Eugenio Trías: el filósofo, el intelectual y el poder
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A raíz de unos encargos periodísticos para el cincuenta aniversario del comienzo de la guerra civil, en 1986, Trías comenzó sendos artículos, uno en La Vanguardia, y otro en El País, casi con las mismas palabras. El de La Vanguardia: “No soy historiador ni nunca he pretendido serlo. Mi tarea no consiste en trabajar en hemerotecas, por mucho que una especie de vicio privado me lleve con regular frecuencia a éstas, más por curiosidad de mirón que por celo historiográfico…” El de El País: “No soy historiador de oficio, pero la historia me pertenece y el hábito histórico me acompaña como mi propia sombra…” Los dos están recogidos en su colección de artículos en prensa, seleccionada por él mismo, Pensar en público (Trías, 2001: 27 y 38). Esta curiosa reiteración apunta sólo a una parte de lo que se puede ver levantando, por así decirlo, la punta del gran tapiz formado por los artículos en prensa de Trías. De ella me interesa destacar dos cosas. Una es algo obvio y que a la vez reclama una reflexión: eso de que el “hábito histórico” –un modo peculiar de referirse a la memoria y a la conciencia históricas tratadas acaso con algo de autoironía, si nos atenemos a esa “curiosidad del mirón”– sea presentado como “mi propia sombra que me acompaña”. Puesto que la sombra, junto con el límite, es un concepto fuerte en la filosofía de Trías, la confesión parece invitarnos a, por lo menos, detener o pausar la lectura. ¿Es sombra porque queda de algún modo expulsada por otro saber, en ese caso la filosofía? ¿Es sombra simplemente porque es lo que el propio cuerpo vivo ante la luz del presente proyecta hacia el pasado? Y al ser una sombra “propia” y “que acompaña”, ¿es una presencia fantasmal, una dimensión casi inconsciente, un doppelgänger en la medida en que aquello que nos mueve es a menudo algo que sólo mirando hacia atrás podemos comprender de un modo cabal? Las tres posibilidades juntas, o trenzadas, puede que nos permitan acercarnos a la verdad de lo que esta sombra puede ser.
Pero lo otro que me interesa destacar es esta curiosa remisión del trabajo del historiador al mundo del periodismo, al consumo de la prensa, como si los historiadores trabajasen sólo o principalmente en las hemerotecas, y no entre legajos en archivos o en bibliotecas o simplemente en casa, leyendo. ¿Por qué esa identificación entre historia y periodismo? En el artículo de El País la referencia a la prensa no se remite al mundo de las hemerotecas, sino a los hábitos lectores familiares y de la infancia: “Mi memoria se agosta en el páramo inaugural de la década de los cincuenta. Avanza o retrocede hasta ese umbral, pero sin traspasar las puertas del pasado.” (Ibid.: 38) Estas puertas del pasado son las que dan título al artículo. Su imagen es poderosamente visual y cinematográfica: el libro que se abre y da acceso al pasado, las puertas de la casa que se abren –“anoche soñé que retornaba a Manderley. Me encontraba ante la verja, pero no podía entrar…”; un hitchcockiano como Trías, ¿pensaba aquí en el célebre comienzo de Rebecca? Y sigue, un poco inopinadamente, porque del bloqueo de la memoria interior se pasa a la fuente de información del mundo exterior: “La prensa diaria y la radio eran las únicas fuentes de novedad que podían proporcionar señal de un mundo hecho y derecho preexistente a mi inteligencia y voluntad. Con buen criterio pasaba impaciente las páginas del periódico familiar, que era entonces un martirio más que un periódico, y me iba derecho a las páginas de espectáculos, oasis de la ilusión y el deseo…” (Ibid.) La tentación psicoanalítica –y deconstructiva– es poderosa, pero me contengo. Puesto que sabemos por sus memorias que de pequeño coleccionaba imágenes y anuncios de las películas que se estrenaban, y que esas ventanas visuales del “oasis de la ilusión y el deseo” eran cuidadosamente recortadas y guardadas en cajas (Trías, 2003: 50 y ss.), no sé si resultará muy extravagante o muy forzado establecer un paralelo entre ese mundo cargado libidinalmente y el más árido, sin duda, pero no menos atractivo para el adulto, de las noticias digamos que “serias” buscadas en las hemerotecas, y pensar cómo el cerco del aparecer y el cerco hermético se repartirían estas dos dimensiones del trato con el papel de periódico y sus contenidos, sean visuales, como los anuncios de películas que tanto apasionaban al Trías niños, o legibles y políticos, como los artículos que, naturalmente, leía el Trías adulto con actitud de “voyeur” en las hemerotecas. En cualquier caso, este doble comienzo reiterativo en dos periódicos distintos –y todo sea dicho: bastante rivales en la época, a mediados de los ochenta– pide tomar en consideración una relación por lo menos curiosa, pero no exenta de un elemento pulsional, del filósofo Trías con el mundo del periodismo, de lo que significa estar en los periódicos, no convertido uno en noticia –aunque eso también, ¿por qué no? –, sino en parte integrante de las voces que definen un periódico, que se hacen oír desde sus páginas e intervienen en lo que convencionalmente entendemos como estados de opinión, espacio o esfera pública, la Öffentlichkeit ilustrada y tardoilustrada, en definitiva.
La pregunta es, naturalmente, qué mueve a un filósofo, atento al duro trabajo del concepto, constructor aplicado de un “sistema”, y seguidor del hilo de la verdad –lo digo con mucha cautela y sin la menor ironía– a meterse en el ágora vociferante de las contiendas políticas y partidistas en un país como España. Dicho de otro modo: ¿Qué gana, qué prendas arriesga en ello, a qué se expone o incluso qué pierde? La otra pregunta es en qué sentido a los estudiosos o lectores de su obra enzsayística y filosófica estas intervenciones les pueden interesar e interpelar. Lo diré también de otro modo: puesto que no son ni intervenciones puntuales ni movidas por acontecimientos concretos, sino que aparecen, sobre todo a partir de un cierto momento, sometidas al compromiso de la regularidad, de la exclusividad y de la disponibilidad, como es propio de un colaborador contratado en plantilla por un periódico, hemos de preguntarnos también no sólo qué relación guarda el Eugenio Trías periodista –o comentarista político y crítico cultural– con el Trías filósofo, sino inevitablemente cómo las ideas políticas, culturales y cívicas que se exponen en su actividad periodística dicen algo, con mayor o menos elocuencia, de sus ideas, actitudes e interrogaciones filosóficas. ¿Cómo se relacionan aquí doxa y logos?
