Lo que (se) debe… ser: Límite y sombra(s) de la razón fronteriza práctica
Eugenio Trías, autor de la propuesta filosófica de mayor envergadura de cuantas se han cursado en español1, fue continuamente (o, más bien, dis/continuamente) solicitado y requerido por la política y por lo político; como ciudadano y como pensador. Es decir, fue solicitado y requerido por la actualidad política, por los dramas de la “ciudad real”, tanto de nivel local como nacional o mundial, así como por el diseño y fundamentación de la “ciudad ideal”, por una idea de ciudad, o por una idea de política que, una y otra vez, se insinúa -y se esquiva- en sus textos. Ahora bien, esa idea de ciudad forma parte, como intentaremos mostrar, del deber y de la deuda (siempre y todavía pendiente), forma parte de lo que se debe.
Trías atendió al requerimiento y la solicitud de la política de manera diversa. Célebres son algunos de los textos, fundamentalmente de índole periodística, en los que se confronta con los vaivenes de la polis: cuestiones de gobierno, relaciones entre ciudad y territorio, estatuto de la “región” en el marco del Estado, debates -o auténticos combates- de nación(alidad) o país, aventuras o desventuras bélicas de dimensión internacional… Esas cuestiones, que no carecen en absoluto de importancia, no nos van a interesar aquí. Pero sí era necesario el apunte; o la constatación de un diálogo con la actualidad, de un escrutinio crítico de la realidad política, que también forma parte, sin duda relevante, de la obra de un pensador prolífico como es Eugenio Trías.
Como buen platónico2, Trías arraigó, preferentemente, en el espacio de la “ciudad ideal”; pero no desdeñó el descenso a la caverna, tampoco despreció segundas navegaciones. Como buen platónico, conoció Siracusa, supo de diones y dionisios; y del alto precio, con escaso premio, que se paga al fatigar los desiertos de lo real. De lo real político, por supuesto.
No es esa peregrinación, o ese via crucis, lo que aquí nos incumbe (aunque insistimos, ya por última vez, en el interés de la confrontación con “lo real” en cada uno de sus momentos y en cada una de sus versiones). Nuestro objeto es otro recorrido, otra búsqueda; que tienen su lugar en el territorio de concepto, y, en especial, de un particular concepto: el concepto de límite. Pues la indagación de estructuras y categorías de la política y de lo político, que se cursa aquí y allá ya desde los primeros trabajos de Trías, se establece como deber (y, lo hemos indicado, permanece como deuda), a lo largo de todos los libros del filósofo catalán en los que la filosofía del límite se va configurando y exponiendo. Con un leve preámbulo en Filosofía del futuro y un curioso colofón en La política y su sombra, el trayecto que aquí seguimos toma como referencia alguna de las obras mayores que, desde 1985 (Los límites del mundo) hasta 2001 (Ciudad sobre ciudad), exploran, o construyen, la filosofía del límite en su vertiente práctica: ética y política, en evidente -y tal vez inquietante- desequilibrio.
Efectivamente, en Filosofía del futuro se avanzan ya elecciones lógicas, metodológicas y terminológicas (así, por ejemplo o por antonomasia, el “principio de variación”) que serán piedras basales del trayecto que aquí nos incumbe; pero ni las variaciones éticas ni las variaciones cívicas contenidas en ellas a modo de conclusión anticipan convenientemente recorridos ulteriores (véase Trías, 1983: 75-100). No se pone en duda el valor “temático” de esas variaciones3, que carecen, sin embargo, del rigor “sistemático” que aquí vamos a tener preferentemente en cuenta.
Es en Los límites de mundo donde un decidido uso práctico de la razón (que ya se perfila como “razón fronteriza”), un uso determinado por la ética -no por la política-, se impone, nada menos, como clave de acceso al límite; e incluso como lugar de acogida de alguna noticia que proviene de un oscuro, oculto o retraído más allá del límite: del ámbito meta-físico. Con ese uso, que precisaremos enseguida en sus trazos mayores, se avanza la genuina propuesta filosófica de Eugenio Trías. Quien, años más tarde de esa “primera incursión”, confirma el lugar y el estatuto de esa exploración pionera del territorio fronterizo:
La reflexión ética que llevé a cabo en Los límites del mundo es, sin duda, la pieza clave de una ética fronteriza. Es, además, la prueba fáctica del posible acceso al límite y a lo que trasciende éste (como referente inaccesible). Por esta razón pude afirmar en Los límites del mundo que ese factum descubierto en el propio pensar-decir (o para decirlo kantianamente, en la Razón), y que la flexión imperativa verbal documenta (correlato lingüístico de la “voz de la conciencia” y de la “conciencia de culpa”), constituye el posible acceso (metódico) hacia lo meta-físico; en el supuesto de que en esta filosofía del límite eso meta-físico es, de hecho y de derecho, el suplemento, igual a x, que a modo de referencia subsiste allende ese mismo límite del mundo; una referencia indecible, inefable, incognoscible, pero que (como tal referencia) debe ser necesariamente postulada, ya que sin ella no habría lugar a mentar siquiera la noción de límite. […] Doy un valor excepcional a esas páginas de Los límites del mundo que constituyeron mi primera incursión en el gran tema del límite. Lo que aquí añado, como corolario a una posible ética fronteriza, o a un “uso práctico” de la razón fronteriza, son sólo inferencias que se desprenden de esa reflexión. (Trías, 1999: 67-68)
Nos hallamos ya en pleno despliegue de una razón fronteriza minuciosamente elaborada; y de una que recuerda o re-crea sus orígenes y sus principios. En el denso párrafo arriba evocado se contienen algunas de las líneas mayores de un desarrollo argumental que se pro-pone (o que se im-pone) desde la ética, desde el (modo) imperativo que activa un dinamismo constituyente. Lo que (se) debe.
