Reconocimiento y reparación a las víctimas del terrorismo: un estudio comparado de los casos de Argentina, España y Francia
Introducción
La lucha contra el terrorismo ha sido una prioridad apremiante en nuestras sociedades durante décadas, lo que ha llevado a la adopción de numerosas normas y medidas destinadas a salvaguardar la seguridad ciudadana. Sin embargo, en medio de este desafío sin precedentes, la cuestión esencial de las víctimas del terrorismo—sus derechos y su reparación—ha permanecido en gran medida desatendida, relegada a las sombras de la política y la legislación. Esta omisión no sólo tiene graves repercusiones prácticas y materiales en la vida cotidiana de las víctimas, sino que también revela profundas carencias en la articulación ética del discurso sobre la naturaleza de nuestros regímenes políticos. En las democracias, la condición de víctimas del terrorismo adquiere un contenido simbólico de enorme importancia, ya que éstas encarnan los valores y principios que fundamentan nuestras sociedades y que el terrorismo busca destruir. La defensa de nuestros fundamentos democráticos no es íntegra sin la protección reverente y minuciosa de la memoria de las víctimas y la reparación, en la medida de lo posible, de quienes pagaron en carne propia el tributo de nuestros ideales.
Y sin embargo, la categoría de víctima del terrorismo no emerge sin desavenencias de un consenso automático acerca de la interpretación del pasado. La objetivación jurídica y el reconocimiento oficial de la condición de víctima del terrorismo están estrechamente ligados a un proceso de construcción social. Éste puede ser más o menos conflictivo o consensuado, dependiendo del contexto en el que se desarrolla, e involucra a diversos actores y grupos que, desde sus respectivos intereses y perspectivas, buscan imponer o defender sus propias narrativas sobre los eventos pasados. De este modo, la designación como víctima del terrorismo no sólo refleja una determinación legal, sino que también responde a dinámicas sociales y políticas en las que se disputan y negocian diferentes narrativas.
Al examinar las prácticas y políticas adoptadas por cada país, se abre un espacio para explorar los fundamentos éticos de nuestras percepciones en torno a las víctimas, así como para identificar las fortalezas y debilidades inherentes a cada modelo de reparación.
En el panorama europeo y latinoamericano, España, Francia y Argentina comparten la triste particularidad de haber acumulado una extensa experiencia en esta materia, aunque se distinguen por el tipo de terrorismo que ha motivado la adopción de marcos de asistencia y reparación a las víctimas. Así, aunque cada uno de estos países ha sufrido más amenazas que las que se abordan aquí, el estudio se centra en los acontecimientos que determinaron sus prácticas de cara a las víctimas a partir del último cuarto del siglo XX. Así, el análisis se detiene especialmente en el terrorismo internacional que afligió a Francia, en el terrorismo nacionalista de ETA en el caso español, y en el terrorismo de Estado en Argentina, una trayectoria representativa de la oleada de regímenes dictatoriales que proliferaron en el Cono Sur. La proximidad temporal y las distintas naturalezas de la violencia que se dieron en estos tres casos lo hace relevantes para explorar cómo distintas experiencias del terror pueden influir en la percepción de las víctimas y, en última instancia, en la formulación de respuestas por parte de los poderes públicos.
Para emprender esta reflexión, es necesario empezar examinando cómo la naturaleza de los terrorismos sufridos por Argentina, España y Francia ha moldeado las percepciones de la sociedad, antes de analizar cómo han influido en los modelos de reparación a las víctimas cada uno de estos países. Finalmente, el estudio desentrañará lo que estos modelos revelan sobre el significado político de las víctimas, asumido o no, en las narrativas nacionales.
Las diversas experiencias del terror y su impacto en las percepciones de las víctimas
Comparando los tipos de terrorismo que motivaron la implementación de una legislación estatal sobre el apoyo a las víctimas, resulta evidente que Argentina, España y Francia fueron impactadas por fenómenos distintos, cuya naturaleza moldeó la percepción de las víctimas por la sociedad. Éstas experimentaron en cada país un apoyo social diferente, lo cual condicionó los retos a los que las asociaciones que las representan se enfrentaron de cara a la promoción y defensa de sus derechos ante el Estado.
El terrorismo de Estado en Argentina
El 24 de marzo de 1976, tras décadas de inestabilidad y violencia políticas, las Fuerzas Armadas derrocaron al gobierno constitucional de Isabel Perón y establecieron en su lugar una Junta Militar. Así comenzó el Proceso de Reorganización Nacional, liderado por el general Jorge Rafael Videla y cuyos objetivos incluían la “vigencia de la seguridad nacional, erradicando la subversión y las causas que favorecen su existencia” (Documentos básicos y bases políticas 1980). A través del término «subversión», el régimen etiquetó a una amplia variedad de actores que consideraba una amenaza para el orden establecido, designando así tanto a miembros de organizaciones armadas revolucionarias de izquierda radical como a activistas políticos o sindicales, intelectuales, académicos y defensores de los Derechos Humanos.
La lucha contra la subversión motivó el establecimiento de una estructura clandestina dedicada a la represión sistemática de los opositores, conformada por grupos de las Fuerzas Armadas, de Seguridad y Policiales del Estado, así como por grupos paramilitares. Sus actividades incluían el secuestro y la desaparición forzada de personas, la gestión de centros de detención y tortura, y el uso de mecanismos ilegales para asesinar y disponer de los cuerpos de las víctimas. Además, contaba con instalaciones médicas secretas para atender los partos de mujeres detenidas y desaparecidas, y ocultar la identidad de los niños nacidos en cautiverio. La estrategia también abarcaba la desinformación a través de los medios de comunicación y otros mecanismos para facilitar la delación de opositores.
La participación de Argentina en el Plan Cóndor reforzó el carácter sistemático e implacable de la violencia ejercida por el Estado. Diseñado como un esfuerzo coordinado para reprimir a los opositores, el Plan fue implementado por Argentina, Chile, Uruguay, Paraguay, Bolivia y Brasil para perseguir y eliminar a disidentes que habían cruzado las fronteras de esos países.
En 1983, la caída de la dictadura, debilitada por la derrota en la Guerra de las Malvinas contra el Reino Unido un año y medio antes, marcó el retorno de la democracia bajo la presidencia de Raúl Alfonsín. Este nuevo capítulo abrió paso a un proceso fundamental de esclarecimiento de los hechos y de identificación de las víctimas. Sin embargo, el recuento de víctimas, al depender de la narrativa que se adopta sobre culpables e inocentes, verdugos y mártires, es objeto de controversia. Mientras la mayor parte de las organizaciones de derechos humanos, fuerzas políticas de izquierda y centroizquierda, movimientos estudiantiles y sindicatos han establecido las cifras de 30.000 desaparecidos (Borelli 2011: 7), documentos desclasificados del Ejército argentino estimaron que, entre muertos y desaparecidos, hubo unas 22.000 víctimas entre 1975 y mediados de 1978, cuando aún quedaban cinco años hasta el final de la dictadura (Scocco 2016: 145).