Así que me propongo decir algo muy sumario, muy tentativo, sobre el Trías colaborador en prensa, explorando o esbozando las siguientes cuestiones. Una es la historia propiamente, aunque sea expuesta muy esquemática, de esta faceta periodística de Trías, y enlazarla con el momento histórico y político del que es reflejo, o que se refleja en ella. Por razones que en seguida expondré, voy a fijarme sólo en la década que va de 1994 a 2004 —y decir sólo ya es decir mucho teniendo en cuenta la intensidad de esos años en la política española y mundial. Otra es el desdoblamiento del filósofo en intelectual –un intelectual peculiar, sometido a la disciplina empresarial y periodística de un medio, eso también–, y la formulación de dos figuras que Trías invoca para explicar su modo de entender este desdoblamiento y evitar así el término, que supongo que le incomodaba, del intelectual. Estas dos figuras son la del profeta y la del partisano. La incomodidad que le presumo con respecto a la figura del intelectual me obligará a decir algo sobre ella y sobre lo que Trías en algún momento declaró al respecto. Pero sobre todo me interesa la relación del intelectual con el poder. Si al intelectual se le llama de muchas formas en el universo de Trías –el “profeta”, el “partisano” e incluso el “sacerdote”, y por supuesto el “filósofo” – queda claro que al decir poder siempre deberemos aclarar a qué nos referimos. Por lo tanto, otro punto a tratar, aunque muy someramente, será la cuestión del poder.
Hasta la primavera de 1995 Trías fue un colaborador digamos que espontáneo, y por lo tanto sin compromiso de publicación por parte del periódico de turno, a menos que se tratase de un encargo puntual. Así nos lo encontramos ya a finales de los sesenta en el vespertino Tele/eXpres, o en el semanario Triunfo, luego en el Diario de Barcelona o La Vanguardia, y en El País algo más regularmente, pero siempre como colaborador ocasional, entre mediados de los ochenta e invierno de 1995. Esto cambia en el verano de 1995, cuando el diario El Mundo le ofrece un contrato con un compromiso de colaboración regular tanto en artículos de opinión –política, se entiende– como de reflexión sobre temas culturales, y con la invitación, lo cual no es un asunto menor, a formar parte del consejo editorial del periódico. No fue ésta, sin embargo, la primera oferta para entrar a formar parte de un modo estable y comprometido en un periódico. En los fondos del CEFET se conserva una nota manuscrita de Lluís Bassets, a la sazón director adjunto de El País, con fecha del 14 de junio de 1995, en la que se le ofrece por escrito la incorporación al consejo editorial del periódico, un compromiso de dos artículos al mes, y unos muy dignos emolumentos. Parece evidente que Eugenio Trías, en la primavera de 1995, pudo escoger entre El País y El Mundo, y que tomó la decisión movido por razones políticas y periodísticas –de línea editorial afín a sus propias posiciones. Trías escribirá mucho y muy regularmente en El Mundo hasta que el ABC le hará una oferta en 2008 que él mismo calificó de “irrechazable” ante algunos amigos. El período en el que me quiero fijar, ya digo que sin pretender ser exhaustivo, abarca los primeros años de su colaboración estrecha y regular con El Mundo, deteniéndome también en el final de su condición de colaborador ocasional del diario El País. Aunque PRISA –la empresa editora de El País– y El Mundo fuesen rivales enfrentados y estuviesen identificados respectivamente con el PSOE y el PP, la razón de elegir estos años no responde –o sólo de un modo muy accesorio– a este enfrentamiento y al modo en que la producción publicista de Trías encaja en él. Si me interesa esta década es porque se corresponde con el momento en que Trías escribe en prensa con una mayor y más regular intervención en la política –aunque buscando el refugio ocasional o circunstancial del artículo sobre cine, sobre literatura y sobre filosofía. Esa intensidad y ese afán de intervención en la esfera pública política define mucho mejor la posición del “intelectual” que el comentario sobre asuntos culturales, a menudo ligados a efemérides o a novedades editoriales. Por otra parte, la propia necesidad de intervenir y de hacerse oír en la esfera pública es inseparable de la intensidad política y de la rivalidad mediática y partidista del momento. Y es posible también que combe por así decirlo su prosa y sus argumentos bajo el peso de la ferocidad coyuntural y el dramatismo a los que tan proclive es la política española. Son años, además, que todavía recogen los horrores de la guerra de la antigua Yugoslavia, los años del final de González como presidente del Gobierno, del triunfo –con mayoría relativa– del PP de Aznar en las elecciones de marzo de 1996 y los subsiguientes pactos con los nacionalistas vascos y catalanes –el Pacto del Majestic–, del secuestro y muerte de Miguel Ángel Blanco y del consiguiente cambio de actitud y de orientación frente al terrorismo de ETA –Foro Ermua y Basta Ya por un lado, y Pacto de Estella/Lizarra por el otro, para entendernos–, del ataque a las Torres Gemelas en Nueva York, de la guerra de Irak, del primer Tripartito en Catalunya –y de la salida del pujolismo de la presidencia de la Generalitat, también del Pacto del Tinell levantando un cinturón de exclusión frente al PP–, y finalmente de los atentados en los trenes de cercanías de Madrid y el triunfo del PSOE de Rodríguez Zapatero en marzo de 2004. La lectura de la prensa de aquellos años a través de Trías ayuda no diré que a relativizar lo que estamos viviendo ahora mismo en España y en el mundo –mientras reviso este artículo el país está en vilo por los días “de reflexión” que Pedro Sánchez afirma haberse tomado para decidir si dimite o sigue como presidente del Gobierno, y lo acabo con la aprobación el 30 de mayo de 2024 en el Congreso de los Diputados de la ley que ha de amnistiar a los independentistas catalanes–, pero sí que invita a una doble tarea de distanciamiento y de escéptica melancolía frente a los modos y las posibilidades de la política española. Aunque en muchos de sus artículos Trías parece querer distanciarse de esos modos y ese ruido, también es verdad, como veremos, que la vorágine acaba impregnando su prosa y sus argumentos.
