José Robledano Torres, oficio, infierno y memoria de un pionero gráfico
La memoria vencida1
El 16 de marzo de 1974, la revista Triunfo dedicó unas páginas de su entrega semanal a la semblanza de José Robledano Torres (Madrid, 1884-1974), cuyo reciente fallecimiento había dejado indiferentes a los jóvenes ávidos de cambio que devoraban cada número de esta publicación. El texto es elocuente en lo que aporta y también por los aspectos de la vida de este artista madrileño que prefiere omitir, desplazamientos o sutiles alusiones que establecen una comunicación soterrada con aquellos lectores más informados. Si bien hoy se antojan incompletas, estas menciones encajan perfectamente en el contexto en que fueron escritas, con el dictador todavía vivo y con unos mecanismos represivos perfectamente engrasados. La sola elección del personaje era casi una declaración de principios.
El final de Robledano, señala el autor, tenía algo de cierre de ciclo. Era un nombre más del constante goteo de desapariciones de aquellos creadores que definieron gráficamente la vida pública de preguerra (Elorza, 1974: 42-45). Personajes que, en muchos casos, sufrieron la violencia emanada del golpe de Estado de 1936 por su labor gráfica. Pertenecían a la generación rota que no se recompuso del todo tras la guerra pues, a los que sobrevivieron a la muerte física les esperó otra simbólica: muerte profesional, social y, en algunos casos, también moral; y, por encima de todo, la eliminación del nuevo imaginario colectivo que dictaba el cambio de régimen. Por suerte, estos ejercicios de depuración, despolitización y emborronamiento de la memoria del horror y del autoritarismo presentes en la cultura franquista (Marzo y Mayayo, 2015: 149) no fueron del todo exitosos.
El miedo impuso en la dictadura un «silencio epistémico» (Portela, 2010: 75-77) que ocultó del escrutinio público cualquier rastro de la violencia padecida. Conocedor en profundidad de la obra de Robledano, el articulista menciona tangencialmente una de estas huellas: «a partir de 1939», escribe, se produce «el momento de desolación que coincide con sus mejores trabajos» (Elorza, 1974: 42-45). Esa «desolación» señala el proceso represivo que empujó a Robledano a la desaparición social y al desvanecimiento desde el punto de vista profesional. Aquellos trabajos excepcionales que cita no pueden ser sino los dibujos realizados durante su periplo por las cárceles franquistas entre 1939 y 1942.
Esta desconocida colección es una muestra excepcional de las posibilidades del acto creativo como ejercicio de testimonio y expresión de la violencia. Proporciona un acceso privilegiado a la memoria de la derrota republicana (fig. 1) y participa de un proyecto artístico coherente sobre el que versa el presente trabajo, en el que analizaremos con especificidad aquellos aspectos que dan sentido al corpus, reinterpretando la obra de Robledano en su conjunto con los dibujos penitenciarios como centro. Un recorrido que va desde sus primeros pasos como ilustrador hasta los tímidos ejercicios de rememoración y reintegro de su figura en el imaginario público que se han ido dando hasta nuestros días.
I. Antes del hundimiento
«Menudo, flaco, nervioso, muy pálido, le avanza la frente cargada de pensamientos […] Tiene rostro de Hamlet y también de Pierrot. A ratos, en la boca, una mueca de Baudelaire, el poeta maldito; á [sic] veces se le abre una sonrisa jocunda, en α, como sólo ríen los hombres que no tienen historia propia ó [sic] la olvidaron totalmente». Esta temprana semblanza realizada por José Francés traza ya un perfil de ambivalencia muy ajustado al personaje en cuestión. «Con su capa demasiado corta, su gorrilla chulona y su pañuelo de seda al cuello, va por los barrios bajos, leprados [sic] de tugurios recónditos y malsanos, con la seguridad del que camina por terreno que le es propio. Y al día siguiente lo véis [sic] dentro de su smoking con los guantes impecables y la impecable dicción señoril» (Francés, 1915: 635-641). Esta suma de contrastes inaugura en 1915 el estereotipo dual asumido que tantas veces acompañó a Robledano en tanto que personaje contradictorio que se balanceó entre el bohemio decadente y el burgués revolucionario, entre el pintor de paisajes y el humorista afilado.
