A la sombra del Padre muerto: Trías y la política del espíritu
Resulta llamativa la ausencia de una reflexión política profunda en la producción filosófica de Eugenio Trías. La historia parece mostrar, irónicamente, la ceguera de los filósofos hacia realidad política, social e histórica. Ya Blumenberg ironizaba sobre la leyenda de Tales quien, ocupado en contemplar el cielo, era incapaz de salvar el foso que se abría ante sus pies (Blumenberg, 2009: 8-12). También Edward Said, analizando el caso Heidegger en su relación con el nazismo, volvía sobre esta falta de realismo político de los filósofos. No obstante, Trías no responde a esa visión del filósofo que vive en el cielo y no sabe dónde pisan sus pies. Al contrario, toda su producción articulista (que se entiende a casi cuarenta años, desde sus inicios en Tele/exprés hasta su etapa final en el ABC, después de haber colaborado durante décadas con El País) muestra un Trías profundo conocedor de su época histórica, así como de los grandes acontecimientos políticos que le tocaron vivir, tanto a nivel internacional como nacional. Además, fiel a su concepción del intelectual comprometido, tan en boga en la Francia de Mayo del 68, se mantuvo siempre activo dejando oír su voz en el espacio público, tomando partido en todas las controversias que le parecían relevantes, sin eludir sus responsabilidades por miedo a ser etiquetado o marginado por sus ideas (Trías, 2001; Trías, 2018).
Dicha actividad pública no va acompañada de una filosofía ni una teoría de lo político en su propuesta filosófica, aunque sí de una profunda concepción del poder1. Esta ausencia resulta aún más llamativa, proviniendo su autor de una familia burguesa fuertemente comprometida en la esfera política. Dicha ausencia puede explicarse, en parte, por la decisión de Trías de centrar toda su filosofía en su propia vida (Trías, 2003: 372-394), tomada tras su militancia en distintas instituciones de carácter religioso (jesuitas, Opus Dei) y político (PSUC), donde tiene clara conciencia de encontrarse constreñido y ver peligrar su libertad, traicionando su carácter. Esta opción fundamental de vida lo aleja, y mucho, de los pensadores marxistas, católicos o republicanos de su época, acercando sus planteamientos a los de los existencialistas. Pero sigue siendo un misterio por qué Trías, educado en una familia donde la política lo mediatizaba todo y tenía una gran presencia, evita en todo momento realizar una filosofía política.
Seguramente en esta decisión personal pese la presencia, nunca olvidada por Trías, de la política en la casa de su Padre muerto2. Esa presencia paterna, identificada de un modo especial con la política, constituye la verdadera sombra de la filosofía del límite. La filosofía del límite ha hecho dialogar a la razón con sus sombras (lo siniestro, lo diabólico, la pasión, lo simbólico, el cerco hermético) pero en esta filosofía, de marcado carácter estructuralista y binario, la sombra que sale a la luz no es la verdadera sombra. Trías es consciente de que la verdadera sombra no es nunca la que uno ve sino aquella que se le oculta y retrae. De este modo podemos decir que la ‘política’ no es otra cosa que la verdadera sombra en la filosofía del límite. Para mostrar que la política es la “sombra del Padre muerto” en la filosofía del límite, abordaremos el pequeño opúsculo que Trías dedicó al tema: La política y su sombra, escrito en el año 2005.
1. Religión y política
En el año 2005 Trías venía de haber realizado una profunda exploración en el ámbito más preciado para él: el de la religión. Desde la década de los años noventa Trías se dedica a desandar el camino realizado, retornando a los orígenes mediante una peculiar travesía personal de vuelta a casa, en la que lo religioso ocupa un lugar central (Pérez-Borbujo, 2005: 269-303). Ese periplo queda fielmente reflejado en su opus magna, La edad del espíritu, un espectacular ejercicio de reconstrucción de la memoria para verse a sí mismo desde fuera (Trías, 1994: 615-643). Esa reconstrucción supone un fascinante viaje a Oriente Medio, hacia lo extraño, para llegar a tomar plena conciencia de su propia tradición cultural-religiosa.
A ese monumental viaje le seguirán, como colofón, tres obras de referencia: Pensar la religión (1996), Diccionario del espíritu (1996) y Para qué necesitamos la religión (1996). En ellas Trías advierte ya del retorno de lo religioso, que responde en su opinión al vacío ideológico dejado por el fin de la Guerra Fría, con su política de bloques, tras la caída del muro de Berlín. Ese retorno de lo religioso corre el riesgo de presentar su lado más obsceno, incluso siniestro, si la filosofía se desentiende de él. Trías fue, en este aspecto, un pionero que se adelantó casi una década a la preocupación mundial por lo religioso a raíz del atentado de las Torres Gemelas. Ya el encuentro propiciado por Vattimo y Gadamer en Capri en 1996 vino a confirmar que Trías había sido un visionario en este terreno, mientras que algunos filósofos contemporáneos, como Habermas, tardaría todavía una década en despertar de su sueño de laicidad y eticidad puras (Habermas, 2006: 121-159).
