Bartolomé de las Casas y Miguel de Cervantes: censura y retrato de la esclavitud
1. Bartolomé de las Casas y la ambivalencia ante la esclavitud africana
El abandono de su encomienda en 1514, tal y como es contado en su Historia de las Indias (libro III, cap. LXXIX 1961: 357) es el punto de partida del definitivo compromiso con los indios de Las Casas, tarea que solo concluirá con su vida. El primer paso del que se tiene constancia escrita después de la muerte del rey Fernando es el « Memorial de agravios hechos a los indios », dirigido a los regentes Cisneros y Adriano entre el 10 y el 15 de marzo de 1516 (1957c: 3-5). La denuncia de los maltratos y de las muertes de indios, que tendrán una presencia permanente en los escritos del futuro obispo, aparecen ya en el mismo. Una primera propuesta de solución, realizada en ese mismo mes de marzo, es la que figura en su « Memorial de remedios para las Indias ». A los catorce remedios generales los acompañan un buen número de propuestas particulares para cada isla. Entre los primeros, el undécimo remedio propone la venida de esclavos del Viejo Mundo que sustituyan a los indios en los trabajos más duros: « en lugar de los indios que había de tener [en] las dichas comunidades, sustente su Alteza en cada una veinte negros, o otros esclavos en las minas » (1995d: 28).
Los esclavos negros ya estaban en el Nuevo Mundo. Si no llegaron en los barcos de los descubridores, está garantizada su presencia desde 1502, pues, como ya indicara Isacio Pérez Fernández (1995a: 26), en la Instrucción dada al gobernador Nicolás de Ovando el 16 de septiembre de 1501, a la vez que se le prohíbe llevar moros, judíos, herejes, reconciliados o conversos, se le permite ir acompañado de « esclavos negros u otros esclavos que fayan nascido en poder de cristhianos, Nuestros súbditos e naturales » (Codoin América y Oceanía 1879: 23).
Lo que hace Las Casas al reclamarlos es buscar la protección de los indios. Además, en este temprano escrito del clérigo sevillano asoma también la conciencia de que cualquier medida humanitaria encuentra mayores posibilidades de ser aceptada por las autoridades si se acompaña de su refrendo económico: « y será muy mayor servicio para Su Alteza y ganancia, porque se cogerá mucho más oro que se cogerá teniendo doblados indios de los que había de tener en ellas » (1995d: 28).
Las Casas, por consiguiente, está buscando sustitutos de los indios, mano de obra que ponga solución a la extinción de quienes son libres, pero están siendo obligados a servir a la fuerza. Todavía en esta primera etapa no está pensando en traer los esclavos de África, sino en trasladar a los que hay en la península. Tal y como figuraba en la Instrucción al gobernador Ovando ya citada, se suponía que estos esclavos ladinos, nacidos en Castilla o acostumbrados a su modo de vida, ofrecían más garantías de adaptación que los bozales, recién traídos de África y que podrían ser musulmanes, lo que ya se ha visto que de ninguna manera se deseaba para las Indias. Otro dato interesante de esta etapa, es que esclavitud y color de la piel no están vinculados de forma excluyente para otras etnias, de manera que Las Casas no descarta que puedan utilizarse esclavos no africanos: « haciéndoles merçed de que puedan tener esclavos negros y blancos, que los puedan llevar de Castilla » (1995d: 36).
La esencia del proyecto lascasiano era proteger a los indios sustituyéndolos por esclavos, para lo que era indiferente el color de su piel. Los esclavos blancos, no obstante, van a desaparecer de sus peticiones. Así consta en 1518, en el « Memorial de remedios para las Indias », donde solo menciona ya a los esclavos negros:
que vuestra alteza haga merçed a los cristianos que agora están en las yslas, que puedan tener cada uno dos esclavos negros y dos negras”, y “que qualquiera que hiziere ynjenio para hazer açucar, que vuestra alteza le mande ayudar con algunos dineros, porque son muy costosos, y les haga merçed a los que los hizieren, que puedan llevar y tener veynte negros y negras, porque con ellos ternán otros treinta cristianos que han menester por fuerça, y ansí estarán los negros seguros (1995e: 52).
En el « Memorial de remedios para Tierra Firme », también de 1518, se repite la referencia: « hay algunas personas que podrán prestar a Vuestra Alteza dineros para los gastos presentes que son menester para las islas, y a los que los prestaren haga Vuestra Alteza merçed que puedan tener y llevar hasta quince esclavos negros » (1995f: 60).
La intención benefactora del clérigo hacia los indios pronto fue aprovechada por los colonos para sus propios fines. Los monjes jerónimos enviados a gobernar La Española por Cisneros prestarán oídos a sus reivindicaciones y, una vez fallecido el Cardenal, reclamarán al rey Carlos « que a ellas se puedan traer negros bozales », capaces de resistir los duros trabajos que les esperan (« de la calidad que sabemos que para acá conviene »). Se inicia así un mito, el de la perfecta aclimatación de los africanos al Nuevo Mundo unido al de su vigor físico para realizar las tareas más exigentes, que encaja demasiado con el apoyo al tráfico esclavista como para poder ser aceptado sin sospecha de la finalidad que persigue. De este mito interesado, que tiene su continuidad en imaginarios sociales llegados hasta nuestros días (Lavou, 2011), también participará Las Casas, aunque tratándose, como es el caso, de un texto de la Historia de las Indias (III, CXXIX 1961: 488) escrito hacia 1560 (Pérez Fernández 1995a: 131), no dejará de aludir a su reverso en forma de muerte, lo que para entonces era su propósito denunciar por encima de cualquier otra consideración:
Antiguamente, antes que hobíese ingenios, teníamos por opinión en esta isla, que si al negro no acaecía ahorcalle, nunca moría, porque nunca habíamos visto negro de su enfermedad muerto, porque, cierto, hallaron los negros, como los naranjos, su tierra, la cual les es más natural que su Guinea; pero después que los metieron en los ingenios, por los grandes trabajos que padecían y por los brebajes que de las mieles de cañas hacen y beben, hallaron su muerte y pestilencia, y así muchos dellos cada día mueren.
Aprovechando la excusa de velar por la supervivencia de los indios, los colonos retuercen la petición inicial realizada a Las Casas y proponen el tráfico directo con África realizado por ellos mismos o mediante intermediarios:
Que Vuestra Alteza nos mande enviar facultad para que desde esta isla se arme para ir por ellos a las islas de Cabo Verde e tierra de Guinea, o que esto se pueda hacer por otra cualquiera persona desde esos reinos para los traer acá. E crea Vuestra Alteza que si esto se concede, demás de ser mucho provecho para los pobladores destas islas e rentas de Vuestra Alteza, serlo ha para que estos indios, sus vasallos, sean ayudados e relevados en el trabajo e puedan más aprovechar a sus ánimas e a su multiplicación, mayormente ahora que los ponemos en pueblos, juntándolos de muchas partes por do andan derramados (Codoin América y Oceanía 1864: 298-9).