En este campo de disputa política compiten tres principales tipos de discursos identificados por Feierstein (2010), todos asociados con su propia concepción de las víctimas: la calificación de los hechos como guerra, como genocidio y como terrorismo de Estado.
Los relatos que plantean lo ocurrido como una guerra —o teoría de “los dos demonios”—, aunque muy variados e incluso ideológicamente antagónicos, comparten tres ejes. Todos presentan un esquema de confrontación entre dos fuerzas sociales con expresión política y militar —designadas con connotaciones positivas o negativas como, entre otros, “el ejército argentino” o “el bloque hegemónico”, y “la subversión” o “el campo del pueblo”. Además, estén centrados en la responsabilidad de un bando u de otro, esos discursos explican el enfrentamiento como el resultado de una radicalización violenta de las luchas en Argentina. El último punto común reside en concebir la represión como una reacción del Estado ante los acontecimientos —reacción justificada ante la amenaza de la subversión para unos, reacción despiadada y desproporcionada para otros (Feierstein 2010: 574-575).
La calificación de “genocidio” se fundamenta en la idea según la cual la dictadura implementó un programa de reorganización social y nacional, remodelando las relaciones sociales y las identidades mediante el terror generalizado y el asesinato sistemático de una parte considerable de la sociedad. Desde esta perspectiva, las víctimas no eran los grupos, armados o no, de izquierdas, ni se dividían entre “centrales” y “accesorias”, sino que el blanco de la violencia era el conjunto de la sociedad, la cual tenía que ser profundamente reorganizada mediante la práctica del terror. Este proyecto, diseñado independientemente de la inestabilidad política previa e insertada en un contexto de proliferación de regímenes autoritarios en América del Sur, no se contempla como una reacción del Estado sino como una acción ofensiva (Feierstein 2010: 575-576).
La interpretación posterior por parte de autores y organismos de Derechos Humanos de una obra seminal de Duhalde (1999) titulada El Estado terrorista argentino consolidó la calificación de terrorismo de Estado (Feierstein 2010: 576). Centrada en el modus operandi del Estado, ésta se articula con crímenes de lesa humanidad perpetrados contra los ciudadanos como sujetos de derecho. Aunque existen variantes entre los discursos sobre el terrorismo de Estado en Argentina, especialmente en cuanto al origen del fenómeno —como reacción excesiva ante la radicalización de las luchas políticas o como proyecto independiente— todos comparten la interpretación del terror como vulneración de los derechos humanos y, por lo tanto, de las víctimas como sujetos pasivos del delito cometido contra ellos (Feierstein 2010: 579).
De esos tres tipos de discursos, dos han quedado marginalizados. El concepto de guerra ha sido ampliamente descalificado, manteniéndose principalmente entre los perpetradores y algunos sectores afines para justificar las acciones represivas del Estado como parte de un conflicto bélico contra la “subversión” (Feierstein 2010: 574). En cuanto al genocidio, si bien ha sido una visión defendida por algunas organizaciones de Derechos Humanos y el término fue mencionado en ciertos fallos judiciales1, no se ha impuesto como una narrativa consensuada.
Por el contrario, el terrorismo de Estado se ha consolidado como la interpretación mayoritaria de los hechos ocurridos en las décadas de los setenta y ochenta en Argentina. Este enfoque permea tanto las políticas públicas como el sistema judicial, haciendo del terrorismo de Estado la interpretación hegemónica de los crímenes de la dictadura y configurando así lo que Crenzel (2024) llama el “régimen de memoria” vigente en Argentina.
El terrorismo de ETA en España
En España, la legislación específica para la reparación de las víctimas emergió como respuesta al desamparo de las víctimas de ETA, un terrorismo nacionalista que gozaba de cierto respaldo social. La banda contaba con el apoyo de una extensa red de simpatizantes, creando un entorno asfixiante que favorecía la expansión del miedo. Las víctimas se veían obligadas a convivir con quienes apoyaban a los terroristas, a presenciar celebraciones en honor a los responsables de los crímenes (López Romo 2022) y a “soportar, además, las mentiras y las calumnias de ETA pues tras el asesinato venía la descalificación total de la víctima” (Azcona 2022: 24). José María Calleja señala la cruel expresión “algo habrá hecho” (Calleja 2006), que, según José Manuel Azcona, “define todo un comportamiento social, moral ético y político. Retrata a miles de vascos y navarros que miraban para otro lado tras cada asesinato o que mostraban abiertamente su apoyo al terrorismo más vil” (Azcona 2022: 32).
De este modo, durante décadas, las víctimas, aisladas y privadas de la compasión de una parte de la sociedad, fueron expuestas a vejaciones. Sus voces eran ignoradas ya que “lo que denunciaban iba a contramano de la mayoría social, porque solo la mayoría social constituye el humus, por activa o por pasiva, donde se desarrolla y encuentra acomodo un terrorismo comunitario” (Rivera y Mateo 2021: 14). Esta realidad imposibilitaba cualquier narrativa de una ciudadanía unida contra el terror. A pesar de algunas expresiones públicas de rechazo, “aquellos valientes fueron una minoría” (Re 2022: 343), y los “gestos de cercanía y arrope eran escasos y siempre protagonizados por las mismas personas” (Mateo 2019: 23).
Y es que aquéllos que no respaldaban a los etarras a menudo guardaban silencio, por miedo al aislamiento social o de convertirse en objetivos de la violencia (Llera y Leonisio 2017). Matteo Re aplica la teoría de la espiral del silencio de Elisabeth Noelle-Neumann a la sociedad vasca, observando cómo quienes no apoyaban abiertamente a ETA callaban su desacuerdo por miedo a ser marginados (Re 2022). Esto generaba la percepción de que el apoyo a ETA era mucho más amplio de lo que realmente era. Así, “en el País Vasco, quienes no comulgaban con la banda terrorista por miedo a la exclusión social o a la muerte acallaron su repudio, propiciando una imagen según la cual el número de los simpatizantes de ETA parecía mucho más elevado de lo que era en realidad” (Re 2022: 347).
En palabras de Antonio Rivera y Eduardo Mateo, las víctimas “solo existen cuando una parte importante de la sociedad asume que su padecimiento es en alguna medida responsabilidad suya, que no es el resultado de la casualidad o del caos inevitable, que algo se puede y se debe hacer” (Rivera y Mateo 2021: 14). Esto no se dio en España hasta que las víctimas empezaron a formar asociaciones y consiguieron romper el silencio. Fue a través de la movilización de estas asociaciones y, más tarde, “desde el momento en el que los representantes políticos constitucionalistas comenzaron a estar en el punto de mira como consecuencia de la abyecta socialización del sufrimiento” (Leonisio 2021: 95), que los partidos políticos empezaron a interesarse por el destino de las víctimas. El rechazo generalizado a la violencia en la sociedad española y vasca no se consolidó hasta los asesinatos de figuras como Gregorio Ordóñez en 1994, Francisco Tomás y Valiente en 1996, y especialmente con el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco en 1997, cuando las protestas masivas dieron lugar al “espíritu de Ermua”, marcando un antes y un después en la percepción pública del terrorismo de ETA (Mateo 2019: 23).
