El banquete real tardogótico: un modelo ritual en las cortes ibéricas a fines de la Edad Media1
Introducción
En el presente trabajo, buscaremos ofrecer un análisis sobre el modelo ritual tardogótico –del que su vanguardia y más conocida manifestación se encontró en la corte de los duques de Borgoña, hasta el punto de que este modelo es denominado habitualmente como borgoñón– en el ámbito particular del banquete, bien conocido en la actualidad gracias a las aproximaciones de Normore (2015), Ross (2007), Henish (1999), Laurioux (1995), Lafortune-Martel (1984), Krikorian (2013), Barber (2020, p. 238-252, 266-268, 273-275) o Müsegades (2018).
Algunos de los elementos que integrarán este modelo se pueden documentar, al menos, desde el siglo XIII, como el uso de navetas y fuentes de mesa (Lafortune-Martel, 1984, p. 43-44) o la presencia de músicos que marcaban el momento de servir el alimento al soberano (Bowles, 1958, p. 44). Sin embargo, será solo a partir de las décadas iniciales del siglo XIV cuando estos se integren en un modelo estético e ideológico coherente, que tendrá como base la estética gótica septentrional. Aunque no es fácil definir la cronología de este proceso, algunos hitos apuntan a que el modelo se encontraba en formación a lo largo de las décadas iniciales del Trescientos. Así lo manifiesta el hecho de que a inicios del siglo XIV los entremeses del banquete “began to develop into something far more exotic” (Strong, 2002, p. 116), de que hacia 1340 cristalice un nuevo concepto visual de la cocina (Vincent-Cassy, 1996, p. 162), de que, al menos, desde el segundo cuarto del siglo XIV, aparezca el aparador en Francia (Strong, 2002, p. 96) o de que desde 1377 sea posible documentar los primeros momos en el ámbito de la corte inglesa (Henish, 1999, p. 223). Aunque la corte de Borgoña –gracias al deseo de promoción de los duques, pero también a la existencia de una pujante industria– sirvió como vanguardia y catalizadora del proceso, la definición del nuevo modelo fue más allá de este ámbito particular, si tenemos en cuenta, por ejemplo, el protagonismo de la corte real francesa o la pontifica de Aviñón en la configuración de los entremeses teatrales (Strong, 2002, p. 118, 123; Lafortune-Martel, 1984, p. 46-47) o el carácter policéntrico del proceso –del que participaría igualmente el ámbito italiano– que dará forma a esta nueva realidad.
En la formulación de este nuevo modelo ritual y suntuario serán determinantes aspectos como la mayor circulación de bienes, personas e ideas, tras la superación de la Crisis del siglo XIV; el impulso a las relaciones diplomáticas, que implicó nuevas formas de representación internacional, en las que el banquete tendría un papel relevante; el énfasis en la idea de magnificencia, que sirvió como justificación al gasto desmedido de las élites en el marco de un nuevo sistema moral basado en la ética aristotélica; la recuperación, en el contexto del proceso de génesis del Estado moderno y del prehumanismo, del legado ritual tardorromano, manifestado, con un carácter general, en ordenamientos como las Leges palatinae de Jaime II de Mallorca (1337) (cf. Herbers, 2013, p. 207-208) y, con un carácter más particular, en relación con nuestro objeto de análisis, con diversos aspectos del banquete tardomedieval, puestos de relieve por Pérez Monzón (2013, p. 282-285) o Sutton (2013, p. 289-290); o la propia competición entre poderes, una de cuyas mejores expresiones se encontrará en la rivalidad entre las monarquías inglesa y francesa (Laurioux, 2018, p. 105).
En el marco de este modelo tardogótico, el presente trabajo buscará, desde la perspectiva de la península ibérica, abordar la realidad del banquete en el marco de la corte real y de su entorno aristocrático, atendiendo a los actores políticos que contribuyeron a la definición de dicho modelo y a las bases estéticas e ideológicas que lo guiaron en una perspectiva comparativa. Para ello, se tomará como punto preferente de referencia lo que Laurioux denomina los banquetes “políticos” (“politiques”) (Laurioux, 2018, p. 103), entre los que se encontrarían aquellos “banquetes especiales” a los que aludirá el tratadista Enrique de Villena en su Ars cisoria (1997, p. 55).
En la reconstrucción de este banquete tardomedieval se ha partido fundamentalmente de testimonios de naturaleza cronística. Unos testimonios que muestran una especial preocupación por el hecho festivo –sobre todo en el período cuatrocentista–, cuya narración, como ha puesto de relieve Doudet para el caso de Borgoña, es capaz de articular un “ritual narratif” (2000, p. 77-89). Aunque este discurso narrativo tiene una entidad propia con respecto al discurso ritual propiamente dicho, se trata de la vía preferente para la reconstrucción de este último y cabe pensar, conforme a una perspectiva planteada igualmente para el banquete romano (D’Arms, 1999, p. 304-305), que el discurso ritual y el discurso cronístico no fueran discordantes, si atendemos tanto a aquellos elementos objetivables puestos en escena en el banquete como a la información que nos ofrecen otras fuentes alternativas, como los testimonios materiales.
El banquete real ibérico en su contexto cultural tardogótico: ejes estéticos, rituales e ideológicos de la mesa real a fines de la Edad Media
La definición del modelo ritual tardogótico de banquete real en la Península a partir de testimonios puntuales y aislados es problemático, si bien la documentación de algunos elementos propios de este modelo permite, aunque sea solo de forma provisional, plantear una cronología del proceso. En ese sentido, indicios del impacto de este nuevo modelo en la mesa real se pueden documentar en las cortes de Pedro IV de Aragón (1336-1387), Juan II de Castilla (1406-1454), Juan I de Portugal (1385-1433) y Carlos III de Navarra (1387-1425). Una cronología que no siempre es fácil de precisar, pero que apunta, en cualquier caso, a un desarrollo más temprano de lo que se ha supuesto en algunos casos (cf. Quintanilla Raso, 2012-2013, p. 243; Pérez Samper, 1997, p. 15).
