Lo universal a raíz de la sexta Meditación sobre el poder
Si empezamos aprovechando la modalidad divisoria de la topología del límite, podríamos arriesgar una presentación de este trabajo en los términos de la complementariedad que tanto le importa a Eugenio Trías en el momento de instruir la motivación etimológica del vocablo símbolo/sym-balleín. Vamos a proponer en efecto en las siguientes líneas, el envés, o la contraparte de otro texto (2024), coetáneo, sin que tenga relevancia destacar cuál es primero, ya que ambos se pueden leer de forma totalmente autónoma. Para proseguir con la pedagogía de las isotopías tríasianas, esta vez en el ámbito musical y más precisamente rítmico, diremos que difieren nuestras dos propuestas relativamente a dónde le pondremos el acento, o el tiempo fuerte, en el sintagma constituyendo nuestro punto de partida. La sexta meditación de Meditación sobre el poder (1976) está en efecto dedicada al “universal malentendido”. Dejando pues la instrucción más específicamente lingüística del malentendido para el otro trabajo, movilizaremos más bien aquí, de forma algo más filosófica, la noción políticamente operativa de universalidad. Operativa, porque tanto su planteamiento inicial, estrictamente ontológico, oponiendo a Platón y Aristóteles acerca de la efectividad mundana de los universales o acerca de su antelación a la experiencia sensible, contienda perpetuada durante siglos entre realistas y nominalistas, como su equiparación o sinonimia tardía con una racionalidad lógica o instrumental, desembocaron en problemáticas políticas. La traducción política de la problemática ontológica es evidente cuando nos acordamos de los contrarrevolucionarios como J. De Maistre que, en sus Considérations sur la France de 1797, apuntando la Constitución de 1795 como emanación de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano 1789, declara no haber visto en su vida “ningún hombre en general”, criticando así la abstracción de su pretendida universalidad. Y esa sospecha, llamémosla diacrónicamente romántica, vitalista, existencialista, etc., derivó progresivamente hasta la idea de que esa supuesta universalidad, aun incluyendo en ella la racionalidad científica, bien podía ser la máscara de alguna particularidad hegemónica, digamos para simplificar, occidental. La dimensión dialéctica de esa deriva es llamativa: se rechaza a la vez la idea de universalidad como abstracción empobrecedora y como particularidad disimulada. Si lo quisiéramos formular parafraseando la retórica jocosamente freudiana de Slavoj Zizek, diríamos que lo universal, no sólo no existe, sino que tampoco es auténticamente universal. La presuposición, como en el enunciado anterior, de la existencia, o por lo menos de una forma de existencia de lo universal, está en cambio totalmente asumida por Eugenio Trías al hacer del sintagma “Sobre el universal malentendido” el título del sexto capítulo de su libro de 1976, que constituirá, a raíz de este núcleo generador, nuestro punto de referencia para explorar el devenir, en la obra ulterior de Trías, de las problemáticas que acabamos de esbozar. Las organizaremos en cuatro líneas de rastreo privilegiando, acorde con la temática del presente dossier, su dimensión política o ética: la ideología, la esencia, el absolutismo, y la enunciación.
La matriz de 1976
Empecemos con una presentación rápida de la propuesta de Trías en la sexta meditación de Meditación sobre el poder. Un texto cuyo propósito es, digamos, axiológico en el momento de distinguir el concepto de poder del concepto de dominación. El contexto intelectual de publicación del texto, en una época, o tal vez más exactamente justo al salir de una época en que sabemos la permeabilidad de Trías al pensamiento francés (culminando en Filosofía y carnaval, publicado en 1970), es un momento en que tanto Foucault como Deleuze ya han reactivado la ontología nietzscheana, que es una ontología del flujo. Un flujo que en Nietzsche se tematiza como voluntad de poder. Es decir, una voluntad desfinalizada, que se quiere a sí misma. Pero Foucault y Deleuze, más inmediatamente interesados por la dimensión política de esta ontología, ensalzan la idea de que la realidad está tejida –y por tanto constituida en última instancia– de relaciones de poder. Trías adopta por lo menos parcialmente semejante perspectiva. Ya que se escribe en dos palabras “mal entendido”, es en efecto sustantivado como aparece primero el vocablo “universal” en la sexta meditación: “El universal mal entendido es concepto, es Género, es Especie” (Trías, 1976: 105). La polarización de la aseveración, asentada en un criterio epistemológico (entender mal) connota, lo vemos, tres términos. El texto va por una parte a enfocar el Género como construcción cultural. Y a estigmatizar por lo tanto las ficciones y fábulas culpables de “inane reificación de una abstracta función lingüística” (Ibid.: 106), mimetizando la famosa equiparación, en el §479 de La voluntad de poder de Nietzsche, heredero aquí de Hume, entre el sujeto substancial cartesiano y una ficción –“hábito” (Nietzsche, 2000 [1901]: 338) – gramatical, que el Wittgenstein de Las investigaciones filosóficas acuñará literalmente (Wittgenstein, 2017 [1953]: §307). Ese espejismo cultural, tejido de ficciones “racionalizadoras” que imponen a la realidad una estructura, son “legitimaciones «razonables»” (Trías, 1976: 108) mediante las cuales “trocamos lo verosímil en verdadero” (Ibid.). Ese proceso viene designado por Trías como “ideología”, noción pivote del texto parcialmente epónimo de 1970, que, otra vez, se piensa relativamente a un referente francés contemporáneo, aquí Althusser. En sintonía con este último, se presenta precisamente la ideología como sustancia de la “mentira universal” (Ibid.), pero a la vez se establece una relación de equivalencia axiológica con cierto tipo de idealismo dogmático. Es decir, en apariencias, con una forma de vulgata hegeliana lexicalmente declarada por “relaciones en el terreno de la especulación” (Ibid.: 109), cuya base es “la contradicción, la oposición y la dialéctica” (Ibid.), y finalmente presentada como “el juego universal de los espejos” (Ibid.). Los espejos, la especulación y el agón apuntan en la misma dirección: la de cierta modalidad del “concepto” estigmatizada en la primera frase. La situación deplorada es en sí misma enajenadora, ya que el universal malentendido “hace de unos verdugos de los otros” (Ibid.: 113), todos víctimas de un “dominio abstracto” (Ibid.), que les despoja de su singularidad.