Pintor, humorista, ilustrador, cartelista, actor aficionado… Robledano se dejó atrapar por el periodismo gráfico desde el año 1904 en que probó el «veneno» (García Sánchez, 1988: s/p) de la profesión. Eran tiempos en que la labor gráfica manual se encontraba en pleno apogeo, por lo que la consideración del ilustrador dentro del organigrama empresarial era bien distinta. Los humoristas como Robledano o sus queridos Sancha y Bagaría –la terna de integrantes del conocido “trío de El Sol”– eran auténticos referentes dentro de las redacciones. Diarios y revistas se nutrían de la labor de estos dibujantes que a pie de calle –de escenario o de barra de bar– documentaban la vida.
El joven José Robledano aterriza en la profesión en la primera década del siglo XX con un dibujo en la revista Arte y Sport, algunas colaboraciones en El Cuento Semanal (fig. 2), Alegría –donde se dio igualmente a conocer a Sancha (Logroño, 1974: 76-77)–, y una participación coyuntural en la Revista Crítica de Carmen de Burgos –“Colombine”–. Se abre así la enorme lista de publicaciones en que participó, en las que sería prolijo detenerse2, aunque cabe apuntar algunos aspectos de esa producción inicial con frecuencia olvidados y que sitúan a este autor como un verdadero pionero de lo que hoy se denomina el “noveno arte”.
Entre el auge de las cabeceras periodísticas y del propio lenguaje plástico del humorismo hubo un proceso de retroalimentación y simbiosis. Robledano se integra entre los configuradores de la llamada “Caricatura Nueva” y sus obras se exhibieron con frecuencia –entre 1907-1920– en los Salones de Humoristas (Guijarro Alonso, 2017: 74), que se convirtieron en un auténtico trampolín generacional. El crítico ya citado mostraba su indignación ante el peso de la tradición decimonónica que advertía en las obras presentadas al segundo de estos certámenes, rescatando apenas a un puñado de autores como Vivanco, Bartolozzy [sic], Bagaría, Manchón y, finalmente, un «fino y pulido» Robledano (Lago3, 1908: s/p). Si bien exoneraba al madrileño de la mediocridad imperante en la muestra, le faltó la perspectiva temporal necesaria para poder calibrar la trascendencia que su obra iba a tener en la derivada del cómic o arte secuencial (García, 2010: 39)4.
El paso decisivo de Robledano en la evolución de la narración gráfica acontece en una publicación infantil. Estas respondían a modelos burgueses y moralistas que desde el último tercio del siglo XIX venían siendo cuestionados. Con el cambio de siglo se produjo una auténtica revolución lingüística que fue de la mano de un nuevo paradigma editorial que convirtió a la infancia en objetivo comercial de plataformas como Prensa Española (Olmos, 2002: 97-107), editora de ABC, Blanco y Negro –en las cuales la presencia de Robledano fue casi una constante– y su suplemento infantil Gente Menuda que, junto a Infancia, promovió un salto cualitativo hacia el lenguaje moderno de la historieta.
En 1910 Robledano ya era un ilustrador de referencia dentro de la escena madrileña, con una sólida formación artística y un variado repertorio formal. En las páginas de Infancia demostró su capacidad para el manejo de códigos todavía incipientes en España, usados de manera intuitiva por Xaudaró y “Atiza”. En la primera entrega de su historieta El suero maravilloso (9 de octubre de 1910), propone ya un uso netamente moderno del texto encerrado en bocadillos, eliminando la escritura al pie, bajo unas viñetas perfectamente encuadradas pero no simétricas, lo que le permite experimentar al mismo tiempo con un nivel de composición interno –lo que acontece dentro del recuadro– y otro externo –la combinación secuencial–. Robledano acertó en «la total fusión de las funciones expresivas del dibujo y el texto, mediante la integración de este dentro del espacio de la viñeta y su señalización por medio de las líneas de indicatividad del bocadillo» (Martín, 1978: 43). Si bien la historiografía no se aventura a afirmar si este giro responde a la influencia de modelos americanos o a la evolución de las probaturas de los mencionados autores patrios, todo parece apuntar a la implementación de esos referentes venidos de más allá del Atlántico5.