Pues es la ética -o el “hecho moral”- el factum brutum desde el que se disparan las pertinentes explicaciones; pero no sólo eso, pues el hecho moral es el podio o trampolín desde el que el humano se alza, se eleva hasta lo que habrá de ser su propia condición, sustituyendo o desplazando, a efectos no sólo prácticos sino, sobre todo, ontológicos, al hecho o suceso estético. Así lo constata Trías: “Durante años creí que el mejor acceso a la metafísica lo constituía el hecho o suceso estético, la obra de arte. Modifico aquí este punto de vista. Como se verá, en la obra de arte la metafísica logra exponerse y decirse, logra desplegarse. Pero el acceso regio a la metafísica tiene lugar a través del hecho moral. Éste es el que marca lo que el fronterizo tiene de específico: su existencia en la línea o límite mismo que diferencia y articula dos mundos, el físico y el metafísico” (Trías, 1985: 48)4.
Ningún atajo exime de la lectura detenida de esas páginas de Los límites del mundo (o de la re-iteración y variación del trayecto en La aventura filosófica). Y apenas se puede resumir, sin traicionar o cercenar, el relato de ese “alzado”, de esa elevación del sujeto (“eso que soy”) a su auténtica condición: que es condición de habitante, o que otorga una suerte de ciudadanía de un tipo muy particular. Lo que aquí se ensaya no es ni síntesis ni recorrido alternativo; más bien se peraltan algunos elementos de esa compleja trama: aquellos que definen el lugar eximio, mayestático, del factum moral y sus modos de expresión, a la vez que obstaculizan, o al menos retardan, el acceso de la razón práctica (de la razón fronteriza práctica, desde luego: pero tal vez incluso de toda razón) al ámbito de lo político. O la constitución de una auténtica política del límite5.
Se diría que el sujeto -“eso que soy”, ese “yo” que protagoniza la ontología trágica en Los límites del mundo- (se) busca y no (se) conoce. O que recorre los espacios visuales, táctiles, auditivos sin plena conciencia de su propia condición -y, por ello, sin con(s)ciencia adecuada del mundo como totalidad-. El sujeto -que en algún momento se desdoblará en dos, sujeto escéptico y sujeto metafísico6- se abandona, en el modo indicativo (el que parece dar cuenta y razón de lo real al completo), a una radical inquietud, a una infirmitas constitutiva, pero todavía inarticulada. Pues si, aparentemente, “todo lo que hay” se acomoda sin excepción, o se empadrona sin problema en el orden o cerco de lo que acaece, de lo que es (d)el caso, hay también fuerzas, hay luces y sombras, hay voces, acaso ecos, que parecen presionar sobre “lo ente” (y que, en cualquier caso, presionan sobre el sujeto) y que parecen hacerlo desde una incógnita y taciturna exterioridad7.
No vamos a repasar aquí el elenco completo de aquello que inquieta al sujeto, o de aquello que hace incómoda su posición. La prolongada historia de la filosofía -y no sólo la de la filosofía- ha explorado ese elenco con generosidad y detalle. No sólo las noticias del “más allá” han sido censadas, no sólo ha sido escrutada, una y otra vez, la fiabilidad de esas plurales embajadas. El (im)propio “más allá” ha sido exhaustivamente explorado: disponemos de múltiples y muy precisas cartografías. Pero no sólo la historia de la filosofía nos ilustra; también Eugenio Trías se ha demorado más de una vez, y de formas y con contenidos diferentes, en la interpretación de los múltiples signos del allende8. Aquí sólo importa una frase; es más, sólo importa, en rigor, media frase, una comunicación bloqueada, un sintagma roto, partido, unos puntos suspensivos… Cuestión de modo. Cuestión de verbo. Y, como sabemos desde antiguo, en el principio era el verbo.
Porque, efectivamente, si se recorre el mundo a caballo del modo indicativo (del verbo), puede pensarse que no hay noticia de un más allá; y que ni siquiera hay noticia de límite o frontera. Se puede recorrer la totalidad de lo ente en atención a contigüidades o a continuidades (sean o no de orden causal) sin salir de un plano horizontal de inmanencia. También es cierto, pero no lo vamos a investigar aquí, que el mero modo indicativo -la constatación de la presencia, o de las formas del (a)parecer- ha dado lugar a indagaciones marcadas por la verticalidad y por la escalada trascendente.