El banquete real tardomedieval: la integración de las artes
El banquete, convertido en centro de la fiesta y de la sociabilidad cortesanas, será una de las piezas principales del entramado ritual de las monarquías ibéricas de fines de la Edad Media, gracias a su capacidad para articular la práctica de la convivialidad dentro de un espectáculo total, que combinará artes visuales, performativas y culinarias, como han puesto de relieve autores como Normore (2015, p. 4, 6), Bowles (1958, p. 41) o Abad Zardoya (2019: 450). En su configuración global, este banquete se encontrará guiado por, al menos, dos ideas centrales. En primer lugar, la magnificencia, puesta de relieve ocasionalmente por las descripciones literarias y cronísticas del banquete (Martorell, 1974, I, p. 154; Crónica incompleta, 1934, p. 168; o Fernández de Córdova Miralles, 2002, p. 251), complementada eventualmente por el ejercicio de la liberalidad, que se manifiesta en la entrega de regalos, mercedes o libreas con ocasión del banquete, cuya memoria con frecuencia queda consignada en la crónica real, como dan cuenta los pasajes de Carrillo de Huete (1946, p. 212), Enríquez del Castillo (1994, p. 167), Pina (1950, p. 115-116, 118) o Resende (1973, p.187). El banquete pasará así a convertirse en uno de los símbolos de la riqueza del rey, como manifiestan tanto la tradición legendaria del gabán de Enrique III de Castilla, según la cual la usurpación de la riqueza del reino por la aristocracia había llevado al monarca, para poder cenar, a empeñar su gabán (Jardin, 1995, p. 226-230), como la vergüenza que, según un memorial de greures presentado por la ciudad de Valencia a Juan I de Aragón, provocaba el hecho de que el soberano, arruinado, apenas tuviera qué comer (Torreblanca Gaspar y Morales Gómez, 1995, p. 332-333).
En segundo lugar, cabe atender al relevante papel que juega en la planificación del banquete el deseo de inducir en el espectador un sentimiento de sorpresa o de maravilla –así, al menos, lo pretenden los cronistas, que utilizan adicionalmente esta emoción con “el objetivo de poner de relieve lo excepcional del ritual” (Nogales Rincón, 2017, 29)–; recurso que no era novedoso en modo alguno, por cuanto había sido ampliamente explotado en el plano retórico y ritual en época romana (D’Arms, 1999, p. 301-302). Una emoción que permitía una más efectiva transmisión del mensaje de superioridad regia, gracias a su capacidad no solo para captar la atención, sino también para remitir a una categoría propia del pensamiento medieval: lo maravilloso (cf. Le Goff, 2003).
Una maravilla que, como veremos, tendrá fuentes diversas: la propia magnificencia, la simulación, lo extraño o inesperado, la innovación técnica, la riqueza, o la belleza visual o sonora, generalmente bajo la idea de novedad o de invención. En este ámbito, un elemento particular adquirirá un especial protagonismo: el artificio, es decir, lo hecho por “uso de arte” (Fernández de Santaella, 1992,‘Artificium’), que, partiendo de la extrañeza que provoca la recreación de la naturaleza por medios artificiales o técnicos, se manifiesta, como veremos, en ámbitos muy variados: desde el uso de colorantes alimentarios o la presentación de los platos, pasando por el empleo de recursos mecánicos en los autos teatrales o la iluminación artificial de la sala del banquete.
En este contexto, la vista se perfilará como un sentido fundamental del banquete, incluso por encima del gusto, como ha puesto de relieve Vincent-Cassy (1996, p. 173). Un aspecto quizá motivado tanto por el peso que lo visual tenía entre las técnicas retóricas como por la relevancia de los postulados aristotélicos, que insistían en el papel de la visión como vía principal en la construcción del conocimiento (cf. D’Arms, 1999, p. 303; Fernández Fernández, 2020, p. 91). Estas cuestiones ayudan así a entender la importancia genérica del componente visual en el banquete y otras manifestaciones más particulares, como la incorporación de individuos que, no estando convidados a la mesa, asistían exclusivamente en calidad de espectadores (Resende, 1973, p. 163, 176), en un intento por dar cumplimiento a la pretensión, referida por Koopmans, de “voir et être vu”, propia del período premoderno (2000, p. 94).
Más allá de este acto inmediato de ver y ser visto, el objetivo de mostrar y favorecer la difusión de lo acontecido alimentará no solo la creación de una memoria del banquete articulada en torno a la crónica, sino también la configuración de una memoria secundaria a partir tanto de los citados regalos entregados por el monarca como –probablemente de una manera más marginal– de los propios objetos que formaban parte de la escenografía de la fiesta, como esos castillos de madera que decoraban las mesas de uno de los banquetes celebrados en Évora, en 1490, con ocasión del matrimonio del príncipe Alfonso de Portugal y la princesa Isabel de Castilla y Aragón, que “os davam a pessoas, que os pediam pera mosteiros, e Igrejas, em que estiveram muyto tempo pendurados” (Resende, 1973, p. 175).
Los manjares del banquete
Este modelo tardogótico se fundamentó en un consumo basado no solo en el refinamiento, sino también en la cantidad, como manifiestan fórmulas tales como “diverses viandes que foren aparellades molt nobles y en grandísima abundancia” (Carbonell, 1997, II, p. 185) o “muchos e variados platos en gran cantidad” (Bello León y Hernández Pérez, 2003, p. 193). No extraña, por ello, que el castellano Alonso de Cartagena definiera los “manjares reales” como “la muchedumbre de las viandas aderezadas con gran cuidado” (Cartagena, 2012, p. 278). Este despliegue alimentario se presentará ocasionalmente, en su representación textual, a la luz de la emoción de la maravilla, con esa “tanta diversidad de aves y carnes y pescados y manjares y frutas, que era maravillosa cosa de ver” (Crónica, 1953, p. 565) o los “muchos e diversos manjares, tanto que todos se maravillaban” (Crónica, 1940, p. 220).
Esta idea de refinamiento se articulará –más allá de la propia naturaleza genérica del alimento, de las técnicas culinarias o de las recetas, que se insertan en “una koiné gastronómica europea que distinguía a los poderosos del resto de la sociedad” (García Marsilla, 2013, p. 149)– en torno a cuatro aspectos, que podríamos considerar como característicos del modelo tardogótico:
- El cromatismo, puesto de relieve para el caso ibérico por García Marsilla (1993, p. 168-169) o Serrano Larráyoz (2002, p. 314-316; 2008, p. 400), que tendrá, junto al uso de colorantes, una expresión destacada en el empleo de finas láminas de metales preciosos para cubrir los alimentos, del que contamos con buenas muestras, al menos, desde 1377 (Riera Melis, 2013, p. 87; Serrano Larráyoz, 2008, p. 392, nota 165; Ferro, 1972, p. 114; Resende, 1973, p. 174; Villena, 1997, p. 65). Un uso que, además de expresar riqueza, quizá cabría relacionar, en línea con lo indicado por Woolgar (2018, p. 3, 18), con una simbología asociada a la luz divina.
- La decoración heráldica dispuesta sobre los alimentos, conforme a un uso probablemente nacido en la corte de Borgoña (Strong, 2002, p. 119), que se manifiesta en el ámbito ibérico en las armerías que decoran el pescuezo de los pavos asados (Villena, 1997, p. 55; Ferro, 1972, p. 114; Sanchís Sivera, 1924, p. 151) o la superficie de los mazapanes (Fernández de Córdova Miralles, 2004, p. 49).