La propuesta de Robledano aporta un giro respecto a sus modelos en coherencia con su ética creativa. Mientras que los personajes de los cómics norteamericanos responden a tópicos idealizados y burgueses, acordes con una moral decimonónica, el protagonista de su historieta es un niño corriente que se expresa y actúa con los modos de la calle, lo cual supone un paso adelante en la democratización de la narrativa de la historieta en tanto que arte popular. De igual forma que hará en sus relatos visuales de los bajos fondos de Madrid, Robledano construye con aspiraciones realistas un tipo fácilmente reconocible. El suero… y mucha de su producción gráfica puede entenderse, por tanto, no solo como una búsqueda de novedad técnica, sino como un apéndice más de un proyecto global de conexión del arte con la experiencia cotidiana.
Algunos rasgos de la obra seminal de Robledano apuntan ya a una concepción testimonial de la plástica que se interesa por los sujetos menos favorecidos de la sociedad desde una aproximación empática, no exenta todavía de cierta crítica moral. Pero la ambivalencia siempre está presente en su obra. La década de 1920 se inaugura con una intensa labor como copista de Velázquez en el Museo del Prado6, algo común para un artista de sólida formación académica7. A la muerte de su maestro Antonio Muñoz Degráin, en 1924, las crónicas lo señalan ya como «discípulo reconocido» y continuador de su obra8. Los títulos de las obras presentadas a las ediciones de las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes no desmienten esta filiación artística y remiten casi siempre a estampas campestres madrileñas: El corral de Sabino (1904), Crepúsculo en la nieve (1915, galardonada con una tercera medalla), El refugio tranquilo y Nieve (1922), Camino del Puerto y Cabezas de Hierro (1924), El cancho de la Cruz [o La Cabrera] (1926) y El Valle (1932). Obras que recibieron amables calificativos por una parte de la crítica menos dada a tendencias rupturistas9. Sin embargo, estos éxitos pictóricos corrieron la misma suerte que sus experimentos gráficos, eclipsados por su labor en la prensa diaria, iniciada con gran éxito y abandonada tras sufrir una tragedia personal: una relación sentimental truncada por la muerte que lo apartó temporalmente de la escena periodística.
En el ocaso de la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930) comienza a interesarse por otras estampas matritenses mucho menos bucólicas que las vedute serranas. Pudo ser, como se ha afirmado, un desengaño producido por la indiferencia del tribunal de la Exposición Nacional de 1904 lo que le empujó a retratar escenas de los barrios bajos de la capital. Pero ese «pesimismo trágico, feroz, á [sic] lo Gorki, á [sic] lo Steinlen» que destilan sus primeros ejercicios de plástica «sociológica», por los que desfilan «los ex-hombres, las ex-mujeres de las guaridas de vicio, de crimen y miseria» (Francés, 1915: 635-641) son claro preámbulo de una obra que continuará tiñéndose de los mismos tonos y la misma sensibilidad desgarrada. Introduce esta tendencia aquí y allá en su obra periodística que se convierte también en altavoz crítico. La ciudad «que paseó a todas horas y por todos los rincones» (Prados de la Plaza, 1988: s/p) le sugirió improntas gráficas de un Madrid sombrío y decadente, reflejo de la desigualdad imperante10. Robledano y Sancha fueron los cronistas gráficos por excelencia de ese Madrid de arrabal que presentaron ante lectores de las capas más acomodadas de la sociedad. Sus lápices eran glosa, y también materia creativa originaria, de crónicas firmadas por autores como Ramón Gómez de la Serna, Eduardo Zamacois o Luis Blanco Soria. Ambos participaron de un apego vitalista por la ciudad, de la que muestran en ágiles trazos una panoplia de aspectos y visiones, de los más nobles a los más decadentes, representados con sensibilidad y empatía. Imágenes en las que su labor como «artista de la mancha» (Ramírez, 1988: 100-101) no es puramente testimonial, sino que evidencian la toma de partido en favor de los perdedores.