Hay otros modos (como hay otras voces, u otros aspectos) que hablan, pues de hablar se trata, de otros mundos, cuyo estatuto ontológico hay que determinar. El modo subjuntivo, que introduce posibilidad y deseo en el orden del (a)parecer; y que, de esa forma, sugiere trayectos inauditos.
Y el modo imperativo, que es el que en este trance interesa a Trías, y, consecuentemente, es el que se nos impone aquí. Un modo que no plantea excesivos problemas (o sí, pero de otra índole) cuando la frase que lo expresa está determinada tanto desde el extremo del sujeto -de los sujetos- como desde el extremo de los objetos y de los eventuales complementos. Si mi jefe me dice: “Vete al Infierno (o a Teruel)”, no está describiendo el mundo (y no sólo porque el Infierno sea una provincia problemática del mundo, y Teruel una de debatida existencia). Está, puede decirse así, “haciendo mundo”9: desde una legalidad establecida y desde una legitimidad más o menos discutible10. También hace mundo, o hace algo extraño en y con el mundo, la pura forma de la frase; esa que, desnuda de precisas indicaciones, se me impone: la forma pura de la imposición. “Haz…”, “(Yo) te ordeno que…”, “Actúa de tal manera que…”, “Debes…”11. Varias son las versiones posibles; varias las que Trías asume como propias, o como estímulo para el movimiento del sujeto, para su interrogación y alzado. Al límite.
La orden es el punto de partida, y también el punto de llegada, del proceso constituyente de “eso que soy”; lo demás será expresión y despliegue de ese núcleo de identidad que se erige ante la orden, o ante la ley: “Hay, pues, un silencioso decir que nada dice y que sin embargo ordena: pura forma vacía del imperativo verbal, que es categórica respecto a la raíz de eso que somos y que, desde el núcleo de nuestra propia ipseidad, nos determina a ser y a resolvernos por la vía del juicio ético y de su expansión en la acción, en la conducta […] Lo que soy, en tanto provisto de razón, logos, capacidad de comprensión y proyección, poder proposicional, se me revela, pues, como el ser mediado por un decir que ordena y manda que sea lo que soy, fronterizo” (Trías, 1985: 49).
Como en Kant, pero atendiendo a una lógica y disponiéndose en una topografía diferentes, los espacios de la ley y el orden quedan rigurosamente separados: el espacio del orden natural y el de la ley moral, al que accedemos en virtud de ese decir escueto y hosco, taciturno, de ese decir que nada dice, pero ordena. Célebre es la afirmación de Kant, la fuente, doble, de su sosiego: “Dos cosas llenan mi ánimo de creciente admiración y respeto, a medida que pienso y profundizo en ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí”. En el caso de Trías, la superposición del orden natural (del cielo estrellado)12, se adapta sin problema a la admiración y el respeto; el “dentro de mí” de la ley moral sería, sin embargo, matizable, por la complejidad de la persona en la filosofía del límite; pues, a efectos de alzado ético, se trata de una profana trinidad (versión ético-filosófica de la de Nicea, en el 325, pero con denominación aritmética: sujetos 1, 2 y 3), con tres sujetos distintos y una sola persona verdadera. Hay, efectivamente, un drama intratrinitario (o una intersubjetividad trinitaria), del que no podemos dar cuenta aquí -pero que resulta apasionante-: entre el sujeto que emite la orden, el que la escucha y el que da curso a la acción en la orden implicada13.
Esos tres sujetos, que conforman una única persona, se anudan en el imperativo, o son el resultado de la orden formal vacía. El “Debes…”, o el “(Yo) te ordeno que…”, tiene una estructura paradójica; se ha indicado: “un silencioso decir que nada dice y sin embargo ordena”. Debes, pero no debes esto o aquello, no debes nada en particular. Se debe. El deber -la deuda y la culpa, así también denominadas por Eugenio Trías- abre un hueco en el cerco del aparecer, agujerea el modo indicativo. Es como si, viniendo de una exterioridad incógnita14, una voz (siempre, o todavía, en off) lanzara un mensaje codificado: que ni se somete a los usos del cerco del aparecer, si se puede gestionar con las destrezas de un sujeto que aún no ha adquirido su auténtica condición. Lo importante no es sólo la orden, el enunciado del deber; lo importante es la suspensión del contenido, la incertidumbre que generan esos tres puntos suspensivos. En ese sintagma dañado, que no completa una frase plena de sentido, se abre sin embargo la posibilidad de la constitución de un sujeto pleno.
Una carta sin nombre del remitente, que viene de un lugar absolutamente desconocido y que contiene un mensaje incompleto: una orden (pero también podría ser una petición) que dimite antes de deci(di)r lo que ordena. Ese podría ser el comienzo de una apasionante aventura. Y lo es en la medida en que moviliza al sujeto, en la medida en que, una vez que ha conseguido su atención, solicita, o exige, respuesta; que se cursa en forma de búsqueda.