2
En septiembre de 1994 –con la guerra de Bosnia horrorizando todavía la opinión pública europea–, Trías publica en El País un artículo muy crítico sobre los titubeos geoestratégicos de la Unión frente al conflicto en los Balcanes, todavía en la línea del libro que a modo de conversación publicó en 1993 con Rafael Argullol, titulado El cansancio de Occidente. En él se leen argumentos como este:
No se puede construir un proyecto de verdadera enjundia y ambición tan sólo basado en un terreno tan movedizo y aleatorio como el económico. Europa está pagando ahora (septiembre de 1994) su más íntima traición: haberse querido construir sin poner en primerísimo plano la discusión cultural. Hace un año pensaba, con Rafael Argullol, que era un organismo cansado. Hoy empiezo a pensar que está sencillamente en estado terminal. (…) Una Europa en franca decadencia, con la cruz a cuestas (por sus propios pecados) de una guerra civil incrustada en su corazón; una España de nuevo unificada por el lado de lo siniestro, es decir, por la terca obstinación en traer a presencia sus demonios seculares, sus nunca resueltos combates en torno a su propia identidad: realmente la tentación del “apaga y vámonos” y “el último que apague la luz” es muy grande… (“La religión del espíritu”, El País, 7/9/1994)
El título del artículo era “La religión del espíritu” y es evidente que aludía a su libro de inminente publicación La edad del espíritu (Destino, 1994). Era pues un artículo para preparar el terreno al libro, y era también un extraordinario lamento por la situación que se vivía con la guerra de los Balcanes. Porque quiero subrayar, sobre todo, el tono del artículo, que es de un pesimismo extremo, casi apocalíptico: Hablar de Europa “en estado terminal” implica una afirmación tan sobredimensionada emocionalmente que, dicha en 1994, obliga a pensar que o bien vale como algo que puede decirse siempre –jugando en la posición de quien, al extremar emocionalmente sus análisis, tiene siempre razón–, o que no tiene el menor sentido histórico. Por lo demás, si se sigue la secuencia de los últimos artículos publicados en El País, tenemos que en noviembre de este 1994 publica el artículo “Profetas”, que comentaré más adelante a propósito de la figura del intelectual. El 27 de febrero de 1995 publica “El dogma del nacionalismo lingüístico”, recogido en Pensar en público (Trías, 2001: 173), muy crítico con el nacionalismo pujolista. Este artículo refuerza el punto de ruptura pública de Trías no ya con el nacionalismo pujolista –aquí la ruptura ya se había producido a mediados de los años ochenta–, sino incluso con el catalanismo clásico, indistinguible de la defensa de la lengua y la identidad catalanas. La zona turbia en la que el catalanismo se convierte en nacionalismo hizo que se radicalizara también el rechazo político a todas las formas, moderadas o extremas, de catalanismo –y en ese caso, como es por lo demás habitual, fijado en la cuestión lingüística. Téngase en cuenta, por otra parte, que Trías había asumido con responsabilidad su participación en el breve y por ello decepcionante Pacto Cultural auspiciado por Joan Rigol, el que fuera conseller de Cultura de uno de los gobiernos de Jordi Pujol, en julio de 1985. Pero Rigol cesaría como conseller en diciembre de aquel mismo año. Esos pocos meses, de julio a diciembre, fueron los que duró el Pacto, un acuerdo para dejar la cultura –y por lo tanto, en Cataluña, las sensibilidades identitarias– fuera de la confrontación partidista. El fracaso del Pacto marca un hito en la historia del pujolismo. Trías, que había publicado en 1982 su estudio sobre El pensament de Joan Maragall i en 1984 La Catalunya ciutat i altres assaigs1, se había alineado con una concepción metropolitana, cosmopolita y –obviamente– bilingüe del catalanismo, asociada en aquellos años con la figura de la familia Maragall: el poeta del modernismo burgués, Joan (1860-1911), a quien dedica estos ensayos, y también el nieto, el que fuera alcalde de Barcelona, Pasqual Maragall i Mira (1941), pasando por el padre de éste e hijo póstumo de aquel, el filósofo Jordi Maragall i Noble (1911-1999), con quien mantuvo una conversación en 1988 publicada en la colección Diàlegs a Barcelona del Ayuntamiento de Barcelona (Trías, 1988). Cuando tuvo lugar esta conversación, cuya importancia es capital para comprender la evolución de Trías como pensador e intelectual, pero también su relación todavía de relativa complicidad y diálogo con el catalanismo, ya había publicado “La España de las ciudades” en El País (4/11/1987, recogido en Pensar en público). En este artículo de 1987, que provocó una dolida carta del presidente Pujol conservada en los fondos del CEFET, Trías describía el nacionalismo pujolista como “la ideología más reaccionaria y cavernícola que se ha generado en Cataluña (…) desde el declive del carlismo” (Trías, 2001: 46). Es realmente curioso que Pujol se sorprendiese del ataque y se doliese con tanta franqueza por carta, lo que denota que en aquel momento todavía podía considerar a Trías un intelectual si no afín, sí cercano a un catalanismo que no se veía a sí mismo como un movimiento segregador y divisivo. En cualquier caso, la ruptura pública con el catalanismo sometido a la hegemonía nacionalista por convicción o por cálculo marcará también sus posiciones políticas en los noventa, con una creciente irritación con el papel de los socialistas catalanes (véase “Voluntad de poder”, del 26/9/1996, en El Mundo) y un progresivo acercamiento al Partido Popular presidido por José María Aznar. Esta oposición frontal al nacionalismo sólo se matizará, aunque de un modo efímero, en el contexto del llamado “Pacto del Majestic”, el que permitió la investidura de Aznar como presidente del Gobierno de España con los votos de los nacionalistas catalanes y vascos (véase “La hora de las derechas”, del 8/3/1996).
