cánones de la modernidad: compulsión de lo inmediato, valoración del fragmento, cultura del zapping, propagación del espacio digital.
¿Qué se pretende conceptuar con semejante plétora terminológica? ¿Es la microficción un concepto operativo? ¿Es tan siquiera un concepto? Si nos atenemos a lo que sugieren todos estos términos, contiguos pero no equivalentes, componer un microrrelato es, técnicamente, hacer una novela en menos palabras de las que hasta aquí llevamos escritas o incluso de las que contiene esta misma frase. En tanto que producción literaria cuyo esquema operativo supone una fuerte constricción formal, la microficción reviste una dimensión lúdica, rayana en el reto. No hay creación sin constricción, pero cuando la prescripción juega no ya con la simple dificultad sino con lo casi impracticable, el ejercicio se vuelve desafío y cobra visos de apuesta deportiva, de récord por igualar o por superar. Cada elisión –cada elusión– en el proceso de composición de un microrrelato tiene algo de proeza lingüística. Cuanto más breve es el relato, cuanto mayor es la constricción, más espectacular es su efecto y más ostensible la consigna estructural a que obedece. A la vez que una ficción narrativa, el microrrelato es un juego mental, gimnástico: su práctica es la del pasatiempos, del juego de ingenio. Así, no es de extrañar que florezcan concursos y premios literarios de relatos cortos y ultracortos: componer un microrrelato es medirse con la lengua, competir con sus recursos, hacer alarde de pericia técnica y de ingenio para conseguir relatar algo –esto es, literalmente, hacer larelación de los acontecimientos que forman una cadena diegética– con un material lingüístico racionado, contingentado. A su vez, lo que consciente o inconscientemente busca el lector de relatos ultrabreves, especialmente cuando lo breve cede el paso a lo minúsculo, es descubrir de qué forma el autor de un texto que a veces no supera las dos o tres líneas va a conseguir que quepa en espacio tan exiguo una ficción, con todo lo que el imaginario del lector asocia habitualmente al acto narrativo, esto es –estructuralmente– un planteamiento, un nudo y un desenlace, en una palabra, una historia, aunque sea esquemática, y que esa historia dé lugar a una intriga digna de ese nombre. El cuento breve es dos veces cuento pues a esta primera intriga, llamémosle diegética, se sobrepone y hasta se antepone otra, propiamente técnica, basada en la propia construcción/constricción del texto: un suspense metaliterario, relacionado no con el curso de los acontecimientos narrados, sino con el proceder del narrador, es decir con el modo como se las va a ingeniar para amañar, con un puñado de palabras, una narración completa. Porque no es tanto la curiosidad por lo que se cuenta como la curiosidad por lo que hace posible que eso se cuente lo que mueve en última instancia al lector de microcuentos: no la intriga, sino la intriga de la intriga. El suspense se desplaza de la narración al concepto que posibilita la narración. En este sentido puede decirse que la microficción tiene tanto o más que ver con el chispazo, el brote de ingenio, la ocurrencia o la agudeza, que con el estricto arte de narrar. La microficción supone un cambio de escala pragmática que no vale para otras formas breves: de un poema podremos decir que es bello, pero de un microrrelato diremos que es ingenioso. Podremos concluir que el microrrelato es dos veces concepto, en tanto que noción literaria (por difusa que sea su definición) y en tanto que artefacto, esto es, en tanto que juego conceptista, pues solo a costa de un artificio técnico (retórico, narrativo, enunciativo, lingüístico…) se pueden obviar los efectos de la brevedad cuando esta es extrema y linda formalmente no ya con el minimalismo sino con lo minúsculo.