Este difícil camino hacia el reconocimiento de las víctimas fue determinante en la forma en que el Estado configuró su respuesta reparadora. La legislación para apoyar a las víctimas del terrorismo surgió como parte de un esfuerzo por “saldar esa deuda moral histórica” (Urkijo Azkarate 2021: 85).
Francia, víctima del terrorismo internacional
El contexto que impulsó la creación de legislación para el apoyo a las víctimas en Francia difiere considerablemente, ya que se originó a raíz de una ola de terrorismo internacional. Estos atentados fueron perpetrados por el Comité de Solidaridad con los Presos Políticos Árabes y de Oriente Medio (CSPPA), un grupo vinculado a Hezbolá y patrocinado por Irán, con el fin de presionar a Francia para que cesara su apoyo a Irak, así como para exigir la liberación de dos terroristas libaneses y un sirio de origen armenio encarcelados en el país (Bigo 1991). Entre 1985 y 1986, el CSPPA llevó a cabo trece ataques, algunos consumados y otros frustrados, siendo los más impactantes y mortales los ocurridos en septiembre de 1986 en diferentes lugares concurridos de París. Estos atentados causaron veinte muertos y 255 heridos (Bigo 1991: 5). Los atentados tuvieron un impacto significativo en la opinión pública, debido a que en un solo año casi se igualó el número de atentados de los quince años anteriores. Ni el hecho de que estuvieran dirigidos al gran público, ni las impactantes escenas de horror tenían precedentes (Bruguière 2016: 202-239). Fue en este contexto, conocido como el “septiembre negro” en la prensa francesa, cuando se aprobó la ley del 9 de septiembre de 1986, que preveía una indemnización de las víctimas, y fue la primera ley francesa en definir el terrorismo.
Así, durante las décadas de los setenta y ochenta, Francia se vio afectada por un terrorismo de origen exógeno, siendo escenario de conflictos ajenos o campo de batalla para venganzas o presiones externas, relacionadas en gran medida con sus decisiones diplomáticas (Guayraud y Sénat 2006: 114-122). En consecuencia, estos actos terroristas no contaban con una base social interna, por lo que la sociedad francesa manifestó una auténtica solidaridad con las víctimas, actitud que sigue siendo la de la inmensa mayoría de la población incluso ante el auge del yihadismo endógeno2. Por lo tanto, las preocupaciones de las víctimas giraban más en torno al acompañamiento material y el apoyo a largo plazo. Françoise Rudetzki, fundadora de la asociación SOS Attentats en 1986, sintetizó el desafío que enfrentaban: “Las víctimas recibían todas las muestras de simpatía en el momento del atentado, pero pronto caían en el olvido y quedaban solas”3 (Rudetzki 2005: 75).
Las asociaciones de víctimas se enfocaron principalmente en obtener indemnizaciones y en mejorar los mecanismos de apoyo jurídico, médico y psicológico (Rudetzki 2005: 75-81), asumiendo un rol más técnico que político. Su tarea no era la de construir una narrativa que consolidara o fundara la democracia, como ocurrió en España y Argentina. Este contraste se puede apreciar en la forma en que la sociedad francesa percibe a estas asociaciones, esto es, como entidades especializadas que prestan servicios directos a los afectados, pero con un impacto mucho más limitado en la esfera pública. Un indicador claro de esta diferencia es la cantidad de seguidores en sus cuentas en la red X. En septiembre de 2024, Life for Paris, una de las asociaciones más destacadas en Francia, contaba con apenas 6.024 seguidores, una cifra muy baja en comparación con las asociaciones españolas como la Asociación Víctimas del Terrorismo (28.300 seguidores) o COVITE (30.600 seguidores), pero sobre todo en comparación con la asociación argentina Madres de la Plaza de Mayo (108.300 seguidores). Estas cifras resaltan la posición más discreta y técnica de las asociaciones francesas, que, a pesar de ser fundamentales en el acompañamiento a las víctimas, no han logrado generar el mismo nivel de interés político o movilización social que sus homólogas argentinas y españolas.
Poderes públicos y asociaciones ante las necesidades de las víctimas
El tipo de terrorismo sufrido por una sociedad tiene un impacto profundo en la manera en que ésta percibe a sus víctimas, lo que, a su vez, influye de manera decisiva en las demandas que ellas formulan y en la naturaleza de su interacción con las instituciones. Esta relación dinámica, que se retroalimenta de forma continua, resulta clave para entender cómo se estructuran las leyes y las políticas públicas de apoyo a las víctimas. La complejidad de la relación entre el tipo de terrorismo, la opinión pública, las necesidades específicas de las víctimas y las respuestas de los poderes estatales se erigen, así, como un factor fundamental para abordar de forma integral este fenómeno multifacético.
El Estado argentino: de perpetrador a defensor de las víctimas
En Argentina, el ámbito de las organizaciones de Derechos Humanos, conocido como Movimiento de Derechos Humanos4, se consolidó a partir de 1976 como el mayor oponente al régimen militar (Cueto Rúa 2015: 124). Los “ocho históricos” se dividen entre asociaciones fundadas explícitamente en un el vínculo de sangre con desaparecidos, como Familiares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas, Madres de Plaza de Mayo y Abuelas de Plaza de Mayo, surgidos entre 1976 y 1977; y asociaciones llamadas por la literatura como “no afectados” (Cueto Rúa 2015: 125 ), con nombres ligados a la defensa de los Derechos Humanos: la Liga Argentina por los Derechos del Hombre, Servicios de Paz y Justicia y Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos, la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, de la cual se desprendió en 1979 el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS). También surgió en 1984 la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos. Estas organizaciones han desempeñado un papel crucial en el apoyo a las víctimas, empezando por la asistencia psicológica incluso durante la dictadura.
Los espacios de atención psicosocial para las víctimas del terrorismo de Estado en Argentina comenzaron a formarse durante la dictadura, tanto dentro como fuera del país con profesionales en exilio. Equipos de salud mental se constituyeron en el ámbito del Movimiento Humanitario, en asociaciones como las Madres de Plaza de Mayo, la Agrupación de Familiares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas (donde se integró el Movimiento Solidario de Salud Mental) y el CELS, que contó con su propio equipo de salud mental. La intrincación entre estos profesionales —los cuales no llegaron a cristalizar en un frente coordinado a pesar de sus conexiones cada vez más frecuentes a partir de 1983— y el movimiento humanitario resultó de la adopción por los psicólogos de una marcada identidad política, por compromiso ideológico (Kordon et al. 2011: 342) y fruto del esfuerzo por crear un marco de escucha favorable al paciente (Lastra 2023).