- La idea de exotismo, ligada de una forma muy particular a las especias, cuya adquisición implicaba un importante esfuerzo logístico y económico, tal como pone de manifiesto la elaboración de algunas salsas, que precisaban, además de azúcar, de hasta diez especias diferentes (García Marsilla, 1993, p. 168; Piedrafita Pérez, 2012, p. 34) o el propio inventario de condimentos y especias recogido por Ruperto de Nola, cocinero del rey de Nápoles, en su Libre del coch (Cruz Cruz, 1997, p. 49-50).
- La idea de simulación, que queda ligada muy estrechamente al referido uso del artificio, ya sea a través del propio uso de los colorantes (cf. Woolgar, 2018, p. 6, 11, 19) o de técnicas gastronómicas avanzadas, con el fin de crear platos destinados no solo a ser degustados, sino también exhibidos. Entre dichas técnicas, destacará la presentación del pavo real asado revestido con sus plumas y con la cola desplegada o en rueda, con el fin de simular su condición viva, como señalaba Laurent Vital ya en el siglo XVI (García Mercadal, 1999, p. 601). De esta práctica, que documentamos en la Península, al menos, desde 1377, con ocasión del banquete de coronación de la reina aragonesa Sibila de Fortià (Riera Melis, 2013, p. 87), tenemos diversas muestras tanto en relación con banquetes reales y aristocráticos (Ferro, 1972, p. 114; Resende, 1973, p. 174; Sanchís Sivera, 1924, p.151; Díaz de Games, 2000, p. 273) como en recetarios y manuales de protocolo ibéricos (Llibre de Sent Soví, 2009, p. 100; Villena, 1997, p. 55; Gracia Dei, c. 1486, f. 9r). Incluso, yendo más allá y buscando reforzar la sorpresa que se esperaba provocar en el comensal, en el banquete celebrado el 25 de octubre de 1472 por el cardenal Rodrigo Borja en Valencia, se presentó un pavo de esta guisa que lanzaba por su boca chorros de agua perfumada (Sanchís Sivera, 1924, p. 152).
Con un sentido similar, es posible referir la presentación de grandes animales enteros asados, especialmente bueyes o terneras, que “por magnificencia” se encontraban rellenos de “capones y otras aves apreciadas, asadas o cocidas” (Villena, 1997, p. 65). Dentro de esta categoría aparece la “ternera dorada”, de la que “sólo se comen los trozos de cabeza, ojo, lengua y paladares y lo demás lo dejan por magnificencia y demás porque no es tan bueno para comer, por la clara del huevo en que se ha de asentar el oro y porque llega fría a la mesa” (Villena, 1997, p. 65) o los bueyes asados presentados en uno de los referidos banquetes celebrados en 1490 en Évora, que, asentados sobre una plataforma, tiraban de una carreta, que fue llevada por “toda a sala”, la cual portaba “carneyros assados inteyros com os cornos dourados”, de tal forma que “os bois pareciam vivos e que andavam” (Resende, 1973, p. 174). Igualmente, dentro de esta tipología, cabría incluir aquellos pasteles de los que “salieron aves volando por la sala”, ofrecidos en el banquete de coronación de Fernando I en la Aljafería de Zaragoza en 1414 (Ferro, 1972, p. 119). Esta misma idea de artificio cabría encontrarla, además, en el citado uso de colorantes y en “la mezcla de sabores”, que buscaría “el equilibrio de sabores contrapuestos” a través del empleo de las referidas especias (Riera Melis 2013).
Esta noción del artificio, ligada a la propia idea de magnificencia, explica asimismo la presencia de un recurso habitual desde fines del siglo XIV en ocasiones especialmente magnificentes: las fuentes de vino, capaces de aprovisionar de forma continua a los asistentes (Carbonell, 1997, II, p. 178; Crónica, 1953, p. 359, 565; Facio, 2017, p. 384).
Ritual y servicio en la mesa
Un aspecto habitual sobre el que llaman la atención las fuentes cronísticas al tratar de la organización ceremonial del banquete, que se organizaba en torno a una serie de servicios sucesivos (Serrano, 2002, p. 287), es su “policía”, “gentileza” o “milhor” servicio (Resende, 1973, p. 175), la “tanta discreçión e buena ordenança” (Relación, 2001, p. 42) o “la ordenança que en todo avía” (Crónica, 1940, p. 220), de la que será buena muestra la redacción de tratados específicos del servicio de la mesa, como el referido Ars cisoria (1423), en el que significativamente dicho servicio se caracteriza por ser ejecutado “cortesana y limpiamente” (Villena, 1997, p. 67), bajo la idea de que “así como su dignidad [real] es soberana, sus servidores han de ser más esmerados en aptitud y costumbres (1997, p. 38).
En este marco protocolario basado en el buen orden del banquete, es posible observar, como un elemento destacado del modelo tardogótico, el relieve que tienen los cortejos, ya se trate del “aguamanos” traído con “grandes e nuevas çirimonias” durante el banquete celebrado en 1448 en el castillo de Escalona (Toledo), bajo patrocinio del condestable de Castilla don Álvaro de Luna (Crónica, 1940, p. 220), ya especialmente de la presentación ceremonial de la copa y los platos al rey, acompañada, entre otros, de los porteros de maza, los reyes de armas o el maestresala (Resende, 1973, p. 173; Gracia Dei, c. 1486, f. 9v), que se realizaba al son de la conocida como música alta, integrada por trompetas, atabales, chirimías o sacabuches (Resende 1973, p. 174; Relación, 2001, p. 131, 133; Carbonell 1997, p. 185). Además, como documentamos en el caso aragonés con ocasión de los banquetes de coronación de Martín I (1399) y de Fernando I de Aragón (1414), el plato podía venir precedido por su correspondiente “entremeso” –un águila, “una gran vibra”, “una gran roca” con “una gran leona parda”– o “sus juegos” (Carbonell, 1997, p. 185; Ferro 1972, p. 113).
Junto a los cortejos, cabe destacar la incorporación al banquete tardogótico de algunos elementos ceremoniales a medio camino entre la novedad y la magnificencia, dirigidos a provocar la sorpresa en el espectador, como, por ejemplo, un servicio de mesa íntegramente femenino (Enríquez del Castillo, 1994, p. 188); el uso de artificios que permitían la llegada al monarca, a través de ángeles, de alimentos desde un plano superior (Carbonell, 1997, II, p. 184-185); la presencia en cada una de las mesas de un maestresala o un trinchante (Relación, 2001, p. 133; Resende, 1973, p. 173); o disposiciones fastuosas, como la imaginada por Pere Miquel Carbonell en sus Croniques d’Espanya, al recrear un banquete celebrado al aire libre por el conde Ramón Berenguer con motivo de la recepción de una emperatriz alemana en Barcelona, cuyas mesas, ubicadas entre el castillo de Montcada y una de las puertas de la muralla, jalonaban el recorrido de entrada de la emperatriz en la ciudad (Riera Melis, 2013, p. 82-83).