Las Casas había pensado en esa esclavitud negra como una alternativa a utilizar en pequeña escala, sin descartar el trabajo de los propios colonos. Pero estos y los jerónimos, con la inestimable ayuda del licenciado Alonso de Zuazo, enviado también por Cisneros como juez de residencia que debía ayudar al gobierno de los monjes, piensan el negocio a gran escala (Tardieu, 2011). Cuando fue preguntado al respecto, el clérigo sevillano no supo dar una cifra para satisfacer las necesidades de las islas, pero los oficiales de la Casa de Contratación de Sevilla no dudaron: estimaron que serían precisos cuatro mil esclavos negros. Como cuenta el mismo Las Casas en su Historia de las Indias (III, CII 1961: 417), un hábil cortesano, el gobernador de Bressa, Laurent de Gouvenot, consiguió del rey Carlos la licencia correspondiente, que rápidamente vendió a los comerciantes genoveses capaces de multiplicar su inversión:
Fue muy dañosa esta merced para el bien de la población destas islas, porque aquel aviso que de los negros el clérigo había dado era para el bien común de los españoles, que todos estaban pobres y convenía que aquello se les diese de gracia y de balde, y como después los ginoveses les vendieron las licencias y los negros por muchos castellanos o ducados, que se creyó que ganaron en ello más de docientos y ochenta y aun trecientos mill ducados, todo aquello se sacó dellos, y para los indios ningún fructo dello salió, habiendo sido para su bien y libertad ordenado, porque al fin se quedaron en su captiverio hasta que no hobo más que matar.
El futuro Obispo tendrá que transigir. Aceptará ese nuevo plan mucho más ambicioso, de traer los esclavos directamente de África, cuando advierta que los males que han acabado con la población indígena de las islas llevan camino de reproducirse en tierra firme. Sin embargo, todavía el 19 de mayo de 1520 el rey Carlos firma una capitulación en la que le autoriza a que se facilite el trabajo de los cincuenta colonos que planea llevar a la costa de Paria, en la actual Venezuela, con quinientos esclavos:
después de hechos algunos pueblos de españoles, de los que se habían de hacer, pudiese llevar cada uno de los cincuenta de Castilla tres esclavos negros para su servicio a la dicha tierra, la mitad hombres y la mitad mujeres, y después que estuviesen hechos los tres pueblos y hobiese cantidad de gente de españoles, si pareciese al dicho clérigo que convenía, pudiese llevar cada uno de los cincuenta otros siete negros esclavos, la mitad hombres y la mitad mujeres (Las Casas 1961, III, CXXXII: 493).
Parece que, de inicio, se trata de esclavos ladinos, pero no está tan claro que los 350 restantes tuvieran que proceder « de Castilla » si se llegara a reclamarlos. En cualquier caso, sería una excepción. Desde la concesión del asiento a Gouvenot, se opta decididamente por los bozales, a pesar de no ser cristianos, al constatarse que tenían menos tendencia a rebelarse. Las Casas demuestra no conceder excesiva importancia a esta novedad y está tan entregado a la protección de los indios que incluso irá más allá. Ya se ha visto que los bozales debían proceder de Cabo Verde y Guinea, para evitar que transmitieran sus creencias islámicas al otro lado del Atlántico. Pero el dominico, en una carta del de 20 de enero de 1531, dirigida al Consejo de Indias, después de proponer que se les presten « a cada una de estas islas quinientos o seiscientos negros, o los que paresciere que al presente bastaren para que se distribuyan por los vecinos », añadirá lo que tenía que constarle que suponía una ruptura con esa preocupación permanente de la Corona: que « en las fortalezas que se an de fazer se pueden tanbién hazer pueblos de los cristianos que allí quisiesen ir a vivir, no por sueldo del Rey, sino de las granjerías de la tierra, e podrían llevar esclavos negros o moros » (Las Casas 1995b: 79-80).
Lo que preocupa al dominico son los indios. A su liberación de la esclavitud y del trabajo agotador, a la prevención de su extinción, sacrifica cualquier otra inquietud. A la vez que se reprocha cómo sus propuestas no han dado el resultado apetecido por no haber calculado el aprovechamiento que harían de ellas los tratantes, arremete contra estos beneficiarios del monopolio esclavista por encarecer la venta y restringir la adquisición libre de esclavos. Solo ve lo relacionado con los esclavos negros, su adquisición, su disponibilidad, la alternativa que representan a la mano de obra india, como solución:
Una, señores, de las causas grandes que an ayudado a perderse esta tierra e no se poblare más de lo que se a poblado, a los menos de diez o honze años acá, es no conçeder libremente a todos cuantos quisieren traer las liçençias de los negros, la qual yo pedí e alcançé de S. M.; no, çierto, para que se vendiese a ginoveses ni a los privados que están sentados en la corte, e a otras personas que por no afligillas dexo de dezir, sino para que se repartiese por los vezinos e nuevos pobladores que viniesen a estas tierras despobladas, e para remedio e livertad e resuello de los indios que estaban oprimidos, que saliesen de tal cativerio; pues Dios me había puesto el remedio dellos, e la población desta tierra en las manos, e todo me lo conçedió S. M. Pero poco aprobechó, por las causas dichas, e porque no entendí yo más en los negoçios, tomándome Dios para mi mayor seguridad.
Tengan V. S. e mercedes por muy malos servidores del Rey a quien pidiere merced y licencia para negros, si saben el daño que hazen, e si no lo saben, avísenles dello; e antes Su Majestad saque diez mil ducados de su Cámara e haga merced dellos a quien le meresçiere darle licencia de negros; que menos daño verná a su servicio que si solamente concediese licencia de treinta negros; porque quitan treinta vezinos cristianos e, por consiguiente, quinientos e mill, andando por presçio el repartir destas liçençias. Abran la puerta a todos, que no saben el daño que al Rey fazen, e poblarse a la tierra muy largamente, y verán el provecho que resultará de no vender las dichas licencias (Las Casas 1995b: 80).
Sus iniciativas a favor de llevar al Nuevo Mundo esa esclavitud negra van a continuar al menos hasta entrada la década de los cuarenta. Aparece en el « Memorial de remedios », de 1542 (Las Casas 1995a: 116), al igual que en las cercanas en el tiempo (de mayo de ese mismo año, probablemente), « Conclusiones sumarias sobre el remedio de las Indias »:
Para esto mandar sea, que se adoben luego los caminos que más se tratan en todas las Indias, cada ciudad villa o lugar de spañoles, especialmente los caminos de las minas y los de los puertos, sin que entiendan ni trabajen los indios en el adobo dellos, porque allí los matarán y vexarán, sino que los adoben con esclavos negros a costa de las dichas ciudades (Las Casas 1995c: 129).