Aunque el interés de las autoridades por las consecuencias psicológicas del terrorismo de Estado empezó con el Gobierno de Raúl Alfonsín (Sanfelippo 2022: 31), el primer dispositivo novedoso fue establecido en 2007, con el Plan Nacional de Acompañamiento y Asistencia Integral a los Querellantes y Testigos Víctimas del Terrorismo de Estado, destinado a apoyar a quienes declaraban en los juicios por delitos de lesa humanidad. Esta paradoja, en la que el Estado acompaña a las víctimas del Estado, generó un intenso debate entre el equipo de profesionales que comenzaba a desarrollar esta labor en la Secretaría de Derechos Humanos (Brasil et al. 2019: 94). Esta situación hizo aún más crucial la colaboración estrecha con equipos de profesionales del Movimiento Humanitario de extensa y reconocida trayectoria, la cual se mantuvo durante el proceso de creación en 2011 del Centro de Asistencia a Víctimas de Violaciones de Derechos Humanos Dr. Fernando Ulloa. Un año más tarde, éste empezó a recibir también a víctimas contemporáneas de “delitos de lesa humanidad, violencia institucional y situaciones de tragedia o catástrofe”5.
En el plano económico, inicialmente, diversas medidas reparatorias fueron implementadas para abordar las injusticias cometidas contra trabajadores suspendidos o despedidos por causas políticas o gremiales. Así, varias leyes adoptadas entre 1984 y 1986 facilitaron la reincorporación laboral y el reconocimiento de derechos previsionales de los afectados, como las leyes 23.053, 23.117, 23.238, 23.523, 23.278 y 23.466. Estas medidas, fruto del activismo de los afectados directos, se orientaron a mitigar las dificultades socioeconómicas derivadas de la persecución política, y no encontraron oposición significativa en el ámbito legislativo ni en otros sectores de la sociedad (Guglielmucci 2015: 29).
A finales de los ochenta, surgió la idea de que el Estado debía otorgar un resarcimiento económico a las víctimas no sólo por el perjuicio económico que sufrieron, sino también por la vulneración de sus derechos. Activistas de Derechos Humanos y juristas formaron el Grupo de Iniciativa para una Convención contra las Desapariciones Forzadas, promoviendo instrumentos jurídicos en este sentido. En 1988, organizaron un coloquio en Buenos Aires donde elaboraron un proyecto de Declaración sobre la Desaparición Forzada de Personas para ser presentado a la Asamblea General de las Naciones Unidas y un anteproyecto de Convención Internacional, haciendo hincapié en ambos textos en la obligación del Estado de otorgar una reparación económica a las víctimas de crímenes de lesa humanidad (Guglielmucci 2015:30). Esta idea se concretó durante el gobierno de Carlos Saúl Menem (1989-1999), mientras, como se profundizará más adelante, se paralizó la actuación de la justicia. Indignados con la impunidad, algunos afectados denunciaron la violación del Estado argentino a la Declaración Americana sobre Derechos y Deberes del Hombre y la Convención Americana sobre Derechos Humanos ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), la cual emitió en 1992 el Informe 28/92 apoyando la reparación económica de las víctimas y dando así más fuerza a sus reivindicaciones.
Este contexto político impulsó la promulgación de leyes reparatorias que otorgaron compensaciones económicas a las víctimas de delitos cometidos por el Estado. La Ley 24.043 de 1991 otorgó beneficios a detenidos a disposición del Poder Ejecutivo Nacional o de tribunales militares entre 1974 y 1983, con compensaciones realizadas mediante bonos de consolidación de deuda pública, conocidos como Bocon Proveedores Serie II, que los beneficiarios debían canjear por dinero. La Ley 24.321 de 1994 reconoció la desaparición forzada y proporcionó apoyo económico a los familiares. Asimismo, la Ley 24.411 de 1994, la Ley 25.914 de 2004 y la Ley 26.564 de 2009 ampliaron sucesivamente los derechos reparatorios, cubriendo a los familiares de desaparecidos y asesinados, personas nacidas en cautiverio, y víctimas de otros periodos de represión estatal entre 1955 y 1983.
Dos cuestiones merecen ser destacadas en torno a las compensaciones económicas. Una es la efectividad de las medidas reparatorias. Los resarcimientos en forma de bonos de consolidación de deuda obligan a las víctimas a emprender procesos adicionales para obtener el valor económico de sus compensaciones y las someten a la incertidumbre del valor fluctuante de los bonos en el mercado financiero. Así, la reparación garantizada por la Ley 24.411 de 1994 se pagó con Bonos de Consolidación de la deuda pública Nacional, con un plazo de vencimiento fijado en 2010. Esos bonos comenzaron a pagar amortizaciones e intereses en enero de 2001 y, aunque debía completarse en 120 cuotas mensuales compuestas por el capital e interés de esos títulos públicos, en diciembre del 2001 el Estado declaró la cesación de pagos de todos los títulos de la deuda pública, incluidos los relativos a la Ley 24.411. La polémica sigue vigente, ya que desde 2022, las reparaciones se pagan mediante otra serie de Bonos de Consolidación de la Deuda Externa, con vencimiento en 2029 y con intereses que comienzan a correr a partir de 2026.
Otra cuestión fundamental es la controversia sobre la aceptación de esas compensaciones, la cual se convirtió en un punto de división significativo entre las Madres de Mayo y otros activistas. Hebe de Bonafini, entonces presidenta de la asociación, sentenció en diciembre de 1996: “Cobrar es una forma de prostituirse. La vida vale vida y quienes aceptan esa compensación están vendiendo la sangre de los desaparecidos” (Redacción Clarín, 1997). Este rechazo tenía motivos morales pero también políticos, como lo plasma otra declaración de Hebe de Bonafini:
Muchos de los llamados ‘Organismos de Derechos Humanos’, muchos familiares de desaparecidos y los partidos políticos, están haciendo fila para cobrar. Ellos calculan por anticipado la cotización de la sangre de los revolucionarios. Los que se prostituyen se olvidan que nuestros hijos —los 30000 desaparecidos— se oponían a este capitalismo asesino que se exhibe en la Bolsa de Comercio (Las Madres en la Bolsa de Comercio 1997).
También los miembros de la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos se pronunciaron en contra de las medidas reparatorias centradas en el aspecto económico, percibiendo una continuidad entre el Estado que había sido su verdugo y el que pretendía compensarlos con dinero en un contexto de impunidad:
Este Estado, se separa de los diferentes regímenes gubernamentales en cuanto a las coyunturas y metodologías políticas, pero se identifica con ellos en cuanto sostén burocrático de los intereses de la burguesía, no busca hacer justicia. […] Creemos que no todo puede canjearse, ni por dinero ni por un equivalente a aquello que pretende ser intercambiado. No todo, porque algunos bienes no tienen igual, ni siquiera entre sí, por ejemplo la vida, la tierra, la cultura, la libertad. Afirmamos que las reparaciones, así planteadas, esto es, con impunidad, nos involucran en una negociación (Reparación económica, debate y reflexión 1997).
Esta cita refleja la imposibilidad de contemplar un enfoque de reparación integral de las víctimas sin justicia ni memoria, un aspecto que, por su profundo vínculo con el significado político de las víctimas argentina, será abordado en detalles más adelante.
El modelo de reparación integral pionero pero desigual de España
Como señalado previamente, las asociaciones en España se vieron obligadas a librar una batalla moral y política para lograr el reconocimiento de la condición de víctima del terrorismo, centrando su labor en la reivindicación de los derechos de las víctimas y en la preservación de su memoria. El ámbito asociativo se ha distinguido por su activismo y efectividad en la promoción de los derechos de las víctimas, contribuyendo de manera significativa a la elaboración de una legislación integral de reparación que abarca la amplia gama de consecuencias del terrorismo sobre quienes han padecido sus efectos.