Al revés, Trías aboga por un universal “entendido bien” (Ibid.: 144) que, contrariamente a lo que nos deja esperar, no desemboca directamente en la consabida y desde hace decenios hegemónica reivindicación de todas las implicaciones de las ontologías no-sustancialistas. Implica en cambio una forma de contrariedad del famoso lema sartriano “la existencia precede a la esencia” (Sartre, 1996 [1946]: 26). Es verdad que encontramos aquí cierta coherencia estratégica. Sartre encarna casi por sí solo la generación previa contra la que se alzan las influencias francesas contemporáneas de Trías, y en primer lugar Foucault. Y veremos además que el adversario conceptual declarado de Trías en este texto, y posteriormente, es también el existencialismo: un existencialismo más ecuménico que lo que pretenden desbancar los franceses, muchos estructuralistas o asimilados permaneciendo más (Lacan) o menos (Foucault) heideggerianos. Trías, no. Pero hay que hacer coherente ese rechazo con la voluntad de desustancialización del sujeto que ya promovía el existencialismo, tanto sartriano como heideggeriano. La vía de esa coherencia pasa en el caso de nuestro autor por el rescate del concepto de esencia. Pero una esencia en este caso indisociable de la singularidad. Sinónima pues de quintaescencia, caracterización en propio. En una acepción, lo entendemos, marcadamente aristotélica. Porque, precisamente, se trata de no volver a la ontología sustancialista que la esencia sartriana, reificadora, estigmatiza. La esencia presupone al contrario aquí un dinamismo latente declarado por el vocablo “virtud”: a la vez perfección propia y virtualidad latente, en espera de actualización. Dicha actualización coincide con la misma definición, afirmativa, del “poder”, en las antípodas de la razón especulativa inherente al “dominio”: “En virtud del poder lo que es pero no existe «puede» llegar a existencia” (Trías, 1978: 110), escribe así el filósofo en un artículo publicado un año después de Meditación sobre el poder, « Filosofía y poder ». Pero no por lo tanto se descuida a la existencia, si entendemos que “el poder consiste en «potenciar» lo ya existente”(Ibid.): en perfeccionar lo que ya existe, es decir, elevar lo existente, precisamente, “a su máxima plenitud de esencia” (Ibid.). También estamos muy cerca del concepto aristotélico de dynamis, según el cual los seres están “determinados por un principio inmanente que les orienta hacia el acto propio de su especie” (Meillassoux, 2011: s.p.). Notamos el hiato entre la «especie» como principio director, distinta de la singularidad que opera como tal en la propuesta de Trías. Pero al final, sigue imponiéndose una interrogación sobre la libertad, ya que la esencia, incluso en esta acepción, parece implicar una forma de necesidad del devenir, segundada por el cuestionamiento del concepto de “posible”, sólo en parte heredera de la famosa puesta en tela de juicio de este concepto por Bergson (en su Essai sur les données immédiates de la conscience de 1888) que tanto impactó en Deleuze. “Posibilidad se opone, así, a capacidad y a virtud. A poder. Realizar en el universo de lo posible, a modo de fantasía, lo que no se es capaz de hacer en el universo de las cosas, es índice de Nopoder, origen y principio de impotencia” (Trías, 1976: 110) escribe así el autor. Lo posible aparece a la vez como una indeterminación contraria a lo que constituiría la exclusiva de una predisposición, y a la vez como un plano especulativo o virtual, que acaba de caracterizar la ficción a la que está asociado (“fantasía”) en el sentido de una culpable dilación. Dilación obstaculizando pues la actualización de nuestro pleno potencial: “Todas las cosas son perfectas, como vocación, como virtud: todas pueden llegar a ser lo que en esencia son” (Ibid.: 23). La esencia se entendería así como prelación de posibilidad. Lo proprio, lo inactual (que también puede pensarse como devenir) definen aquí la sustancia, pero, crucialmente para la tónica intelectual de los setenta, al temporalizar esta sustancia entre estado latente y despliegue. Y entonces se pueden efectivamente conciliar necesidad y contingencia: tengo, en propio, una única esencia (necesidad), pero, por una parte, puede no alcanzar su pleno despliegue, no realizar sus potencialidades (contingencia), y, por otra parta, hay varios caminos o modalidades del despliegue (versión, digamos, hegeliana o minimalista de la contingencia).
Dos líneas de superación de esa doble dialéctica entre universalidad/necesidad y particularidad (propiedad)/contingencia (libertad), que informarán toda la obra del autor, salen a la luz ya desde esta sexta meditación. La primera es la modelización artística o estética de la buena universalidad, que desde Kant presenta como subordinando el concepto a una legalidad inmanente, reflexiva o jusrisprudencial, llamada, en la tercera Crítica, “legalidad de lo contingente”: “Rebasar lo genérico –que es siempre lo nivelado y uniformado, lo encodificado y concebido– en lo singular es operación del arte” (Ibid.: 32). No vamos a desarrollar su estudio aquí. Nos detendremos en cambio más adelante, por su dimensión ética, sobre la segunda, que llamamos la propuesta enunciativa de Trías, y que sólo se vislumbra, acabada la sexta meditación, al final del texto. Se trata del imperativo pindárico, tantas veces movilizado por Nietzsche, y posteriormente, acabamos de decirlo, por nuestro autor: “llega a ser lo que eres”.
Ideología
Efectuado este rastreo, parece oportuno empezar con la ideología, que es lo más constante en la obra posterior. Recordamos que el texto de 1970, Teoría de las ideologías, se presenta como un diálogo con la actualidad althusseriana del concepto. La definición propuesta seis años más tarde en los apéndices de Meditación sobre el poder es al respecto bastante observante: “la función legitimadora característica de toda ideología [es] entroniza[r] un saber histórico-positivo como forma eterna y metafísica de saber en general” (Ibid.: 165). Estamos ante una clara (pre?-)formulación de la problemática de la falacia metonímica que denunciarán los teóricos más audibles de las X-Studies en su quehacer emancipador: una parte que se presenta como todo, una contingencia (o un arbitrario) que se presenta como una necesidad. Un punto particularmente interesante aquí es que el concepto de ideología da pie para una dialéctica de la escisión, entre adición y sustracción.
En el texto de 1976, la ideología está asociada con una escisión indebida o artificial: “el pensamiento o la razón son ideológicos en tanto que presuponen esa escisión entre la materia y el espíritu” (Ibid.: 166). Trías parece instituir la razón crítica delatora del krinein como a la vez “el otro” de la razón ideológica y como constitutiva de ella. Pero lo importante parece ser aquí que, en un movimiento recursivo, lo que la filosofía es respecto al saber (o sea, ideológica), el saber lo es (ideológico) respecto al ser. Todo pasa en efecto como si el saber hipostasiara al ser al convertirlo, artificialmente, en objeto de conocimiento. Lo que parece decir el autor, es que, asiéndolo así conceptualmente, se desespiritualiza al ser. Y de esta manera, la razón puede mirarse relativamente al ser desespiritualizado en objeto, como única y pura instancia de inteligibilidad: “El saber, en efecto, convierte al ser en referente objetivo sobre el cual pronuncia su discurso con pretensión de verdad. En ello estriba su carácter ideológico” (Ibid.). Se caricaturiza, o se exagera así la asignación mutuamente exclusiva de sendos planos: la materia para el objeto y el espíritu para el saber. Y el abuso asignativo de esta escisión es exactamente lo que Trías considera como falacia ideológica: no hay ni logos ni objeto en estado químicamente (y mutuamente) puro. Tanto el logos como el objeto, en realidad “nacen de una misma decisión, no voluntaria ni consciente, que escamotea otra verdad que se juega a las espaldas” (Ibid.) del discurso (sinónimo de “saber” en este apéndice de Meditación sobre el poder) y del objeto. El sujeto del discurso está por supuesto también determinado materialmente, y es una pasión, una especie de rapacidad, lo que lo lleva a asir conceptualmente las cosas del mundo, para acudir a la fraseología del filósofo estadunidense Stanley Cavell, pensador de la separación, que tiene bastante en común con Trías (es el primer filósofo en promover una aprensión filosófica del cine), y cuya retórica de lo unhandsome (Cavell, 1988: 39), jugando con el significado de hand, la mano que se apodera del mundo, también técnicamente, describe, en afinidad con Trías, lo más “innoble” de nuestra condición.