Las paradojas y contradicciones a que está sometido el género son notables y ni siquiera la brevedad orgánica del microrrelato es incontrovertible: como hay novelas en miniatura (Pacheco 2009), hay microrrelatos hinchados, pues lo mismo que se puede reducir una forma larga se puede estirar una forma breve y saturar lo que inicialmente estaba destinado a ser diminuto. “Lo breve no es lo corto –explica Bernard Roukhomovsky–, por más que se relacione con ello» (Roukhomovsky 2001: 4). La greguería, que tan a menudo se menciona como forma genéticamente emparentada con la microfición, es un ejemplo elocuente de esta paradoja, pues si, textualmente hablando, una greguería no es otra cosa que una brevería (Bravo 2011: 23-27) y si tradicionalmente se define como un destello conceptual de expresión fulgurante, no se puede olvidar que Ramón Gómez de la Serna, que bautizó el género y lo cultivó hasta la exhausción, también escribió greguerías largas, y hasta hipertrofiadas, como la que le dedicó a la corbata («…graciosa y trivial como ella sola»), que sorprendentemente ocupa varias páginas y excede el millar de palabras (Gómez de la Serna 1919: 263-268). La excepción confirma la regla y esta variante gulliverizada de la greguería demuestra que, tanto como la norma, la transgresión de la norma tiene virtudes creadoras: hecha la ley, hecha la trampa, y lo que, por ejemplo, vale para el soneto cuando, acabado el poema, pero no la veta creadora que lo alimenta, se prolonga en estrambote, también vale para la microficción cuando, por un juego de expansiones, ramificaciones y amplificaciones, esta pierde su cualidad de breve: lo breve se resuelve a veces, paradójicamente, en realizaciones largas, dilatadas, monstruosas. El tamaño no dice nada de las propiedades de un texto ni del tratamiento a que ha sido sometido; dos textos de dimensión idéntica pueden ser uno producto de una amplificación, otro fruto de elipsis masivas y salvo que –a diferencia de lo que puede ocurrir con una novela– resulta difícil, por ejemplo, aburrirse leyendo un microrrelato, no hay ningún rasgo característico de aquella, incluido el suspense, que en principio no pueda darse en este.
Entran en juego, a la hora de considerar el parámetro dimensional, tanto el proceso de elaboración del microrrelato y su resultado, como, desde el punto de vista de la recepción, el efecto –de brevedad, de concisión o de condensación– que produce (o, en su defecto, que no logra producir) su lectura, independientemente de su extensión. De ahí surge otra dificultad técnica, ya que no se mide el impacto del microrrelato en una escala de magnitud como se cuentan las palabras de que se compone: el efecto generado por la lectura del microrrelato en lo que a su proceso de elaboración se refiere es independiente del modus operandi efectivamente adoptado por el autor para su composición. El que un microrrelato aparezca como una forma condensada (como una novela en escala reducida, un relato abreviado, sintetizado), fragmentaria (elíptica, inacabada, amputada), embrionaria (como un esbozo, un proyecto de relato, una simple propuesta que el lector deberá completar) o simplificada (despojada de todo lo estrictamente necesario para la inteligencia de la ficción) también forma parte de la ilusión novelesca. Si, como acertadamente se ha apuntado, el título de un relato ultrabreve es parte constitutiva de la ficción (la narración de un microrrelato empieza antes de la primera línea, en el título), también lo es la operación textual de la que simula proceder su brevedad, que puede ser producto de un corte –cuando el relato, truncado, se presenta como un fragmento textual a la deriva–, de una estilización –como el bloque de mármol que el escultor va desbastando poco a poco– o de una compresión –como una reducción a escala–. Así, hay microrrelatos que se presentan como la promesa de una historia que nunca se relatará, otros como el desenlace de una historia nunca relatada, y otros que se caracterizan por su ambivalencia y que, como una instantánea del sol oculto tras el horizonte, que se deja interpretar indistintamente como un amanecer o un anochecer, pueden leerse ya como anuncio ya como cierre de una novela silenciada: el celebérrimo microcuento del dinosaurio de Monterroso, que podría ser la primera como la última frase de una novela que –genial impostura– se ahorró escribir el autor, acumula eficazmente las funciones de íncipit y de éxplicit.