Asentir a la orden supone completar la frase, supone ocupar con palabras, y con acciones, el lugar de los puntos suspensivos. Entre el “debes” y el hiato que oculta el contenido del deber hay una solidaridad cuyo efecto es la erección de la persona moral, o la inauguración de un curso de razón práctica que produce normas de acción. Para eso hay que responder; y el sujeto solo se constituye por cuanto, al responder, se muestra capaz de actuar con criterio. Une así, en su propia condición (fronteriza), los dos cercos: aquel, siempre oculto, del que proviene la voz, y este, en el que las respuestas configuran instrucciones normativas y cursos de acción. El lugar propio del sujeto, aquel que genuinamente habita (o del que es legítimo habitante y ciudadano), es el espacio intermedio, el limes, la frontera. Y eso es, en el extremo, lo único que (se) debe: se deber ser, ser límite del mundo, ser habitante de la frontera o ciudadano del limes: “Hay un hiato en la comunicación con el más allá. Sólo llega, inequívocamente, la forma verbal vacía del imperativo, el “yo te ordeno que…”. Pero una vez oído esto, el sujeto que soy y habita dentro del cerco carece de mayor precisión. La comunicación se interrumpe en los puntos suspensivos. Del otro mundo llega tan sólo ese enunciado, el “yo te ordeno que…”. Luego la comunicación se interrumpe. Aquí el sujeto que soy debe responder. Esa respuesta es un libre modo mediante el cual se intenta completar la frase. “Yo te ordeno que (honres a tus padres)”, “Yo te ordeno que (no desees la mujer del prójimo)”: del otro mundo llega la primera parte de la frase. La segunda es, en realidad, respuesta que yo doy a la conminación vacía y formal de la orden. Críticamente concebida, esa respuesta, de la que solo yo respondo, en virtud de la vigencia que le da la fuente autorizada vacía proveniente del extrarradio, se convierte en “deber”. Es “mi deber” responder, ser responsable respecto a esa orden que “se me da” de modo formal y que yo “me doy” de modo material (aporético, condicional). La incondicionalidad de la orden es, pues, formal; la respuesta en la cual doy concreción a la orden tiene, en el orden ético, el mismo estatuto· que la “opinión recta” o que la “creencia racional” en el orden gnoseológico” (Trías, 1985: 58-59).
Cumplidamente configurado como sujeto ético de pleno derecho, el “yo”15 se ha erigido en habitante, en ciudadano; se ha alzado a lo que (se) debe: ser de frontera, ser de(l) límite. Tanto el sujeto -elevado al límite, que es su propia condición y su legítimo estatuto- como la frontera misma son el eje, el lugar crítico en el que se constituye la razón fronteriza: atenta a las noticias truncadas que provienen del más allá y activa a la hora de responder; razón responsable, que produce en el mundo físico -o cerco del aparecer- esquemas normativos y criterios de acción. Precisamente en el hiato, en el boquete que une y separa los dos cercos extremos, tanto el sujeto como la razón hacen la experiencia de la libertad: obligados pero no determinados, sujeto y razón se singularizan en virtud de la respuesta, de la responsabilidad (diferente en cada caso) con que reaccionan a una misma orden, a un imperativo (formal, vacío de contenido). Dicho de otro modo: la vacuidad es condición de libertad. El espacio vacío que dejan los tres puntos suspensivos tras el “Debes…” es precisamente el espacio en el que se funda y se ejerce la libertad del fronterizo, y la libertad de su razón. Soy sujeto libre en la medida en que, paradójicamente, me hallo obligado; pero lo soy en la medida en que no me hallo obligado a nada en particular. Debo, pero debo ser. Es más, debo ser actualmente lo que ya soy potencialmente. El “imperativo pindárico”, clave de bóveda constitutiva de la razón práctica en la filosofía de Trías -y no sólo de la razón práctica- entraña la obligación de la libertad, la obligación de la libertad responsable (de hecho, no hay otra). Y la fidelidad -no puntual, sino permanente, o en constante alerta- al imperativo pindárico es la tarea del sujeto, que realiza así su esencia o naturaleza: humana, y nunca -si hay fidelidad al imperativo- demasiado humana. Pues precisamente la demasía -las demasías- es lo que prohíbe el imperativo pindárico: la bestia y el dios, aquellas dos figuras del exceso (o del defecto) frente a las que ya advertía Aristóteles, maestro de los que saben. Tan categórico como el kantiano, el imperativo pindárico, que instruye de forma permanente al habitante de la frontera o ciudadano del limes, es, si se quiere, más vacío, más estrictamente formal. Pero en su aparentemente inane tautología funda y sostiene “eso que soy”, y es su (mi) razón de ser: “Se determinó el ‘tú debes’ kantiano del siguiente modo: el fronterizo accede a lo ético en la medida en que ‘oye’, como imperativo de su existencia, la frase imperativa que le urge y apremia a alzarse de su caída en el cerco del aparecer hasta la frontera del mundo, adecuando y ajustando de este modo su propio ser a su propia determinación esencial, de manera que realice de esta suerte su esencia fronteriza. A ese imperativo se le llamó el ‘imperativo pindárico’ (‘llega a ser lo que eres’). Ese imperativo dice una sola cosa, o es unívoco: urge y apremia al humilis a alzarse de su desplome en la existencia (en exilio y éxodo) hasta ser, o llegar a ser, mediante el alzado ético, verdadero habitante de la frontera, o fronterizo. En la consecución de ese movimiento de alzado ético logra el hombre realizar su naturaleza y esencia, que consiste en su don más propio y genuino, la libertad” (Trías, 1999: 65-66).