Por otra parte, las tiras cómicas y “aleluyas” que publica en distintas cabeceras van cobrando una ascendencia social en aumento. Como muestra, su ingreso al ilustre grupo de los “Maestros de la Historieta” de la cabecera madrileña El Sol en 1924 con una parodia de Don Álvaro o la fuerza del sino en la que el personaje del Duque de Rivas se convierte en un perdedor arruinado por las deudas de juego. La presencia de estos tipos sociales como el jugador o el borracho son muy habituales en su obra satírica, pero los mayores éxitos los logrará con su personaje Cayetano, tipo cómico a la manera del Gedeón de Fresno o el Gutiérrez de “K-Hito” que le otorgará el triunfo en las páginas de La Voz11. El éxito como humorista no le distrae de otras aspiraciones, como la obtención de una plaza como catedrático de Dibujo en la oposición de 193312 o el ingreso en el patronato del Museo Municipal de Madrid.
Al compás del proceso transformador republicano, el cariz político va tomando forma cada vez más definida en el imaginario del artista, especialmente acentuada en el periodo conocido como “bienio negro”. El asociacionismo artístico fue uno de los factores de cambio que respondieron al entusiasmo con que se recibió el nuevo sistema democrático (Brihuega, 2017: 65-75), pero para Robledano esta forma de lucha por los derechos laborales del colectivo gráfico era una realidad desde la década anterior (Cordero Avilés, 2018: 733-736)13. Defensor de la unidad de acción entre organizaciones, participó como orador en mítines del bloque de izquierdas en la campaña de 1936, para lo cual seguramente le fueran útiles sus pinitos en las tablas, en teatros y desde las ondas radiofónicas14.
El humor gráfico comienza a acusar cambios en su lenguaje al desvelarse su eficacia como altavoz de movilización popular. Sus viñetas para El Socialista desde noviembre de 1933 y Claridad desde 193515 son claro reflejo de la voluntad política del ala más izquierdista del socialismo madrileño y de su base popular (Elorza, 1974: 42-45). Robledano se vuelca en esta práctica desde el 18 de julio de 1936, pues cree a pie firme en una horizontalidad de la creación, tendente al destierro de las categorías y gradaciones. Todo trabajo destinado a la comunicación de un mensaje a través de la experiencia estética era valioso desde sus primeros trazos, con independencia de que «estuviera hecho en papel y destinado a la reproducción fotomecánica o que se realizase sobre tabla o lienzo para construir un cuadro […] con destino a una exposición y posterior posesión de un coleccionista o de un museo» (Prados de la Plaza, 1988: s/p). El esquema que articula la concepción artística de Robledano encaja con una estrategia general de «recuperación popular de la imagen» (Ramírez, 1988: 152-153). Tras la guerra, esta deriva no podría quedar sin respuesta.
II. El juez humorista y el infierno dibujado
En paralelo a la ocupación de Madrid tras la proclamación de la victoria franquista se produjo la incautación del Palacio de la Prensa, sito en la plaza del Callao, donde estaban las sedes de la Asociación de Prensa de Madrid (APM) y de la Agrupación Profesional de Periodistas (APP). En aquel mismo lugar se instaló el Juzgado Especial de Prensa, cuya corta existencia (1939-1941) se enfocó a acabar con la trayectoria de profesionales que habían apoyado con su trabajo, por distintos motivos y con distintas intensidades, la legitimidad republicana desde el periodismo de trinchera o la prensa propagandística de retaguardia. La responsabilidad de este Tribunal en materia represiva debe considerarse como una pieza fundamental del fenómeno de expansión del Derecho penal franquista que se apoyó, en la práctica, en el mantenimiento del Derecho penal del enemigo (Jakobs y Cancio Meliá, 2006). O dicho de otro modo: la extensión de la guerra en paz.
En el verano caliente de 1936, un grupo de milicianos se había incautado de la APM, que pasó al control de la APP (Olmos, 2006: 534). Esta maniobra conllevó en primera instancia la depuración política de miembros y funcionarios asociados. La agrupación persiguió durante el periodo bélico el monopolio informativo en favor de la unidad, nombrando representantes en todas las redacciones madrileñas. Así, las actividades fueron orientándose a prestar ayuda en la defensa de Madrid, especialmente tras la salida del Gobierno –y de muchos periodistas con él– hacia Valencia. Su junta directiva, encabezada simbólicamente por Javier Bueno, símbolo del periodismo obrerosu detención y torturas por su apoyo a la huelga revolucionaria de 193416, mostró un apoyo sin fisuras a la «defensa de la unidad de los intereses de los periodistas madrileños», cuyo sentir interpretaban como una adhesión inquebrantable al Gobierno y a la unidad republicana17. Fue firmada, entre otros, por el secretario de actas, José Robledano. Esta es una de las muy escasas muestras documentales que sustentan la causa contra el artista, cuya fundamentación se centra en el ejercicio del lápiz y la tinta.