Todas las propuestas tienen en común la salvaguarda de los intereses de los colonos, los de la Corona y la defensa de los indios. Sin garantizar la ganancia de los dos primeros sabe que no podrá alcanzarse la protección de los últimos. Pero no es solo una cuestión de rentabilidad, también de convicción, de hábito mental: como Vitoria (1931: 175) en su carta al P. Bernardino de Vique de 18 de marzo de 1546, que confiaba tanto en la buena intención de las autoridades portuguesas que desechaba que pudieran cerrar los ojos a las malas prácticas, Las Casas no ve un problema en lo que está institucionalizado desde hace siglos. Le provoca tan poco recelo el recurso a esta esclavitud que no tiene reparo en recurrir a la misma para su servicio personal: entre agosto y octubre de 1543, cuando está preparando su marcha a su recién adjudicada diócesis de Chiapas, Las Casas solicita en Valladolid al emperador Carlos V, la « licencia para que pase dos dozenas de esclavos negros, libres de todos derechos así en Sevilla como en las Indias ». Se muestra dispuesto a asumir una severa sanción (« que pague los derechos a V.M. cinco vezes doblados »), si se descubre que no son utilizados para mantenimiento de los religiosos y pobladores que debían acompañarle (Parish 1980: 9, párrafo 22). El príncipe Felipe, que para esa fecha se ocupa de los asuntos indianos, le autoriza por cédula de 13 de febrero de 1544, « quatro esclavos negros para servicio de vuestra persona y casa » (Fabié 1879, II: 96). El resto de los esclavos solicitados probablemente eran para sus acompañantes (Pérez Fernández 1995a: 93). No había, por tanto, sombra de duda en el defensor de los indios sobre la conveniencia de la esclavitud africana tanto para sustituir el trabajo de los indios como para prestar sus servicios en tareas cotidianas.
A partir de este momento, desaparecen las peticiones de esclavos negros por parte de Las Casas. Las menciones posteriores, todas pertenecientes a la década de 1550, son demostrativas de una conversión. El dominico se da cuenta de la injusticia que esconde el tráfico esclavista. La lectura de las Décadas de Asia del portugués Joao de Barros, libro publicado en Lisboa el 28 de junio de 1552 y que debió llegar a manos de Las Casas (1989: 13) en ese mismo año o al siguiente, le confirma que, como en el caso de los indios, el cautiverio de los africanos no procedía de una guerra que pudiera considerarse justa.
Dentro de ese clima de duda y sospecha sobre la licitud de esa esclavitud, tampoco debió pasarle desapercibido el comentario de Domingo de Soto en De la justicia y del derecho, publicado en una época (1553-1554), en la que ambos mantuvieron frecuentes contactos y reiterado en su edición de 1556.
Este catedrático de Salamanca, que desde la década de los treinta venía compartiendo con Vitoria afanes y preocupaciones en el asunto de los indios, advierte que, si se produce una situación de necesidad, « aunque la libertad vale más que todo el oro », la vida es aún más valiosa, por lo que cabe verse obligado a preservarla sacrificando aquella. Es lo que hacían algunos padres con la antigua costumbre de vender a sus hijos. Entre cristianos ya no se práctica, « pero se dice que todavía rige esta costumbre entre los etíopes, a donde acuden con sus naves los portugueses a comprarlos ». Si la venta se realiza libremente,
no hay razón para que se tache de criminal este comercio. Pero si es verdad lo que ya se corre, es menester opinar de otra manera. Hay, efectivamente, quienes afirman que la gente desgraciada es seducida con mentiras y engaños y atraída y llevada hacia el puerto no sé con qué dádivas y juegos, y algunas veces obligada por la fuerza y así sin darse cuenta, ni saber lo que se ha de hacer con ella, es embarcada y vendida (Soto 1968, IV, II, II: 289).
Ante los rumores, Soto no disculpa trampa alguna en lo que considera que debería ser una transacción comercial en la que las partes participan libremente. Pero, libre de la ingenuidad que acompañó a su admirado Vitoria, no deja de advertir que, para todos los que intervenían en ese tráfico conscientes del fraude, desde los traficantes a los comerciantes y compradores, solo cabe la liberación del convertido injustamente en esclavo, aunque no puedan recuperar lo pagado por ellos. Mientras medie el engaño, la manipulación y la fuerza nada puede aceptarse. Vitoria abrió una puerta a su disculpa al señalar el consuelo que podía suponer la ulterior evangelización para los que eran víctimas de las artimañas de gente sin escrúpulos: « si los tratasen humanamente, sería mejor suerte la de los esclavos ínter christianos, que no ser libres en sus tierras; demás que es la mayor bienaventuranza venir a ser christianos » (1931: 175). Soto no dudó en cerrarla: « si alguno pensase alegar como pretexto que se les hace muy grande beneficio pagándoles su esclavitud, convirtiéndoles al cristianismo, crea que hace injuria a la fe, la cual ha de enseñarse y persuadirse con suma libertad. Tan lejos está de que Dios acepte su excusa » (Soto 1968, IV, II, II: 289).
Las Casas se da cuenta de que era la propia demanda europea de esclavos la que estimulaba las luchas entre los africanos, y convertía a todos los que participaban del tráfico y la compra en cómplices de un negocio inmoral:
como los portogueses, de muchos años atrás han tenido cargo de robar a Guinea, y hacer esclavos a los negros, harto injustamente, viendo que nosotros mostrábamos tener tanta necesidad dellos y que se los comprábamos bien, diéronse y danse cada día priesa a robar y captivar dellos, por cuantas vías malas e inicuas captivallos pueden; ítem, como los mismos ven que con tanta ansia los buscan y quieren, unos a otros se hacen injustas guerras, y por otras vías illícitas se hurtan y venden a los portogueses, por manera que nosotros somo causa de todos los pecados que los unos y los otros cometen, sin los nuestros que en comprallos cometemos (Las Casas 1961, III, CXXIX: 488).
Este rechazo no significa que se preocupara en la misma medida por los esclavos indios que por los negros (Rivera-Pagán 1990: 14-5 y 1992: 63-84). Aunque se ha dicho que dedicó a la denuncia de la esclavitud africana el mismo vigor que a la de los amerindios (Saint-Lu 1992: 37), solo en la última década de su vida ambas reivindicaciones coinciden en su forma. Desde entonces y como era habitual durante el siglo XVI, no niega la validez de la esclavitud como institución, pero descarta que para indios y africanos sean válidas las justificaciones utilizadas.