Gracias a esa incursión en el ámbito de las religiones Trías descubrió el papel del símbolo (Trías, 1994: 30-31), elemento fundamental de toda razón humana. La epistemología de Trías, elaborada junto con su ontología limítrofe, en La razón fronteriza (1999) es resultado directo de su reflexión en torno a lo religioso. El lenguaje simbólico determina el origen de la Humanidad, sus primeros pasos en esta tierra, mientras que la razón supone una inhibición del simbolismo, religioso y artístico, para dar lugar a las ideas y categorías. Toda razón se encuentra hermanada con un simbolismo que le es innato e inherente.
A esa reflexión de carácter epistemológico siguió, como no podía ser de otra manera, la exploración del uso práctico de esa razón: el barrio ético. Será en Ética y condición humana, aparecido en el año 2000, donde Trías intente unir la ética deontológica, de cariz transcendental, con la ética de la felicidad o la buena vida –Kant con Aristóteles–, reformulando la ética prudencial de éste en una nueva forma de ética fronteriza, susceptibles de exceso y defecto, con la que Trías empieza a reflexionar sobre el problema del mal.
El mal –Trías lo denominará más tarde lo diabálico, en referencia a lo simbólico– había estado presente en el primer estadio de su filosofía bajo la figura de una pasión erótica, de naturaleza compulsiva, que producía ceguera y extravío; un poder dislocante, autopunitivo y lacerante, que no permite paz ni reposo (Trías, 1979: 15-31). Ese principio (ángel de satanás paulino o la famosa espina en la carne kierkegaardiano) es teorizado, en esta primera fase de su filosofía, bajo el concepto de sombra: lo excluido y expulsado por la razón al exterior, en un vano esfuerzo de exorcización. El número de pensadores que coincide con Trías en esa especulación en torno a la sombra y a lo siniestro (Goethe, Schelling, Hegel, Kierkegaard, Freud, Nietzsche, Lacan, Heidegger, Schmitt) conforman una nómina interminable, y de todos conocida.
Pero esa sombra, mal amorfo y siniestro, aún no había mostrado su verdadera raíz: su lado ético. Aparecía tan sólo como fatalidad pasional, destino ciego; ley interna que el sujeto padece, pero no puede evitar. El mal en el joven Trías no era aún una acción libre, responsable y comprometida. Será ahora, en el espacio ético, donde el mal deje de aparecer como incitación de raíz ontológica para hacerlo como decisión y opción. Frente a él se deja oír el bien, en forma de imperativo de la voz del Padre muerto, silencio admonitario que se deja sentir en el corazón. La ética como voz silenciosa que clama en el extravío, en el retorcimiento, en el mal. Trías coincide con Kierkegaard y Wittgenstein en la concepción del daimón como voz admonitoria pero no activa. ‘Voz del Padre muerto’, ‘silencio admonitivo’, ‘daímon’ son las figuras centrales de esta ética en la que el individuo peligra en su realización de su aventura vital.
Como profetizó en El lenguaje del perdón, el individuo que se sabe perdido y extraviado, inicia su vuelta a casa con la confesión del mal propio y la petición de perdón, con el reconocimiento de que “nada de lo inhumano le es ajeno”, siendo lo “inhumano siempre una posibilidad implícita de lo humano”, constituyendo dicho reconocimiento el inicio de toda vida ética. De este modo, el simbolismo religioso y ético constituyen los fundamentos ontológicos de toda concepción de lo político.
2. La ciudad y la política del límite
El otro gran precedente de La política y su sombra es Ciudad sobre ciudad. Arte, religión y ética en el cambio de milenio, publicado en el año 2001, donde simboliza su filosofía del límite bajo la rúbrica de la ciudad. La verdadera política para Trías, como buen burgués y platónico, no puede ser otra que la ciudadana. La ciudad es el más poderoso emblema del alma humana; de ahí que, si la condición humana se define como condición fronteriza, deba corresponderle una ciudad del límite: una ciudad para un ser fronterizo. La propuesta filosófica de Trías se organiza en torno a una ciudad fronteriza que ha de servir de modelo ideal para la construcción de la ciudad real.
Durante sus años de docencia en la facultad de arquitectura de Barcelona, Trías dedicó una esmerada atención al estudio y análisis de la obra de Joseph Rykwert, La idea de ciudad. Antropología de la forma urbana en Roma, Italia y el mundo antiguo, en la que describe los ritos fundacionales de las ciudades antiguas, sobre todo romanas. Esos ritos consistían básicamente en proyectar una ciudad ideal, contemplada en el cielo, sobre la superficie terrestre. El ritual romano de fundación de ciudades mostraba cómo la ciudad real, con su cardus y su decumanus, su submundus y su mundus, era el trasunto de esa ciudad ideal, a la que se aproximaba aspirativamente (Ryckwert, 2002: 76-104).
Ya Trías, en El artista y la ciudad, –la cual recoge parte de su tesis de licenciatura en torno a la idea de Bien en Platón– se había interesado por el problema platónico de cómo pensar el regreso del Político-Rey, tras contemplar el bien más allá de las Ideas, para liberar a sus compañeros, que aún habitaban en el fondo de la caverna. La ciudad es el marco de referencia de una teoría del alma que intenta concebirse unitariamente en su pluralidad, de ahí que toda propuesta filosófica dibuje una ciudad ideal.