Paradigma de la nanoficción, el cuento monofrástico de Monterroso es un prodigioso nudo de paradojas, empezando por el conflicto de escalas que opone a la brevedad del cuento el gigantismo del animal prehistórico que, en un ingenioso tour de force, consigue “meter” simbólicamente el narrador –hecho “un Balzac”– en un renglón de línea y media. La frustración y la perplejidad del lector que, atrapado en un suspense no por momentáneo menos real, reconoce sin embargo todos los ingredientes de la novela –novela de cuyos referentes se ve privado no obstante–, convierten la experiencia lectora en un componente de la construcción ficcional. El microrrelato, y tal vez sea esta su especificidad conceptual, asume como parte integrante de la ficción el proceso de su propia lectura, su desentrañamiento, esto es, su propio procesamiento interpretativo. No es este lugar para proceder a la exégesis del cuento, comentado, reinterpretado y parodiado hasta el hartazgo: el horizonte argumental que abre la elipsis brutal de una historia, enunciada en siete escasas palabras, que se acaba en el preciso instante en que podría dar comienzo (o viceversa) es propiamente infinito e invita retroactivamente a imaginar el planteamiento que podría hacer posible o, cuando menos, cabalmente interpretable su enunciación, empezando por la hipótesis a veces esgrimida de una situación tan poco palpitante como podría serlo el simple despertar de un vigilante de museo que, tras quedarse amodorrado, constata al abrir los ojos que el esqueleto del saurópodo que tiene la misión de custodiar sigue estando exactamente en el mismo lugar de siempre: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. ¿Cabe mayor tensión narrativa con menos palabras y con una acción dramática más escuálida? La desproporción entre la violenta descarga sintáctica que supone para el lector estar tocando suelo sin haber despegado y la perfecta banalidad por no decir la nimiedad de la trama novelesca (en última instancia, no pasa nada y eso que no pasa constituye el nudo de la intriga) prolonga y amplifica el juego de gigantizaciones y miniaturizaciones de que es escenario el microrrelato, juego al que cabe añadir otra disparidad, si bien accidental y externa al relato propiamente dicho: la que media entre el reducido cuerpo textual del cuento y la masa de interpretaciones, reinterpretaciones, parodias, imitaciones, falsificaciones, copias pseudoapócrifas, caricaturas y rescrituras de que ha sido y sigue siendo regularmente objeto. Frente a las interpretaciones, a veces complejas, ya metafóricas, ya simbólicas, a menudo maravillosas, a veces próximas a la ciencia ficción, que se vienen barajando, esta lectio simplicior opera una radical y saludable desmetaforización del cuento, que puede leerse así literalmente, con una insospechada economía interpretativa, sin recurrir a subterfugios narrativos ni a intervenciones sobrenaturales: basta escenarizar la acción, asignarle un decorado –aquí un museo paleontológico– para desentrañar y “desextrañar” la enigmática situación que parece plantear el cuento, parangonable a una adivinanza. Lo cual no resta validez a las demás interpretaciones, incluidas las más improbables, pues la función del texto, por definición plurívoco, es precisamente generar todo tipo de lecturas: puestos a medir, podemos decir que la riqueza –y probablemente también la calidad– de un microcuento se mide mejor por la cantidad de interpretaciones que suscita que por el número de palabras que emplea. Pero lo fundamental es que la elaboración de todos esos guiones, más o menos plausibles, más o menos artificiales, es producto de un proceso interpretativo que forma parte de la ficción pues, como hemos apuntado en otro lugar, el relato es a un tiempo lo que hay que explicar y su explicación, es una interpretación por interpretar, y su interpretación es ya, de por sí, un acto de ficción (Bravo 2014: 545-546).
Esta llamada a la participación del lector para saturar los silencios que no colma la narración emparenta el género con el acertijo. Este tipo de relato aparentemente truncado –al que no pueden reducirse sin embargo todos los textos que reclaman el estatuto de microrrelato–, comparte así con otras formas discursivas lúdico-poéticas el trabajo de retrocontextualización a que invita la configuración elíptica del discurso para hacerlo interpretable. Conjeturar los presupuestos desde los que es posible “normalizar” una situación que, por incongruente o simplemente extraña a primera vista, supone un déficit de información que hay que compensar es ejercicio mental que, desafiando la inteligencia del lector y poniendo a prueba su aptitud exegética, solo puede resolverse mediante un nuevo acto narrativo, imaginando otro guión. Dicho de otra manera: para entender la novela que está leyendo, el lector tiene que escribir la novela que no escribió su autor. El procedimiento recuerda la técnica surrealista del cadáver exquisito, con la que se pretende crear extrañeza, pero que también conoce otro uso, destinado inversamente a eliminarla, imaginando ulteriormente las diferentes situaciones en que podrían comprenderse, y hasta volverse gramaticales, frases aparentemente tan descoyuntadas como las que genera la combinatoria aleatoria de sintagmas funcionalmente predefinidos. Como señala Yves Macchi a propósito de estas interpretaciones salvajes, “son intentos de racionalización a posteriori que mueven a risa” (Macchi 1986: 69). Así, una frase a primera vista tan desarticulada como “El azucarero destruye silenciosamente la conciencia”, obtenida por este procedimiento, podría interpretarse, pese a su aparente incongruencia, como una especie de alegoría: “el Azucarero y la Conciencia serían personajes luchando por el control de la Voluntad de una persona golosa torturada por la contradicción entre las ganas de dulce y la prohibición que le impone su conciencia” (Macchi 1986: 68). Todo lo cual evidencia que el acto narrativo –contar historias– es, como claramente demuestra el mito, la respuesta más natural del espíritu humano ante una incógnita.