La segunda modalidad de la relación entre escisión e ideológica, como lo anticipamos, ya nos es excedentaria sino deficitaria. Trías retoma la retórica, muy en favor entre los pensadores españoles del siglo XX, del descarte: juego de palabras cómodo –reiterado, entre otros, por Savater– con la edificación, también algo exagerada, y onomástico apuntando a Descartes como padre del sujeto metafísico o antropológico, y de la racionalidad tecnocientífica al considerarse amo y poseedor de la naturaleza. Es la idea de que la filosofía es separación, es decir, decreto legislador al fin arbitrario de lo que tiene que constituir la ortodoxia de las formas de saber, a exclusión, pues, de todas las otras formas de conocimiento. Esta idea viene respaldada en la obra inmediatamente ulterior de Trías por la referencia reiterada a “la ideología espontánea del filósofo” (Trías, 1978: 9; 25; 71), que consiste idénticamente en concebir la razón “como premisa de una subjetividad libre y autárquica que ha logrado vencer el yugo cautivador de la pasión que llega o puede llegar a enajenarla” (Ibid.: 9). Comprobamos aquí la coherencia del autor, ya que precisamente, “en la pasión fracasa la «ideología espontánea del filósofo»” (Ibid.: 145), siendo pues “pasión” otro nombre de esta destitución de la pretensión húbrica de la razón a su soberanía/autonomía. Descuidando, así, deseos, impulsos, y otras determinaciones que en realidad (es decir, traspasado el velo de la ideología) fatalmente agrietan el edificio de la razón.
En cuanto a la tercera modalidad, no hay certeza acerca de la credibilidad que le podemos concederle al autor cuando afirma, en El árbol de la vida, que toda su reflexión de la época sobre la ideología consiste en una crítica a Marx por “«envolver» esa práctica en una filosofía (el materialismo histórico) que orientaba su teoría de las ideologías hacia lo que en [el] libro trataba de desenmascarar: el reduccionismo” (Trías, 2003: 348). Porque lo cierto, y será la tónica de esta tercera modalidad de la relación entre ideología y escisión, es que cuando leemos, ocho años después de Meditación sobre el poder que la ideología es “la apariencia de una ilusoria unidad (en el estado, en la religión, en el espíritu) que, sin embargo, revela una contradicción fundamental, esencial” (Trías, 1983: 76), estamos muy cerca del credo tanto freudiano como marxista, que postula como ontológicamente primeros el caos y el desgarro de la sociedad civil para el segundo, y del sujeto arrancado de la naturaleza para el primero, “herida esencial, social en Marx, psíquica en Freud” (Ibid.: 31). Hay evidentemente en este repudio de 2003 del reduccionismo materialista, una dimensión estratégica de refección de la obra en coherencia con su culminación autodesignada en La edad del espíritu. Trías nunca pretende por supuesto rechazar en bloque las aportaciones marxistas, y de hecho, su equiparación en Meditación sobre el poder de la ideología con la ficción aludida anteriormente nos lo confirma. El pecado en la materia no siendo el estatuto ontológico en sí de la ficción sino, otra vez, su invisibilización, el no asumirlo, para los demás, clásicamente, por supuesto, pero también, aquí, más psicoanalíticamente hablando, para sí misma, hablando de la instancia, subjetiva o no, productora de forma entonces no siempre consciente, de esa ficción. La ideología es así “una ficción que no se reconoce a sí misma como tal ficción. […] o que cínicamente se hacer pasar por no-ficción” (Trías, 1987: 274). Asimismo, Ciudad sobre ciudad sigue hablando de “una falsa conciencia que Marx llamó ideología” (Trías, 2001: 1470) para caracterizar la tipología ternaria a la que Trías permanecerá fiel: “Al casino global le corresponde una ideología espontánea de universalismo abstracto, un internacionalismo, sin localidad ni territorio” (Ibid.). Quedamos de este modo en una perfecta continuidad con la definición del “universal mal entendido” inicial, declinada a su vez, en Ética y condición humana, en “falsos universalismos (como los que ciertas formas economicistas o tecnológicas de «globalización» proponen)” (Trías, 2003: 18), atando los cabos con esa rapacidad cognoscitiva o epistemológica (unhandsome) que declaraba eventualmente, en el apéndice de Meditación sobre el poder, “Saber y nosaber”, la opacidad de la contemporánea determinación (reducción) del ser como (en) tener (Trías, 1976: 166). Siendo ese falso universalismo depredador, tiene como consecuencia la reacción defensiva, tan ideológica como la amenaza, del segundo eslabón de la tipología ternaria acuñada a partir del año 2000, de la edificación del “santuario local” de los nacionalismos o de los integrismos, a saber ‘’una autoafirmación de la propia identidad (previamente construida) en forma excluyente” (Trías, 2001: 1466). Se vislumbra entonces unas motivaciones también políticamente contextuales, y no sólo doctrinarias, de la toma de interés por el concepto de ideología, siendo Trías barcelonés, y por lo tanto forzosamente instado a opinar de una forma u otra sobre las aspiraciones catalanistas. De ahí la orientación del argumento en Ética y condición humana acerca de que “no existe patria natural del hombre, por mucho que desde ciertas perspectivas se pretenda tal irrealidad (así desde ideologías nacionalistas)” (Trías, 2003: 151), “Tanto los grandes como los chicos” (Ibid.: 180), añade Trías un poco más lejos, por si no estuviera claro.
También se vuelve en parte, en Ética y condición humana, a una dimensión antropológica que fue la primera con la cual aborda Trías en su obra la idea de universal, al examinar las propuestas de Claude Lévi-Strauss acerca de las estructuras universales de la cultura, y en primer lugar la prohibición del incesto (Trías, 1969: 37; 94; 100; etc.). La propuesta sistémica del limes aboga en efecto por la extraneidad respecto a “la tentación incestuosa por permanecer unidos a la matriz” (Trías, 2003: 151), que es una regresión entre otras cosas naturalista. Es también un programa prestablecido, prefijado respecto al que Trías apela de forma más distinta que en Meditación sobre el poder a una necesaria emancipación: “No define la «identidad» del sujeto ese arsenal de atributos que «naturalmente» lo definen (sean naturales o culturales) o que recibe por «nacimiento»” (Ibid.: 152).
Esencia
Otro factor de discriminación, en Meditación sobre el poder, entre el universal entendido bien y universal entendido mal, es el modo de concebir la esencia. Trías, después de otros muchos, pero de forma sincrónicamente disidente, la quiere pensar como portadora de una unicidad librada del concepto: “Singular no es individuo: singularidad es cualquier cosa en tanto se halla pensada desde la esencia y no desde el concepto” (Trías, 1976: 25). Hay por supuesto aquí un gesto de desafío respecto a la acepción sartriana del vocablo, que precisamente hace de la esencia un sinónimo sustancialista y genérico del concepto. Pero es cierto que Trías también se inscribe en una larga tradición. Y podíamos perfectamente, si tal fuera nuestro propósito, haber concebido como una transición entre nuestro apartado sobre la ideología y éste la presentación por el autor, precisamente en términos de esencia, de lo que llamamos la segunda modalidad, deficitaria, de la escisión ideológica: la ideología como ilusión de una unidad cuya genealogía instruyen Marx y Freud, que “piensan de modo antihegeliano la doctrina de la esencia” (Trías, 1983: 31). Lo que quiere decir aquí antihegeliano, a sabiendas de que Trías oscila estratégicamente de forma constante entre una lectura vulgarizada o doxemática y una lectura fina de Hegel, es que la autodiferenciación (el para sí en términos hegeliano, pero Trías desactiva voluntariamente por completo aquí esas determinaciones) no constituye ninguna forma de exterioridad, de superficialidad engañosa o de astucia de la razón respecto al ser de las cosas sino que es ontológicamente primera. El autor invierte así los términos de lo que afecta asociar al pensamiento hegeliano: “la contradicción es esencial y sólo en el plano de la apariencia se produce una identidad, que es ilusoria y que, en última instancia, es delatora, de modo invertido, de aquella contradicción primera y última” (Ibid.).