El compromiso contra la esclavitud, primero contra las formas adulteradas que pretendían pasar por atenido a la legalidad un origen que a todas luces no lo era y, más adelante, contra la institución misma, ya no se detendría. Pero habría de pasar mucho tiempo hasta lograr su abolición. Durante el siglo XVII no se detuvo esa lucha desde el punto de vista jurídico y moral, pero el esclavismo, a un lado y otro del Mediterráneo y del Atlántico, no se detendría e incluso por momentos se revitaliza. La literatura, en sus más diversos géneros, también se ocupará del asunto.
2. ¿Vínculos entre Las Casas y Cervantes?
No puede negarse que la fama de Las Casas va a acompañarle después de su muerte como le escoltó en vida desde fechas muy tempranas. A nadie parece resultarle indiferente su encomienda inicial, su conversión a la lucha en defensa de los indios, sus denuncias, su llamada a la conversión pacífica, la exigencia de restitución, sus escritos, su compromiso con los esclavos africanos después de proponer él mismo su uso en el Nuevo Mundo y de servirse de ellos en lo personal. Toda su trayectoria, en definitiva, se abre a la polémica y ni siquiera su origen, converso o noble, permanece al margen del debate.
A la constante agitación de conciencias a la que dedicó su vida, le siguió la batalla por su memoria, que se había iniciado incluso antes de su muerte. Defensores y detractores utilizaron distintos episodios de su vida, algunos de ellos exagerados, tergiversados o directamente falsos, para configurar su recuerdo. A los compañeros de hábito de su misma orden (Hernández, 2012a) o de otras (Hernández, 2012b), historiadores y filósofos, que no han cesado de evaluar su vida y su obra hasta nuestros días, se añade pronto la amplia atención que se le ha prestado desde los diversos géneros literarios (Marcus 1966, 1971 y 1978; Vigne Pacheco 2001; Millares 2011) o más tarde desde el cine (Verhaege 1991).
No han faltado en narrativa, poesía y teatro muchas aproximaciones a Las Casas, unas más amplias y otras más breves, a veces llenas de protagonismo para su persona y en ocasiones simples menciones. Unas y otras están encaminadas a revisar momentos de su vida que se adornan con mayor o menor exactitud o, en una parte importante, a imaginar acciones que solo existieron en la ficción. Todos estos episodios, se acerquen con rigor a los hechos o los recreen con fantasía, se presentan siempre con la finalidad de ensalzarlo o denigrarlo. Entre los que no se mostraron muy comprensivos con el dominico basta mencionar al argentino Jorge Luis Borges. En 1935, al inicio de su Historia universal de la infamia (1974: 295) señaló:
En 1517 el P. Bartolomé de las Casas tuvo mucha lástima de los indios que se extenuaban en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas, y propuso al emperador Carlos V la importación de negros, que se extenuaran en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas. A esa curiosa variación de un filántropo debemos infinitos hechos: los blues de Handy, el éxito logrado en París por el pintor doctor oriental D. Pedro Figari, la buena prosa cimarrona del también oriental D. Vicente Rossi, el tamaño mitológico de Abraham Lincoln, los quinientos mil muertos de la Guerra de Secesión, los tres mil trescientos millones gastados en pensiones militares, la estatua del imaginario Falucho, la admisión del verbo linchar en la decimotercera edición del Diccionario de la Academia, el impetuoso film Aleluya, la fornida carga a la bayoneta llevada por Soler al frente de sus Pardos y Morenos en el Cerrito, la gracia de la señorita de Tal, el moreno que asesinó Martín Fierro, la deplorable rumba El Manisero, el napoleonismo arrestado y encalabozado de Toussaint Louverture, la cruz y la serpiente en Haití, la sangre de las cabras degolladas por el machete del papaloi, la habanera madre del tango, el candombe.
Muchos más son los que se han interesado por su figura para reivindicarla. Diana de Armas Wilson (1994: 24) ha afirmado que
Mi tesis en este trabajo es que ni Don Quijote con sus caballerías, ni el Persiles con sus peregrinaciones, habrían existido sin los acontecimientos del Nuevo Mundo. Las crónicas de Indias me parecen, en breve, textos primordiales para un nuevo acercamiento a Cervantes.
Dentro de esa inspiración que pudieron haber proporcionado las crónicas de Indias al autor alcalaíno, ya señalada en su día por Jorge Campos (1947), adquiere sentido la reivindicación de la figura de Las Casas. Al igual que ha ocurrido con otros grandes personajes de la historia americana como Colón (Aladro 1994: 53, recordando a Jacob Wassermann 1930: 58, como defensor de la inspiración colombina de Cervantes para su personaje. Véase también Armas Wilson 1994: 31), aparece como un importante elemento de comparación la coincidencia del dominico con don Quijote. Antes de que medie el siglo XX, aparece esta similitud entre Las Casas y el caballero andante en un artículo del argentino Enrique Anderson Imbert (1948, 1954), « Un episodio quijotesco en el Padre Las Casas ». En este breve, pero muy sugerente texto, Las Casas y don Quijote aparecen hermanados por su empeño:
No había en Las Casas una real comprensión del indio, sino una defensa jurídica del indio. Era el abogado que defiende un caso, no un hombre concreto. Y las razones medievales que invocaba debieron de sonar en los oídos de los conquistadores como cincuenta años después sonarían las razones caballerescas de Don Quijote en los oídos de una España sin caballeros andantes. Las Casas fue quijotesco; o si se quiere, Don Quijote solía comportarse como lo había hecho el Padre Las Casas (Anderson 1954: 8).
Esta línea será seguida por la historiadora Juana Gil-Bermejo (1966: 358), que afirma del caballero y el fraile: « Los dos fueron héroes con un heroísmo consistente en la continua donación de sí mismo ».
También Ernesto La Orden Miracle considera a Las Casas « don Quijote de América” (1974: 158) y añade en su estudio un dato que no deja de ser curioso por el vocabulario empleado: al igual que el hidalgo manchego creía moverse entre hechiceros y encantamientos, el Obispo, en su « Carta al maestro fray Bartolomé Carranza de Miranda » de agosto de 1555 (1957a: 431), reconoce que « yo vine a desencantar lo que tenían los tiranos, que acá estaban, por sus propios intereses encantado » (La Orden 1974: 156, que reproduce el texto incompleto).