El juez especial Manuel Martínez Gargallo, instructor del caso, había llegado a la judicatura mediante plaza por oposición –en un minúsculo pueblo de leonés– recién aprobada la República; oficio que compaginó con el de escritor humorista, bajo el pseudónimo de Manuel Lázaro, en revistas como Buen Humor o Gutiérrez, y periódicos como El Debate o La Voz. Compañero de profesión, no podía ser ajeno a los famosos garabatos robledanescos. Descrito como «un funcionario inflexible en el cumplimiento de las órdenes» (Ríos Carratalá, 2015: 69), la carrera de Gargallo como árbitro del destino de gacetilleros y artistas18 es una muestra palmaria de la cruel banalidad y del matiz vindicativo que tuvo su acción judicial dentro del engranaje de la Justicia sublevada.
En su primera declaración19, Robledano no esconde su labor política ni sus sátiras, amparándose en derecho a la «discrepancia ideológica» y rechazando el carácter injurioso y destructivo que se le atribuía. La acusación obvió los abundantes relatos de testigos que describieron su esfuerzo por evitar desmanes violentos a comienzos de la guerra (Hernández Cava y Laura: 2006: 12)20. La mayor parte del sumario se vuelca en su «campaña feroz contra todo lo que representase el orden y la religión […] la más violenta y soez» labor periodística recordada por el asistente judicial, el alférez Antonio Luis Baena Tocón21. Una labor propagandística, según el juez, «llena de injurias y expresiones soeces» que alentaron «la resistencia armada contra la auténtica España»22. Los procedimientos de Martínez Gargallo contra Robledano y otros ilustradores (Sama Naharro, 1986) sugieren la voluntad de honrar los símbolos mancillados del nuevo régimen y una manera de congraciarse con los recién llegados jerarcas, al más alto precio para sus víctimas.
Con cincuenta y cuatro años, el 15 de junio de 1939, fue detenido en la comisaría del distrito de Chamberí de la capital. Aterrizó en la prisión habilitada de Comendadoras, sita en el convento del mismo nombre, siendo inmediatamente trasladado al colegio calasancio de la calle General Díaz Porlier, habilitado como prisión provincial (Gómez Bravo, 2009: 27-28), donde supo de su condena a muerte por el tribunal (20 de noviembre de 1939). En Madrid pasó el grueso de la pena, siendo trasladado al penal burgalés de Valdenoceda (febrero-septiembre de 1941) y más tarde a los Talleres Penitenciarios de Alcalá de Henares (enero de 1942), donde le fue notificada la conmutación de la pena capital por la inmediatamente inferior de treinta años. Pasados más de tres años desde su arresto y una nueva conmutación, recibió la muy esperada noticia de su excarcelación que se produjo finalmente el 29 de agosto de 1942.
En ese periodo infernal fue construyendo sin descanso una colección de más de trescientos dibujos, llenos del realismo descarnado que caracteriza su obra. Apuntes y bocetos del universo penitenciario franquista que son seguramente el más variado compendio de estampas de este tipo producidas en España. Custodiada por la Biblioteca Nacional23, el corpus se organiza en cuatro álbumes o carpetas, salvo unos pocos ejemplares cuyo passe-partout recuerda las escasas veces en que han sido mostrados al público24. Las dos primeras comprenden los dibujos realizados en la 6ª y 3ª galerías de Porlier, respectivamente. La tercera contiene exclusivamente dibujos de Valdenoceda y la cuarta, de la enfermería de cárcel de Porlier. Las últimas dos imágenes refieren a la cárcel de partido de Villarcayo, donde pasó un breve periodo de transición en 1941. No hay dibujos correspondientes a Comendadoras o Alcalá de Henares. El soporte varía, desde grandes hojas de bloc de dibujo a pequeñas cuartillas, desde superficies homogéneas a retales que han tenido que ser consolidados por lo paupérrimo de su estado. La humedad ha hecho verdaderos estragos (fig. 8) sobre algunos de ellos, que han debido ser pegados sobre láminas o cartones, mientras que otros se encuentran en estado de conservación óptimo.