Todo ello se llevaría a cabo en el marco de una estricta jerarquización, que buscaba presentar como centro del banquete al monarca y, de forma secundaria, a aquellos invitados a la mesa real. Dicha jerarquización de manifestaba a través de distintos parámetros, como la diferente altura de las mesas; el uso del dosel para marcar ubicación del soberano; la presencia de ciertos elementos decorativos sobre la mesa real, como la naveta (§ La vajilla…) y otros remarcadores de la presencia regia, como candelabros de plata (Porras Gil, 2015, fol. 39), fuentes de mesa, como la poseída por Pedro IV de Aragón, conocida como el Castell d’Amor (Molina i Castellà, 2014), o un “jarrón de plata que se colocó sobre la mesa y [que era] de gran valor” (Bello León y Hernández Pérez, 2003, p. 193); el propio consumo diferenciado en función del estatus del comensal; o el uso de toallas de mesa en el servicio al monarca (Riera Melis, 2013, p. 80-82; Torreblanca Gaspar y Morales Gómez, 1995, p. 333-334, 340; Serrano Larráyoz, 1998, p. 694-695; Serrano Larráyoz, 2002, p. 274-294; Fernández de Córdova Miralles, 2002, p. 247, 253-254, 256; Sá, 2011, p. 195; Miranda y Sousa, 2011, p. 383, 386-388, 391-394; o Coelho, 2014, p. 107-108, 110).
Aunque el relato cronístico incida con frecuencia en estos aspectos jerarquizadores, no es habitual que este explicite su sentido, por lo que es relevante la alusión que hacen los Hechosdel Condestable don Miguel Lucas de Iranzo a que la “prinçipal mesa” estaba sobre “un alto estrado de madera (…) por el qual bien la diferençia de aquella a las otras mesas se asignava e conoçía” (Relación, 2001, p. 114) o la referencia incluida en un regimento redactado en 1483 y dirigido a regular la estancia de D. Manuel, hijo del duque de Viseu y futuro Manuel I de Portugal, en la corte de los Reyes Católicos “quando [estuvo] a segunda vez a Castella” como rehén, en el que se refiere que los monarcas debían informar a D. Manuel, antes de que este pudiera aceptar su invitación, de “a maneira que com elle querem ter em seu asentamento e serviço e nas outras cerimonias da mesa” (Lopes de Chaves, 1984, p. 157).
Junto a este criterio de jerarquización, la distribución de los comensales en el banquete vendrá determinada por dos principios adicionales incardinados en el horizonte tardomedieval: la cortesía y la moralidad, que llevó, según los tiempos, espacios y contextos, bien a entremezclar con un sentido galante en la misma mesa a hombres y mujeres, bien a segregarlos (cf. Sá, 2011, p. 197-199; Miranda y Sousa, 2011, p. 392; Fernández de Córdova Miralles, 2002, p. 253-254; Serrano Larráyoz, 2002, p. 286; Crónica, 1953, p. 565). Esta dimensión galante permite, de hecho, entender la ocasional invitación a las mujeres de la villa donde se celebraba el banquete (Carbonell, 1997, II, p. 185, 190), conforme a un uso documentado en otras cortes europeas (Chevalier-de Gottal, 1996, p. 70; Morel, 2018, p. 195-196).
Todo este orden y estas buenas maneras cortesanas puestas en escena en el banquete buscaban contrastar con la imagen del desorden propio de la provisión de alimentos por parte del príncipe a aquellos sectores populares. Aunque, en algún caso, dicha provisión mostraría un carácter integrador –hasta el punto de disponerse “manteles” en “las gradas” de la plaza “para quantos querían comer y bever” (Relación, 2001, p. 212)–, lo habitual es que discurriera en un sentido opuesto, con el fin de manifestar la incapacidad del pueblo para controlar sus instintos. Así se desprende tanto de las fiestas reales de Évora de 1490, antes referidas, donde, tras sacar al exterior de la sala de fiestas dos bueyes asados, estos “com grande grita e prazer foram espedaçados” por el pueblo, que “levava cada hum quanto mais podía” (Resende, 1973, p. 174), como de las distribuciones de alimentos realizadas por el archiduque de Austria, Felipe el Hermoso, en su viaje a la Península en 1502, que habitualmente acababan, para divertimento de la corte, en choques populares por hacerse con un poco de comida (Porras Gil, 2015, p. 195).
La vajilla y su exhibición: el aparador
El deseo de mostrar, uno de los aspectos que articulan este ritual tardogótico (§ El banquete real…), llevará a convertir al aparador (dreçador, en Navarra o Aragón, copeira en Portugal) en un elemento omnipresente en la representación tanto iconográfica (Antoranz Onrubia 2010, p. 35-36, 51) como textual del banquete, cuya presencia en ocasiones aparece remarcada gracias a su capacidad de generar sorpresa, como manifiestan García de Resende (1973, p. 163) o Gonzalo Fernández de Oviedo (cit. en Fernández de Córdova Miralles, 2002, p. 251).
Este mueble, caracterizado por presentar distintas gradas, permitía exhibir la vajilla realizada en metales preciosos, ofreciendo con ello evidentes ventajas respecto al uso de mesas, al modo en que se presenta en el Libro del caballero Zifar (2010, p. 242, 414). Una exhibición de la vajilla por medio del aparador en la que la altura del mueble y las piezas contenidas actuarán como un campo de competición entre los distintos actores políticos participantes en el banquete, incluida la nobleza (Quintanilla Raso, 2012-2013, p. 243; Pérez Monzón, 2013, p. 273-274; González Marrero, 2004, p. 158-159; Fernández de Córdova Miralles, 2002, p. 250).
Esta exhibición de la vajilla, en tanto que parte integrante del tesoro real, se convirtió así en un instrumento fundamental en la expresión de la magnificencia, hasta el punto de que la cuestión preocupó hondamente a los reyes –así lo muestra la anécdota protagonizada por Pedro IV de Aragón, quien evitaba ser visto utilizando platos de madera (Antoranz Onrubia, 2010, p. 50)–, a la vez la exhibición de los aparadores debió de generar no pocas sospechas y rumores sobre el hecho de que la vajilla mostrada, lejos de ser símbolo de una riqueza cierta, hubiera sido reunida ex profeso para la ocasión (Porras Gil, 2015, f. 40; Isasaga, 1500, p. 79).