La esencia sería entonces para Trías como el programa del despliegue de la singularidad, informando, por ejemplo, volviendo a la mejor pedagogía de esta idea, la lógica jurisprudencial, modelizada por el arte o el juico estético kantiano. Se trata, lo anticipamos, del universal naciendo de la singularidad. Todo eso se puede trasladar al campo, primero epistemológico, y luego legal: “son las excepciones las que fundan las leyes y no las que las confirman, son los ejemplos singulares los que, por razón de su «ejemplaridad», terminan siendo ejemplos a seguir, por ruta moral o cognoscitiva” (Ibid.: 149), se postula así en Filosofía del futuro. La esencia del universal entendido bien puede concebirse como movimiento afirmativo, emanación de la voluntad de poder o del conatus spinozista. Como una dinámica de autofinalidad, o autodespliegue de una fuerza que se quiere a sí misma.
La formalización de esta idea es evolutiva en la obra de Trías, ya que se deja rápidamente de lado el concepto de esencia, despidiéndolo con denegaciones algo sospechosas del autor en Tratado de la pasión sobre lo que “en Meditación sobre el poder llamaba, en términos spinozistas y leibnizeanos (a caballo entre spinozismo y leibnizeanismo) esencia propia (esencia que nada tiene que ver con el concepto aristotélico de esencia)” (Trías, 1978: 189). Y que por supuesto, tenía un poco que ver con él, como lo vimos en nuestro primer párrafo. Lo que toma pues funcionalmente el relevo de la esencia en la obra va a combinar dos dimensiones muy afines: recursividad ciega y poder recreativo.
Por una parte, encontramos, en Filosofía del futuro, la dinámica pulsional anticipada por el conatus y acuñada por Freud (que Trías pone en la raíz del “amor pasión” en 1979). Y esa dimensión, otra vez, connota un tipo de universal: “El universal que así se nos dibuja, en tanto deriva de esa «compulsión» o Zwang, posee una raíz física de la cual deriva su potencia lógica. No es, por consiguiente, un universal lógico-conceptual reificado” (Trías, 1983: 41). La pulsión de muerte, aludida en el mismo texto (“esa otra cara del deseo humano, íntimamente ligada al apetito de muerte, a la Todeslust, que se halla en la raíz del amor-pasión”, Ibid.: 23), considerada por los lacanianos como Zizek como una peculiar pulsión de vida, y que en todo caso debe entenderse como lo que, característicamente, insiste.
Por otra parte, esa vertiente sombría, schopenhaueriana, tiene su complemento más poïeticamente afirmativo, acuñado a partir de 1983, como “principio de variación”. Abiertamente inspirado del campo musical, también lo es del Urphanomen de Goehte “que se compone y descompone en la teleología vital y espiritual de sus transfiguraciones, o de sus metamorfosis, de manera que cancela su existencia y recobra una forma más alta en virtud de esas convulsiones que de manera nuclear le afectan” (Trías, 2006: 308) nos explica así el autor en El canto de las sirenas. Esa recreación conserva de la pulsión de muerte su sistematicidad reiterativa y la destrucción que toda recreación presupone. También se parece a lo que, en el ámbito de la crítica literaria, llamamos motivo o núcleo generador. Pero la inspiración principal de ese principio de variación, dejando de lado a Kierkegaard, cuya obra no conocemos lo suficientemente bien, es el eterno retorno nietzscheano. Leemos así en Filosofía del futuro que el principio de variación, “concebido desde el criterio selectivo de la voluntad de poder, permite dar una significación concreta y viva a la dialéctica del singular y lo universal” (Trías, 1983: 98). Para Hegel, al contrario, (porque evidentemente nace, en el lector del fragmento de El canto de las sirenas que acabamos de citar, la fuerte tentación de asemejar el principio de variación a la Aufhebung, lo que Trías tiene interés estratégico en desmentir), “lo universal no se produce en ese relevo –en el modo de la recreación– de los singulares” (Ibid.). Según Trías, así, en Hegel, el universal, como concepto, es primero, en una anterioridad que se opone a la dimensión prospectiva de la asunción universal de la propuesta creadora. De ahí que, en este sentido, Hegel sea presentado como antimodelo de toda “filosofía del futuro”. Es más generalmente el “principio de conservación”, burgués, compartido tanto por los empiristas como por el Hegel de la Fenomenología del espíritu, lo que se opone al “principio de fertilidad y estabilidad”. La tesis en la materia de Trías es bastante atrevida, ya que por supuesto, la base de la parábola del amo y del esclavo es precisamente que el vencedor antepone a la necesidad de su instinto de supervivencia su deseo absoluto (es decir, que no se deja relativizar por nada) de libertad. E incluso si quisiéramos abundar en el segundo momento, dialéctico, de esa parábola, él del relevo progresivo del amo por el esclavo, sabemos que el factor determinante del proceso es precisamente, mediante el trabajo, la obra, de cierto modo poïética de esclavo que transforma por esa vía el mundo. Cierto es que Hegel desprecia la inmediatez sensible, nuestra “certeza”, al resumirla a una universalidad desapercibida, en la especie, deíctica (volveremos sobre el asunto en nuestro último párrafo). Y que esta dimensión sensible es crucial en la poïesis ensalzada por Trías. Pero el postulado de que lo individual es la última palabra oculta del hegelianismo es a la vez estimulante y arriesgado, incluso pasando por la vía del deseo “esa universalidad se constituye a través de una concepción del deseo que, como he mostrado en mi libro El lenguaje del perdón, tiene por horizonte sólo el principio de conservación” (Ibid.: 87). Podríamos objetar a lo que precede que, por ejemplo como en Schopenhauer, para quien la voluntad es una fuerza-pulsión-deseo transindividual, la conservación no forzosamente implica el concepto de individuo, también puede pensarse, incluso más allá de la especie, universalmente. Pero Trías, que hace precisamente avecinarse, en este capítulo de Filosofía del futuro llamado “Principio de fertilidad y principio de conservación”, a Hegel y a Schopenhauer (a sabiendas cómo todos de que la pequeña historia de la filosofía no dejó de oponerlos), escribe al respecto que “la entronización del principio de conservación como principio tiene por soporte ontológico la prioridad del átomo individual sobre el género o la especie” (Ibid.: 87). Y añade de forma otra vez muy audaz: “Una filosofía como la de Schopenhauer es la expresión metafísico-ideológica de esa «protesta» del individuo contra la especie. También lo es –aunque parezca paradójico– la filosofía hegeliana” (Ibid.).