Pero esto sucederá afincado ya en El Mundo. Antes, el 28 de marzo de 1995 publicará su último artículo en El País. Debe tenerse en cuenta el momento político que se vivía en España, con los últimos gobiernos de Felipe González asediados por todo tipo de escándalos. Basta recordar que el 27 de febrero de 1995 Luis Roldán, exdirector general de la Guardia Civil y fugitivo de la justicia acusado de apropiación indebida de fondos reservados, había sido detenido en la zona de tránsito del aeropuerto de Bangkok, o que entre aquel mes de febrero y julio el escándalo de los GAL –la organización parapolicial promovida por el Estado para combatir a ETA– subió de intensidad con la detención de Rafael Vera, secretario de Estado de Seguridad, y con unas declaraciones explosivas de García Damborenea, antiguo secretario general del Partido Socialista de Euskadi, ante el juez Garzón2. Este último artículo de Trías en El País se titulaba “Un horror sin final”. En él Felipe González era descrito como “un hombre cautivo de sus propias irresponsabilidades”. Trías concluía que era “mejor un final con horror que un horror sin final”, y acababa: “Creo que sería bueno que desde las más altas instancias del poder de este país, desde la cúspide de todas sus instituciones (…), se meditara de verdad sobre esta frase. Creo que la más elemental virtud política (…) aconseja tomarse radicalmente en serio esta frase.” Si no es difícil de imaginar en qué podía consistir el “horror sin final” desde el punto de vista de Trías, sí cabe preguntarse qué podía ser ese “horror” puesto en lugar de una frase convencional –“un final con honor”– y que el articulista pide que sea tomado “radicalmente en serio” apelando a “las más altas instancias del poder”. La política española, con sus agoreros y opinadores, parece empeñada siempre en jugar sobre el límite que separa la representación figurada del drama real, la comedia de la tragedia. Porque aquí resulta obligado preguntarse a qué se refería Trías con eso del “final con horror” preferible a ese “horror sin fin” de los últimos gobiernos de González, y a quién estaba invocando para que pusiera fin a ese horror. En cualquier caso, Trías ya no publicó más artículos en El País, a pesar de la oferta de este periódico para retenerlo, y pasó a formar parte de la plantilla de colaboradores habituales de El Mundo en verano de aquel 1995. No creo que sea necesario recordar que este periódico era en aquel momento la punta de lanza del acoso mediático contra González.
Su primer artículo en El Mundo es del 21 de septiembre de 1995, y su título, “Cambio generacional”, deja muy claro el deseo de un relevo en política. El segundo, “Del carisma a la institución” (9/10/1995), recurre a las dos fuentes de la legitimidad de Max Weber para desechar la potencia carismática de González en favor de la “institucional” de un futuro gobierno presidido por Aznar, un político por aquel entonces criticado por la falta total de carisma.
Todo gran líder carismático (…) puede, por auténtico que sea, despertar siempre la sospecha de que constituya un embaucador, un personaje que con malas artes se hace con las voluntades de los que le siguen. Por eso debe saludarse como un pasaje a la normalización democrática la liquidación de estas formas precarias de legitimación que, superpuestas a la forma democrática de gobierno, introducen por lo general una cuota temible de confusión. Creo que en España y Cataluña estamos asistiendo al ocaso de estas formas híbridas. Los líderes carismáticos o son ya cadáveres o han perdido “la gracia del mar”.
Luego vino “El repliegue” (1/11/1995), un artículo extraño, una reflexión melancólica y vagamente apocalíptica sobre el paisaje global en términos geoestratégicos, el mundo posterior a la Guerra Fría, y que se apoya en el libro de Enzensberger Perspectivas de guerra civil editado por Anagrama en 1994, y en el que el escritor alemán reflexiona sobre los signos implosivos de una “guerra civil molecular” en las comunidades “cerradas sobre sí mismas”. Todo ello Trías lo reinterpreta naturalmente en clave doméstica. Siguen “Apología del voto útil” (15/XI/1995), “Vida y muerte del socialismo” (26/1/1996), en el que considera que la elección de Felipe González como candidato del PSOE a las elecciones generales de marzo de aquel 1996 significa “la muerte del partido socialista” para “renacer como una formación diferente, el felipismo”. Hay que reconocer que la ansiedad de la derecha por decretar la muerte del PSOE tiende a replicarse a sí misma. En el mencionado debate en el Congreso de los Diputados sobre la amnistía a los independentistas catalanes procesados –que tiene lugar mientras reviso este artículo–, el líder popular, Núñez Feijóo, subió a la tribuna de oradores y comenzó diciendo, solemnemente: “Hoy hemos asistido al acta (sic) de defunción del Partido Socialista Obrero Español.”3 De modo que estos artículos de 1995, leídos hoy, aparte de la rima que une el “felipismo” de entonces con el llamado “sanchismo” de hoy, a lo que parecen invitar es sobre todo a una asunción melancólica y profundamente escéptica del carácter pulsional y destructivo de la política española. Con esa reducción del PSOE al “ismo” que se derivaría de su líder de turno da la impresión de que al adversario político sólo se lo sabe vencer destruyéndolo por la vía de la caricatura –lo cual no significa que el Partido Socialista haya sido siempre la víctima en ese juego, y no la otra parte contratante en la demolición del adversario; sólo hay que recordar la campaña contra Suárez, pero también contra el último Aznar, el de 2003, y contra el Rajoy ya crepuscular de 2018.
Otros artículos del Trías de este momento son: “La encrucijada de marzo” (10/2/1996) o el ya mencionado “La hora de las derechas” (8/3/1996), a favor de la alternancia como forma de consolidación de la Transición. Las derechas en plural incluían a “los nacionalistas históricos y a las minorías regionalistas”, catalanas y vascas, previsiblemente necesarias para pactar una investidura de José María Aznar. De nuevo las pequeñas lecciones de historia se acumulan entre los recortes de prensa. Luego, después de un excurso sobre “La Semana Santa de Sevilla” (el 6 de abril de 1996) tenemos “El final de una pesadilla” (del 10 de mayo de 1996). Un artículo en el que no se repara en el exceso de insinuar un cruce entre el final del totalitarismo soviético y el final del PSOE “felipista”. La cuestión del terrorismo de Estado, que fue, como ya hemos recordado, uno de los motivos de desgaste y declive de los últimos gobiernos socialistas en 1995 y 1996, es tratada en “Guerra y paz” (1/6/1996). Unas reflexiones sobre la separación de la guerra y la paz le permiten llevar esta cuestión al terrorismo de Estado. Según Trías, no hay ni habrá posibilidades de paz perpetua, pero la guerra tiene sus reglas, igual que el Estado de derecho tiene sus propios límites: “Los socialistas y la extrema derecha”, dice, salvaguardando la derecha del Partido Popular, “al asumir [en tiempos de paz] una moral y unas consideraciones jurídicas que rigen en tiempos de guerra, aceptan, impremeditadamente, que existe, de hecho, una guerra declarada entre España y el colectivo terrorista”. Y añade que la respuesta en el mismo plano por parte del Estado propiciada “por la extrema derecha” –de nuevo apartando al Partido Popular de la implicación en el terrorismo de Estado, y por lo menos obviando sus orígenes históricos, anteriores a la llegada del PSOE al gobierno en octubre de 1982, bajo los nombres de Batallón Vasco Español o Alianza Apostólica Anticomunista, conocida como Triple A– “y por el Partido Socialista” daría toda la razón a ETA al aceptar de hecho que “estamos sumidos en una guerra entre dos Estados soberanos, o entre un Estado implantado y otro que lo desafía para alcanzar este estatuto”. El razonamiento es inapelable a favor del Estado de derecho. El reparto de responsabilidades, en cambio, es más discutible, aunque era el que predominaba en el acoso y derribo de los últimos gobiernos del PSOE.