El deseo de remarcar ceremonialmente la vajilla del apartador no será extraña en el ritual del banquete, ya sea por medio de su incorporación a actos parateatrales (Carbonell, 1997, II, p. 184); de su ubicación en espacios especialmente visibles de la sala (Ferro, 1972, p. 112; Porras Gil, 2015, f. 44; Mercadal, 1999, p. 416, 431; Resende, 1973, p. 162-163); de su exhibición en contextos inesperados, con el fin de generar sorpresa, como el aparador mostrado repentinamente, tras descorrer una cortina, durante el desarrollo de una misa celebrada, en 1502, en la gran sala del alcázar de Toledo, la misma donde se iba a desarrollar el posterior banquete (Porras Gil, 2015, f. 59), como los aparadores expuestos en el “bosque de Madrid” en 1462 “que a los ombres pareçia que la plata y paños de ras estavan en maravillosa floresta” (Crónica incompleta, 1934, p. 50) o como el exhibido en 1502 “delante de la iglesia de Nuestra Señora, toda cubierta de tapices y de colgaduras de paño de oro, donde bajó” el archiduque Felipe a su llegada a Burgos, conforme a la narración de Antonio de Lalaing (García Mercadal, 1999, p. 416); del hecho de que, tras su uso, la vajilla fuera devuelta a su lugar “para hacer mayor ostentación” (García Mercadal, 1999, p. 431); o del empleo de iluminación, gracias a los candeleros situados ante el aparador, que permitían remarcar su presencia, al hacerla visible y crear efectos lumínicos sobre la vajilla (Fernández de Oviedo, 2006, p. 121, cf. Fernández de Córdova Miralles, 2002, p. 250; Porras Gil, 2015, f. 35), aspecto que dará forma en el discurso cronístico a la imagen literaria de la plata reluciente en el aparador (Porras Gil, 2015, f. 40; Facio, 2017, p. 384; Relación, 2001, p. 143).
En el plano del servicio de mesa, este modelo tardogótico se vinculará a piezas características, como las copas con sobrecopa o tapadera, cuya remoción tenía un cargo específico en la corte aragonesa (Ferro, 1972, p. 112), caracterizadas por sus caprichosas formas, como muestran diversos ejemplos (González Marrero, 2004, p. 181-182). También a las navetas, documentadas, en el acaso aragonés, al menos, desde época de Pedro IV (Antoranz Onrubia, 2010, p. 53), de las que se han conservado para el ámbito peninsular algunos ejemplares integrados en el tesoro eclesiástico (Casabón y Naya Franco, 2012; Pérez Grande, 2005), usadas para que el rey echara “los huesos” (Villena, 1997, p. 51) –función que Gonzalo Fernández de Oviedo atribuye en época de Reyes Católicos a una suerte de “copón grande tan ancho el asiento como la boca”, denominada como osero (Carrasco Manchado, 2006, p. 521-522)–, aunque, con un sentido general, se haya atribuido a estas navetas una diversidad de funciones en la mesa (Strong, 2002, p. 98-99; Mead, 1967, p. 142; Laurioux, 1989, p. 138), indicio de que su presencia respondía quizá más a criterios de representación que a una cuestión práctica. Tampoco cabe olvidar, con un sentido similar, la presencia de magnificentes objetos utilizados en la decoración de la mesa real (§ Ritual…) ni de otras piezas de la vajilla caracterizadas por su estética extravagante, que buscarían provocar un impacto en el comensal, como, a título de ejemplo, muestra para la corte de Manuel I de Portugal un gomil, o jarro para el agua, de plata dorada con forma globular que recordaría a un cardo, conservado en el Palacio Nacional de Ajuda en Lisboa (inv. no. 5156) (Crespo, 2018, p. 102). Piezas, en definitiva, que, más allá de lo funcional, actuarían como “marcadores simbólicos del banquete” (“symbolic markers of the banquet” (Holloway, 2013, p. 162) o como “signos de honor” (“mark of honour”) (Barber, 2020, p. 246), hasta el punto de perfilar ciertos objetos, como navetas u oseros, en símbolos del poder real.
Dentro del menaje empleado a la mesa regia, cabe llamar la atención, por último, sobre un utensilio particular: el tenedor, empleado probablemente para el consumo de dulces y postres, como frutas cocidas (Henish, 1999, p. 196; Laurioux, 2013, p. 223), cuyo uso quedaría reducido al monarca y a su entorno más próximo, como ha sugerido Sá para la corte portuguesa (2011, p. 203) y como permite pensar para Castilla el hecho de que los escasos ejemplares documentados a fines de la Edad Media o en la Alta Edad Moderna se relacionen con la figura regia (Antoranz Onrubia, 2010, p. 68; Ladero Quesada, 2005, p. 864; Alonso Sánchez Coello, El banquete de los monarcas, c. 1579, Muzeum Narodowe, Poznan, Polonia), en línea con lo documentado para Carlos V de Francia (1364-1380) (Strong, 2002, p. 99).
Entre la gastronomía y la ficción: momos y entremeses
La incorporación de lo teatral al banquete, bien durante su desarrollo, bien a su término, bajo la doble manifestación de los momos y los entremeses, constituirá una de las señas de identidad del banquete tardogótico. Dado que estos espectáculos nos son bien conocidos gracias a las aproximaciones de Asensio (1974), Massip Bonet (1996, 2003) o Díez Garretas (1999, 2004), nos centraremos en algunos aspectos particulares.
Cabe señalar, en primer lugar, que, aunque ambas manifestaciones aparecen estrechamente relacionadas, presentan unos perfiles diferenciados. Mientras que en el entremés, derivado de lo que Laurioux denomina como “entremets de peinterie” (2013, p. 197), pesaba lo escenográfico, generalmente con escenarios móviles situados sobre las referidas como rocas o naves, en el caso de los momos la máscara o disfraz, bajo la denominación de maxcaras, caratulas o falsos visajes (Palencia 1992, ‘Persona’; Porras Gil, 2015, fol. 40; Isasaga, 1500, p. 85; Relación, 2001, p. 95), será fundamental en su caracterización, con unos participantes, conocidos igualmente como momos, que danzan e incluso actúan, pronunciando breves diálogos e integrándose ocasionalmente dentro de un marco escenográfico, propio del entremés.
Los entremeses se documentan en el contexto aragonés –que parece ser pionero en la Península–, al menos, desde inicios de la década de 1380 (Varey, 1992, p. 68, 73), con dos cumbres en los banquetes de coronación de Martín I (1399) y de Fernando I de Aragón (1414) (Oleza, 1992, p. 52-55; Varey, 1992, p. 69-70; Cátedra, 1992, p. 38-39), seguido del ámbito navarro, donde se representan, al menos, desde 1415 (Serrano Larráyoz, 2008, p. 391-392), y castellano, donde sabemos de su presencia desde los años finales de la década de 1420 (Cátedra 1992, p. 37; Crónica, 1940, p. 53; Carrillo de Huete, 1946, p. 21). En lo que se refiere a los momos, estos se documentan, por primera vez, en Portugal en 1414 y en Castilla en 1434 (Asensio, 1974, p. 27-28).