De forma más general, Trías encuentra en Hegel la versión funesta del modelo emancipatorio evocado al final de nuestro párrafo sobre la ideología. El “momento económico”, que es el momento dialéctico (el segundo pues) del para sí, es precisamente aquel en que la sociedad “pierde su unidad y su esencia”1 (Ibid.: 93). Esa atomización del individuo vinculada a la “disolución de la sustancia ético-cívica” (Ibid.: 94) tiene su virtud: permitir la emancipación respecto a la familia y a la polis (naturaleza y cultura) evocada anteriormente. Posibilita el advenimiento de la subjetividad. Lo que es totalmente cierto, y podemos añadir al respecto que la Antigüedad griega es precisamente donde Hegel encuentra una forma de ilustración de su postulado de que el bien del individuo no supiera concebirse fuera del bien de la comunidad. Es decir que su perspectiva “natural” (ahí también discrepa con el kantismo) es de inmediato o a priori universal. Pero, añade por su parte Trías en Filosofía del futuro, “esa subjetividad, que es negativa respecto a todo lo dado –lo inmediato– tiene por telos inevitable la radical evacuación de esencia en toda cosa, reconociéndose al fin como pura inanidad” (Ibid.). Y la consecuencia de la liquidación de la esencia por ese mundo económico va a ser el movimiento revolucionario.
Absolutismo (Revolución y Terror)
Si se conserva hoy en día algo de la filosofía hegeliana, es la idea de procesos globales más o menos racionales. El mejor ejemplo de esos procesos sigue siendo el mercado o el capitalismo, cuya racionalidad presuntamente (es decir desde una línea ideológica sea fatalista sea, entroncando otra vez con la acepción marxista, cínicamente interesada) sólo podría ser acatada o acompañada, y no originada, por los sujetos.
Es importante aclarar exactamente la extensión de esa subjetividad para comprender lo que quiere decir Hegel, y también para cotejarlo con la subjetivación más poïética que política de Trías. Lo que hay que entender, la gran diferencia entre Kant y Hegel, es que para este último, tanto la razón como la libertad no son capacidades subjetivas (lo que por supuesto puede de alguna manera contrariar la relectura de Trías evocada en nuestro párrafo anterior respecto a la finalidad disimulada del sistema hegeliano). No se conciben a escala de un sujeto individual, sino como procesos espirituales globales. Es llamativo observar que el vocabulario hegeliano del advenimiento del espíritu, o sea de la libertad en el mundo, es muy afín con la terminología movilizada por Trías en Meditación sobre el poder. Seguimos al filósofo francés Michael Foessel, comentador de Hegel, cuando escribe que la libertad es una potencia, una dinámica que tiene como único marco de realización la historia. Y así concebida la libertad actúa en el mundo porque “está en su esencia el querer manifestarse” (Foessel, 2017: 1602). Eso sí, con la diferencia de que la libertad es un absoluto y, como objeto de una “ciencia” hegeliana, reintroduce metafísica donde Kant, que pensaba la libertad únicamente en términos, formales, de exigencia, la había evacuado.
El gran hiato del pensamiento hegeliano se debe precisamente a lo que evocan “potencia”, “dinámica” y “esencia”, es decir la teleología, difícilmente compatible con cualquier tipo de praxis. O sea cualquier tipo de acción transformativa, que no sólo presupone la escisión entre lo que es (la efectividad o positividad) y lo que debería ser (lo de jure del jusnaturalismo), sino que también, a ojos de Hegel, a quien esa convicción le inspira la postura del alma bella, estigmatizada de forma tal vez menos matizada o dialéctica de lo que Trías parece decir en el Lenguaje del perdón, implica implícitamente una forma de complacencia (por eso esa postura en particular, y Hegel en general interesaron tanto a los lacanianos como Zizek), o de toma de interés inconfesable por parte del ser moral/virtuoso declarado por el alma bella que vamos a explicitar en unas líneas. Sin esa discrepancia o desgarro, sinónimos en fin de trascendencia, entre lo que hay y lo que tendría que ser, acabamos con la prerrogativa, la soberbia, y hasta la existencia del ser moral. Y veremos en el párrafo siguiente que en este sentido el deus ex machina del imperativo pindárico (“llega a ser lo que eres”) en Meditación sobre el poder es también una forma de reconciliar efectividad y praxis.
Precisamente porque Trías comenta mucho en su obra, por lo menos hasta mediados de los ochenta, y con connotaciones más variadas de lo que a veces confiesa, a Hegel, es importante dejar constancia al respecto de que en medio de tantas consideraciones sobre el autor de La fenomenología del espíritu, la obra de Trías es llamativamente deficitaria en cuanto a los sintagmas “astucia de la razón” (que además, en sus escasas ocurrencias, siempre está asociado con la “mano invisible”, nunca pues considerado estrictamente en sí) y “teodicea”. Igualmente, los complementarios adversos, “contingencia” o “contingente” constan apenas de una decena de ocurrencias en treinta obras.
Puesto que si, en cambio, algo ya caducó totalmente de la propuesta hegeliana es precisamente, desde la fenomenología, y con Heidegger y Arendt, la idea de la racionalidad de una necesidad histórica. No será por lo tanto ninguna casualidad que las escasas ocurrencias de “contingencia” orienten hacia un tipo específico de praxis, más cauteloso y conservativo que realmente transformativo.
En Ética y condición humana se alude precisamente a “la ética aristotélica [que] tiene el mérito de insistir en el carácter siempre condicional y contingente del marco objetivo en que se desarrolla y argumenta la acción” (Trías, 2003: 47). Lo que es muy coherente con esta promoción de una esencia, como lo vimos pese a las denegaciones ulteriores del autor, no tan lejana de la dynamis de Aristóteles. Es la tendencia “prudencial” que Trías intenta conciliar con la tendencia categórica kantiana en su texto de 2003. Pero al parecer hasta esta dimensión, atenta a cierta forma de contingencia, no resulta a ojos de Trías lo suficientemente explícita respecto al “carácter específicamente ético de la «elección» que se decide en relación a las posibilidades que se ofrecen” (Ibid.). Hablamos anteriormente del principio de conservación, y articularlo con la “prudencia” nos lleva a considerar la constante antropológica que Trías problematiza al hacer de ella, en La política y su sombra, el motor de la cuarta parte, “seguridad”, parte oscura del cuadrilátero político. Ese motor es el miedo, del cual el autor recuerda que es el fundamento del contrato social hobbesiano, como consecuencia de la tergiversación de los principios luminosos de igualdad (nuestra condición a todos es poder matar y ser matado) o de libertad (de cometer el mal).
El miedo es el motivo suficiente para que el sujeto renuncie libremente a su libertad, al contractualizarse. La dialéctica hegeliana del amo y del esclavo, mitologización de la revolución francesa, a la vez acata ese fundamento, al hacer del antagonismo el reflejo necesariamente afirmativo de toda libertad y, dialécticamente, y a ojos de muchos comentaristas de Hegel, sobre todo lo desmiente. Primero, puntualmente, porque como lo anticipamos en el párrafo anterior, se pone precisamente a prueba a sí misma la conciencia afirmativa, concibiéndose su libertad únicamente en cuanto es reconocida por el otro, renunciando a su seguridad. Es decir, renunciando a la naturaleza: al “mundo vital”, a la “objetividad cosificada” (Trías, 2005: 71) acatados por el principio de conservación, y superados al poner en peligro la propia vida. Segundo, estructuralmente, y casi ontológicamente, ya que, según Hegel, en esto antinómico de Hobbes, la modalidad inicial del sujeto, su deseo/impulso (¿su esencia?) lo orienta hacia lo colectivo, común o general antes que hacia lo individual. El agón de la sociedad hegeliana ni es primero (de hecho, es un momento ya alejado del punto de partida en el itinerario de la consciencia en la Fenomenología del espíritu), ni tampoco definitivo, ya que la lucha a muerte precisamente acaba antes de cualquier muerte.