3
Un análisis más detallado de los artículos políticos de Trías de esta década que va de 1994 al 2004 –más detallado del que tiene sentido abordar aquí– nos llevaría a marcar dos hitos de intensidad comparables al de la crítica del González final y la apuesta fuerte por la alternancia del poder a favor de la derecha –entre 1994 y 1996. Uno se da en torno a los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos, que obligan a Trías a una intervención “en caliente” en El Mundo –“Fragilidades del sistema” (12/9/2001)– y a iniciar una reflexión que desembocará en La filosofía y su sombra (Anagrama, 2005). El otro, que de hecho es una continuación del anterior, es su rechazo a la guerra de Irak en 2003, lo que supone un distanciamiento claro del Partido Popular. Pero ahora quiero abordar la cuestión del intelectual. No voy a recordar aquí la historia de los intelectuales, con su especificidad francesa y su variación española4, ni a invocar el desdoblamiento entre el experto y su amplificación pública como intelectual, ni la distinción de Foucault entre el intelectual universal y el que piensa y actúa desde su vinculación profesional, institucional y experta a un campo “específico” del saber, y por lo tanto con un conocimiento de causa que hace posible una mayor radicalidad (Foucault, 1976). Si pensamos en Trías creo que es evidente que el hombre que firma los artículos más ferozmente políticos, como el último ya mencionado de El País –el inquietante “Un horror sin final”–, o como el que decretaba la “muerte del PSOE” a raíz de la elección de Felipe González como candidato a presidente del Gobierno en las elecciones de marzo de 1996, es y no es el mismo que en aquellos años acababa de publicar La edad del espíritu o pronto publicaría Ética y condición humana. Con esto quiero decir que Eugenio Trías pudo en algún momento desdoblarse en un comentarista político incapaz de controlar la visceralidad que periódicamente agita la política en España, o en un opinador de plantilla obligado a escribir sobre el atentado contra las Torres Gemelas prácticamente sólo unas horas después de verlo por televisión (“Fragilidades del sistema”, El Mundo, 12/9/2001). Hay un desdoblamiento que satisface algo impulsivo, sin duda, y que al mismo tiempo convierte esos artículos en materia de reflexión y estudio histórico, pero lo cierto es que no ofrecen ellos mismos demasiada reflexión histórica, y tampoco estoy seguro de que aportasen nada a la política, a no ser escándalo al escándalo, o ruido al ruido. Pero luego hay otro Trías, el que sí desarrollará una reflexión más articulada sobre el nuevo estado del mundo tras los atentados del 11 de septiembre, por ejemplo, y coherente con su reivindicación, mantenida desde por lo menos el año 1990 de “pensar la religión” con el artículo del mismo título publicado en El País (19/6/1990, recogido en Trías, 2001: 111), y que lo llevará a plantear una necesaria reorientación y reconocimiento del “otro” cultural y religioso que la traumática experiencia del terror en 2001 iba a convertir rápidamente en un hostis y en un motivo de guerra, y luego, a raíz de los atentados yihadistas en los trenes de Madrid del 11 de marzo de 2004, de “lucha a muerte” (véase “La pérdida del centro” 31/3/2004). Es en el contexto que se deriva de los atentados del 2001 que debe entenderse su interés por la figura del partisano (Trías, 2004), tanto como un modo de entender el nuevo estado de guerra que se podía sentir como inminente ya después de los atentados de las Torres Gemelas de Nueva York, como para identificarse en y con una figura que sirviese de emblema y refugio a la vez en términos intelectuales, no alejada del emboscado, del Waldgänger de Jünger (Jünger, 1988). A Trías los acontecimientos de septiembre del 2001 no lo impulsan a ninguna toma de partido pasional –como el declive del “carismático” González sí lo empujó a tomar partido sin ambages a favor del “opositor” falto de todo carisma Aznar5–, sino a una muy interesante toma de distancia, a una suerte de emboscadura que lo llevó tanto a alejarse de Aznar con respecto a la guerra de Irak –aunque luego lamentó que se hubiese retirado en marzo de 2004 al final de su mandato (“Paradojas de la virtud”, 10/5/2004)–, como en general a tomar distancia con la misma política. Por eso ya no encontraremos artículos tan encendidos como los de los años 1995-96, ni tan dramáticamente reflexivos como los de otoño de 2001 a propósito de los atentados en los trenes de cercanías de Madrid del 11 de marzo del 2004 –excepto el mencionado “La pérdida del centro” (31/3/2004)–, ni sobre la victoria del PSOE de Zapatero aquel mismo marzo de 2004 –pero sí el mencionado lamento, tardío, por la retirada de Aznar. Y tampoco, curiosamente, vemos mucho sobre el terrorismo etarra, excepto “El espíritu del 14 de julio” (18/7/1997) y un artículo del 5 de diciembre de 2001 titulado “La voluntad cívica”, sobre la persistencia de la vida civil, virtuosa y productiva en un País Vasco regularmente golpeado por el terrorismo, o luego el 21 de febrero de 2004 “Una noticia bomba”, sobre la tregua etarra limitada a Cataluña, pactada en Perpiñán por el entonces vicepresidente de la Generalitat Carod-Rovira, y a escasas tres semanas de los atentados yihadistas en los trenes de cercanías de Madrid.