Los antiguos divertimentos juglarescos y acrobáticos, al modo de los descritos en el Libro del caballero Zifar o en la Crónica de D. João I de Fernão Lopes (Libro del Caballero Zifar, 2010, p. 243; cit. en Coelho, 2014, p. 109), pasarán así a ser desplazados por nuevos espectáculos que tenían como elemento central lo caballeresco y lo maravilloso, y se articulaban en torno a un lenguaje internacional que tenía en la presencia de gigantes, salvajes o serpientes, procedentes de los libros de caballerías, uno de sus rasgos más reconocibles. No extraña, por ello, que una alegoría incluida en el entremés representado en el banquete organizado por el Condestable de Castilla en Burgos para recibir, en 1502, a los archiduques de Austria, Felipe y Juana, se basara en Eric y Enide de Chétien de Troyes (Porras Gil, 2015, p. 200-201; Porras Gil, 2017, p. 23) o que García de Resende formulara la idea, al tratar los momos y entremeses de uno de los banquetes de las fiestas eborenses de 1490, de que si los describiera minuciosamente “parecería fabula de Amadís, ou Esplandiam” (Resende, 1973, p. 176). La atención hacia estas figuras de los libros de caballerías, más allá de ser un indicio de la inclinación del rey y su corte por esta ficción, expresaba una pretensión por adherirse a un lenguaje internacional, a la vez que podría ser vista como expresión del deseo de transformar el palacio real “en un lugar de lo maravilloso poblado de hombres salvajes, gigantes y extraños caballeros que acuden a la corte a rendir pleitesía a un rey que es también soberano en el país de lo imaginario” (Fernández de Córdova Miralles, 2002, p. 269), cuando no como manifestación de la idea del “triunfo de la civilización sobre la barbarie” (Antoranz Onrubia, 2010, p. 143).
En estos autos teatrales, la sorpresa desempeñará un papel fundamental, bien a través de grupos que irrumpen en la sala de forma inesperada, bien mediante elementos escenográficos que se mantienen ocultos y que repentinamente son mostrados al público (Porras Gil, 2015, f. 39; Isasaga, 1500, p. 79), bien por medio de escenarios móviles que irrumpen en escena (Porras Gil, 2015, f. 39). Solo bajo esta idea de generar un sentimiento de sorpresa se puede entender el alto secreto que rodearía la planificación de algunas de estas representaciones (cf. Salicrú Lluch, 1995, p. 751-752), pero también el protagonismo que asume la innovación técnica, tal como muestra, por ejemplo, la complejidad de la tramoya aérea utilizada en los entremeses del banquete de la coronación de Fernando I de Aragón en 1414 (Ferro, 1972, p. 113-114, 115, 118); la incorporación a este mismo banquete de “un muy fermoso grifo” que “iba todavía echando fuego faziendo lugar entre las gentes” (Ferro, 1972, p. 113), cuyo funcionamiento “por artifiçio” declara Lope de Barrientos (1991, f. 15r); o ese jardín artificial presente en el referido banquete celebrado en Burgos en 1502, que “estoit fait par soubtilz ingiens”, que lo dotaban de movimiento (Porras Gil, 2015, f. 39).
En el caso de los momos, más allá de cuestiones ligadas a la idea de la magnificencia o de la cortesía, un elemento nuclear se encontrará en el acto central por el cual el rey oculto, como momo principal, revelaba, a manera de epifanía real y en una expresión de la superioridad regia, su identidad, como ha puesto de relieve Spina en relación con los maskers de la corte Tudor (2018, p. 187-192).
El espacio ceremonial: salas ricas y casas de fiestas
Los banquetes tuvieron como lugar predilecto de celebración las salas ricas o salas grandes de los palacios (por ejemplo, Isasaga 1500, p. 77; Ferro, 1972, p. 112, Porras Gil, 2015, f. 39), lo que originó una estrecha asociación entre fiesta y sala ceremonial, hasta el punto de acuñarse, al menos, en Castilla, la expresión facer sala para aludir a estos placeres cortesanos. El carácter polifuncional del espacio palatino (cf. Pérez Monzón, 2013, p. 264-265, 266), permitía que, una vez levantadas las mesas tras el banquete, la sala fuera empleada para la celebración de danzas o de espectáculos teatrales. Al menos, en el caso castellano, la presencia de grandes salas oblongas con alcobas en sus extremos, conforme a un esquema de origen andalusí, permitió hacer uso de dichas alcobas como espacios auxiliares para los autos teatrales, como muestran los Hechos del Condestable don Miguel Lucas de Iranzo (Relación, 2001, p. 63).
Sin embargo, cuando el espacio disponible era reducido, se podía proceder a la construcción de las conocidas como salas o casas de madera o de fiestas, dispuestas generalmente en prados, jardines, huertas o corrales. En el ámbito ibérico, es posible documentar dichas salas, al menos, desde 1428, tanto para el caso castellano como portugués (Crónica, 1953, p. 447, 556; Relación, 2001, p. 56; Silva, 1991, p. 267-268), siguiendo un esquema similar a los ejemplos documentados para el contexto europeo a fines del medievo e inicios de la modernidad (Sim, 2011, p. 137-138; Strong, 2002, p. 95-96). Entre estas salas, cabría destacar, por su complejidad y suntuosidad, la “sala de madeira” levantada en la huerta de San Francisco de Évora en 1490, con ocasión de las bodas del príncipe Alfonso de Portugal, aprovechando probablemente el potencial de los maestros de los astilleros portugueses (Resende, 1973, p. 156; Miranda y Sousa, 2011, p. 384; Silva, 1991, p. 267-268; Pina, 1950, p. 120-121; Resende, 1973, p. 162-163; Sá, 2011, p. 192-195).
Sin embargo, más allá de su carácter funcional, estas salas de madera tenían como objetivo expresar la magnificencia y promover la admiración de los asistentes, no solo, como sucedería con la citada “sala de madeira” eborense, gracias a su construcción “per grande arteficio e engenho d’oficiaes”, que había permitido elevarla con tanta celeridad que, a pesar de la complejidad de la obra, “veendose parecía impossivel” (Pina, 1950, p. 117), sino también por la capacidad de estas salas para, en un espacio campestre, “reinventar la propia naturaleza”, tomando las palabras de Nieto Soria (2020, p. 46), a través, por ejemplo, del uso de césped para tapizar el suelo y gradas de la sala (Crónica, 1953, p. 447, 566). En el caso de las fiestas de Briviesca de 1440, esta misma pretensión debió de animar la construcción de un “estanque donde habia muchas truchas é barbos muy grandes, traidos allí para esta fiesta” y “un bosque muy hermoso puesto á mano, donde el Conde [de Haro] habia mandado traer osos é javalis y venados” (Crónica, 1953, p. 566, cf. Nieto Soria, 2020, p. 43, 46).