Tras su descubrimiento de la noción de ‘límite’ en Los límites del mundo (1983), Trías se ha dedicado a explorar y colonizar los distintos ámbitos en los que dicha idea puede desarrollarse y volverse fecunda, espacios que darán lugar a los barrios de esa ciudad ideal, en la que su propuesta filosófica adquiere su propia fisonomía arquitectónica: el barrio estético, explorado de un modo sistemático en su Lógica del límite, con su teoría de las artes; el barrio religioso, que como ya hemos visto ocupó su labor en la década de los años noventa (La edad del espíritu, Diccionario del espíritu y Para qué necesitamos la religión); el filosófico (Límites del mundo, Aventura filosófica y La razón fronteriza) y, finalmente, el ético (Ética y condición humana).
Nuestro autor entiende la ciudad del límite, conformada por estos cuatro barrios (filosófico, ético, estético y religioso), como la plasmación de la razón fronteriza, y su suplemento simbólico, en sus dimensiones teórica y práctica. La política no es asignada a un barrio determinado de la ciudad del límite ya que Trías, al igual que Aristóteles, concibe la política como una prolongación de la ética en el espacio público: un trasvase del saber sobre el alma del ámbito privado al público. Además, la política, como ciencia de la totalidad, corresponde a la doble naturaleza de la ciudad en su dimensión real e ideal, siempre conflictiva e irresoluble. Por eso Trías finaliza su Ética y condición humana con una reflexión en torno a la necesidad de articular los tres grandes ámbitos del mundo contemporáneo: el casino global (con claras referencias a las tesis sobre la aldea global de MacLuhan), el santuario local (referencia obligada de lo ‘matricial’, muy presente en el auge imparable de los nacionalismos) y la ciudad, verdadera ciencia del alma, cuna de la virtud cívica, que ha de mediar entrambas (Trías, 2000: 135-138).
En su obra El pensamiento cívico de Joan Maragall (1983), fundamental para entender la concepción política de Trías, su autor se acerca al análisis que Maragall dedicó a la semana trágica de Barcelona, cuna de la civilidad burguesa catalana, con su desarrollismo y modernismo, que, junto con Madrid, debía conducir una España invertebrada, y en peligro de ruptura, hacia una ansiada y nunca alcanzada Modernidad.
Pero para que ese proyecto futuro pudiera hacerse realidad debía atenderse el sabio consejo de Maragall en su Oda a Barcelona: anarquistas, comunistas, socialistas, liberales, republicanos, burgueses, sindicalistas; todos ellos, debían reconocer su parte de culpa en el conflicto fratricida que había llevado a la destrucción de la ciudad y pedir perdón como único camino para volver a alcanzar la paz cívica y social, condición de un nuevo inicio. Si realmente Barcelona consiguió renacer de sus cenizas, y ser un modelo de progreso, fue debido a esa conciencia ética que produjo el perdón social. La ciudad, marco verdadero de la convivencia y el perdón, sede de la verdadera comunidad, constituye el referente obligado para la concepción política de Trías.
3. Bajo el signo de Caín: del miedo al terror
La conciencia humana revisitó el segundo milenio con voluntad apocalíptica. Trías aprovechó esta ocasión para releer la tradición milenarista, nacida de las profecías de Nostradamus, divulgadas por el monje calabrés Joaquín di Fiore, quien fuera el primero en proyectar la figura trinitaria a la historia, permitiéndose hablar de una edad del Padre, del Hijo y del Espíritu. Esta edad del Espíritu debía llegar después de un período sin precedentes de crisis y apocalipsis. De este modo, el atentado de las torres gemelas en el 2001, y la posterior guerra de Irak, vendrían a confirmar a los contemporáneos lo que desde hacía cuatro décadas se estaba gestando: el apocalipsis.
El retorno de lo religioso, como ya predijo Trías en el año 1994 e incluso antes, venía a llenar el vacío ideológico que se produjo tras el final de la Guerra Fría, vacío que se manifestaba como malestar de la cultura, en la conciencia hastiada y cansada de la crisis en Occidente. Ese malestar derivó hacia una conciencia, poco esclarecida, de naturaleza apocalíptica. La pérdida de dimensión de futuro, el final de los proyectos utópicos, la renuncia a cualquier forma de progreso, la crisis ecológica y todas las formas de distopías (capitalismo de la vigilancia, revolución de las máquinas en forma de ciborgs, etc.) parecían amenazar, por dentro, a los Estados democrático-liberales de las sociedades del bienestar de los países ricos del primer mundo, precisamente cuando parecían haber salido como potencias triunfantes frente al comunismo.
Este cansancio3, acompañado de una aguda conciencia apocalíptica, explican, junto con el impacto del atentado de las Torres Gemelas, el tono de este pequeño opúsculo de Trías. En el aire resonaban aún las teorías de Huntington sobre el choque de civilizaciones; las de Assmann y Sloterdijk sobre los monoteísmos como origen de toda violencia (Sloterdijk, 2011: 23-45); la reclamación de Onfray de una vuelta a una sociedad radicalmente laica, de raíz atea (Onfray, 2006: 14-36); todas ellas, manifestaciones de una época de desconcierto, inseguridad y miedo.