El carácter urgente del trazo con el que algunas obras están ejecutadas nos remite al oficio periodístico y testimonial. La línea negra y gruesa o el gran contraste de sombras y luces podrían identificarse con una elección expresionista, pero lo verdaderamente trágico no reside tanto en lo formal como en la elección de motivos, en el lugar sobre el que detiene la mirada. Extrae de la cotidianidad su cara más amarga, su lado más «ingrato y alucinante», como escribió un amigo y compañero del grupo de «los plumíferos» de la sexta galería (San José, 2016: 174 y 151). Esta es una opción a un tiempo estética y política, bien emparentada con sus obras anteriores a la guerra. En libertad, Robledano procuró retratar lo invisibilizado, lo que ocurre también en estos dibujos que trazan un panorama humano devastador compuesto de hombres con miembros amputados, ciegos, famélicos, insomnes, ateridos por el frío o deprimidos. No se preocupa por extraer belleza de la realidad sino por plasmarla en toda su terrible extensión, de tal modo que en sus representaciones de lo excluido y absolutamente “otro” –lo abyecto– se produce «esa catarsis por excelencia que es el arte» (Kristeva, 2006: 27).
Este compendio nos obliga a trascender el retrato que se ha hecho de su autor como un ser «bohemio, individualista y solitario» (Agramunt, 2005: 254) que bebe, como hemos visto, de tópicos historiográficos. Su obra destila un «criterio de respuesta al sufrimiento» que lo emparenta con la imagen que Susan Sontag ofreció sobre Francisco de Goya, proponiendo «un asalto a la sensibilidad de los espectadores» (Sontag, 2010: 110) que es atributo del periodista dotado de sensibilidad creativa. Ya no encontramos vestigios de superioridad moral pues el sujeto de la representación son sus propios compañeros, que podrían ser él mismo. Recurre con frecuencia a la no individualización para mostrar el proceso de borrado identitario al que han sido sometidos. Se inclina por los hundidos, «los débiles, los ineptos, los destinados a la selección» (Levi, 2018: 119), cuya reducción a la nuda vida (Agamben, 2005: 106-112) impuesta por el poder disciplinario queda desvelada.
No busca la redención, sino el desvelamiento de una verdad que acontece de manera esquiva. Necesita describir la ausencia, lo que de otro modo no es posible atestiguar. Así ocurre en el retrato de un preso que va a recibir la pena máxima, representado por el hueco que este ha dejado en la celda y que es ocupado por su solitario petate mientras él se encuentra “en capilla”. Robledano sufrió con aplomo y en silencio, con la entereza que su «frágil figura» no era capaz de ofrecer, la pérdida de compañeros tan queridos como el periodista Javier Bueno, tras cuya muerte pudo rescatar solamente aquel bastón que era un recuerdo de las torturas sufridas y que se convirtió a partir de entonces en una reliquia entre sus camaradas (Pérez, 1988: s/p).
Por excepcionales que hoy resulten, estas escenas articulaban la vida diaria de los presos. Amigo de la observación directa, aprovecha el desvelo nocturno para dibujar «con absoluta fidelidad y singular maestría» decenas de imágenes de personajes durmiendo boquiabiertos o despiertos e insomnes, como un enorme «depósito de cadáveres en donde estos respiraran» (San José, 2016: 174). Un ecosistema insostenible que se sustentaba en las continuas noches de “saca”, en las que las voces de los carceleros señalaban los nombres de aquellos que partirían para no volver. En los tiempos en que Porlier tuvo más de cinco mil huéspedes forzados, estos acontecimientos se sucedían semana tras semana, pues las sentencias de los consejos de guerra iban produciendo un goteo constante de muerte.
El hambre y la enfermedad van produciendo un deterioro visible en el estado físico de los presos. En diciembre de 1940 había ingresado en la enfermería de la cárcel de Porlier, donde presenció las imágenes que conforman los Apuntes de las operaciones (fig. 10). Se trata de dos cortas series de dibujos rápidos y esquemáticos de diferentes intervenciones y procedimientos médicos, carentes de parangón en el imaginario penal franquista. Imágenes alucinantes en que vemos a los facultativos en sus trajes de protección sobre los cuerpos de los dolientes, remitiéndonos a un imaginario distópico que tardaría décadas en aparecer en la literatura española (Saldías Rosell, 2015: 254-256).