De modo que en Trías, en el filósofo Trías, la actividad como intelectual seguiría un doble itinerario: el desdoblamiento en la intervención impulsiva y escandalizada, muy española –para entendernos–, y la ampliación reflexiva y propositiva desde la actividad filosófica como fuente de legitimación sabia o experta. En el primer caso se da una suerte de figura, sin duda muy deformada por la coyuntura española, del intelectual “universal”. En el segundo caso parece buscarse la seguridad sabia del intelectual “específico”.
Este desdoblamiento o esta doble naturaleza no desmiente, sino que refuerza, la propia condición del intelectual, incapaz de deslindar lo reflexivo de lo impulsivo, de anteponer la prudencia a la precipitación –el análisis en corto, reactivo y emotivo–, el pensamiento convertido en acción y agitación verbal, y hasta la acción en forma de cuerpo interpuesto. Pienso en algún momento característico de Michel Foucault, por ejemplo en el episodio de la extradición del abogado de Andreas Baader Klaus Croissant, negándose a firmar un manifiesto de protesta y solidaridad promovido por Gilles Deleuze, porque le parecía políticamente equivocado, pero enfrentándose con valentía a la policía que iba a llevar a cabo la extradición, o en su viaje a España para protestar contra las inminentes ejecuciones de militantes de ETA y del FRAP en septiembre de 1975 y su actitud algo más resistente de la cuenta –según sus acompañantes– frente a la policía española6. ¿O por qué no?: también puedo pensar en Fernando Savater y en otros profesores, escritores, científicos o artistas –muchos, pero no tantos– que se plantaron en el País Vasco ante el terror de ETA. Todo ello conforma la compleja y poliédrica figura del intelectual, incluida esa extraordinaria capacidad para cometer los errores más ridículos o patéticos por precipitarse en el juicio –Foucault frente a la revolución de los ayatolás es un ejemplo casi paradigmático–, por abolir la distancia necesaria para velar por los conceptos y decir las cosas por su nombre, o por entregarse al juego ya dado en el tablero político sin asumir la exigencia y la responsabilidad de pensar procesos de politización ajenos al mero reparto de piezas y colores previstos por el juego de la política. Trías se limita a jugar el juego político en los noventa, y a partir de los atentados en Nueva York intenta, es cierto que no siempre de un modo convincente, ampliar el marco de referencia de la politización, o de la reflexión metapolítica, si quiere decirse así, explorando su “sombra”, su lado oscuro.
Lo interesante, en cualquier caso, es que incluso en el momento en que más fijado estaba el filósofo en la política tal como se juega en el tablero de los partidos y los medios afines y contrarios, y con poderes con capacidad de influir y defender intereses concretos, no pudo evitar dar un salto, como la aguja salta de un surco a otro del disco cuando se golpea el tocadiscos, y expresar una desesperación, una exasperación incluso, que lo llevó a pensar en el intelectual como una figura profética, análoga de hecho a los profetas veterotestamentarios. Nos lo encontramos en el artículo “Profetas”, una tribuna de El País (6/11/1994), es cierto que cuando estaba en la oposición a González, no en la más tardía disidencia o distanciamiento con el Aznar atlantista del “trío de las Azores”7. El artículo empieza dando por sentado el asunto a partir del título:
Lo que más sorprende de estos personajes es su perfecta y atinada visión política. Ellos eran quienes solían tener razón frente a reyes y sacerdotes. Mientras que estos se empecinaban en ruinosos pactos con Egipto, que terminaban siempre en catástrofes, los grandes profetas, especialmente el primer Isaías y Jeremías, aconsejaban vivamente la alianza con la otra gran potencia hegemónica, Asiria o Babilonia (…). Pero lo interesante del caso es que casi siempre acertaba [el profeta] en sus juicios políticos, al tiempo que reyes y sacerdotes, más sometidos a las servidumbres de sus cargos, más determinados por intereses particulares, erraban una y otra vez (…). En el alma de todo pensador resuena siempre algo del antiguo espíritu profético. Depende de su capacidad de ser digno de su tarea y vocación. A menos que haya perdido el espíritu de profecía (…). Esa pérdida suele ser compensada por una adquisición correlativa: la del espíritu sacerdotal, con sus renuncias permanentes a opiniones propias y personales. Ese espíritu sacerdotal es el que encarna la triste figura del intelectual, escritor, pensador o artista convertido en un epítome del poder político o económico del momento, que le inviste, en contrapartida, de la ambigua aureola de toda suerte de honores y prebendas. Sería lamentable que el espíritu de la profecía dejase de pronto de existir en nuestras sociedades, incluso en aquellas que poseen una fachada democrática. O que ese espíritu se inhibiera del escenario público, iniciando una particular travesía del desierto acorde a un tiempo de ocultación. De hecho, a los poderes políticos y económicos les interesa poseer una casta sacerdotal domesticada que legitime sus intenciones y proyectos: les incomoda, en cambio, toda inteligencia crítica que va por libre.