Como ya vimos, la política no es para Trías un barrio específico de la ciudad ideal sino la acción proyectiva de la ciudad ideal sobre la real; el esfuerzo humano por dar forma ideal a lo real, por transformar la Tierra en un trasunto del cielo:
Y es que la inteligencia no se satisface únicamente con las modalidades de realidad que se le presentan. Apunta también a aquellas posibilidades respecto a las cuales cabe la forma de una construcción de nosotros mismos, o de sintonía entre lo que somos en tanto que personas, la ética correspondiente a la personalidad, y la proyección de la persona en su relación con la ciudad, de manera que pueda dibujarse el ámbito de una posible filosofía política. (Trías, 2005: 27).
En esta concepción de lo político queda clara la herencia platónica de Trías, quien prima el idealismo como reino de la posibilidad frente a la facticidad de lo real. Ideal-realismo ha sido siempre el terreno de la filosofía del límite. No obstante, es visible una poderosa impronta protestante, casi luterana, de su pensamiento en esa concepción de la imagen del cuadrilátero (profundamente pitagórica, como el Timeo platónico, del que esta obra es una parodia apocalíptica) con el cual arranca el texto, en el que los lados de libertad, justicia y felicidad (emblemas del liberalismo y socialismo utópico) son contrarrestados por el gran problema de la Modernidad: el de la seguridad. El nacimiento del Estado, el nuevo Leviatán, es fruto del miedo y el terror como emoción pre-política de lo político; ese miedo al otro que ve en la alteridad un peligro potencial, y que hace de la violencia condición misma de lo humano. El profundo pesimismo antropológico de la Modernidad, que se tiene por realista y verista, absolutiza la condición conflictiva de las relaciones humanas en el ámbito social.
Será Hobbes, en pleno período de las guerras de religión, cuando el terror domina toda Europa, quien abogue por un espacio social seguro, en el que impere la paz como gran valor (y su cohorte de virtudes cívicas (tolerancia, respeto, razonabilidad, etc.), recurriendo para ello a la exigencia del monopolio de la violencia en el Leviatán, símbolo bíblico de la gran máquina del Estado moderno. Pero este monopolio de la violencia, concentrado en el Poder Soberano, exige la renuncia al propio poder, la servidumbre voluntaria, como decían Boëtie y después Stirner, en favor de una cierta seguridad que minimice el poder de la violencia individual y anárquica, que amenaza con una guerra de todos contra todos. Foucault mostró con claridad cómo de aquí nacería el Estado policial y administrativo moderno, que se volverá después el Estado de vigilancia, con la terrible merma de las libertades individuales, en los regímenes totalitarios.
Trías ve en la seguridad la confrontación de lo humano con lo inhumano: con la barbarie y la desmesura. De ahí que exista una tendencia de la seguridad a totalizarse, a dominar a las otras dimensiones de lo político (libertad, justicia, felicidad), arruinándolas. En esta pasión por la seguridad (verdadera obsesión en la época de los atentados a las Torres Gemelas), la cual “más que una idea, constituye una instancia con propensión dia-bálica, por usar mis propias expresiones, que es siempre piedra de escándalo” (Trías, 2005: 36).
Este principio de seguridad, verdadera obsesión moderna, se vuelve un principio de muerte y destrucción. Por eso constituye la verdadera sombra del pensamiento político moderno que acabará irrumpiendo en su fase final. Como dice Trías:
Constituye una latente objeción que corroe críticamente desde el comienzo de la modernidad nuestra propia condición moderna; la cual se encuentra mucho más en su elemento, o en sus aspiraciones, a través de otras ideas o valores, como las citadas de igualdad, libertad, justicia o hasta fraternidad, según lo atestiguaron los revolucionarios franceses. (Trías, 2005: 37)
Con este prólogo, que identifica verismo político con la seguridad frente a la violencia potencial, queda escrita la crítica de Trías a la concepción moderna de lo político, de raíz maniquea y pesimista, sumida en una espiral de violencia autodestructiva. Es fácil percibir, en ámbito privados y personales, que el único tabú que la Modernidad no se ha atrevido a levantar es el tabú sobre la violencia, tan represivo y represor que acaba estallando por los aires. No obstante, Trías busca la mediación entre un platonismo idealizante y el realismo moderno, tendencias que tienen que compensarse y corregirse, la una a la otra, haciendo de la política humana, un equilibrio de contrarios.
4. La política del Espíritu: miedo, revolución, totalitarismo y terrorismo
La política y su sombra es, en realidad, un viaje histórico como el de La edad del espíritu, que partiendo de los inicios de la Modernidad (Hobbes) llega hasta nuestros días. Esa historia está escrita, como hemos visto, bajo el signo de Caín:
De hecho la historia humana no surge de la expulsión del Edén, que constituye más bien un acontecimiento mítico (simbólico y protohistórico). Nuestro primer padre no es Adán sino Caín. La historia humana tiene su origen en un fratricidio originario. (Trías, 2005: 45)
Esta historia de la política moderna es una historia del espíritu elaborada desde la sombra de lo humano, desde sus tinieblas: la violencia como corazón mismo del espíritu. Trías entiende la noción de ‘espíritu’, desde una teoría afín a Hegel, como fuerza de abstracción y universalización, que por su propia dinámica no tiene otro destino que acabar en el anarquismo actual, de un paradójico individualismo mundializado. Esta historia muestra cómo la conciencia individual se va universalizando internamente, cómo el alma pasa a ser ciudad y después imperio, para volverse finalmente mundial o global. Si Trías hubiese conocido personalmente a Sloterdijk se sorprendería de ver cómo su concepción de la historia occidental coincide exactamente con la trilogía (esfera, globos y burbujas) descrita por aquél4.