Todos estos factores, el agón dialécticamente transitorio (o supuesto tal), y el ver a los individuos unidos en la reivindicación de una emancipación colectiva o general (universal), motivan el entusiasmo inicial de Hegel y sus condiscípulos de Tübingen respecto a la revolución francesa.
El paradigma de la revolución francesa es más globalmente una pedagogía de varias dimensiones de “lo universal” expuestas por Trías en La política y su sombra. Esencialmente en su relación de supuesta necesidad con el terror revolucionario. La primera dimensión para Hegel es la imposibilidad lógica de una universalidad positiva, la positividad implicando necesariamente la particularidad: el bando (el de los jacobinos) que pretende realizar la voluntad general es de hecho, una facción. Trías habla así de la “contradicción subjetiva y objetiva de lo universal de la voluntad y de la particularidad de la facción, o de la universalidad de la intención voluntaria y la particularidad de los reclamos de toda decisión gubernamental” (Ibid.: 84).
Según Christophe Bouton, reconocido hegelianista francés, en su texto de 2004, Le procès de l’histoire: fondements et postérité de l’idéalisme historique de Hegel, lo que obra en la historia ni es una absoluta exterioridad de la que los individuos serían los juguetes desinformados (eso sería recaer en la transcendencia del absoluto), ni es pura poïesis, autonomía individual de creación o iniciativa ex nihilo (eso sería descartar toda efectividad de la racionalidad histórica, por definición universal). Bouton distingue así, lo que nos interesa sobremanera a propósito de Trías, concepción práctica (sí) y concepción poïética (no) de la historia. Tan sólo porque nunca, según Hegel, se encuentran los hombres ante un inicio absoluto, siempre nacen en circunstancias y situaciones determinantes, heredadas del pasado. Son según la hermosa fórmula de Bouton, los “coautores” de la historia (Bouton, 2004: 288). Entendemos que la poïesis que tanto importa para Trías es sinónima que ese initium agustiniano que promueve Hannah Arendt y que presentamos, en nuestros trabajos dedicados a María Zambrano, en términos de incoatividad, a sabiendas de que el nacimiento o el inicio es, lógicamente, el punto ciego del sistema hegeliano. Hegel, es en efecto, antipoïetico, es decir anticonstructivista: historicista, no confía de la ausencia-destrucción de todo marco institucional. Postula la racionalidad histórica de esas concreciones, de ahí el supuesto hiato en su pensamiento de la revolución, siendo favorable al sublevamiento de 1789, y hostil a su prolongamiento en Terror. Siguiendo el término medio de Bouton, a saber ni transcendencia haciendo del individuo un muñeco, ni inmanencia instituyéndole en demiurgo (término medio que se parece mucho a un cerco fronterizo, dicho sea de paso), se atenúa algo esa tensión: “suprimir esos límites a la libertad, querer forzar el cauce de los acontecimientos en contra de la situación presente y de los individuos, es caer en una concepción destructora de la historia de la cual el episodio del Terror propuso una triste ilustración”3 (Ibid.)
Hegel le reprocha al Terror lo mismo que a Rousseau: lo que culmina con Kant. Es decir, la dimensión formal de la libertad, en cuanto prescinde de mediación por la efectividad (siempre se enfoca la primera parte del mantra “todo lo que es real es racional”, descuidando su contraparte, “todo lo que es racional es real”). La aniquilación de lo particular, o lo que es lo mismo, la voluntad de alcance inmediato de la universalidad es el pecado que lleva automáticamente a la autodestrucción. Ese formalismo, que también es fichteano (y aquí se inicia la toma de interés que anunciamos unas líneas atrás) hace que la voluntad moral en realidad se quiera a sí misma, consistiendo únicamente en un proceso desfinalizado disimulado detrás de la apariencia de la búsqueda de un fin, el Bien, cuya realización, lo vimos acabaría con toda postura moral en el sentido en que ésta implica una voluntad (transformativa), que también sólo se perenniza postergando indefinidamente el alcance de lo que pretende querer conseguir (el deber ser del mundo). Esa inconsistencia de la voluntad es para el autor de La fenomenología del espíritu la prueba de su finitud.
Al contrario, la voluntad universal tiene según Hegel que reconciliarse con la voluntad particular y no oponerse a ella. Esta voluntad, cimiento de la razón práctica kantiana, que Hegel llama la postura ético-práctica, no sólo es finita, sino que es desde este punto también de vista irracional. Y será precisamente por motivo de la autovolición a la que acabamos de aludir, perfectamente concebida por Hegel como la contracara de la racionalidad fenoménica sobre la que tanto Schopenhauer como Nietzsche asentarán gran parte de su propuesta filosófica. El formalismo de Kant, Fichte, y hasta de Schelling, también es la vía del esoterismo, porque postula el carácter inalcanzable y heterogéneo del absoluto, condenado por lo tanto a la indeterminación, ya que este absoluto nunca se ve o concibe como proceso en efectuación: al contrario, para Hegel, el absoluto es asequible porque se manifiesta en la efectividad mediante todas las diferencias de ésta última. Lamenta así Hegel en la degradación de la revolución el advenimiento de un estado abstracto y formal, sin relación con la historia, desprovisto de sustancia ética. Y la crítica hegeliana del formalismo es, pues, crítica de la erradicación de las masas espirituales (organizaciones sociales), por particulares.
Toda la argumentación anterior se expone por supuesto al contraargumento dialéctico: finalmente, bien puede dialécticamente la voluntad negarse a sí misma como voluntad o siempre diferir de sí misma. Pero aquí el negarse a sí misma de la voluntad es problemáticamente su único modo de subsistencia. Y sobre todo, mucho más grave para Hegel, implica una incompatibilidad o escisión definitiva e irreconciliable entre teoría (lo que afecta querer) y práctica (lo que quiere en realidad). Trías parece concebir en términos relativamente cercanos esa tensión:
La concepción moral del mundo, que se corresponde con la ética kantiana, expresa así su propia contradicción. Se trata de una moral en la que la autodeterminación del sujeto se realiza sólo de manera intencional, o en la que hay una desconexión flagrante entre intenciones y acciones. La intención es universal; la concreción activa, particular. La universalidad de la máxima choca con los modos de concretarse en cada situación (Trías, 2005: 86).