Así, tras un prolongado período en el que las víctimas no recibieron el reconocimiento adecuado por parte del ordenamiento jurídico, España finalmente estableció en 2011 la Ley 29/2011, de 22 de septiembre, de Reconocimiento y Protección Integral a las Víctimas del Terrorismo, un texto que “podemos considerar como el mayor exponente del éxito alcanzado por todo ese tejido asociativo que supo reivindicar, visibilizar y concienciar sobre la realidad de las víctimas del terrorismo” (Caballero 2021:158).
Con el título cuarto de la Ley 29/2011, el modelo español se diferencia favorablemente de sus homólogos francés y argentino, ya que es en esta sección donde “se configura ya de manera integral todo el conjunto de medidas que bajo la denominación de ‘régimen de protección social’ tienen como finalidad atender las necesidades de todo tipo que a lo largo de la vida se generan para quienes se han visto afectados por la acción terrorista”6. De esta manera, el Estado español no sólo ofrece asistencia psicológica y compensaciones económicas, ya sea a través de pagos únicos o pensiones, como ocurre en Francia y Argentina, sino que también aborda la variedad de consecuencias del terrorismo sobre las víctimas para dar un paso más hacia la reparación integral. En este sentido, la ley promueve la inserción profesional mediante la garantía de movilidad geográfica y funcional, la flexibilidad laboral, y la consideración de las necesidades físicas y psíquicas en los planes de empleo, además de facilitar el acceso a formaciones. Asimismo, otorga un derecho de preferencia para acceder a viviendas en modalidades de compra o alquiler para aquellos que necesiten reubicarse debido al impacto terrorista. Por otra parte, la creación de la figura del amenazado, incluida en el título primero, representa otro avance significativo que concede derechos a indemnizaciones, aunque todavía sería mejorable: en 2018, el Defensor del Pueblo señaló las dificultades para la acreditación de esta condición y sugirió una flexibilización de los medios probatorios (Defensor del Pueblo 2018: 187-189).
Pese a estos aspectos positivos del modelo de reparación en España, persisten varios problemas que afectan a su efectividad. Uno de los principales desafíos es la desigualdad en el tratamiento de las víctimas. La cuantía de las indemnizaciones otorgadas por el Estado varía dependiendo de la existencia o no de una sentencia condenatoria del autor, una injusticia que se suma a la que ya sufren las víctimas cuyos casos no han sido esclarecidos. Además, las diferencias entre las legislaciones propias de las Comunidades Autónomas introducen otro nivel de desigualdad. Esta situación refleja cómo, más allá del tipo de terrorismo y su impacto en la percepción pública, la estructura del Estado juega un papel crucial en la formulación de la legislación y los mecanismos de asistencia a las víctimas. Las disparidades regionales generan una complejidad adicional y establecen criterios inequitativos entre las víctimas del terrorismo. Andalucía, Aragón, Cantabria, Comunidad Valenciana, Extremadura, La Rioja, Madrid, Murcia, Navarra, y el País Vasco tienen legislación propia que complementa la legislación estatal con indemnizaciones adicionales —en algunos casos por un importe equivalente al 30 % de lo ya concedido por el Estado (Defensor del Pueblo 2016: 34). De esta estructura se deriva que varias asociaciones españolas actúen en el ámbito de sus respectivas Comunidades Autónomas, como la Asociación Andaluza de Víctimas del Terrorismo o la Asociación de Víctimas del Terrorismo de la Comunidad Valenciana.
Otra cuestión crucial es la de los 379 asesinatos de ETA aún sin resolver7, “bien sea porque el delito ha prescrito, por falta de pruebas, por cuestiones burocráticas, negligencias judiciales o por la aplicación de la Ley de Amnistía de 1977” (Defensor del Pueblo 2016: 9). En 2016, el Defensor del Pueblo ya había señalado que el derecho a conocer la verdad no se había satisfecho para todas las víctimas del terrorismo de ETA. Esta situación pone en riesgo los principios de verdad y justicia que la Ley 29/2011 establece como pilares fundamentales de la reparación integral a las víctimas, junto con la dignidad y la memoria. Aunque es crucial reducir la brecha entre la realidad y los objetivos legales, es esencial destacar que la simple mención de estos cuatro pilares—justicia, verdad, memoria y dignidad—arraiga las consideraciones morales y políticas en las políticas españolas de apoyo a las víctimas.
El marco de asistencia francés marcado por la cooperación entre Estado y asociaciones
La trayectoria histórica y la organización política de Francia han condicionado de manera distinta la naturaleza y el papel de las asociaciones. El grado de centralización del país influye en su tipología, que tienden a representar a las víctimas no de regiones, como ocurre en España, sino de atentados específicos. Ejemplos de estas organizaciones incluyen Life for Nice, Life for Paris y Association des victimes du musée du Bardo, entre otras. Además, el modelo francés ha estado menos influenciado por la imperiosa necesidad de resarcir una deuda moral de la sociedad o del Estado con las víctimas que por un enfoque pragmático orientado a la gestión de emergencias. Las asociaciones han tenido como objetivo conseguir dispositivo de apoyo a medio y largo plazo, aunque también están involucradas en la cobertura de las necesidades más inmediatas. La cooperación entre el ámbito asociativo y las autoridades, materializada en la delegación de tareas de servicio público a estas últimas, es una práctica común. Este robusto marco de colaboración es un componente fundamental del modelo francés.
En consonancia con esta idea, tanto la terminología estatal8 como la asociativa (Damiani 2017) establece una distinción entre las asociaciones de víctimas, que agrupan a los afectados, y las asociaciones de ayuda a las víctimas, ligadas al Ministerio de Justicia y compuestas por profesionales de diversos sectores que brindan asistencia. Estas últimas están facultadas para ofrecer apoyo psicológico, informar a las víctimas sobre sus derechos, acompañarlas durante el proceso judicial y derivarlas a servicios especializados según sea necesario. Totalmente integradas en los dispositivos permanentes del Estado, estas asociaciones se han vuelto imprescindibles. Por ejemplo, la Fédération France Victimes gestiona el número nacional de apoyo a las víctimas en nombre del Ministerio de Justicia, y cada región administrativa (département) cuenta tanto con un referente institucional como con un referente asociativo que colaboran en la orientación de las víctimas. Además, estas asociaciones pueden ser delegadas por el fiscal para establecer indemnizaciones para las víctimas en el marco de la pena de reparación contemplada en el Código Penal.