La primera edad de esta historia moderna del espíritu es una física del espíritu, el estado de naturaleza como una forma de rivalidad congénita entre los seres humanos (homo hominis lupus est), un verdadero estado de guerra de todos contra todos (bellium omnia contra omnes), del que el hombre sale renunciando a su libertad y poder propios, en favor de la seguridad, tal como la describe Hobbes en su Leviatán.
La segundad edad será la Revolución Francesa, con su régimen de terror. Hegel vio en la revolución francesa la clave para entender la elevación de la Modernidad humana a una nueva edad del espíritu, para lo cual la violencia resultaba inevitable. Cuando el hombre es capaz de poner en riesgo su vida5, librándose de la esclavitud y sometimientos voluntarios, para alzarse a la madurez de la razón que no se guía por el capricho, el azar o los impulsos, sino que se quiere a sí misma como sujeto, como razón autolegisladora y soberana, el espíritu aparece en un segundo estadio:
Precisamente, el cometido filosófico de Hegel consiste, en este contexto, en mostrar cómo ese escenario del estado absoluto moderno conduce a un escenario en el cual el sujeto (sujeto absoluto, libre e independiente de todo sometimiento o sujeción) se hace con el poder; con la totalidad del poder. (Trías, 2005: 77)
Donde esta breve historia moderna de lo política que lleva a cabo Trías resulta absolutamente novedosa es en su lectura de los totalitarismos como una tercera edad del espíritu. Si en la segunda edad del espíritu el análisis de Hegel resultó decisivo será ahora el análisis de Hannah Arendt sobre los totalitarismos, la guía de Trías. Según Arendt, los totalitarismos suponen la emergencia de una nueva forma de gobierno político, no contemplado por los antiguos: la de los movimientos de masas que dan lugar a una peculiar sociedad sin clases, paradójica y siniestra. Los movimientos de masas suponen así una realización enigmática de lo espiritual pues constituyen, frente a la partitocracia clásica, la encarnación de una verdadera Iglesia (un solo espíritu, corazón y alma). En los totalitarismos rezuma algo de la verdadera concepción religiosa de la humanidad en una peculiar comunidad que dará lugar a un Estado dentro del Estado, guiado bajo la forma carismática de un líder (Arendt, 2001: 385-425).
El lúcido Carl Schmitt viene a complementar aquí el análisis de Hannah Arendt al definir lo político como la relación amigo-enemigo. Será la polarización de la masa como movimiento hacia un único enemigo, el enemigo público, el que dará consistencia al grupo como un grupo cerrado, autoinmune, que quiere protegerse del enemigo exterior. Si ese enemigo es interno intentará extirparlo y erradicarlo del propio cuerpo político:
En Carl Schmitt la sombra adquiere un carácter mucho más concreto. La sombra es esa referencia negativa, o contraimagen de nosotros mismos (como nosotros, como comunidad), de cuya destrucción depende nuestra propia libertad o nuestra propia constitución como comunidad política (libre, autónoma). Tiene que definirse claramente ese hostis que es radicalmente incompatible con nuestra propia constitución política. Y, al que siempre es legítimo declarar la guerra. (Trías, 2005: 129)
Curiosamente, aquí la sombra muestra un límite, aquel en el que la lucha maniquea de la masa con su sombra se mueve en un horizonte en el cual la amenaza del enemigo se universaliza poniendo en peligro todo lo existente, cercenando todo futuro e inaugurando la verdadera heurística del Terror, con la cual se erige la Guerra Fría: la creación de la bomba atómica y la posibilidad de una guerra nuclear. No deja de ser una verdadera ironía del destino que sean Hans Jonas, y Günther Anders, amigo y exesposo de Hannah Arendt, los que exploren ese límite absoluto de los Totalitarismos modernos, por la vía de una heurística del temor de carácter mundial (Jonas, 1995: 356-360; Anders, 2011: 225-301). No obstante, cuando pensábamos que el ‘espíritu’ había encontrado su propio límite en la posibilidad de la aniquilación total, cuando el Globo y la Especie se encuentran en peligro, Trías nos sorprende afirmando que ya nos encontramos en una cuarta edad del espíritu, que ha dejado atrás los movimientos de masas y los totalitarismos del siglo XX. Esa cuarta edad del espíritu es la que va del totalitarismo al terrorismo fanático religioso del siglo XXI. Como Trías mismo vislumbra, el atentado de las Torres Gemelas del 2001 supone el resurgimiento de la religión en su lado más obsceno y terrible:
La articulación entre religión y política es más explosiva cuantas menos mediaciones se le descubren. Elaborar un concepto de una mediación simbólica para entender lo religioso tiene por esa razón, una importancia grande. Lo tiene independientemente de la referencia a la política. (Trías, 2005: 147)
Según Trías, los dos peligros que incapacitan para una comprensión mediada de lo religioso son, por un lado, el reducir la razón a mera razón instrumental deshechizada (Weber, Heidegger), sosteniendo una falsa ilustración tecnocientífica; y, por otro, sostener una concepción carismática del poder, como hacen los integrismos religiosos:
Adiviné que en nuestro mundo ecuménico y global, en el que todos los acontecimientos se hallan siempre interrelacionados, una vez destruido el paradigma bipolar de la posguerra, o de la «guerra fría», los conflictos iban a producirse en el virulento escenario de la religión. O que el litigio ideológico iba a dar paso a un duro contencioso entre religiones. (Trías, 2005: 148)
Esta guerra de guerrillas, desatada por todo el globo, ya fue prevista por Carl Schmitt en sus reflexiones sobre la teoría del partisano, así como en su visión del papel que el aire jugaría en la nueva concepción de la guerra. Globalización y guerra de guerrillas; globalizar los conflictos locales y atacar localmente los conflictos globales son dinámicas entre lo universal y lo particular, entre el casino global y la aldea local, que definen un nuevo Estado del Espíritu mundial que ha superado, con mucho, cualquier concepción estatal o internacional.