Y hay otro argumento en Hegel: el de la progresividad necesaria al despliegue dialéctico, a la mediación por la efectividad. Al revés, el terror aparece como la impaciencia de la revolución en querer erradicar su antítesis cultural e histórica, en vez de absorberla, lo que la encamina hacia el desastre. El anhelo de esta instantaneidad o inmediatez aparece entonces, entroncando perfectamente con la irracionalidad evocada anteriormente, como una forma de misticismo político. Y esta impaciencia nos permite profundas conexiones con la propuesta fronteriza o limítrofe emblemática de la filosofía de Trías. Una de ellas puede ser sugerida por la formulación del historiador francés François Furet de las ideas que acabamos de recordar: la “Revolución no tiene limitaciones objetivas, sólo tiene adversarios”4 (Furet, 1978: 77). Se convoca así la segunda frontera definida anteriormente en este párrafo por Bouton: la de la inmanencia demiúrgica (si el cerco fronterizo sitúa al sujeto, por lo demás bastante clásicamente, entre el animal y el dios). Si seguimos al hegelianista francés, tenemos la confirmación de que la actualización hegeliana del en sí en para sí es totalmente deudora de la dynamis aristotélica (Bouton, 2004: 176). Y lo que nos interesa aquí es que la transposición de esa dynamis al campo histórico tiene modalidades específicas: implica en efecto que los acontecimientos nutriendo la trama de la historia no “vienen de fuera, como si fueran cambios totalmente repentinos: al contrario, son fruto de una lenta maduración, de un desarrollo interior que preside su manifestación concreta”5 (Ibid.). Esa misma progresividad es pues la modalidad que distingue, por un lado, el desarrollo o despliegue “natural” o de los seres orgánicos y, por otro lado, el despliegue histórico del espíritu. Herder, de quien Hegel retoma esa idea de desarrollo, no hacía esa distinción. Para Hegel en cambio, sólo en la naturaleza se efectúa el despliegue “de forma inmediata sin oposición ni obstáculo, ya que nada puede inmiscuirse entre el concepto y su realización”6 (Ibid.). Tal es el indebido postulado del Terror, que desconoce que el despliegue del espíritu, en cambio, sólo puede implicar un trabajo duro y duradero, puesto que el paso de la determinación del espíritu a su realización “está mediatizado por la conciencia y la voluntad”7 (Ibid.: 177). Respecto a la topología fronteriza, sabemos que “la medida humana se reconoce entonces limítrofe entre la condición animal y divina, o entre la inclinación defectiva a mantenerse en la matriz física o la inclinación excesiva por ocupar el lugar de los dioses” (Trías, 2003: 50). Y entendemos entonces que el Terror se desborda por ambos lados. Por una parte, los jacobinos anhelan la inmediatez animal/natural de la efectividad. Por otra parte, y en conformidad con el recelo o la duda hegeliana sobre la capacitación en términos de praxis de los revolucionarios, la inmediatez o impaciencia que les achaca el autor de la fenomenología a los protagonistas del Terror también puede pensarse en términos de hybris. Es decir, autoendiosamiento que, nos dice Trías en La política y su sombra, es “propensión común a la humanaconditio” (Trías, 2005: 160-161). Pero precisamente en el sentido en que se activa la literalidad y la reflexividad del límite como necesaria autolimitación: la desmesura sólo traduce un defecto de vigilancia: una “tendencia espontánea a perder de vista que el lugar mismo de nuestra propia realización y destino es ese limes que nos define y constituye” (Ibid.: 161). La humildad del limes a igual distancia de la regresión matricial a la naturaleza y de la desmesura metafísica enfoca por supuesto este último término. “No hay res publica donde sólo hay hybris sin conciencia de límite. La tiranía, en todas sus formas, no conoce ni reconoce límite alguno” (Trías, 2023: 284) afirma así Trías en una entrevista publicada en 1999 en el Diario de Sevilla.
Enunciación
Esa presentación del limes como equilibrio o término medio (¿prudencial?), y también como autolimitación, tiene en la obra del autor una modalidad marcadamente lingüística. Lo que orientará este último tiempo de nuestro trabajo sobre la dimensión política de lo universal en Trías hacia consideraciones más éticas y por lo tanto individuales. Leemos así en Ética y condición humana que “La buena vida se alcanza sólo si se llega a «ser», por la mediación de un imperativo (como el pindárico), eso que el hombre, virtualmente, «ya es» (habitante de la frontera, equidistante de lo físico y de lo metafísico, o de lo animal y lo divino)” (Trías, 2003: 50).
Nos interesaremos pues primero en esta piedra de toque de la obra que es el mandamiento “llega a ser lo que eres”. Empezando por recordar que, si, peca por hybris la pretensión metafísica, también hay repudio fronterizo de la pretensión metalingüística. El metalenguaje pretende en efecto ser una abstracción de toda circunstancia o determinación, un punto de vista absoluto, que es precisamente lo que la pragmática lingüística, originada en el segundo Wittgenstein, rechaza, implicando una ponderación sistemática por el contexto del contenido semántico de todo enunciado. Se desbanca así una forma de absolutidad del sentido. Y es la primera virtud de ese imperativo pindárico, debido a su forma abierta o tautológica. Abierta, precisamente porque su aparente cerrazón o circularidad literal, ya que para el sentido común y gramatical, precisamente ya somos lo que somos, es una palanca inferencial, una incitación automática para el receptor, del que es un reflejo que nos atrevemos a llamar antropológico o universal, a que compense esa insuficiencia semántica. La modalidad tautológica del “llega a ser lo que eres” va así, desde esta perspectiva inferencial presentarse como formal, abrir (en francés hablamos de un appel d’air) una brecha interpretativa, vaciando o neutralizando el lugar de la reiteración de lo mismo, y convirtiéndolo en variable predicativa no saturada: de “los amigos son los amigos”, pasamos así a “los amigos son X”. Y es precisamente aquí donde conectamos con la dimensión enunciativa o wittgensteiniana: el sentido está desabsolutizado y la referencia, en parte modulable en función del contexto. Desactivamos voluntariamente aquí, a sabiendas de que lo tratamos hace muchos años en otro trabajo sobre Trías (2014), la aprensión de la tautología como afirmación discursiva de pura autoridad eximiéndose de toda mediación argumentativa (“las órdenes son las órdenes”). Y en primer lugar, porque la circularidad del imperativo pindárico, “llega a ser lo que eres”, no implica ninguna forma de heteronomía literal o concreta: precisamente porque está insaturada. Y la plasticidad de esa dimensión formal tiene para Trías una ventaja inestimable. Hace que nadie pueda hegemonizar la presunta universalidad o absolutidad del imperativo moral: “Si ese imperativo fuese material, o determinara máximas concretas y específicas, haría imposible la libertad, o destruiría toda posible responsabilidad; su pretensión de universalidad quedaría, además, completamente desguarnecida” (Trías, 2003: 73).
También nos interesa la dimensión simbólica o analógica, de este enunciado, bastante profunda y totalmente consistente con la propuesta del autor. La tautología, como lo que circunde el limes, se piensa, acabamos de verlo, como a la vez al exceso y defecto: semánticamente, es un pleno (A=A) que provoca un vacío (A=X). En su circularidad referencial, la tautología también es imagen del cerco. Y lo que hace es circunscribir o clausurar saludablemente en primera instancia (literal) el sentido para sólo abrirlo simbólicamente o interpretativamente: es decir cautelosamente y no categóricamente. Eso sería lo fronterizo: adverso a las certezas del sentido literal. Un mandamiento como “obra de tal modo que llegues a ser lo que eres, verdadero habitante de la frontera, límite y confín del mundo” (Tras, 2023: 284) apela así por vía de esta insaturación a “la distinción entre lo humano y lo inhumano, o entre la condición fronteriza y la sombra ética” (Trías enAlemán & Larriera, 2020: 65). Si queremos dar un paso suplementario hacia la simbología, podemos referirnos a la duradera hegemonía lingüística de la referencialidad que Trías llama apofántica (Trías, 1991: 2338). Lo predicativo o la asertivo fue, como sabemos, en los años cincuenta del siglo XX, ponderado por otras “funciones del lenguaje”. La insuficiencia predicativa de la tautología puede desde esta perspectiva asumirse simbólicamente como la reivindicación de un relevo de lo predicativo por lo a-predicativo: expresivo, fático, poético, etc.). De ahí la sintonía de Trías con un filósofo como Stanley Cavell, también confirmado músico acerca de la problemática de la Voz. Una voz entendida (el término está mal escogido: oída) de forma proto o prelingüística (Ibid. 234), o por lo menos anterior al logos, y dirigiéndose sin resto, como la música, a la sensibilidad. Y por supuesto, apunta a una forma de transcendencia, del mismo modo que el símbolo apunta hacia una exterioridad y heterogeneidad –más allá de toda literalidad– del sentido: “Eso a lo cual el símbolo se refiere es un Enigma. Éste es la «voz» del cerco hermético, o cerco que se repliega en sí” (Trías, 1991: 36)9.