En 1994, evidentemente muy irritado por la situación política, asociaba al pensador con el profeta, mientras que el intelectual parecía relegado a las rutinas sacerdotales. En otro artículo del 16 de noviembre de 1997, lógicamente ya en El mundo, y con una situación política digamos que más calmada, ofrece una “Confesión política”. Ese era el título del artículo. ¿En qué consiste esta confesión? El artículo merece ser leído con calma. Hay una parte que puede preverse en contra de la hybris y en contra del peligro y la tentación de traspasar los límites. También la “filosofía del límite” podía ser una filosofía de la moderación, de la limitación feliz. Pero me interesa más el final, donde el intelectual –ya no el pensador– es asociado de nuevo con el profeta: “Un intelectual debe ser, en ocasiones, olímpicamente “inoportuno” (…) O dicho en terminología nietzscheana: es obligación del intelectual ser, en cierto modo, intempestivo. (…) En este sentido he creído siempre que la actitud del intelectual está más cerca del profeta que del sacerdote, por aciagos que sean los tiempos para uno y otro. O que tiene la obligación de expresar en público lo que ve, aun a riesgo de que padezca ceguera o miopía, o sea víctima de un espejismo.” Y acaba así: “He seguido, a mi modo y manera, el modelo partisano de la guerrilla a base de escaramuzas, donde siempre es necesario a la vez intervenir de forma elocuente, en una acción puntual, y replegarse a continuación con máxima radicalidad y prontitud.” Y añade que ha hecho como el río Guadiana, “que aparece y reaparece, pero que sabe también esconderse bajo tierra.” Recuerdo aquí lo que Carl Schmitt decía que eran los rasgos del partisano, la figura que obviamente Trías sigue y con la que parece identificarse sin rubor: Irregularidad (es decir, no están adscritos a la disciplina de la tropa regular, en términos políticos: a la disciplina de partido), máxima movilidad en el combate, máxima intensidad del compromiso con la causa, y el carácter telúrico: la adscripción a una causa profunda, interna, abstracta, no siempre fácil de expresar ni por el propio sujeto, cuyo modo de actuar y sentir se encarna en un modo de vida amenazado, y por cuya defensa está dispuesto a matar y morir (Schmitt, 2004: 45-49). Claro que Schmitt también mencionaba la “tercera parte interesada”, la potencia que ayuda desde la retaguardia, sin la cual la lucha partisana deja de tener consistencia y pasa a convertirse en el suicidio de los desesperados (Schmitt, 2004: 110 y s., y 128).
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No fue el caso de Trías, por supuesto. Y al respecto es oportuno decir algo sobre el poder. Claro que lo primero que hay que decir aquí es qué entendemos por poder, de qué poder hablamos. Porque está –sigo todavía con los pies puestos en el barreño del partisano de Schmitt– el poder de la ley y el poder de la legitimidad, o el poder digamos que de la gente –de la masa, de la multitud, de la sociedad– y el poder de los que controlan la máquina del Estado –por decirlo según una fórmula clásica–, o más concretamente las leyes y los tanques, por tanto el poder de los que se hacen obedecer por las leyes y los tanques, o el poder que tienen los propios tanques de obedecer o desobedecer, de rebelarse –piénsese en el abril de 1974 en Portugal– o de someter y aplastar –los tanques del Pacto de Varsovia entrando en Praga en agosto de 1968, los tanques en Tiananmen en junio de 1989. Está el poder susceptible de una microfísica, capilar y difuso, y el poder físico, concreto, directo e inconfundible desde su fuente –de fuerza y/o legitimidad– hasta su punto de aplicación en los territorios, en los símbolos, en las instituciones, en los cuerpos. Está el poder que emerge de abajo y el poder que emana de arriba. Y en fin, luego está el poder de tener la palabra, de que te la concedan o te la nieguen. El poder del intelectual no es simplemente el poder de la palabra, sino el poder acceder al tipo de tribuna que da fuerza de legitimación, de reconocimiento y de influencia. Es evidente que hoy en día se da una diferencia abismal entre llevar un blog consultado por cuatro amigos o poder publicar en la prensa (todavía) de referencia, aunque también es cierto que hay blogs muy exitosos y hay artículos en prensa poco o nada leídos. En los años de los que hablamos, y para la generación de Trías, el blog era algo prácticamente inimaginable. La oferta que le hizo El Mundo en el verano de 1995 –preferida a la oferta de El País, como hemos visto, por razones políticas y periodísticas, esto es, de línea e ideología editorial– es una oferta de poder, sin duda: te dicen “podrás publicar, podrás hacer oír tu voz”. Otra cosa es que esta oportunidad implique una suerte de renuncia –no lo llamaría autocensura, pero sí identificación, compromiso, incluso lealtad. Se renuncia, o no, a la plenitud, a la fuerza, a la violencia de ese poder. Lo bueno es que se forma parte de una empresa, fuera de la cual se está a la intemperie. Lo malo es que al formar parte de la empresa se evita –o no– hacer nada que incomode en exceso o contraríe demasiado la mano que te ha subido a bordo. Y añado ese “o no” porque hay casos en los que el colaborador no siente que le deba una lealtad al medio en el que está de plantilla, sino que es el medio el que le debe lealtad a él, a su persona, a su ego. El tema es naturalmente muy complejo, y tiene que ver con la calidad y las características del periodismo en España –y no solamente en España, claro. Es algo que, sin ir más lejos, ha sido noticia con la salida en los últimos meses –y años, si se piensa en según quién– de “intelectuales” de plantilla o colaboradores muy habituales de El País. Fernando Savater, Juan Luis Cebrián, Félix de Azúa, Antonio Elorza, José Luis Pardo, o hace más tiempo Francesc de Carreras. Todos ellos son “intelectuales” –filósofos, juristas, historiadores y literatos– que después de años de tensión son despedidos o abandonan motu proprio el periódico. No sé si es correcto interpretar esta crisis como una pérdida de poder –de poder de influencia, se entiende– mal llevada por una generación muy concreta de intelectuales españoles, como lo argumentó Jordi Gracia en un sonado artículo8. Y por supuesto que la cuestión generacional y el desacuerdo político cuentan mucho en el caso de los Azúa, Savater, Elorza, Cebrián, etc. También resulta evidente que la historia del Trías publicista e “intelectual”, como su decisión de romper con El País en la primavera de 1995 y su fichaje por El Mundo, resuena en algunos aspectos de esta última crisis provocada por la fricción entre la orientación de un periódico y la motivación política de (algunos de) sus colaboradores. Es algo que obliga a reflexionar, no solamente sobre los ciclos reiterativos de la política española, sino sobre la naturaleza misma de las relaciones de dependencia e independencia de opinión dentro de un periódico, y sobre los márgenes que ofrece su “línea editorial” al desacuerdo, e incluso a la contrariedad y la contradicción, por no decir nada de la provocación. Por eso es casi imposible no comparar las situaciones vividas por Trías en 1995, y luego en otro sentido ya en El Mundo o ABC, con lo vivido por Savater o Azúa o Cebrián ahora en 2024, su salida de El País y su paso a The Objective. Y aunque escribir en un digital como The Objective no es lo mismo que escribir en El País, lo cierto es que mi percepción a veces muy cercana de lo sucedido obliga a registrar entre estos intelectuales una idea del poder –del tener el poder de publicar y que te lean– a veces muy limitada al hecho de que determinadas personas te sigan, te feliciten y te celebren, o que otras se enfaden y te contesten. No es una relación cuantitativamente y cualitativamente bien fundamentada de lo que es tener un poder, de influencia en ese caso, sino una sensación a veces desmesurada de que se sigue en la brecha aunque sea a partir de indicios muy circunstanciales, muy epidérmicos, y por lo tanto terriblemente frágiles.