Es cierto que el sujeto ya es habitante (o que ha hallado su hábitat propio y propicio), es cierto que es ciudadano: de un límite o de una frontera que, sin embargo, no está urbanizada, al menos según criterios convencionales o, precisamente, habituales. De hecho, esa incompletitud de la razón práctica, a la que ya hemos hecho referencia más arriba, es constatada por Eugenio Trías, quien, al final del libro que acabamos de citar (La razón fronteriza), afirma: “Tal será, probablemente, la singladura siguiente de esta filosofía del límite. De ella se espera, además, la incitación y el estímulo pertinente para lograr una adecuada transición, a partir de esta ética fronteriza fundada en bases críticas, o fundamentada en el concepto de razón fronteriza esclarecido críticamente, hacia una filosofía relativa a la res pública, a la ciudad, al ámbito convivencial, cívico y ciudadano, en donde discurre la vida en común de los habitantes de la frontera. Una vida cívica que sepa salvar el doble envite de extravío de un ‘cosmopolitismo’ etéreo y carente de localidad, o de un ‘nacionalismo’ que sólo sabe de raíces, o que hipoteca el presente y el futuro en razón de la estéril nostalgia de un pasado plenamente fantaseado” (Trías, 1999: 353).
Puede afirmarse que esa “filosofía relativa a la res pública”, o esa política del límite, como la denomina Trías en otras ocasiones, nunca llegó a completarse, al menos según las líneas directrices y las exigencias teóricas de la filosofía del límite. Un deber, una deuda. Trías, requerido una y otra vez por la ciudad (y tanto por la real como por la ideal) no la llegó a colonizar en términos de límite (sí en otros). En la última ocasión en la que abordó -de manera exhaustiva, y monográfica- el tramo ético de la razón fronteriza práctica -en el libro Ética y condición humana-, venía a repetir, o a variar, el deber y la deuda de lo político y de la política; y la promesa: “Pero al llegar a este punto debe ponerse punto final a esta reflexión cívico-política. Esta reflexión incoada en torno a la ciudad fronteriza exige un cambio de escala reflexiva: una modulación de este uso práctico de la razón fronteriza a una variante del mismo que, sin embargo, posee plena especificidad y exige una meditación diferenciada. Me refiero al uso cívico-político de esta razón fronteriza práctica que en este texto voy exponiendo en sus delineamientos más generales.
Sólo que en el presente texto la reflexión se circunscribe a la especificidad ética de la razón fronteriza práctica; o al criterio de cualificación de la praxis desde el punto de vista ético; o la razón fronteriza como ese criterio en virtud del cual puede determinarse éticamente la acción o la conducta. Se deja, pues, para una próxima singladura de la aventura filosófica la determinación de ese uso cívico-político de la razón fronteriza práctica, o la correspondiente modulación de la escala ética propiamente dicha (en donde puede determinarse la razón fronteriza como razón fronteriza práctica) a la escala cívico-política” (Trías, 2000: 118-119).
A lo largo de toda la gestación de la filosofía del límite -en Los límites del mundo, La aventura filosófica, Lógica del límite, La razón fronteriza, Ciudad sobre ciudad y Ética y condición humana, por citar aquí tan sólo las obras que nos conciernen directamente-, el imperativo pindárico, o la orden formal y vacía de allende el límite, se convierte en el fundamento y el obstáculo: el fundamento de una razón práctica perfectamente expuesta en su tramo ético; y el obstáculo para abordar consecuentemente, y en razón del mismo impulso metódico, el tramo político. Por decirlo en otras palabras: la ‘metafísica de la virtud’ no se completa con, ni culmina en, una ‘metafísica del derecho’.