Como vemos, Trías no desarrolla en este opúsculo, con claridad, una filosofía del ‘espíritu’. No obstante, si lo hubiese hecho resultaría evidente que emplea el término ‘espíritu’ en una triple concepción: en primer lugar, espíritu como la capacidad de desprenderse del cuerpo y de la carne; en segundo lugar, como capacidad de enfrentarse a la muerte como potencia negativa (Hegel); y, en tercer lugar, como capacidad de universalización del sujeto individual, quien en la individualidad de su cuerpo es capaz de integrar la universalidad de su mente. Estas dimensiones son claramente tomadas de la filosofía de Hegel en su comprensión del paso de la Ilustración a la Revolución.
Pero en las dos últimas formas de espiritualización (totalitarismos del XX y fanatismo religioso del XXI), nuevas formas de imperialización y mundalización, el espíritu se caracteriza, en primera instancia, por su capacidad de unir espiritualmente a grandes cuerpos físicos, más allá de su individualidad corporal (eclesiología o sociedad sin clases), pero aquí el fundamento de la unión no es interno sino externo, por eso debería llamarse a dicho cuerpo no un cuerpo espiritual sino una “animalización del espíritu”, una “recaída” del espíritu en lo animal.
Por otro lado, el fanatismo religioso, la teoría del partisano que implica que ya no hay un enemigo localizable sino un enemigo interno, de carácter universal y global, imposible de detectar, produce un cambio radical en la concepción de la guerra, del enemigo y lo que es más importante, de cuerpo social o global amenazado. Como la figura del tirano en Platón, ahora todo ciudadano, como quería Habermas, es una conciencia global vigilante que se ve continuamente amenazada, dando lugar a una psicosis o neurosis de la vigilancia total ante una amenaza total. Ahora el miedo ya no se vuelve terror sino angustia porque lo que caracteriza a la nueva definición del mal es que está en todos lados y en ninguno.
5. La sombra del Padre muerto
Como hemos visto esta historia moderna de la filosofía política está escrita desde la ‘pasión cainita’ –sombra de lo humano, que le lleva a derramar sangre y a enfatizar su pulsión tanática–, siempre presente el intento de instinto de conservación de un narcisismo originario, que en su visión miope siempre conduce a lo contrario de lo que quiere, completándose la paradoja, citada por Trías, de que la búsqueda a ultranza de la seguridad genera más inseguridad.
De todas formas, Trías no ve el fundamento de esa pasión cainita en ninguna forma de egotismo natural, de carácter biológico. La visión de la historia humana pone en entredicho que sea la pulsión de autoconservación la causa de esa violencia originaria. La pulsión tanática, la violencia mítica, señala a algo más profundo. Aquí Trías se confronta con el verdadero “corazón de las tinieblas” de lo político. Y, una vez más, Trías tiene que resignarse a corroborar que la verdad en torno a esa pasión cainita fue ya descubierta por Freud. Para Freud, como vemos en esas cuatro obras emblemáticas (La interpretación de los sueños, Más allá del placer,Tótem y Tabú y El malestar de la cultura), sus así llamados ‘escritos metapsicológicos’, la pasión cainita es fruto de una voluntad parricida, movida por el deseo de posesión de un objeto prohibido.
Trías, en su teoría del sujeto y de la subjetividad, se aleja de Platón y el Idealismo (Kant, Schelling Hegel) para asumir la doctrina freudiana, precursora de la teoría contemporánea sobre el sujeto. En ella el sujeto es siempre un sujeto escindido, dividido, entre una dimensión consciente y otra inconsciente: “Freud, previamente, acertó a pensar el sujeto escindido entre la parte emergente del iceberg, al que denomina «conciencia», y el fondo de misterio inconsciente que, sin embargo, accede al lugar limítrofe al que denomina «preconsciente»”(Trías, 2005: 111). El sujeto se halla dividido en su propio núcleo, o sea, siempre hay una dimensión oculta, latente e imposible de sacar a la luz (lo hermético lo llamará Trías). De ahí la imposibilidad de reconciliación, no volver nunca consciente la sustancia en sujeto, a que el sujeto se quede reducido al relato que se hace de sí mismo, relato que se construye y deconstruye continuamente, en el que “descubre el sujeto su propia identidad y condición” (Trías, 2005: 112).