En la decoración interior, este nuevo modelo tardogótico se caracterizará por su preferencia –en sustitución de los antiguos tapetes y mantas de pared– por los nuevos paños franceses, que inundan la Península en las décadas finales de la Edad Media, de los que contamos con buenos ejemplos en diversos pasajes cronísticos (Crónica, 1953, p. 565; Crónica, 1940, p. 219; Ferro, 1972, p. 115; Parada López Corselas, 2016, f. 159v; o Relación, 2001, p. 41, donde se refiere específicamente la temática de estos, confeccionados “a la memoria del rey Nabucodonosor”).
Respecto a los interiores, será igualmente reseñable, en el marco de este modelo tardogótico, el papel jugado por la iluminación que, más allá de lo práctico, buscaría manifestar una suerte de magnificencia regia ligada al consumo de cera, a la que quizá no fueran ajenas la simbología vinculada a la luz y la idea de artificio e imitación de lo natural, por cuanto no es inédito que se haga referencia a que la iluminación era tan potente que parecía que fuera de día en el interior de la sala (Crónica, 1953, p. 566; Resende, 1973, p. 163).
Vías de intercambio cultural en la definición del nuevo modelo ritual del banquete
La definición de este modelo ritual de banquete fue el resultado de la participación e interacción, en un sentido emulativo y competitivo, de diversas instancias de poder foráneas y regnícolas, que, a partir de un patrimonio ritual tanto prexistente como importado, buscaron explotar unos mecanismos rituales similares para la representación de su poder. La reconstrucción de estas interacciones solo es posible con frecuencia de forma hipotética, a partir de las informaciones sobre los contactos documentados por las crónicas, de la documentación archivística –que recoge, por ejemplo, la solicitud de artefactos a otras instancias con ocasión de las ceremonias reales– o del origen etimológico de ciertas realidades propias de este modelo ceremonial –que remite habitualmente a términos propios del ámbito francófono, como entremet, mommerie o dressoir–.
En la conformación de este modelo fue fundamental la existencia de un sustrato ritual previo gótico, puesto en escena a lo largo del siglo XIII y las primeras décadas del siglo XIV en el marco tanto de las entradas reales y coronaciones –como los castillos y galeras sobre carretas, fuentes de vino, dragones, salvajes, etc.– como del propio banquete –como la entrada ceremonial, acompañada de danzas, de los platos servidos al rey– (Varey, 1992, p. 67, 70; Ferrer Valls, 1987, p. 17-18, 26-27, 35-47; Massip Bonet, 1996, p. 374-376; Catalán Menéndez Pidal, 1953, p. 73, 76; Massip Bonet, 2013, p. 36-38). No obstante, será ahora, a partir de los lustros finales del siglo XIV y los iniciales del siglo XV, según los territorios, cuando estos elementos previos adquieran, bajo influencias foráneas, un nuevo sentido, dentro de una propuesta unitaria que tiene a la magnificencia y a la emoción de la maravilla como centro.
Las vías de difusión de estas influencias foráneas no son siempre fáciles de determinar con precisión, más allá de que este modelo fuera referido en algún caso como “a la francesa”, tal como lo presenta, por ejemplo, Juan de Lucena en su Vida beata (Fernández de Córdova Miralles, 2013, p. 620). Probablemente, al menos, en las etapas iniciales, los contactos extrapeninsulares debieron de ser relevantes a través de las relaciones diplomáticas o comerciales, como se ha sugerido para Castilla (Fernández de Córdova Miralles, 2013, p. 595-606), Portugal (Gomes, 2013, p. 634-644), Navarra (Serrano Larráyoz, 2002, p. 324-325) o Aragón (Ferrer Valls, 1987, p. 35), en un contexto internacional marcado por hitos rituales como las bodas de Felipe el Bueno e Isabel de Portugal en 1430, el famoso Banquete de los Votos del Faisán de 1454 o las bodas de Carlos el Calvo en 1468. La presencia de casas foráneas en la Península, como la de Felipa de Lancaster en Portugal a fines del siglo XIV o la de Inés de Cleves en Navarra en el segundo cuarto del siglo XV, pudieron ser elementos que hipotéticamente mediatizaron e impulsaron el cambio (cf. Coelho, 2014, p. 108; Narbona Cárceles, 2013). En la adopción de estas pautas foráneas pudieron ser pioneras las cortes navarra o aragonesa. Para esta última, contamos con una noticia explícita para el banquete de coronación de Sibila de Fortià en 1377, cuando, sobre un pavo asado cuya cola se presentaba haciendo la rueda, se habría colocado una copla en la que se invitaba a la nueva reina a que lo consumiera “segons bona usança de les grans corts d’Anglaterra e de França” (Riera Melis 2013, p. 88). Desde estas cortes, algunas influencias pudieron alcanzar los restantes reinos ibéricos, como se ha sugerido en relación con la posible influencia aragonesa sobre Castilla en lo que a los entremeses se refiere (Varey, 1992, p. 74; Cátedra, 1992, p. 37).
En la transmisión del nuevo modelo ritual dentro de la Península parecen tener un papel importante las relaciones diplomáticas y los encuentros entre las cortes ibéricas, marcadas, con frecuencia, por su carácter competitivo, del que quizá la mejor muestra se encuentre en las fiestas de Évora de 1490, cuya organización llevó incluso a Juan II de Portugal a movilizar recursos (paños, cocineros, ministriles) procedentes de Flandes, Inglaterra, Irlanda o Alemania, si hemos de creer al cronista Rui de Pina (1950, p. 115-118). En todo este proceso, debió de ser fundamental la organización de banquetes vinculados a celebraciones especialmente relevantes que, recordadas por los asistentes y traídas a la memoria por las crónicas, se presentan como modelos a imitar, cuando no a superar, y como catalizadores del cambio ritual. Entre estos, podría referirse la coronación de Fernando I de Aragón en 1414, las fiestas de Valladolid de 1428, las fiestas de Briviesca de 1440 o los banquetes de Évora de 1490, por citar solo algunos ejemplos. En este punto, probablemente figuras como Fernando I de Aragón o su hijo el infante Juan de Aragón, junto quizá a figuras como Enrique de Villena, parecen ser importantes en la definición y difusión interna del modelo. Tampoco cabe olvidar, en lo tocante a su consolidación, la figura de Felipe el Hermoso, quien, en sus viajes a la Península en los años 1502 y 1505 no solo se convertirá en un visitante a impresionar, sino también en organizador de banquetes, celebrados “a la moda de nuestro país [Borgoña]” (García Mercadal, 1999, p. 435).