Un parangón interesante a este respecto lo ofrece el estatuto enunciativo del ejemplo, empezando por el ejemplo didáctico a que tan a menudo recurre el lingüista para ilustrar o asentar sus demostraciones. Como oportunamente ha apuntado Jean-Claude Milner, el ejemplo lingüístico, inventado o no, siempre es una construcción y, como tal, está estructurado como tema de sí mismo y requiere ni más ni menos que una “puesta en escena” tan veraz o tan falaz como cualquier fragmento de escritura poética (Milner 1988: 180). Las famosas “incoloras ideas verdes” que, desde hace más de medio siglo, “duermen furiosamente”, con las que Chomsky pretendía ejemplificar la inviabilidad semántica de frases irreprochables desde un punto de vista sintáctico se avienen perfectamente a las características del cadáver exquisito y, a la vista de las múltiples interpretaciones que se han sugerido para ilustrar su viabilidad, cabe preguntarse en buena ley qué es lo que le falta al enunciado inventado por el lingüista para ser un microrrelato: lo que para Chomsky no era más que un ejemplo –un momento de la argumentación–, para sus lectores, movidos por cierto espíritu de contradicción, se convirtió en un desafío, casi una invitación a la refutación, que llevó a algunos de ellos a concebir, haciendo derroche de imaginación, las situaciones más improbables donde la frase supuestamente absurda podría “encajar” y cobrar un sentido lógico. Jacques Lacan, uno de sus más ilustres comentaristas, la glosó sugiriendo (irónicamente) que podía leerse como una interpretación metafórica del trabajo del inconsciente, donde duermen y literalmente cohabitan sin contradecirse las ideas más opuestas (Lacan 1964-65). Sea como fuere, la necesaria puesta en escena a que se refiere Milner a propósito del ejemplo es equiparable al trabajo de retrosemantización que requieren algunas microficciones, como la del cuento paradigmático de Monterroso. Solo que dándole al lector gato por liebre (me pides un cuento: toma una frase y arréglatelas solo, desocupado lector), el escritor guatemalteco, haciendo de un timo literario un concepto estético, abre una brecha y, a la vez, echa una losa encima, pues el procedimiento de la novela abortada es recurso de un solo uso. Al hilo de las imitaciones, continuaciones y recreaciones que ha suscitado, el portentoso farol literario de Monterroso se ha convertido paradójicamente en paradigma de una categoría que, pese a su nutrida descendencia, ni es renovable ni es ampliable: por una de esas ironías del destino, el escritor que, según parece, “en los últimos años de su vida […] estaba tan harto de su dinosaurio que confesaba que mejor hubiera sido no escribirlo” (Armas Marcelo 2008), acabó siendo víctima del mismo reduccionismo que lo hizo famoso y que, a la postre, para un amplio sector del público, también acabaría reduciendo su extensa obra literaria a un solo cuento, microscópico para más inri. Monterroso, no cabe duda, inaugura un género pero, si cualquier frase desgajada de una novela puede, en puridad, dar lugar a un microrrelato, creando expectativas de narración y abriendo horizontes de lectura, hay cosas que solo se pueden hacer una vez: como sentencia la boutade de Gérard de Nerval, “el primero que comparó a una mujer con una rosa era un poeta; el segundo, un imbécil”. La modernidad del prehistórico dinosaurio reside así, probablemente, en su condición de magistral estafa literaria, de genuino acto poético precursor, aunque mil veces repetido, rematadamente irrepetible que, cuestionando el estatuto discursivo de la brevedad, canoniza lo que con acierto se ha definido como una estética del fraude (Gatica 2017). Hace unos años, un cronista, autor de microrrelatos, titulaba una columna dedicada al nanogénero “Esa mariconada llamada microrrelato: una lucha de dinosaurios que todavía están allí” (Chiaravalloti 2014): entre fascinación e irritación, el cuento ultracorto avanza sobre el filo de la navaja lidiando con sus demonios.