Trías también capitaliza por supuesto la dimensión ontológica de una interpretación del imperativo pindárico declarando que el sujeto nunca coincide consigo mismo, nunca es, sino que perpetuamente deviene, etc. Todo eso es coherente con la diacronía de la dynamis, llamando en efecto, literalmente, a la realización de las virtualidades, pero con una saludable vía de escape lingüística. La futurición o diacronía enunciativa, del “llegar a ser” perpetuo work in progress¸ impide en efecto caer en todo tipo de sustancialismo o coincidencia consigo mismo. Y, precisamente por esta progresividad, subsiste algo de hegeliano a pesar de ese formalismo. Lo que no es anodino porque los exegetas hegelianos, lo vimos, asocian directamente el puro formalismo del imperativo moral a la inmoralidad (“El formalismo moral conduce al resultado inmoral de conferir una forma absoluta a una determinación relativa”10Gilson, 1986: 59). Del mismo modo que opusimos la temporalidad del despliegue natural, la teleología del espíritu es distinta del mecanismo natural donde las determinaciones (las causas de los procesos) siempre son exteriores. A esta necesidad externa, se opone la autodeterminación concebida como finalidad inmanente e interna. Pero, y aquí está lo importante respecto a la propuesta de Trías, dicha oposición explica la importancia concedida a “la exigencia socrática de autoconocimiento como conocimiento de la propia alma; el imperativo «conócete a ti mismo» es un mandamiento interior”11 (Bouton, 2004: 160). En Hegel, entendimos que esta interiorización es precisamente la condición para que este imperativo no se experimente como mandamiento exterior o externo. Lo que por supuesto no le importa a Trías, mucho más kantiano: el cerco hermético aludido previamente siendo en efecto “lo que Kant, rigurosamente, llamaba la «cosa en sí»” (Trías, 1991: 36).
Nuestro último objeto de rastreo es la axiología de la ficción sugerida por el texto de 1976, en el sentido en que la ficción es indudablemente un concepto rescatado en la parte ulterior de la obra. Precisamente porque la propuesta filosófica central del autor va a integrar un dispositivo enunciativo. Trías, lo entrevimos, quiere oponer lo metalingüístico a los “juegos de lenguaje” del segundo Wittgenstein. En estos últimos “siempre plurales, complejos y diversos, quedan involucrados todos los componentes contextúales en los cuales la acción se inscribe” (Trías, 2003: 184). Lo que permite al autor asociarlos a “marcos narrativos” (Ibid.: 183). Esas narraciones constituyen así una mediación entre “la proposición ética y la respuesta personalizada” (Ibid.: 184). Y hasta afirma Trías en La política y su sombra que “nuestra naturaleza subjetiva no posee otra sustancia y materialidad que la tan etérea y sutil del entramado de narraciones que forman nuestra propia existencia” (Trías, 2005: 112). Esas narraciones presentadas dos años antes como la savia misma de la subjetividad entroncan con lo que vimos acerca de la esencia. Pero recuerdan sobre todo a Paul Ricœur y a su concepto, acuñado a mediados de los ochenta, de identidad narrativa. Ricoeur comparte varias cosas con Trías: unafuerte inspiración en Hannah Arendt, pero también, una profunda reflexión acerca de la “inteligencia prudencial” y lo que Ricœur concibe como su duplicidad. Según el filósofo francés, el razonamiento práctico sólo corresponde al “segmento discursivo de la frónesis. Ésta subsume un cálculo verdadero y un deseo recto bajo una norma –un logos– que, a su vez, implica la iniciativa y el discernimiento personal”12 (Ricœur, 1986: 247). Ricœur alude por supuesto aquí a Kant, al hacer de la prudencia (frónesis) algo que precisamente excede la discursividad formal y la incondicionalidad del imperativo, al reinyectar en esta inteligencia prudencial una dimensión encarnada y pasional. Ésa, precisamente, que Kant descarta del ámbito moral llamándola “hipotética” y asociándola con la toma de interés, instrumental. Al contrario, se reintroduce aquí una dimensión interesada (“cálculo” y “deseo”), y concretamente hegeliana (rescatando las pasiones, que Kant califica de patológicas). Y esta dimensión individual es muy coherente con la toma en cuenta por Ricœur de lo que llama nuestra ipseidad, que entendemos como otra variación posible de una concepción dinámica de la esencia, y que el francés presenta como constitutiva de nuestra identidad. La ipseidad informa así “la diferencia entre identidad formal sustancial e identidad narrativa”13 (Meillassoux, 2007: s. p.). Esta identidad narrativa se presenta como una perpetua agentividad del sujeto (un renacimiento en palabras de Ricœur) que se apropia de su existencia al configurar o articular lo que le parece significativo en ella. Pero se trata de una significación nunca fijada o definitiva. Es un tiempo puesto en intriga: un tejido de historias verídicas o ficticias que el sujeto cuenta sobre sí mismo. Lo que tiene una dimensión ética: la ipseidad es la capacidad de siempre responder de sí. Una capacidad de atestación: atestiguar de sí mismo ante los demás. La parte constitutiva de la imaginación o ficción al mismo título que la auctorialidad de la economía del relato, incluye, y eso importa sobremanera para Trías, todos los deslices de tipo lapsus en cuanto son claras modalidades de la poïesis tantas veces reivindicada por él.
Conclusión
Desde el punto de vista kantiano, es decir desde el punto de vista práctico, existe un hiato insuperable entre voluntad general o universal por una parte, y voluntad individual o particular por otra. De ahí la fatalidad de una coacción, que toma la forma lingüística del imperativo categórico, para que la moral, entendida como Bien común, sea acatada por el individuo. Pero el límite del kantismo es que paradójicamente la esfera del individuo es la única factible para el recibimiento de este imperativo: cuando se pretende a la validez intersubjectiva, o colectiva, de una interpretación particular de la variable insaturada del imperativo (“debes…”), empiezan los problemas. Salvo, por supuesto en las teorías políticas posmarxistas contemporáneas, como las de Ch. Mouffe o E. Laclau que conciben lo universal como la hegemonización de un lugar formal vacío por un contenido particular: hegemonización, eso sí, que tiene que declararse como tal. Pero, pese a las afinidades de Trías con J. Alemán y S. Larriera, tal no es su perspectiva. En este sentido, entendemos, en el sistema de Trías, el paso por Hegel y su pensamiento de la revolución, y sobre todo del episodio del Terror, como un toque de atención acerca de la dificultad o incluso imposibilidad de trasladar el formalismo ético hacia el campo político. Trías, de cierta forma quiere dar garantías de que es plenamente consciente de esta imposibilidad y que es por lo tanto de forma deliberada como zanja finalmente a favor de su coherencia sistémica, que en la especie es una clausura: si se quiere seguir con el formalismo, indispensable a su dispositivo enunciativo y a su topología fronteriza, en resumidas cuentas, si quiere permanecer fiel a su trademark, que es lo que le da visibilidad y posteridad como objeto potencial de estudio, o siquiera como vulgata, lo que es siempre la clave del éxito filosófico extraacadémico (¡cuántas vulgatas de Foucault o del mismo Hegel!), tiene, de alguna manera, que abstraerse del ámbito estrictamente político.