Su situación se agrava con la llegada al penal burgalés de Valdenoceda, donde es operado de un cólico nefrítico, dolencia harto frecuente debido al pésimo rancho, que se sumaba a una úlcera duodenal grave que lo situó a las puertas de la muerte25. Otros supervivientes han recordado que la carestía de alimento llegaba al punto de soñar con pan: «¿cuánta hambre puede tener una persona para que sus mejores sueños sean un simple trozo de pan?»26. El carácter dialógico convierte estos esforzados dibujos –realizadosen el crudo invierno de 1940-1941– en documentos fundamentales para recuperar la memoria de los 4000 vencidos que fueron recluidos durante los siete años de existencia del penal, clausurado en 1943. La obra de Robledano, como los objetos exhumados por la Asociación de Familias de Represaliados en Valdenoceda –y que hoy los acompañan en su duelo– nos instruyen (Didi-Huberman, 2008: 227-317, dándonos a ver lo que de otro modo sería inimaginable.
La memoria incompleta
«Por primera vez, Robledano, el que fue famoso caricaturista en los años veinte y treinta, expone sus cuadros de pintor», se afirmaba en 1967 desde las páginas del diario falangista Proa al hilo de la primera muestra individual27 celebrada tras su salida de prisión (13 de agosto de 1943)28, obviando seis décadas de recorrido expositivo. La desmemoria va incluso más allá cuando se intenta explicar el obligado silencio al que fue sometido. «Tras azarosas jornadas políticas desaparece Robledano. Y ya con más calma y libertad, se mete en su casa, no quiere ver más que a viejos amigos, hasta [que] Esplandiú le saca con sus cuadros que son colgados en la galería de Afrodisio Aguado»29. Los argumentos para explicar esos azares que se tradujeron en ausencia de sosiego y autonomía estaban allí, a la vista de todos, pues en la muestra pudo verse una selección de su obra penitenciaria30. Ante la disyuntiva, el periodista optó por soslayar cualquier espinosa referencia.
Siguiendo con el cinismo imperante en la esfera cultural franquista, queda mencionar su reingreso en la depurada APM, del cual apenas nada se sabe más allá de que se produjo a sus setenta y dos años, con una carrera periclitada. ¿Qué daño podría hacer aquel anciano dibujante al depauperado humorismo de posguerra? Prensa Española lo restituyó como colaborador de ABC en 1957 y hasta 1963, pero sus “aleluyas”, enmarcadas en el estrecho régimen de lo decible carecían por completo de la frescura de antaño. Tras su muerte, en 1974, un crítico de Blanco y Negro mencionó la «dura lucha por romper su anonimato» (Logroño, 1974: 76-77) llevada a cabo por aquel grupo de pintores liderados por Esplandiú. En su semblanza también olvidó explicar los motivos que alimentaron el ostracismo. Quizá no fuera todavía el momento.
Estos tímidos ejercicios de recuperación se han repetido ya en democracia, si bien la balanza sigue inclinada del lado de la inadvertencia. «De Robledano» se ha dicho recientemente, «lo más probable es que uno no haya sabido nada hasta ahora: artistas menores dibujando sobre trozos de papel. Para conocer la atmósfera verdadera de un tiempo no vale quedarse de nuevo en los grandes nombres evidentes, dejando un espacio vacío en torno a ellos para magnificarlos»31. Olvidar la importancia que el humorismo o la historieta han tenido en la configuración de nuestro imaginario colectivo es dejar fuera una herramienta clave en la comprensión de lo que hemos sido. Otro diagnóstico se atrevía, dos décadas antes, a ir más lejos al advertir de la consideración peyorativa de estas prácticas calificadas como menores por parte de la cultura “oficial”, que hizo invisibles «algunos de los aspectos más sórdidos de nuestra realidad de posguerra» (Ramírez, 1975: 15). Así las cosas, quizá la puesta en práctica de una crítica melancólica (Traverso, 2019) desde la que reflotar a autores como José Robledano Torres sirva como testimonio –y en cierta forma, como freno– de la «lenta e inexorable destrucción» (Elorza, 1974: 42-45) que aún sigue amenazando a nuestra cultura reciente.