Las asociaciones también asumen tareas asignadas por el Estado de manera puntual, especialmente en situaciones críticas, compensando las insuficiencias de los servicios estatales cuando estos se ven sobrepasados tras ataques con numerosas víctimas. Fue el caso después de los atentados de enero de 2015 en París, cuando el Estado proporcionó la lista de víctimas a Paris Aide aux Victimes para que ésta contactara a las víctimas y sus familiares. Esta colaboración fomentó cierta proactividad en la atención psicológica y la información de las víctimas sobre sus derechos (Damiani 2017: 158). De manera similar, tras los atentados de noviembre del mismo año, se estableció en colaboración con la misma asociación un “espacio de información y apoyo” (Espace d’Information et Accompagnement, o EIA), dotado de un equipo de psicólogos, juristas y trabajadores sociales en locales proporcionados por el Ayuntamiento de París. Este dispositivo se ha convertido en una estructura permanente destinada a ofrecer acompañamiento a las víctimas a largo plazo (Damiani 2017: 158).
En cuanto al ordenamiento jurídico francés, es llamativo que, al margen de la Ley de 1986 que crea el fondo de indemnización de las víctimas (Fonds de Garantie des Victimes des actes de Terrorisme et d’autres Infractions), el apoyo a las víctimas del terrorismo esté reglamentado a través de una serie de circulares ministeriales, las cuales no igualan ni el peso simbólico ni la relevancia jurídica de las leyes españolas y argentinas.
Estas circulares no alcanzan el nivel de cobertura ofrecido en España por la Ley 29/2011, aunque estructuran un marco que guarda ciertas similitudes con la legislación española, como la provisión de indemnizaciones económicas en forma de pagos únicos o pensiones vitalicias, la cobertura de gastos médicos y la atención psicológica, así como medidas fiscales específicas, asistencia jurídica gratuita y protección en el proceso pena. En Francia, no existen dispositivos equivalentes en materia de alojamiento ni de inserción laboral, salvo un acuerdo temporal entre el Delegado Interministerial de Apoyo a las Víctimas (Délégué Interministériel d’Aide aux Victimes) y la agencia nacional de empleo (entonces llamada Pôle emploi), el cual sugiere un tratamiento personalizado de los casos de víctimas del terrorismo sin garantizar medidas concretas (Pôle Emploi 2017).
El significado político de las víctimas
El contenido político asociado a las víctimas del terrorismo está condicionado por la construcción colectiva del relato sobre los hechos sufridos por éstas. La forma en que cada sociedad ha narrado y entendido su propia historia reciente ha determinado el papel simbólico y los discursos que se esperan de las víctimas en el espacio político, así como la forma en que el Estado asume estas expectativas.
Argentina: una delimitación de la categoría de víctima al servicio de la Justicia Transicional
En Argentina, la adopción del relato sobre el terrorismo de Estado fue impulsado por el Movimiento Humanitario y sancionado por las autoridades públicas con sentencias y leyes, mediante un proceso en varias ocasiones ralentizado por el difícil contexto político. Aunque esta interpretación se haya impuesto como la hegemónica, la construcción de la memoria colectiva y la visión de las víctimas podía haber sido otra.
Las teorías de la guerra o de “los dos demonios”, que sostienen que Argentina sufrió simultáneamente un terror de extrema izquierda —a manos del Ejército Revolucionario del Pueblo y los Montoneros— y de extrema derecha, constituían una alternativa vigorosa en el período inmediatamente posterior al final de la dictadura (Feierstein 2010: 574). Fue el Movimiento Humanitario que, en contra de este discurso, logró desacreditar la calificación de los actos cometidos por el Estado dictatorial como excesos propios de cualquier enfrentamiento bélico. Centrándose en el carácter humano de los desaparecidos, definiendo a las víctimas como sujetos de derecho y no como opositores políticos, y enfocando sus reivindicaciones desde el ámbito de los Derechos Humanos y no desde la militancia, el Movimiento Humanitario impuso una visión despolitizada de las víctimas del terrorismo de Estado. La institución judicial consolidó esta visión durante el Juicio a las Juntas en 1985, impulsado por Raúl Alfonsín a los pocos días del retorno de la democracia. En esos procesos de justicia transicional tan fundamentales para el horizonte democrático argentino, el tribunal restringió el contenido político de los testimonios de las víctimas, limitando las menciones a sus trayectorias militantes previas a su detención (Cueto Rúa 2010: 126-127). De este modo, la Justicia de la recién establecida democracia argentina validó esta visión despolitizada, consumando la ruptura con el período dictatorial y sus violencias injustificables, a la vez que consagraba la inocencia de las víctimas del Estado, aunque el proceso fue frenado temporalmente por las “leyes de impunidad”9.
Si bien existieron procesos penales para enjuiciar a la cúpula de los guerrilleros, no alcanzar la magnitud de los juicios de crímenes de lesa humanidad. En 1983, Raúl Alfonsín firmó el decreto 157/83, y la Procuración General de la Nación puso en marcha los procesamientos de los Montoneros Mario Firmenich, Fernando Vaca Narvaja, Ricardo Obregón Cano, Rodolfo Galimberti, Roberto Perdía, Héctor Pardo, y del miembro del ERP Enrique Gorriarán Merlo. Aparte de Firmenich, que fue condenado a treinta años de cárcel en 1985, y Obregón Cano, que fue absuelto en 1987, ninguno llegó a ser procesado, debido a que se encontraban en el exilio o en la clandestinidad. Todos fueron indultados en 1990 por Carlos Menem en aras de la reconciliación nacional. Tras la anulación, mientras que los juicios por los crímenes de la dictadura se reabrieron, los delitos guerrilleros se consideraron prescriptos.
Oponiéndose al hecho de que no se equipararan los derechos de las víctimas del terrorismo de extrema izquierda con las del terrorismo de Estado en materia de Justicia, memoria y reparación, algunos familiares se juntaron para fundar asociaciones, como Familiares de Muertos por la Subversión (FAMUS), disuelta en 1991, la Asociación de Familiares y Amigos de los Presos Políticos de Argentina, la Asociación de Víctimas del Terrorismo de la Argentina y la agrupación Argentinos por la Memoria Completa. También fue fundado en 2006 el Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y su Víctimas, con el fin de contabilizar y defender a las víctimas del terrorismo de extrema izquierda. Las reivindicaciones de estos colectivos no han sido exitosas hasta la fecha. Así, en 2008 fue rechazado el proyecto de la diputada Nora Ginzburg para clasificar los asesinatos perpetrados por la guerrilla como crímenes de lesa humanidad, haciéndoles así imprescriptibles. Tampoco salió adelante un proyecto de ley de 2012 que pretendía indemnizar a las familias de dieciséis personas asesinadas por Montoneros en el ataque al Regimiento de Infantería Monte 29 de Formosa (Vecchioli 2013: 20-21).
Sin legitimación por las instituciones políticas y judiciales, las víctimas del terrorismo de extrema izquierda tampoco fueron integradas entre los nombres que figuran en el Monumento en homenaje a las víctimas del terrorismo de Estado inaugurado en 2007 en Buenos Aires. Ésta es una distinción más entre las víctimas que sí aparecen y otras categorías que no alcanzaron el mismo reconocimiento social ni oficial (Vecchioli 2013: 23-24), y no encuentran su lugar en el relato dominante sobre la dictadura.