No obstante, junto a estos contactos, cabría tener en cuenta otras posibles vías complementarias. En el ámbito suntuario, junto con la propia circulación comercial artística, recientemente estudiada para el caso castellano por Redondo Parés (2020), será fundamental el regalo diplomático, como da cuenta algún testimonio (Crónica, 1953, p. 339; Crónica, 1940, 220). Adicionalmente, en el ámbito particular de la gastronomía, fue relevante la circulación de recetarios y, en algún supuesto, como se documenta en el caso navarro, portugués o aragonés, de cocineros (Serrano Larráyoz, 2008, p. 365-366, 368-369, 374, 398; Coelho, 2014, p. 100; Rosario Torrejón, 2019, p. 130-131). A su vez, cabría tener en cuenta un elemento que, aunque difícil de sopesar, pudo no ser secundario: el papel que pudieron tener los repertorios iconográficos venidos de Flandes, transmitidos principalmente a través de los tapices, de los que contamos con un buen ejemplo en el Banquete de Asuero y degradación de la reina Vasti (Seo de Zaragoza), que constituye una expresión de “a contemporary banquet and presents Burgundian table ceremonial in concise pictorial formulas” (Franket, 2009, p. 292).
No obstante, no toda la cristalización del modelo del banquete tardogótico vendría motivada por las influencias externas, fueran estas peninsulares o extrapeninsulares. En este sentido, es necesario atender a las dinámicas internas de los reinos y a las interacciones entre las distintas instancias de poder. En este nivel, la realeza encontró en la aristocracia su espejo principal; una aristocracia que no solo adoptará algunos de los elementos principales del modelo tardogótico –incluido el ritual regio de la salva, como sucede en Castilla entre los titulados con la dignidad de duque (Quintanilla Raso, 2012-2013, p. 239-240)–, sino que, como manifiesta bien este mismo caso castellano, serán los nobles quienes se encargarán de organizar algunos de estos grandes banquetes, como muestra el ejemplo de don Álvaro de Luna, don Pedro Fernández Velasco, primer conde de Haro, o don Bernardino Fernández de Velasco, condestable de Castilla.
No obstante, más allá de la aristocracia, cabría atender a otras instancias. Así, aunque no siempre es posible asegurar el sentido de las influencias, cabe pensar para el caso aragonés en las innovaciones rituales de la Iglesia, que bien pudieron ser una vía indirecta en la transmisión del uso de la tramoya aérea empleada en los entremeses del banquete (Ferrer Valls, 1992, p. 318, 321-322; Varey, 1992, p. 70), sin olvidar el papel de los entremeses y jocs de los oficios en el ámbito de las ciudades, primero aragonesas, y luego castellanas, puestos en escena en el marco de entradas reales y sobre todo de la fiesta del Corpus Christi (cf. Oleza, 1992, p. 55-56; Ferrer Valls, 1987, p. 33-46; Ferrer Valls, 1994, p. 156-162; Massip Bonet, 1996, p. 381); un hecho que explica el interés de los reyes aragoneses en 1399 y 1414, con ocasión de sus coronaciones, por solicitar a ciudades como Barcelona o Valencia las imágenes del águila, la “vibra” y el basilisco, o las máscaras, alas y vestidos de ángel para su uso en los entremeses reales (Palacios Martín, 1996, p. 223; Massip Bonet, 1996, p. 381; Salicrú Lluch, 1995, p. 751; Varey, 1992, p. 71).
Aunque los parámetros estéticos del banquete real se desenvuelven dentro de una cierta estabilidad, el modelo tardogótico tenía en su propia naturaleza una inclinación a la innovación, manifestada en la reivindicación que las crónicas hacen retóricamente de la novedad del acto (Resende, 1973, p. 175, 178; Crónica, 1953, p. 565) o en la propia invitación de Nola a sus futuros lectores a que “el artífice discreto, teniendo buen juicio, puede inventar muchas maneras de manjares y guisados de su fantasía y buena estima” (1973, p. 27). Una innovación que quizá pueda ayudar a entender la tendencia aparente hacia una mayor complejidad de la dimensión escenográfica del banquete y la teatralidad de momos y entremeses, con la potenciación de la parte dialogada o el elemento técnico, en un contexto general caracterizado por el peso de lo cultural como vía de comunicación política y por la transición hacia el Renacimiento. Esta tensión entre tradición e innovación dio forma a un ritual que se manifestaría, desde la perspectiva del Quinientos, en una “mezcla de orden ritual con azar de la sorpresa, y de etiqueta con maravilla” (Bouza, 2000, p. 164), bajo ese doble signo de la “merveille et de l’ordre”, al que se ha referido Doudet (2010, p. 81).
No obstante, aunque las cortes de fines de la Edad Media pudieron adherirse en ocasiones especiales a este lenguaje internacional de la comensalidad al que nos hemos venido refiriendo, su adopción se realizó con no pocas particularidades, que dejaban traslucir el sustrato previo o la idiosincrasia de las distintas cortes. Singularidades sobre las que se articulará la imagen de los usos o estilosnacionales, ya fuera en el campo de la tipología de los utensilios empleados en el arte de cortar (Villena, 1997, p. 41), en el modo de servir la mesa (González Marrero, 2004, p. 136; Nola, 1973, p. 35; Porras Gil, 2015, f. 59, 198) o en los propios repertorios gastronómicos (Laurioux, 1989, p. 44-48; Albala, 2007, p. 118-138).
Conclusiones
La presente aproximación nos ofrece algunas pistas que permiten entender este modelo tardogótico no como un modelo cerrado, sino abierto al cambio, y moldeado de forma directa o indirecta por distintos actores políticos, en una orientación que manifiesta una perspectiva más orgánica y menos monolítica de la problemática. La recepción del modelo tardogótico en la península ibérica supuso un uso más consciente de los resortes de representación, que convirtieron a la magnificencia y a la maravilla en centros de la retórica ritual del banquete, con el fin de poner de relieve la superioridad regia en un contexto competitivo, tal como manifestaba la exhibición de la vajilla en el aparador o la celebración alternativa de banquetes por el rey y la nobleza. Para ello, el banquete supo poner en escena un ritual que, a través de la integración de los sentidos de la vista, el gusto, el olfato y el oído, y de una mezcla entre lo musical, lo teatral, lo literario y lo gastronómico, fue capaz de articular un lenguaje internacional, especialmente adecuado para la proyección exterior de la monarquía.
Este proceso de cambio ritual en el campo de la convivialidad no se produjo de una forma aislada, sino en marcos más amplios de cambio ceremonial y suntuario, del que participaron, más allá de la corte, distintas instancias de poder en los respectivos reinos. En el caso cortesano, estas influencias parecen manifestarse de forma especialmente intensa en el ámbito del banquete, posiblemente por su relevancia en las relaciones políticas entre cortes. A su vez, aunque este lenguaje se puso en escena de una forma completa sobre todo con ocasión de esos banquetes especiales, algunos elementos, en un proceso no siempre fácil de definir, se fueron incorporando al ritual público cotidiano de la convivialidad regia, puesto en escena con ocasión de las fiestas señaladas del calendario, en las que la presencia de tapices, doseles, música o aparadores se convirtió en algo habitual, como da buena muestra de ello la corte portuguesa de fines de la Edad Media (Isasaga, 1500, p. 77, 79; Góis, 1949-1955, IV, p. 224; Pina, 1950, p. 94).