En ciertos momentos -así en La razón fronteriza, pero también en otros de los libros arriba evocados- el imperativo se estira hasta llegar casi a las puertas de la ciudad, hasta permitir vislumbrar, como por una mirilla, su paisaje moral: “El imperativo ético (‘obra de tal manera que tu existencia en exilio y éxodo se ajuste a tu propia condición fronteriza’) constituye entonces el a priori ético-práctico del que puede derivar la propia condición cívica y social del habitante de la frontera. No hay civilidad ni ciudad, polis ni sociedad legítimamente fundada sin esa precedencia a priori de dicho imperativo ético: el que permite la constitución de una res publica de habitantes de la frontera del mundo, o de sujetos que habitan, cultivan y colonizan esa franja limítrofe instalada entre el cerco del aparecer y el cerco hermético. Puede decirse que en ese espacio a priori los sujetos fronterizos efectúan de modo implícito un ‘contrato’ en virtud del cual pactan dejar vacante el lugar vacío de allende el límite (lugar, o no-lugar, del Padre ausente, o del Dios muerto); así como también pactan, en genuina comunidad fraterna, dejar a resguardo, bajo tierra, la materia matricial, o maternal, que constituye la base de su existencia fronteriza, así como la condición material misma de su alzado al rango cívico y político” (Trías, 1999: 74-75).
El imperativo prohíbe: deja libre la franja fronteriza al impedir -en voz que se dirige a cada uno de los sujetos y que se elabora en la trama intersubjetiva que cada uno de ellos representa- la invasión del cerco limítrofe. Un cerco que ha de ser respetado en su independencia e integridad, sin la intromisión de voces, esquemas y figuras que procedan del allende, bien sea de los cielos o de las profundidades de la tierra. Pero no hay mayor elaboración, sino la que precisamente se desprende del a priori ético elevado (o rebajado) a principio político. De hecho, el argumento de Trías se completa con una nota, importante por cuanto en ella se cede la responsabilidad de la erección cívico-política, de la urbanización podríamos decir, a un esquema (el kantiano-rawlsiano) que, en principio y por principio, es un injerto ajeno a la propia filosofía del límite, a pesar de la voluntad expresa de operar un cambio de coordenadas:
Asumo en este punto, desde mis propias coordenadas (las propias de esta filosofía del límite), una posición convergente con la que sostiene John Rawls en su célebre Teoría de la justicia. Como él recreo el ‘apriorismo’ contractualista kantiano como condición ineludible desde la cual puede fundarse, desde el imperativo ético, un posible espacio cívico y convivencial fundado en el sujeto personal, plenamente singularizado, como portador de derechos inalienables. Tal sujeto es el que aquí denomino sujeto fronterizo. En su condición de tal éste se presenta, en relación a sus prójimos, como un ‘fin en sí mismo’ en virtud de ser, potencialmente, incitado por el imperativo categórico al que he ido refiriéndome. La relación entre sujetos fronterizos es, por tanto, una relación de respeto en relación a su propia naturaleza de fines. Nunca un sujeto fronterizo puede, pues, ser únicamente ‘medio’ o ‘instrumento’ en ninguna relación ‘intersubjetiva’ (o relación entre ciudadanos fronterizos). (Trías, 1999: 74-75)
La cuestión radica en si, efectivamente, se puede “fundar desde el imperativo ético, un posible espacio cívico y convivencial fundado en el sujeto personal, plenamente singularizado” (los énfasis son, obviamente, míos). Tanto el republicanismo kantiano como el liberalismo rawlsiano (y acepto que ambas denominaciones, adheridas a esos adjetivos derivados de nombres propios, precisarían de más de un matiz, o de más de un desarrollo) arrastran cicatrices de su opción inicial -individual o personal-, diferente en cada uno de ellos, en cualquier caso. Kant era perfectamente consciente de ciertas inconmensurabilidades entre el plano ético y el plano político: de ahí la consciente y deliberada (auto)limitación de la Crítica de la razón práctica; y los problemas, no sólo de arquitectura, de la Metafísica de las costumbres. Y Rawls no mantuvo intactos, a lo largo de su trayectoria, los principios básicos de A Theory of Justice.
En el caso de Eugenio Trías, aun destinado a “superarse”, el solipsismo metodológico inicial permea toda su crítica de la razón práctica. Es, como hemos indicado, el fundamento y el obstáculo. Porque, a pesar de los intentos, nunca resulta completamente superado. Se graba de forma indeleble en la definición de “eso que soy”, y dificulta el paso para la (in)definición de “eso que somos”. Muy pronto vio Trías el problema, y lo formuló de manera eficaz:
Los límites del mundo somos nosotros, con un pie implantado dentro y otro fuera. Somos los límites mismos del mundo. El solipsismo metodológico aquí asumido como fundamento crítico y moderno del método filosófico permite definir eso que soy, ego cogito sum, como límite y confín: habitante de la frontera, con un pie en el hogar o patria y el otro adelantado hacia lo que me despide de mí mismo en dirección irrevocable a lo incierto. […] Pero ese solipsismo metodológico es provisional: eso que soy deberá desvelarse más adelante como subjetividad implantada en lo que somos. Entonces será posible hallar una raíz genérica al régimen de frontera. Entonces se podrá hablar, en pluralidad de sujeto y de voluntad, en multiplicidad de quereres y de saberes, de los límites del mundo”. (Trías, 1985: 80-81)
Pero la provisión del sujeto “solipsista” se muestra obstinada, pertinaz. Y es posible que no haya remedio. Es posible que el puente entre la ética y la política, o la presunta vecindad entre ambos tramos de la razón práctica, sea un insistente deseo. Insistente, sí; pero deseo.