Éste se encuentra arraigado en los discursos oficiales desde el retorno de la democracia. La publicación del informe Nunca Más de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) en 1984 estableció de manera contundente que “las Fuerzas Armadas respondieron con un terrorismo infinitamente peor que el combatido” (Nunca Más 1984: 3). El mismo documento sostiene que el régimen dictatorial perpetúa la impunidad como un elemento integral del modus operandi de la conducta delictiva sistematizada que constituye el “terrorismo, de Estado” (Nunca Más 1984: 179). Para terminar de afianzar esta visión, el prólogo de Ernesto Sabato, a menudo aludido como incompatible con el resto del informe por ser representativo de la teoría de los dos demonios —una lectura errónea, pues no establece ninguna equivalencia entre la magnitud de la violencia del Estado y la de los terroristas de izquierda— fue sustituido en 2006 por otro texto menos polémico. Roberto Berdún, responsable del archivo de la CONADEP y de la Subsecretaría de Derechos Humanos durante el gobierno de Alfonsín, se felicitó de esta modificación, declarando: “Era inadmisible un prólogo con la teoría de los dos demonios cuando las 500 páginas que siguen muestran que el terrorismo de Estado fue el único demonio” (Ginzberg 2014).
Sin embargo, existen indicios de que las categorías de víctimas podrían ser redefinidas en Argentina. La desaparición del prólogo de 2006 en 2016 y la reciente elección de Javier Milei han dado fuerza a narrativas críticas con la hegemonía del relato del terrorismo de Estado, e incluso a discursos negacionistas. En septiembre de 2023, miles de manifestantes acudieron a un acto donde la vicepresidenta electa, Victoria Villarruel, recordó a las víctimas de la extrema izquierda. Mientras en el Salón Dorado de la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires, Villarruel afirmaba: “Durante 40 años las víctimas del terrorismo fueron desaparecidas de la memoria, fueron barridas debajo de la alfombra de la historia.”, fuera, una manifestante defendía la postura opuesta: “Gran parte de nuestra sociedad entendía que esto está saldado y que no hay dudas sobre lo que pasó. Fue un terrorismo de Estado y a partir de ahí fue la construcción que venimos haciendo desde hace cuarenta años” (De Santos 2023). En un contexto de polarización tan extrema, el reconocimiento de los muertos y heridos a manos de los guerrilleros podría traer consigo el resurgimiento de la trayectoria militante de las víctimas del Estado en clave acusatoria, cuestionando así su misma condición de víctima.
Las víctimas como símbolo de la democracia en España
En España, las víctimas se conciben como símbolos de la democracia, lo cual es explícito en la Ley 29/2011, que en su preámbulo evoca el “significado político” de las víctimas frente al “proyecto totalitario y excluyente”10 del terrorismo. Esta perspectiva se concreta en la especial atención dedicada a la protección de la dignidad y la memoria, así como en el reconocimiento del valor educativo del testimonio.
Para garantizar el respeto debido a las víctimas del terrorismo, la Ley 29/2011 prohíbe la exhibición de símbolos que exalten el terrorismo en lugares públicos y establece directrices para el manejo de imágenes por parte de los medios de comunicación. La legislación española aborda específicamente el descrédito, menosprecio y humillación de las víctimas, tipificándolos como delitos en el artículo 578 del Código Penal. Estas medidas, que no tienen equivalentes tan desarrollados ni en Argentina ni en Francia, reflejan un compromiso especialmente profundo con la protección de la dignidad de las víctimas y el rechazo a cualquier forma de enaltecimiento del terrorismo.
Con el propósito de preservar la memoria de las víctimas, la Ley 29/2011 introduce varias disposiciones fundamentadas, según el Preámbulo, en “el valor de la memoria como la garantía última de que la sociedad española y sus instituciones representativas no van a olvidar nunca a los que perdieron la vida, sufrieron heridas físicas o psicológicas o vieron sacrificada su libertad como consecuencia del fanatismo terrorista”. Por ejemplo, la ley prevé la concesión de condecoraciones para las víctimas del terrorismo (art. 53-55), reconociendo su sufrimiento y sacrificio. Además, el artículo 57 establece la creación de un Centro Nacional para la Memoria de las Víctimas del Terrorismo. Ubicado en Vitoria y abierto al público en 2021, este centro juega un papel esencial al rendir homenaje y mantener viva la memoria de todas las víctimas del terrorismo en España. A través de una variedad de actividades educativas, exposiciones, investigaciones y labores de documentación11, el centro contribuye de manera significativa a la preservación de la memoria histórica, aplicando el rigor científico que es imprescindible en este ámbito. Se ha convertido en un referente destacado, estableciendo un estándar al que debería aspirar el Museo-Memorial francés, cuya inauguración está prevista para el año 2027.
En relación con el testimonio de las víctimas, la Ley 29/2011 establece en su Preámbulo que “el recuerdo es así un acto de justicia y a la vez un instrumento civilizador, de educación en valores y de erradicación definitiva, a través de su deslegitimación social, del uso de la violencia para imponer ideas políticas”. Esta visión se concreta en proyectos como “Memoria y prevención del terrorismo”, en el cual los ministerios de Educación e Interior colaboran con el Centro Memorial para crear unidades didácticas e incorporar el testimonio de las víctimas en las aulas (Fernández Soldevilla y López Romo 2019: 70-71). Estas iniciativas son fundamentales en un contexto em el que se mantiene el peligro de la tergiversación de los acontecimientos. Como bien señala Joseba Arregui Aramburu, “si los defensores de la democracia y de la libertad de conciencia defienden el pluralismo social y político, los defensores del blanqueo de la historia de terror de ETA se aferran al pluralismo de las memorias” (Arregui Aramburu 2021: 23).
La firmeza de la legislación española y el discurso asociado ponen de manifiesto el reconocimiento del significado político de las víctimas del terrorismo. Esta dimensión es promovida tanto desde el Estado como desde el ámbito asociativo, reflejando un compromiso colectivo con la memoria, la dignidad y la educación para prevenir la repetición de tales atrocidades.
La ausencia de un discurso político articulado sobre las víctimas en Francia
A primera vista, Francia también parece dar un contenido político a la condición de víctima del terrorismo. Éstas se benefician de las disposiciones del Código de Pensiones Militares de Invalidez y de Víctimas de Guerra, aplicables a las víctimas civiles en tiempos de conflicto. Este reconocimiento como “víctimas de guerra en tiempos de paz” (Rudetzki 2005: 82) podría sugerir una consideración política significativa. Sin embargo, esta idea no se traduce en un discurso ético elaborado ni en disposiciones concretas que profundicen en el significado político de las víctimas.
Así, si bien Francia cuenta desde 2016 con el decreto n.° 2016-949 que establece condecoraciones para las víctimas de actos terroristas, este documento no presenta un discurso ético articulado, limitándose a señalar que la medalla expresa “el homenaje de la nación a las víctimas de actos terroristas cometidos en Francia o en el extranjero” (art. 1). Este decreto desató una polémica que reveló la falta de comprensión entre numerosos políticos, editorialistas e incluso representantes de asociaciones de víctimas, quienes en general consideraron que no tenía mucho sentido condecorar a personas por haber tenido la desgracia de encontrarse en el lugar equivocado en el momento equivocado12.