El monográfico que el lector tiene en sus manos aborda desde una diversidad de ángulos, sometiéndolo a examen y a discusión, el concepto de microficción. Han participado en él siete de los más destacados especialistas en el género a los que el autor de estas líneas desea dejar constancia de su más sincero agradecimiento. Además de una nutrida bibliografía crítica actualizada, el lector hallará expuestos, al correr de los artículos, los cimientos de una poética de la microficción, así como claves interpretativas Para una historia sucinta del microrrelato hispánico, historia cuyos hitos más señalados repasa Fernando Valls en el documentadísimo trabajo con que, a modo de rastreo historiográfico, se abre este monográfico.
El microrrelato como residuo textual reciclable es objeto de pormenorizado estudio en el artículo de Teresa Gómez TruebaMicroficciones, residuos, spam: hacia una redefinición del género en un contexto en red. Observa oportunamente la autora que la red ha acentuado la dimensión residual del microrrelato y se ha convertido en “un interesante mecanismo generador de recontextualizaciones potencialmente infinitas”. A partir de esta constatación y a la luz de las ideas expuestas por Nicolas Bourriaud en torno a la “estética radicante” del arte y la cultura contemporáneas, sagazmente aplicadas aquí a las escrituras híbridas, desarrolla toda una reflexión en torno a las prácticas apropriacionistas, fruto de una “frenética pulsión” recicladora de que es escenario la microtextualidad digital, aportando nuevos elementos de análisis y de reflexión sobre el nomadismo estético, las condiciones de reproductibilidad de una obra o de sus fragmentos, el postdigitalismo, la concepción de la creación literaria como obra en marcha o las estrategias de recontextualización y abriendo vías para el estudio del microrrelato a la luz de una estética del reciclaje.
La transitividad del microrrelato hipermedial como escenario de prácticas heterosemióticas constituye el eje articulador de la reflexión que ofrece Ana Calvo Revilla en su ensayo sobre el Microrrelato hipermedial: extrañamiento cognitivo-estético y condiciones de lectura. Favorecida por las posibilidades combinatorias que ofrece el ciberespacio y por su potencial integrador en términos de hibridación y de reaprovechamiento, la incorporación en el microtexto narrativo de elementos visuales, y más concretamente de material fotográfico, apela a modos de comprehensión atentos a la articulación texto / imagen y a la interacción de los dos códigos pues, como explica la autora, “las textualidades visuales que figuran junto al microrrelato entran en diálogo con las imágenes textualizadas que capturan la visualidad a través de la palabra*§* creando complejidad discursiva y significativa. El estudio culmina con un penetrante análisis de narrativa visual, el estudio de un microrrelato hipermedial ilustrado, que, desentrañando minuciosamente el proceso de transfusión semiótica de los dos planos, textual e icónico, entre los que se mueve la obra, pone de relieve los mecanismos cognitivos generadores de extrañamiento y los efectos de la desautomatización.