De este modo el sujeto carece de entidad y dimensión eterna, viéndose sometido a un continuo proceso de revisión y recitación: “Pues nuestra naturaleza subjetiva no posee otra sustancia y materialidad que la tan etérea y sutil del entramado de narraciones que forman nuestra propia existencia” (Trías, 2005:112). El sujeto es así materia erótica-némica, cuya única consistencia radica en la fabulosa estructuración narrativa de su propia mismidad (self)6. Desde este punto de vista Freud aparece como precursor del giro lingüístico y hermenéutico.
Además, en Freud, de un modo patente en el período último de su vida en el que vivió los azotes de la Primera Guerra Mundial y el período de entreguerras previo a la segunda, se encuentra muy presente la dimensión política del psicoanálisis, ya que es en la política donde se hace patente esa sombra de la condición humana, lo siniestro y lo inhumano, como posibilidad, tentación y sugerencia. Sin duda, debido a su raíz judía, Freud considera que la dimensión cainita no puede explicarse de manera satisfactoria sólo por el miedo al otro, en el marco de una lucha por la supervivencia.
Por eso Trías, siguiendo a Freud, sostiene que en la escena primordial de un Yahveh que acepta los sacrificios de Abel y rechaza los de Caín, falta algo. En la rivalidad entre los hermanos está presente, de un modo velado, la lucha por la posesión de la única mujer, la futura esposa: Eva. En esta afirmación lacónica y breve se encierra todo el misterio de este texto. Los hombres se matan porque desean poseer lo que está prohibido. En realidad, ellos anhelan tener más, poseer más, poseer lo que no poseen simplemente porque el conflicto se dirige siempre al Padre, con su autoridad y poder, con su presencia castradora. Es difícil entender bien por qué la ‘erótica del poder’ nace de este ‘poder de la erótica’, o, en otros términos, porque el fratricidio proviene del parricidio. Trías se remite aquí a la simbólica freudiana sin dar más pistas, sin explicitar más los referentes, pero queda claro que, en estas sucintas palabras, nos enfrentamos con la terrible figura del Padre como corazón mismo de lo político:
La sombra del sujeto, o de la condición humana que nos inviste, no es sólo la inclinación al crimen, sino también la razón del mismo: el amor sexual, incestuoso, entre el sujeto y el primer objeto de deseo. Y la interferencia de un principio dominador que, bajo la figura paterna, mediatiza ese deseo y esa pasión. El crimen se produce porque lo requiere un escenario orientación hacia la pasión del incesto. (Trías, 2005: 117)
Ya en su obra, Tótem y tabú, Freud enfatiza la imagen del padre despótico, que se asegura el uso exclusivo de las mujeres y los bienes para sí, provocando la revuelta de sus hijos y su propia muerte, favoreciendo el primer pacto fraternal entre homicidas, que se comprometen a dejar vacío el lugar del Padre muerto. Ese Dios vuelve para ser adorado, después de su muerte, en el sentimiento de la culpa, del pueblo religioso (Freud, 2011: 11-26).
En los pensadores de naturaleza erótica, como Platón y Freud, el deseo se vuelve ipso facto de naturaleza maligna, desviada y reprimida. El deseo del hombre es transgresor, perverso y culpable. De ahí que el hombre, como dirá Freud, se esfuerce por dirigir hacia afuera la violencia interna, propia de la represión moral. No es que la violencia externa evite los impulsos autopunitivos, como quería Nietzsche, sino absolutamente al revés: la conciencia culpable se vuelve extremadamente violenta hacia afuera para, en su rebeldía y ansías de autonomía externas, que buscan el reconocimiento y la dominación, liberarse de su mala conciencia interna. El resultado está a la vista. Trías se divierte, en su sinopsis, mostrándonos la historia política de Occidente desde la figura del tirano en la República platónica a la figura del Führer en los sistemas totalitarios, como la plasmación de ese dictum hobbesiano de guerra de todos contra todos, de miedo universal, ante una figura de carácter patriarcal (Trías, 2005: 157)
De este modo, el problema del mal, la pasión cainita, verdadero Minotauro encerrado en el Laberinto, encuentra su fuente originaria: el fratricidio es la consecuencia necesaria del parricidio, que nació del incesto. Esas dos dimensiones de una tendencia humana hacia la hybris, hacia la tragedia, que no respeta el límite ni la condición fronteriza:
Nuestro ánimo posee una natural inclinación hacia una forma transgresora que nos sumerge en los abismos de la tragedia. Se trata de dos espontáneas tendencias que se hallan, entre sí, radicalmente entrelazadas. Son el incesto y el crimen (parricida, fratricida). (Trías, 2005: 161)
Si frente a Marx, quien denunció con acierto el esquema fundamental del mal moral en la injusticia que proviene de una deformada teoría de la economía política que enmascara la realidad del trabajo como fuente de valor no retribuido, será Freud quien completará dicha visión con una nueva psicología, una ciencia del alma decimonónica que retrotrae la violencia a su verdadera raíz. Frente a ambas tendencias de la Modernidad finisecular sólo cabe una concepción de lo político (Trías propone una política fronteriza) que suponga una corrección ética de la política, una política de la virtud y el justo medio como límite y freno para una pasión criminal, fratricida y parricida.