De hecho, es la complejidad del sujeto “trinitario” la que, con su autosuficiencia, con su radical autonomía, o independencia, bloquea -o casi hace innecesaria- la articulación de la ciudad. La rica, la pletórica, intersubjetividad del sujeto tripartito es, efectivamente, (auto)suficiente para traducir el vacío de los puntos suspensivos en lógicas de acción que, aunque tengan que plasmarse en “marcos comunitarios”, se imponen como ejercicios completos de responsabilidad (de respuesta al imperativo pindárico) que parecen seguir trayectorias paralelas, no necesariamente interconectadas entre sí, y en cualquier caso ajenas a las lógicas, mucho menos responsables, del sistema político. Quizá por eso, tras la minuciosa elaboración de la intersubjetividad trinitaria de la persona individual, la intersubjetividad comunitaria queda siempre pendiente; y con ella una consecuente “teoría de la justicia” directamente desprendida de la filosofía del límite:
Por lo demás esta estructura topológica de la subjetividad da todos los elementos para hacer comprensible la forma inter / subjetiva del sujeto fronterizo. De hecho, la respuesta a la proposición tiene lugar en marcos comunitarios donde la complejidad entrecruzada de los argumentos de la acción y de los usos lingüísticos (o de los relatos) configuran el ámbito entrecruzado de habitantes de la frontera que compone el cerco del aparecer, o el mundo de vida en que se encuentra el existente. Una reflexión temática sobre esas complejidades intersubjetivas requeriría, de todos modos, una expansión nueva y distinta de este uso práctico de la razón fronteriza: su uso cívico-político (un barrio en cierto modo incluido en el que estamos transitando, pero que todavía está por construir y ser habitado). Si algún día puede trazarse el plan general de ese barrio de nueva planta, construido a partir de la misma inspiración de la filosofía del límite, entonces podría emularse a Platón en la construcción de una civitas que diera sentido sobre todo al imperativo de justicia. De momento, en mis libros de ética, está sobre todo destacada y resaltada la libertad: la exigencia de una respuesta responsable a la propuesta ética; y la no inferencia de esa respuesta a partir de la promulgación de esa propuesta. Esa no inferencia es, justamente, la que garantiza tal libertad. (Trías, 2001: 242).
Ninguna objeción se puede hacer, en lo que afecta al tramo ético de la razón fronteriza práctica, a esa primacía de la libertad, que se conquista en el proceso -o en el repentino “salto”- del alzado del sujeto a su condición fronteriza; y que, por ello, tiene genuino arraigo ontológico. Pero es que esa libertad es ella misma justicia, en cuanto ajuste ontológico, respuesta adecuada (por definición) que se cursa en el plano de la radical autonomía personal (con su compleja constitución interna).
Es cierto que Trías, ya en Los límites del mundo, hace una primera tentativa de superar el “provisional solipsismo metodológico”. Pero esa tentativa se resuelve en una compleja crítica de las sombras de la ciudad real (una ciudad de dimensiones mundiales que reparte excesos y sombras en dos continentes: Terra -libertad sin justicia- y Antiterra -justicia sin libertad-; o el planeta americano y el planeta soviético). La tentativa se resuelve, pues, saliendo del marco de la incipiente filosofía del límite; y recuperando la fecunda noción de sombra: aquella que aparece ya en el título del primer libro de Eugenio Trías (La filosofía y su sombra) y que volverá a aparecer en el último consagrado a las desventuras de la res publica (La política y su sombra)16.
Es siempre la persona, la persona individual y concreta (pero esa persona elevada al estatuto de habitante, o de ciudadano… de la frontera), la que sigue ocupando el centro del espacio, y del argumento. El solipsismo metodológico -nunca del todo abandonado- genera un individualismo -o un personalismo- lógico, y político; o apolítico:
Esa ciudad fronteriza es la que se halla constituida por sujetos personales que libremente responden de la proposición ética tratando de ajustar su vida a ella al adaptarla a sus propios mundos de vida. De este modo van haciendo esta ciudad habitable (mediante la consolidación de disposiciones y hábitos que orientan las elecciones y las libres decisiones a través de las cuales se va determinando la acción, la praxis). Esa ciudad está constituida por sujetos libres y autónomos que, en razón de su libre determinación personal a responder de la proposición ética, se erigen en la condición de ciudadanos, sujetos de derechos fundamentales (como, sobre todo, los inherentes a su propia condición libre y responsable, o lo que suele llamarse las libertades fundamentales). Sólo de ellos puede hablarse legítimamente de libertad y de autonomía. La ciudad fronteriza es la que deriva de esa comunidad de sujetos libres elevados a la condición ciudadana. En esa ciudad es decisiva la equidad relativa a las posibilidades y oportunidades de libre ejercicio de esa libertad responsable. (Trías, 2000: 118)
La voz en off que se expresa en (el) imperativo habla al sujeto en trance de constitución: “eso que soy”. No hay voz que se dirija, colectivamente, a la comunidad o a la sociedad, al pueblo. El “Escucha, Israel” de la tradición yavista no tiene correlato en la ciudad fronteriza; allí, la voz a ti debida (sea quien sea el “tú” que cobra la deuda) se escucha y se traduce en la compleja trama de la intersubjetividad personal.