Otro enfoque sobre el fragmentarismo literario y la tensión que puede observarse entre la autonomía del microrrelato y la subordinación que resulta de su organización en series o de su inserción en el entramado inter, intra o transtextual, es el que ofrece Carmen Morán Rodríguez en su reflexión en torno a los conceptos de Repetición y variación como procedimientos creativos en el microrrelato: “los volúmenes de microrrelatos abundan en series continuas o discontinuas donde la repetición es, por supuesto, lo que nos permite establecer la conexión, así como la diferencia es lo que nos permite apreciar el ritmo*§*. A una detenida exposición teórica sobre el arte de la variación y la repetición (procedimiento lingüístico y literario –pero también musical, como pone de relieve entre otros el arte de la fuga– que “sostiene nuestro razonamiento analógico, permitiendo que este se anticipe con tensión a la inminente variación […] introductora de una novedad que rompe la sucesión monótona”), sigue el sugestivo y matizado estudio de casos representativos de construcción textual concatenada, como los que ofrecen El fin de los dinosaurios de Javier Tomeo, Los ojos de los peces de Rubén Abella, Siete finales para Philip Marlowe de Eduardo Fraile, Crímenes ejemplares de Max Aub o La piedra de la locura de Fernando Arrabal.
En su estudio Reflexiones sobre el concepto de minificción relacionadas con la literatura hispánica y francófona y atendiendo a variables geográficas, conceptuales, etimológicas y taxinómicas, Irene Andres-Suárez procede a una detallada revisión crítica de la variada y flotante terminología al uso, afinando conceptos, reajustando límites definicionales y matizando empleos. La observación de las prácticas narrativas breves y ultrabreves a la luz que arroja la clarificación de todos estos conceptos lleva a la autora a emitir la hipótesis de una génesis híbrida del microrrelato, producto de un cruce de dos paradigmas discursivos, narrativo y poético. Para Irene Andres-Suárez “el cuento y el poema se acercaron el uno al otro hasta producir una zona de intersección” de modo que “lo que hoy denominamos microrrelato es una forma discursiva nueva que se sitúa en el límite de la expresión narrativa y corresponde al eslabón más breve en la cadena de la narratividad”. Se despeja así el terreno para un original cotejo con el microrrelato en lengua francesa: pese a su creciente popularidad, el género, del que se ofrecen en anexo interesantes muestras acaso desconocidas del lector, no ha alcanzado en el ámbito francófono el desarrollo exponencial registrado en el mundo hispánico y anglosajón y algunos de sus precursores esperan una nueva valoración crítica.
Partiendo de una definición extensa del microrrelato (es minificción “cualquier texto breve de naturaleza literaria”), Lauro Zavala centra su estudio en Las fronteras teóricas e históricas de la minificción, distinguiendo tres espacios liminares, más o menos movedizos, en relación con la propia historia literaria, el género y la dimensión instrumental del discurso microficcional. Se abordan a partir de estas tres variables cuestiones cruciales para su conceptualización, como el anclaje lingüístico del microrrelato (“la minificción es un fenómeno literario fuertemente vinculado a la lengua española”), su adscripción genérica (“en la minificción posmoderna se hibridizan los géneros narrativos y se literaturizan los géneros extraliterarios”) o su dimensión fractal (“cada minificción establece un equilibrio entre su propia autonomía y el principio de propincuidad, es decir, la proximidad que tiene con otros textos”). Propiciada por la brevedad formal del microrrelato, la reinvención de los límites y la desestabilización de las fronteras, concluye Lauro Zavala, conduce al lector a una experiencia próxima a la epifanía, un deslumbramiento, una explosión de sentido fulgurante que iconiza el texto y lo asimila a una imagen.
Cierra el monográfico un utilísimo Archivo del microrrelato mexicano. Fuentes para su estudio (1917-2020), ideado por Javier Perrucho como un opúsculo, una plaquette, que muy bien podría delinear la trama de un libro silenciado cuya redacción, como hace el autor de microrelatos, deja el estudioso a cargo del imaginario del lector. En el archivo se hallará un extenso caudal documental con no menos de 700 referencias –bibliografía mexicana, decálogos, autores extranjeros publicados en México, antologías, hemerografía, páginas de internet, programas de radio, así como algunos datos estadísticos y cuantitativos–, muchas de ellas de reciente aparición. Previamente se obsequia al lector con unos aforísticos “Prolegómenos para una teoría del microrrelato”, expuestos a modo de asertos para meditar.
No cerraremos estas páginas sin rendir homenaje al conceptor de esta revista, Raphaël Estève, director del equipo investigador que ha hecho posible su lanzamiento. A él y a los autores que han apostado por el proyecto editorial que hoy inicia su andadura y a cuantos han participado en la confección de este número van nuestra estima y nuestro más efusivo agradecimiento.