6. Conclusión
Trías prosigue en La política y su sombra una tradición política (Hobbes, Hegel, Weber, Marx, Freud, Arendt, etc.), que responde a una determinada filosofía del poder. En esta concepción, la huella de Nietzsche (Trías dedicó una atención esmerada a La Genealogía de la Moral) es más poderosa que la de Platón7. Desde sus obras Meditación sobre el poder y El lenguaje del perdón, la posición de Trías es siempre la de un individualismo metodológico y un solipsismo radical. Para él el problema del alma es el único problema: el de la realización propia y alguna manera de salvación, que tiene que ver con el poder propio, quedando lo comunitario o social, lo propiamente político, en un lugar secundario de su propuesta filosófica.
Ese poder propio, de naturaleza ética, dará paso progresivamente a la preocupación por la ciudad como ámbito en el cual se produce la convivencia cívica, con su punto de conflicto y lucha. Tan sólo la necesidad de abandonar el espacio del alma bella para encarnarse en la ciudad real, de carne y hueso, lleva a asumir la propia finitud, la limitación de la propia perspectiva, y a reconocerse culpable8. Asumir la propia culpa es el camino que conduce a la acción y petición de perdón como vía para la convivencia y la paz cívicas. El lenguaje del perdón lleva la dimensión kantiana del deber individual a la raíz de una comunidad hegeliana, de un espíritu absoluto, en sintonía con la ética performativa del lenguaje de Habermas y Karl O. Apel.
Pero será la preocupación por Cataluña, tal como queda patente en El pensamiento cívico de Joan Maragall, donde se encarne históricamente para Trías esta necesidad de petición y donación de perdón. En este texto Trías abogaba todavía por una civilidad barcelonesa que, aunada con la madrileña, traería la modernidad a la nueva España democrática; tesis que se verá posteriormente desmentida por el problema nacionalismo catalán, que tanto preocupo a su autor en su última década. El problema del nacionalismo en el ámbito estatal, y de las guerras de religión en el ámbito internacional, constituyeron el despertar de Trías del sueño de una civilidad humanizadora de sus primeros años, para dar paso a la reflexión política del último Trías, en la que se aúnan pasión y horror. Sus últimos artículos dan cuenta de la preocupación real de Trías ante la situación de Cataluña en general, pero de Barcelona en particular, ante la pérdida de una paz civil que asegure la convivencia.
No es el lugar aquí para iniciar una crítica al planteamiento de Trías sobre lo político (sería realizar una crítica a toda la filosofía política contemporánea y muchos de sus tópicos, porque la filosofía política queda bien caracterizada por los autores a los que hace referencia) pero si podríamos sacar una conclusión general como leit-motiv de la lectura de su obra La política y su sombra: la desacralización del poder político (consecuencia del conflicto religioso en Europa, que inicia un peculiar proceso de secularización de la política que conducirá a una forma de ética sin religión, la propia del cristianismo secularizado) ha producido, paradójicamente, una resacralización de lo política, precisamente cuando la expulsión de lo religioso de su lugar natural se completó.
Esta resacralización resulta patente en las democracias reales, con bases jurídicas firmes para la convivencia social y cívica, en las que la discusión política siempre fue objeto de vodevil, sátira y comedia –mecanismos que servían para relativizar las propias opiniones– y que, ahora, cuando lo político se sacraliza, ya no deja espacio para la libertad, la crítica y la disidencia. Lo político se resacraliza cuando religión y política vuelven a unirse de modo perverso e invertido: justamente allí donde la secularización tenía por objeto la despolitización de la religión, se produce ahora la resacralización de la política en una forma de ‘política religiosa’ o una ‘religión política’, que sólo permite al individuo particular recluirse en la privacidad y silencio de la propia conciencia, para evitar el conflicto social9.
El problema radica en que la política siempre es secular, pertenece al reino de este mundo, pero la conciencia humana es siempre más que el saeculum: va más allá de este mundo y vive al margen de la política. La conciencia vive en la política, pero no es política. Por eso la conciencia individual peligra no sólo en aquellos sistemas de la teología política (Carl Schmitt) en los que lo religioso dominaba el ámbito político, sino también en aquellos de la política teológica, en los que lo político ha devenido credo y comunidad religiosa, como ha ocurrido en los últimos doscientos años, desde los totalitarismos hasta los nacionalismos contemporáneos, llegando al fanatismo religioso de cariz mundial.
No obstante, Trías sabe de la eficacia e importancia del secreto. Ha leído con perspicacia y provisión a Kierkegaard y a Freud, además de toda la prosapia de pensadores románticos y tardo-románticos, que llegan hasta Kafka. Para él lo más sagrado es lo más secreto, aquello de lo que uno nunca habla: lo sellado y oculto. Pero, a veces, lo más secreto se delata en los pequeños detalles, como nos enseñó Freud. Y el detalle es que no hay una filosofía política in sensu stricto en Trías. Su autor nunca la quiso, nunca se la propuso, no sabría cómo hacerla. Dicha ausencia resulta de lo más sintomático, porque responde a la creencia triasiana de que pensar es profanar (la ley bíblica sabe que todo conocimiento nace de la transgresión y la desacralización) y por eso, la única forma de preservar lo sagrado, es el secreto. La ausencia de una filosofía política en Trías provendría de que para él lo político es lo más sagrado e importante: el aire de su propio hogar infantil, la sombra siempreviva del Padre muerto.