Entre las aportaciones de Anderson Imbert y Juana Gil-Bermejo, se publica el tan célebre como polémico libro de Ramón Menéndez Pidal, El padre Las Casas. Su doble personalidad. A diferencia de los anteriores, el apartado que dedica a la comparación entre ambos personajes (« El quijotismo de Las Casas »), agranda la distancia entre ellos como no lo había hecho ningún otro autor hasta ese momento. En síntesis, para Menéndez Pidal (1963: 339),
Don Quijote (de apacible y agradable condición) se encumbra firme, sobre su idealismo de universal benevolencia humana, mientras Las Casas (violento e iracundo) se tambalea entre su infinito optimismo hacia el indio y su exasperado pesimismo hacia el español.
Coincidencias y contrastes entre ambos personajes se ofrecen, por tanto, para todos los gustos.
Tanto Anderson Imbert como Gil-Bermejo y La Orden Miracle establecían una comparación entre las acciones de Las Casas y las de don Quijote que otorgaba al dominico el mayor reconocimiento en medio de la confusión: la pretensión de hacer triunfar la justicia donde solo reinaba la codicia. Los tres lo hacían de manera independiente, puesto que Juana Gil-Bermejo decía no haber podido leer el texto de Enrique Anderson, mientras Ernesto de La Orden no mencionaba a ninguno de ellos. No obstante, los tres, señalaban también una curiosa coincidencia entre la Historia de las Indias y el capítulo IV de la primera parte de la obra cervantina. En esta, el caballero andante es atraído por los lamentos que llegan del bosque y al encaminarse hacia allí encuentra al rico Juan Haldudo que está azotando a su criado Andrés, un muchacho atado a una encina. Le pide que lo libere y se marcha. En el capítulo XXXI reaparece un tanto ofendido Andrés, camino de Sevilla, para contar que en cuanto don Quijote se alejó fue atado de nuevo y azotado hasta dejarlo por muerto.
En su Historia de las Indias, Las Casas cuenta algo muy similar: un visitador está azotando a un indio amarrado a un poste y detiene su cruel acción cuando el clérigo le reprende su injusticia. Como en el episodio cervantino, al abandonar el lugar vuelve a reproducirse el castigo. Existe, sin embargo, una diferencia llamativa entre el relato del dominico y el de Cervantes: en la novela, don Quijote desconoce el resultado de lo ocurrido hasta que se lo relata la propia víctima en el encuentro posterior del capítulo XXXI. En la Historia (1961, III, XCI: 391), se introduce una extraña mención del asunto por parte del dominico: “creo, si no me he olvidado, que tornó a azotar al indio ».
¿Cómo no le ha llamado la atención a ninguno de los autores que se han ocupado de este texto este comentario final? De inicio, no se entiende muy bien qué quiere decir « creo, si no me he olvidado ». Si lo hubiera olvidado, ¿cómo podría creerlo? Pero, sobre todo, ¿se ha podido olvidar de lo que está describiendo como un hecho acontecido? Sorprende la expresión y sorprende todavía más la acción a la que remite: ¿ese conocimiento de la inutilidad de la reprensión por parte del dominico es fruto, como en la novela, de una confidencia posterior de la que nada sabemos o es que el clérigo no quiso reafirmar de nuevo su oposición al castigo al alejarse y constatar que este volvía a reproducirse? No vuelve a referirse al asunto, por lo que se mantiene la incógnita, sin que haya merecido ninguna mención.
De las coincidencias entre ambos episodios se sirve el dominico Isacio Pérez Fernández (1995b: 469; 2002: 93), para convertir lo narrado por Las Casas en « la inspiración generadora del Quijote ». Afirma no haber podido leer el artículo de Enrique Anderson Imbert y, aunque incluye en la bibliografía final de su libro los de Juana Gil-Bermejo y Ernesto La Orden, tampoco se ocupa de ellos con anterioridad. Todos ellos le habían precedido al enunciar el paralelismo entre el relato de la Historia de las Indias y el de Juan Haldudo en el Quijote. Pero, además, Juana Gil-Bermejo (1966: 355-6) había ido más allá de la coincidencia y había defendido que la similitud entre los dos textos tenía que implicar un conocimiento del original de Las Casas por parte de Cervantes. Me inclino, decía, « a la creencia de que el autor del Quijote conocía lo ocurrido a Fray Bartolomé en Puerto Rico y que, pese a que intercala el largo diálogo entre el hidalgo manchego y el rico labrador, en su mente y recuerdo presionaba la forma en que se desarrolló el hecho histórico ».
Esta ausencia de evidencias que acompañaba la creencia de Juana Gil-Bermejo es la que intentó solucionar Isacio Pérez Fernández ante el hecho conocido de que la Historia de las Indias no estuvo accesible para cualquiera hasta que fue impresa por primera vez en 1875. Su aportación de datos y argumentos para justificar la lectura cervantina del texto es considerable. Incluso se le debe la localización de otro texto lascasiano mucho más breve, pero que trata el mismo asunto y que no había sido señalado por ningún otro autor. Se trataría de la « Representación a los regentes Cisneros y Adriano (Extracto - 1516) »:
un alcaide de la dicha isla [de San Juan = Puerto Rico], por un esceso que un indio fizo, le azotó atado a un árbol e le dio tan terribles azotes que casi le dejó por muerto; e que, desviándose el indio con el dolor que sentía, daba con el azote en el mesmo árbol e sumía la corteza del árbol tantas veces cuantas el indio erraba (1957d: 4).
A su vez, el dominico no se conforma con ir más allá que ningún otro estudioso anterior al tratar de justificar que la fuente del texto cervantino de Juan Haldudo fue la Historia de Las Casas, sino que, como he indicado, pretende convertir al Obispo de Chiapas en la fuente inspiradora del Quijote. Para satisfacer este afán, Isacio Pérez se ve obligado a establecer paralelismos ingeniosos, hipótesis arriesgadas y deducciones más que discutibles.
No es momento de entrar en ellas. La única discusión que procede aquí es la que afecta a los textos citados y para apoyarla recurre a una hipótesis que carece de apoyo empírico alguno: la lectura por parte de Cervantes de la Historia de las Indias en Valladolid en 1604. Una vez descartado por el mismo Isacio Pérez que esa lectura hubiera podido producirse con anterioridad, mientras el manuscrito estuvo en Madrid, en manos de los cronistas Juan López de Velasco y Antonio de Herrera, y de Juan de Ibarra, secretario del Consejo de Indias:
En lo tocante a Madrid, no veo muy probable que pudiese Cervantes tener acceso a él, pues el manuscrito estaba en situación de reservado en el Consejo de Indias, como secuestrado; dependería del permiso confiado que hubiera podido obtener de López de Velasco primero, de Ibarra después, y, por último, de Herrera. Y no sé qué relación haya tenido con estas personalidades. Aparte que tenían mandado por el rey que no se lo enseñasen a nadie (Pérez Fernández, 2022: 97).