En cualquier caso, y para acabar de entender bien la situación en la que el filósofo Trías convivió con el publicista Trías, con el colaborador con compromiso de un mínimo de artículos al mes y miembro del consejo editorial de El Mundo, es fundamental analizar con detenimiento los artículos contra la guerra de Irak y la implicación en ella del gobierno de Aznar. Si nos preguntásemos por el pensamiento espontáneo del Trías político daríamos con tres rasgos dominantes: rechazo al nacionalismo –a cualquier forma de identidad no cosmopolita–, búsqueda y cuidado del “centro” –centroderecha o centroizquierda, y por tanto culto a la alternancia del poder como clave para que un sistema democrático no se colapse–, y odio a la guerra, o en general a las guerras puramente punitivas, imperiales y neocoloniales. El primer rasgo lo enfrento al nacionalismo catalán y lo mantuvo alejado del nacionalismo y casticismo español. El segundo lo alejó del PSOE, aunque posiblemente se fue de este mundo sin saber que fue precisamente González, agotado ya como presidente, quien convenció a Pujol para que diese su apoyo a un Aznar sólo pírricamente victorioso en marzo de 1996 –una situación, por cierto, opuesta a los pactos de un Sánchez hambriento de poder en julio de 2024. El análisis, que ya no llevaré a cabo aquí, de los artículos de Trías en protesta contra la guerra de Irak mostraría en 2003 un alejamiento de las posiciones del PP de José María Aznar. Pienso en artículos como “El fanatismo es contagioso” (29/6/2002), “Las dudas del coloso” (11/9/2002), “Actores y espectadores” (16/10/2002), “Lectura en tiempo de guerra” (26/11/2002) –y la lectura en cuestión es…. El capital–, “Extrema derecha en el centro del Imperio” (13/2/2003), “Orgullo de ser europeo” (17/3/2003), “Barcelona, capital de la paz” (24/4/2003), “Occidente, palabra equívoca” (9/5/2003), “La política y su sombra” (13/5/2003) o “De guerras e invasiones” (5/9/2003). Pero también en artículos algo anteriores en los que se muestra muy escandalizado por la política de Israel frente a los refugiados palestinos, como “El huevo de la serpiente” (10/2/2002), una denuncia de la línea dura de Ariel Sharon sin mencionarlo, y que resuena hoy en día, con la destrucción de Gaza, por su desoladora actualidad. Trías pone en boca de Sharon este razonamiento: “¿Me pedís que no estrangule al enemigo? Pues le dejaré incomunicado y sin agua, y para mayor burla y escarnio le exigiré que ponga fin a la violencia terrorista.” A estos artículos hay que añadir por supuesto el ya mencionado “El tripartito imperial” (14/2/2004). Puesto que la línea editorial de El Mundo también fue en general contraria a esa implicación de España en la guerra de Irak, es evidente que Trías no entró en gran contradicción con el medio en el que –y para el que– trabajaba. Lo que ignoramos –y es algo sobre lo que valdría la pena investigar, si ello es posible de algún modo– es si la coincidencia fue feliz para Trías, porque no le creó mayores problemas dentro del periódico, o más bien fue fruto de su influencia dentro del consejo editorial, lo cual sería indudablemente un éxito por su parte: el partisano logra de verdad influir en el ejército regular.
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Para acabar: sobre el intelectual y el poder hay una reflexión muy poderosa en una conversación entre Foucault y Deleuze de 1972. Después de un somero repaso sobre el papel del intelectual con respecto a la capacidad de señalar lo verdadero, sea lo oculto o lo evidente pero también indecible –el traje nuevo del rey consistente en su desnudez–, Foucault añade:
Ce que les intellectuels ont découvert (…) c’est que les masses n’ont pas besoin d’eux pour savoir ; elles savent parfaitement, clairement, beaucoup mieux qu’eux ; et elles le disent fort bien. Mais il existe un système de pouvoir qui barre, interdit, invalide ce discours et ce savoir. Pouvoir qui n’est pas seulement dans les instances supérieures de la censure, mais qui s’enfonce très profondément, très subtilement dans tout le réseau de la société. Eux-mêmes, intellectuels, font partie de ce système de pouvoir, l’idée qu’ils sont les agents de la « conscience » et du discours fait elle-même partie de ce système. Le rôle de l’intellectuel n’est plus de se placer « un peu avant ou un peu à côté » pour dire la vérité muette de tous ; c’est plutôt de lutter contre les formes de pouvoir là où il en est à la fois l’objet et l’instrument : dans l’ordre du « savoir », de la « vérité », de la « conscience », du « discours ». (Foucault, 1972 : 1176)
Los cincuenta años largos que nos separan de lo que se dice aquí me temo que sólo invitan a la perplejidad y a la melancolía, extensible tanto al tipo de periodismo que tenemos, al funcionamiento actual del espacio público reticulado digitalmente, y también al tipo de Universidad –tomada como institución local y global– en la que deambulamos. Juraría que Trías, foucaultiano en su juventud, como es sabido, hubiese respondido a esta cita con una carcajada. Al fin y al cabo Foucault también hablaba desde una posición de poder, de prestigio, desde una tribuna tan poderosa y con una idea tan precisa de poder como el Collège de France –desde 1970. Pero eso no le quita ni un ápice de autenticidad a su posición. La pregunta es: en la España de la democracia, ¿de qué medios dispone el “intelectual” para hacerse oír, asumiendo la parte de coloración, de sobredeterminación, de distorsión incluso que el medio impone al mensaje? Y aunque se quiera ver a sí mismo, ese intelectual, ahora como un profeta, ahora como un partisano, ahora como un pensador, ¿qué sería de él si fuese realmente un profeta, un partisano o un simple filósofo? ¿Qué sería de él sin la tentación del periodismo, sin la atracción de la historia y la política –la más convencional, la de la lucha partidista por el poder–, sin el interés por reconocer y cultivar la propia sombra que es en realidad ese lado sobreiluminado de la propia actividad intelectual?