Queda la posibilidad de trasponer la complejidad del alma a la de la ciudad17. Viejo tema platónico de correspondencias e isomorfismos; reactivado una y otra vez en términos de escala: el macrocosmos que se traduce en microcosmos (y viceversa). Pero esos enunciados de correspondencia -persuasivos dese el punto de vista narrativo- quizá no se correspondan con las lógicas, no necesariamente isomórficas ni “isodinámicas”, de los sistemas psíquico y político. Lo que generaría, aun en el caso de sujetos fronterizos plenamente conscientes e identificados en y con su condición, la inquietante, o sombría figura, de una ciudad sin alma y una multitud de almas sin ciudad.
Y, de hecho, el bagaje lógico y metodológico de la filosofía del límite cede protagonismo, se ha indicado ya, en la última obra que Eugenio Trías dedica a la cuestión política. Es otra línea, la línea de la sombra, la que impone su lógica; y su semántica. Escaso reflejo de un alma bien formada, la ciudad se construye, de manera inquietante, desde las sombras constitutivas de las ideas, en principio luminosas, de libertad, felicidad y justicia. Y, en rigor, desde la sombra de las sombras: el miedo, contrapartida -o contrafuerte, o doble siniestro- de la seguridad. Esa sombra, no sólo a partir de la obra de Hobbes, se proyecta sobre la ciudad, y sobre el mundo: urbi et orbi.
En La política y su sombra no es la “ciudad ideal” la que ocupa el centro del argumento; es la “ciudad real”, y sus muy reales tensiones, la que reclama atención. Ni la ciudad fronteriza, ni el habitante o ciudadano de la frontera, son los objetos de estudio privilegiados. Hay un desplazamiento, sin duda necesario, un descenso si se quiere, del plano metafísico al orden físico. Y aquí, en el orden físico, se impone la materia oscura, amenazan los agujeros negros. Trías, en diálogo tenso con pensadores de insobornable proyección realista -Hobbes, Hegel, Marx, Freud y, en menor medida, Weber, Arendt y Schmitt- compone un inquietante officium tenebrae en el que el parricidio, el incesto, la lucha a muerte, la guerra, el enemigo, el exterminio…, no acaban de agotar las múltiples facetas de lo inhumano: eso que habita en la condición humana y solo en ella. “Eso que soy”, “eso que somos”.
La prometida política del límite se sugiere aún en términos potenciales, desiderativos: “Una política del límite sería una propuesta que entronizaría la virtud pública, cívica o política que pensaron los antiguos como una posibilidad que puede ser recreada en nuestro mundo” (Trías, 2005: 33). ¿Posibilidad? ¿Puede? Tal vez. Cuestión de poder (e impotencia). Pero también de deber. Y de un deber (ser) escasamente instruido por la voz en off del imperativo pindárico. El estruendo de la ciudad real no siempre acoge confidencias e instrucciones de elevación moral.
No es este texto, desde luego, el primero en el que Trías paga tributo a Ares, el dios de la guerra, no es el primero en el que explora la senda de la destrucción o los rostros de lo inhumano. Es, justamente, el último. Y no es cuestión menor que, ya desde el título, este libro se cite con el primero de los suyos: La filosofía y su sombra. Si en los primeros textos de Trías la sombra era principio de inteligibilidad, condición imprescindible de apertura y compañía necesaria de toda exploración filosófica (y no solo filosófica), aquí la sombra -más opaca, más siniestra- es principio constitutivo de lo político, es el corazón de las tinieblas de la ciudad real. Inquietante y atroz, la sombra, como la pólvora, aparece cuando se la necesita. Y era necesaria para (no) cerrar la insistente reflexión de Eugenio Trías sobre la política. Era necesario (a)traer esa categoría tan fecunda a lo largo de la trayectoria del filósofo, ya desde sus tramos iniciales: la sombra. Omnia quae sunt lumina sunt, escribió Escoto Erígena. Proyectado desde muy pronto hacia el espacio-luz, pero también atento a Stanley Kubrick, Trías sabe, y sabe mucho, de laberintos y de las sombras de la luz. Omnia quae sunt lumina sunt: el resplandor (the Shining).
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La razón fronteriza práctica no dimite, ciertamente. No cesa a las puertas de la ciudad. Satisfactoriamente resuelto el tramo ético, el propiamente político se articula con un retorno. Un retorno a lo que nunca había sido derogado: la sombra. Un retorno en virtud del cual se sugiere que la sombra acompaña y escolta al límite desde el principio y por principio. Por fin. Y lo que (se) debe…ser -quizá tanto en el tramo ético como, decididamente, en el tramo político- se construye en la difícil composición de límites y sombras. Ahí, la ciudad.