Aunque con posterioridad al fallecimiento de Isacio Pérez se ha descubierto que Antonio de Herrera fue el autor de una de las censuras del Quijote, no publicada en la edición original ni en las posteriores (Bouza y Rico, 2009; Bouza, 2012), no hay ninguna prueba que avale que este cronista pudiera haber permitido el acceso al manuscrito de la Historia lascasiana. Herrera lo tuvo en su poder desde noviembre de 1597. Las cuatro primeras Décadas de la Historia general de los hechos de los castellanos en las Islas i Tierra Firme del Mar Océano se publican en 1601 y, por tanto, es de suponer que para entonces o antes, el cronista lo devolviera al Consejo de Indias, encargado de su custodia. El manuscrito volvió a San Gregorio de Valladolid, que lo preservaba por mandato testamentario de Las Casas (1957b: 540), a 30 de mayo de 1603.
Ni en Madrid ni en Valladolid existe indicio alguno de que Cervantes pudiera haber accedido a la Historia de las Indias. Sin mencionar que habría que preguntarse por qué tendría que tener ese empeño si ignoraba el contenido del libro. Hubiera sido más fácil explicar la coincidencia entre textos recurriendo a que hubiera caído en manos del alcalaíno algún escrito parcial de Las Casas « conteniendo lo ocurrido con el indio puertorriqueño », como señaló Juana Gil-Bermejo (1966: 356).
Esta hipótesis permitiría eludir las numerosas dificultades que el ingenio de Isacio Pérez intentaba superar sin prueba alguna: no necesitaría contar con el acceso a la lectura de la Historia de las Indias en San Gregorio, ni con las apretadas fechas de lectura de la misma inmediatamente antes de la primera impresión del Quijote, ni con la supuesta inserción del episodio de Juan Haldudo en el último momento anterior a la edición. También le permitiría prescindir del interés cervantino previo por la obra de Las Casas, del que tampoco se tienen indicios. El fragmento de la Historia incluyendo el texto en cuestión habría caído en sus manos y lo habría leído en algún momento de su vida anterior a la redacción de la primera parte del Quijote. A falta de prueba o indicio alguno, la supuesta lectura del texto lascasiano del indio azotado por Cervantes no deja de ser sino una especulación sin mayor fundamento, pero al menos resuelve el asunto con mucha más sencillez que los apoyos adicionales a los que se veía obligado a recurrir el dominico Isacio Pérez en defensa de su hipótesis.
Atención específica merecen las relaciones de Cervantes con Las Casas que pueden documentarse hasta cierto punto. Son de dos tipos: una biográfica y otra literaria. La biográfica se basa exclusivamente en la presencia del joven Cervantes en la ciudad de Madrid en 1566, en el momento de la muerte del obispo Las Casas. Fue mencionada inicialmente por Juana Gil-Bermejo y posteriormente por Isacio Pérez. También aquí, la sencillez de la explicación de Juana Gil-Bermejo contrasta con la del dominico: « no cabe suponer que el futuro autor del Quijote, atento ya a cuanto ocurría en la corte, permaneciera ignorante y ajeno a la personalidad y la fama del anciano religioso que acababa de morir » (Gil-Bermejo 1966: 357). Por su parte, Isacio Pérez recurre a una suposición que iría más allá del mero conocimiento del hecho al que aludía la primera:
No puedo presentar documento que avale su presencia; pero creo que no hace falta. La enorme fama del padre Las Casas por un lado, …, y, por otro, la curiosidad del joven y avispado observador Cervantes, suplen el documento, que –por lo demás- no tuvo por qué existir. Sin la menor duda, Cervantes, entre el 18 y el 20 de julio, vio al obispo padre Las Casas (Pérez Fernández, 2002: 26).
Lo que, en cualquiera de las dos versiones, demostraría este supuesto es que Cervantes habría tenido conocimiento de Las Casas, de oídas o de su cadáver, no de sus obras y menos del contenido detallado de las mismas.
La relación literaria entre Cervantes y Las Casas es la que puede desprenderse de la redacción de la comedia El rufián dichoso por el primero. Es a la que alude de manera tajante Isacio Pérez (2002: 129) como origen del interés cervantino por Las Casas. El alcalaíno se sirvió del libro segundo, capítulos XV-XXVIII, de la Historia de la fundación y discurso de la provincia de Santiago de México del obispo dominico Agustín Dávila Padilla (1596: 474-572) para el argumento de la comedia. Es más que probable que leyese la obra completa y no solo los capítulos sobre Cristóbal de Lugo, conocido como fray de Cristóbal de la Cruz. Conocería así la biografía de Las Casas incluida por Dávila en el libro primero, capítulos XCVII-CIII (1596: 378-407).
Este dato, que no prueba nada por sí, puesto que ni siquiera es seguro que leyera algo más que la parte que le interesaba del libro, esto es, la biografía de Cristóbal de Lugo, genera, sin embargo, un problema adicional para relacionar el episodio de los azotes de la Historia de las Indias con el correspondiente del Quijote. Isacio Pérez (2002: 56) afirma que Cervantes leyó la Historia de Dávila Padilla « al poco de salir a luz: en 1596 o 1597 ». Este dato se basa en la fecha de redacción de la comedia, pero no hay acuerdo sobre dicho dato. La publicación de El rufián dichoso es de 1615. Las hipótesis sobre su escritura son múltiples, desde una redacción inmediatamente después de publicado el libro de Dávila Padilla, que se completaría posteriormente con algún fragmento intercalado; la escritura del primer acto en 1596, completada posteriormente a 1605 con los dos actos siguientes; una versión temprana reelaborada posteriormente; o una redacción posterior a 1605, que a su vez podría tener lugar en fechas diferentes. Sin embargo, en la práctica, todo se reduce a dos posibilidades: una redacción previa a 1605, con distintos desarrollos de la obra o una redacción posterior a esa fecha, también con varios momentos posibles de escritura.
Como señaló en su momento Stanislav Zimic, de quien tomamos las distintas alternativas, la temprana elaboración de la comedia descansa sobre una base insegura que es la misma que adoptó Isacio Pérez: la lectura por Cervantes de la obra de Dávila Padilla cuando se publicó y la redacción de la comedia de manera inmediata. Pero no existen pruebas al respecto (Zimic 1980: 157 y 171). Tal supuesto adquirió fuerza desde que Armando Cotarelo y Valledor demostró que Cervantes usó la biografía de fray Cristóbal por Dávila Padilla para elaborar su comedia. Pero el mismo erudito manifestó que, atendiendo « a lo perfecto de la forma y al espíritu de religiosidad y unción cristiana que la obra respira, lo señalaríamos en los últimos [años] de la vida de su autor » (Cotarelo y Valledor 1915: 351 y 355).