En el ámbito educativo, resulta notable que la historia del terrorismo reciente, especialmente los atentados de 2015 en adelante, no esté necesariamente integrada de manera sistemática en el currículo oficial elaborado por la Educación Nacional y depende en gran parte de las iniciativas personales de los docentes. Si se prevé que estas cuestiones sean abordadas en la asignatura de Enseñanza Moral y Cívica (Enseignement Moral et Civique), obligatoria en todos los niveles de la educación primaria y secundaria, en la práctica los profesores se enfrentan a graves desafíos. En 2022, según datos del Instituto Francés de Opinión Pública (Ifop), el 56 % de los profesores de la educación pública admitieron haberse autocensurado para evitar incidentes relacionados con cuestiones religiosas (Jusko 2022). Por otra parte, tres cuartas partes de los docentes (77 %) consideran que el Ministerio de Educación Nacional no ha extraído las lecciones necesarias del asesinato de Samuel Paty (Jusko 2022). Este profesor de historia y geografía fue decapitado en 2020 tras mostrar caricaturas de Mahoma durante una clase sobre la libertad de expresión. Este asunto plasma una preocupación generalizada entre el profesorado sobre la falta de apoyo institucional y la necesidad de políticas más efectivas para abordar temas sensibles como el terrorismo y la radicalización en el contexto educativo.
Comparando la situación francesa con los desarrollos jurídicos españoles en materia de protección de las víctimas en tanto símbolos de la democracia o con los procesos que delimitaron el estatus de víctima del terrorismo de Estado en Argentina, queda manifiesta que el país galo no contempla plenamente el significado político de las víctimas del terrorismo. Esta dimensión ni se fomenta desde el Estado ni se reivindica desde el ámbito asociativo. Salvo contadas excepciones, la mayoría de la abundante literatura producida por las víctimas en Francia se centra en el dolor del duelo y rara vez menciona a los terroristas. Un ejemplo emblemático es el libro de Antoine Leiris, No tendréis mi odio (2016), galardonado en dos ocasiones, aclamado por la prensa y adaptado al teatro y al cine. Esta obra se inscribe en una corriente que hace hincapié en la superación del dolor y en la esperanza. En consonancia con estas ideas, Georges Salines, en Il nous reste les mots (2020), promueve la reconciliación con el coautor Azdyne Amimour, padre de uno de los asesinos de su hija Lola, estableciendo un diálogo que parte de la idea de que ambos perdieron a un ser querido en la sala Bataclan.
En este panorama, contrasta la postura de Patrick Jardin, cuya hija también falleció en el Bataclan el 13 de noviembre de 2015. En su libro Pas devant les caméras (2020), Jardin reivindica su derecho a rechazar el perdón e incluso a sentir odio, además de expresar su preocupación por la falta de voluntad política y la apatía general de la sociedad frente al creciente arraigo del islamismo en Francia. Menciona las dificultades para encontrar canales de expresión, así como su decepción al descubrir la desaprobación e incluso el desprecio evidentes en los artículos redactados por periodistas con quienes había accedido a ser entrevistado (Jardin 2020: 15-16). Esta incomodidad ante el discurso disonante de Jardin y las muestras de apoyo a los terroristas, marginales pero intolerables, que perturban los minutos de silencio organizados en las aulas en homenaje a las víctimas y se expresan en las redes sociales (Dequiré 2021), sugieren que existe cierta asimetría en la contención de los discursos políticos sobre el terrorismo.
Conclusiones
El análisis comparativo de Argentina, España y Francia revela cómo la naturaleza del terrorismo experimentado en cada país ha influido profundamente en la percepción social de las víctimas y en las respuestas institucionales para su reparación y reconocimiento. En cada contexto, las víctimas han ocupado lugares y roles distintos, condicionados por las narrativas colectivas y las dinámicas políticas específicas.
En Argentina, el terrorismo de Estado durante la dictadura militar se interpretó mediante un relato hegemónico centrado en la categoría de víctimas del terrorismo estatal, el cual fue sancionado por las instituciones públicas. Esta narrativa fue impulsada por el Movimiento de Derechos Humanos, que insistió en la calidad de sujetos de derecho de los desaparecidos, y no en su trayectoria militante. También sirvió para la transición democrática, que se asentó en el respeto de los Derechos Humanos, consumando así la ruptura con el régimen dictatorial. La definición del estatus de víctima ha sido un proceso conflictivo, excluyendo a aquellos afectados por la violencia de grupos guerrilleros de extrema izquierda, lo que evidencia las tensiones en la construcción de la memoria colectiva.
En España, las víctimas del terrorismo de ETA tuvieron que luchar contra el aislamiento y la falta de reconocimiento en una sociedad donde el terrorismo gozaba de cierto respaldo social. A través del activismo y la formación de asociaciones, lograron visibilizar su situación y promover cambios legislativos significativos. Rompiendo con un largo de período de desconsideración, la Ley 29/2011 reconoce explícitamente el significado político de las víctimas como símbolos de la democracia y establece un marco de reparación integral que destaca por la variedad de los aspectos que considera y la atención especial a la protección de su memoria y dignidad. Este marco legal refleja un compromiso colectivo con la memoria y la educación para prevenir la repetición de actos terroristas, destacando el papel de las víctimas en el fortalecimiento de la democracia, en contraste con el proyecto excluyente y totalitario de ETA.
En Francia, el terrorismo internacional que desembocó en la legislación sobre las víctimas no contó con apoyo social interno, lo que permitió una solidaridad inmediata hacia las víctimas. Debido a este consenso social, la respuesta institucional ha sido más centrada en asuntos prácticos y menos politizada. Las asociaciones de víctimas se han enfocado en brindar asistencia técnica y apoyo directo, sin articular un discurso político sobre el significado de las víctimas en la defensa de los valores democráticos. La ausencia de un marco legal tan robusto como el español, la falta de iniciativas educativas integradas en el currículo nacional y el carácter marginal de las expresiones políticas de las víctimas reflejan una percepción donde las víctimas son atendidas en sus necesidades materiales, pero sin asumir un papel político explícito.
Este estudio evidencia que el reconocimiento y el significado político atribuido a las víctimas del terrorismo están profundamente vinculados con la construcción colectiva del relato sobre los acontecimientos sufridos. Mientras que en Argentina y España las víctimas han asumido y reivindican unas narrativas políticas y un papel central en la reafirmación de los valores democráticos, en Francia este aspecto no se traduce en la práctica. Las diferencias observadas resaltan la importancia de identificar los intereses de los actores que se enfrentan para imponer su definición de la condición de víctima y de considerar el contexto histórico, social y político al diseñar medidas de reparación y reconocimiento.
La comprensión de estas dinámicas es esencial para fortalecer los mecanismos de apoyo a las víctimas y para promover una sociedad que reconozca y valore su experiencia no sólo desde una perspectiva asistencial, sino también como elemento fundamental en la defensa y promoción de los valores democráticos. La identificación de buenas prácticas y la reflexión comparativa pueden contribuir a mejorar las respuestas institucionales, fomentando una cultura de memoria y respeto que prevenga la repetición de actos terroristas y fortalezca la cohesión social alrededor del rechazo a la violencia política.