Para los partidarios de conceder importancia a la fecha de publicación de la obra de Dávila Padilla como origen parcial o casi total de la obra, hay que señalar el descubrimiento posterior por parte de Jean Canavaggio de que « Con toda probabilidad, Cervantes hubo de acudir, también, a otra narración de la vida de Cristóbal de Lugo: aquella que figura en el Consuelo de penitentes, del agustino fray Alonso de San Román » (Canavaggio 1990: 461). Esta hipótesis ya la había anticipado Canavaggio en 1978 (p. 46-53)
La primera edición del Consuelo de penitentes es de 1583 y aparece en Salamanca. Hay una segunda edición sevillana de 1585. Su uso en El rufián dichoso, del que proporciona importantes muestras Canavaggio, demuestra que, para escribir su obra, Cervantes se habría informado con la documentación a su alcance sobre el P. Cristóbal de la Cruz. Esto no impide que la lectura de Dávila Padilla actuara como incitación para ampliar sus datos (Canavaggio 1990: 465), pero también abre la puerta a la posibilidad de que pudiera haber sido consultado años después de 1596, cuando Cervantes tuviera interés en hacer una comedia de santos y recopilara noticias de diversas obras sobre el personaje.
Un dato fundamental para suponer una redacción de 1605 en adelante es la corrección que introduce Cervantes al principio de la segunda jornada, en un diálogo entre la Comedia y la Curiosidad, de las ideas sobre las unidades de tiempo y espacio señaladas en el capítulo XLVIII de la primera parte del Quijote:
¿Qué diré, pues, de la observancia que guardan en los tiempos en que pueden o podían suceder las acciones que representan, sino que he visto comedia que la primera jornada comenzó en Europa, la segunda en Asia, la tercera se acabó en África, y ansí fuera de cuatro jornadas, la cuarta acababa en América, y así se hubiera hecho en todas las cuatro partes del mundo? Y si es que la imitación es lo principal que ha de tener la comedia, ¿cómo es posible que satisfaga a ningún mediano entendimiento que, fingiendo una acción que pasa en tiempo del rey Pepino y Carlomagno, el mismo que en ella hace la persona principal le atribuyan que fue el emperador Heraclio, que entró con la Cruz en Jerusalén, y el que ganó la Casa Santa, como Godofre de Bullón, habiendo infinitos años de lo uno a lo otro.
Al dramatizar la vida del rufián Cristóbal de Lugo, Cervantes se ve obligado a seguir su trayectoria, trasladando los acontecimientos de Sevilla, en el primer acto, a México, en los dos siguientes. A la vez, pasaba de representar su etapa de juventud a la de madurez.
Es la propia verosimilitud de la comedia la que exige saltarse las reglas del drama establecidas con carácter general en el Quijote para ser fiel a la vida del santo. Por eso, Cervantes se considera obligado a explicar su cambio de criterio, en realidad una adaptación de este a las circunstancias exigidas por la acción dramática, en El rufián dichoso. Aunque Zimic (1980: 170-1) opinó que Cervantes habría reflejado en su novela algún argumento o consideración sobre lo experimentado en la comedia si la hubiera escrito después de esta, por lo que situaba su redacción a partir de 1605 y, recientemente, Valentín Núñez Rivera (2017: 134) estima que pudo haberse escrito hacia 1613-1614, Florencio Sevilla mantuvo en 1986 (p. 240) que
el Rufián dichosodiálogo incluido, pudo escribirse antes, simultáneamente y después de las denuncias teatrales del primer Quijote (si después, a mayor o menor distancia de las mismas). Por poco que nos guste la idea deberemos atenernos a tan desconcertante realidad y andar con pies de plomo a la hora de fijar recíprocas dependencias.
No cabe, por tanto, tomar 1596 como una fecha indiscutible en la lectura cervantina de la obra de Dávila Padilla. Tal hecho sigue siendo un misterio. Sin embargo, es el único nexo conocido entre el genial escritor y un posible conocimiento de la biografía de Las Casas. Si esta se hubiera producido después de 1605, quedaría todavía más falto de apoyo el conocimiento cervantino de la Historia de las Indias y la adaptación en la primera parte del Quijote del episodio del indio azotado. Ninguna mención de esta obra hace Daniel Eisenberg (2002), que ha rastreado la biblioteca de Cervantes y muchas de sus lecturas. Cervantes no reveló sus fuentes, pero cualquier hipótesis sobre la inspiración del Quijote debería aportar algo más que una suposición para considerarse válida (Delgado: 232-3).
3. Esclavitud y cautiverio en la literatura cervantina
Queda por averiguar, a falta de relaciones textuales, si puede haber en la obra cervantina un tratamiento de la esclavitud que pueda presentar alguna coincidencia o similitud con lo que es posible observar en los textos de Las Casas o de algún otro de los autores que hemos venido comentando.
De inicio, el vocabulario cervantino añade al de la esclavitud el tema de los cautivos, inexistente en los autores citados al principio. Aunque no se puede negar el interés de la distinción que ha propuesto Michel Fontenay (2008) para « esclavos » y « cautivos » como equivalente a la que existe entre el valor de uso de los primeros y el valor de cambio de los segundos, no parece que al vocabulario cervantino le sea aplicable. Cautiverio y esclavitud son asuntos recurrentes en las obras de Cervantes. Ambos conceptos, como las palabras asociadas a los mismos, aparecen indiferenciados desde su primer acercamiento al asunto en Los tratos de Argel (Cotarelo y Valledor 1915: 192-4), y se continúa en cuantas obras vuelve a tratarlo.
Tampoco le cuadra la identificación que se ha señalado como predominante en la península a partir del siglo XVI del « esclavo » con el musulmán y el « cautivo » con el cristiano (Rudy, 2013). Las obras de Cervantes son ajenas a este uso mayoritario y en ellas se utiliza tanto un término como el otro para referirse a la situación de cristianos y musulmanes.
En sentido estricto, dado el uso indistinto de los términos que hace Cervantes, ni siquiera cabría aceptar que « la esclavitud es la parte inferior del cautiverio » (Murillo, 2006: 161). No obstante, no se puede negar que la explicación de Maximiliano Barrio Gozalo (2006), sin establecer una distinción conceptual entre cautiverio y esclavitud, invita a concebir al primero inserto en una situación a la expectativa de un rescate, mientras que de la esclavitud no parece poder esperarse otro destino que el que depare la fortuna.
En su uso de tales expresiones no hay que olvidar que la aproximación cervantina al asunto es literaria y por ello no hay un afán de precisión en su escritura, al menos en su totalidad, sino que los fines comunicativos, irónicos, simbólicos y de estilo son los que suelen predominar.
Además, aunque la experiencia cervantina estuviera detrás de mucho de lo que escribió sobre cautiverio y esclavitud (Rey Hazas 1994: 32), constituyendo en este sentido una diferencia radical con la de Las Casas, Soto, Mercado, etc., que nunca padecieron semejante mal, su aproximación al asunto « viene a ser un mundo complejo de creación artística y uno de los grandes hallazgos de su tiempo » (Camamis 1977: 53). Por eso, se esfuerza por transmitir el laberíntico mundo del cautiverio y sus mensajes aparecen dispersos en numerosos diálogos y discursos que enuncian personajes muy variados. De esta forma, es posible encontrar manifestaciones dispares en diversos contextos, sin que ninguna de ellas deba gozar a priori de preferencia sobre el resto.
En el Prólogo al Quijote, el mismo Cervantes se encarga de recordar, no sin ironía, que « pues esta vuestra escritura no mira a más que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerías, no hay para qué andéis mendigando sentencias de filósofos » (2005: 13). Los textos cervantinos, no solo el Quijote, no deben ser vistos como tratados filosóficos o morales en los que se defienden una o varias ideas y se atacan aquellas que les son opuestas. Sus textos asignan voces a distintos personajes, cada uno de los cuales no es necesario que represente lo pensado por el escritor y es muy probable que ninguno de ellos lo haga en su integridad. Aunque así fuera, sus ideas en torno a un tema pueden oscilar, por no tener un sentido definitivo, por cambiar a lo largo del tiempo o por ser consciente de los muchos matices que admiten las circunstancias. Todo ello cobra mayor sentido y, en cualquier caso, se convierte en parte de la técnica del escritor, si se tiene en cuenta que, como se ha dicho, « a Cervantes le gusta mucho ofrecer variantes sobre la misma historia y plantear soluciones diferentes a problemas semejantes, en distintos momentos de su obra literaria » (Rey Hazas 1999: 120).
La atribución de opiniones y la creación de personajes no dejan de ser instrumentos al servicio del literato para la mejor atracción de lectores o espectadores. No es imprescindible que reflejen sus pensamientos o que solo aparezcan estos. A la vez, el recurso al diálogo permite al autor encubrir su meditación tras los múltiples registros que están presentes en este.
Lo que sí es indiscutible es que, en sus obras, Cervantes deja a un lado las valoraciones jurídicas y religiosas que hemos visto en los autores mencionados hasta ahora. Como otras muchas de sus ideas, su concepción de la ley y la justicia evoluciona a lo largo de su obra, por lo que tampoco se puede considerar unitaria (Castilla Urbano, 2016). A su vez, introduce la ironía en lugar de las consideraciones morales. No va a insistir tanto en la denuncia directa que le merecen las situaciones de cautividad y esclavitud como en mostrar a sus víctimas desenvolviéndose en las circunstancias que estas suponen. Por eso da la impresión de que Cervantes parece aceptar la realidad social de la esclavitud (Pérez-Prendes, 2005: 80). Esto no quiere decir que, en algunos casos, las situaciones en las que aparece se presenten de forma tan disparatada que su descripción se acerque a la denuncia. Es, precisamente, lo que ocurre en el ya citado capítulo XXIX de la primera parte del Quijote, donde figura un pasaje en el que Sancho imagina cómo rentabilizar a los vasallos negros que espera le sean concedidos:
y díjose a sí mismo:
¿Qué se me da a mí que mis vasallos sean negros? ¿Habrá más que cargar con ellos y traerlos a España, donde los podré vender y adonde me los pagarán de contado, de cuyo dinero podré comprar algún título o algún oficio con que vivir descansado todos los días de mi vida? ¡No, sino dormíos, y no tengáis ingenio ni habilidad para disponer de las cosas y para vender treinta o diez mil vasallos en dácame esas pajas! Par Dios que los he de volar, chico con grande, o como pudiere, y que, por negros que sean, los he de volver blancos o amarillos (2005: 295-6).
Dado lo descarnado de su contenido, este episodio representa para Diana de Armas (1994: 30), « o una sátira despiadada o una tragedia ». Algo de ambas parecen reconocer en sus respectivos análisis Baltasar Fra Molinero y Agustín Redondo, que lo han analizado en detalle. Para el primero, « Cervantes critica la actitud interesada de Sancho mediante el uso de la parodia. Sancho, en su simplicidad y avaricia, se propone comprar un título nobiliario y retirarse a su aldea a vivir de rentas » (Fra Molinero 1994: 28). Para Redondo (1996: 136), « El ideal de Sancho consiste en vivir de rentas y no en trabajar. Lo que desea el escudero es comprar un título o un oficio (= un oficio real o un cargo público) para ‘vivir descansado todos los días de [su] vida’ ».
Ambos eruditos, no obstante, parecen empeñados en salvar a don Quijote e incluso al mismo Cervantes de su aceptación de la esclavitud, alejándose de la descripción cervantina. Fra Molinero (1994: 30), por ejemplo, opone en exceso la actitud caballeresca de don Quijote y la materialista de Sancho, ignorando que es el primero el que introduce, de forma discreta pero, en definitiva, tan calculadora como cómplice de las intenciones del escudero, la tranquilidad en su ánimo interesado. Lo hace advirtiéndole de que no debe preocuparse por su recompensa pues, aunque no se case con la princesa Micomicona, « yo sacaré de adahala, antes de entrar en la batalla, que, saliendo vencedor della, ya que no me case, me han de dar una parte del reino, para que la pueda dar a quien yo quisiere, y en dándomela, ¿a quién quieres tú que la dé sino a ti? » (Cervantes, 2005, I, XXX: 165).
Esta misma cita hace que pierda sentido la afirmación de Agustín Redondo (1996: 139), según la cual « el escudero no habla en alta voz ni cuenta nada de esto [de vender a sus vasallos] a don Quijote », pues la inmediata respuesta de Sancho al comentario anterior es que « Eso está claro; pero mire vuestra merced que la escoja hacia la marina, porque, si no me contentare la vivienda, pueda embarcar mis negros vasallos y hacer dellos lo que ya he dicho » (Cervantes, 2005, I, XXX: 315). La mención, reproducida anteriormente, de que Sancho « díjose a sí mismo » todo lo relativo a sus vasallos negros, entra, por tanto, en contradicción con esta última indicación, que da a don Quijote por conocedor de sus planes.
En suma, aunque sea a costa de un olvido cervantino, el caballero está informado de los planes de su escudero y, le parezcan o no inmorales, nada dice al respecto, sino que se compromete a facilitar su realización. En ese asunto no hay, por tanto, idealismo quijotesco que se oponga al materialismo craso de Sancho, sino complicidad. Sancho, por otra parte, aunque expresa con claridad su intención de vender a sus vasallos negros, no alude nunca a los mismos como esclavos. Es como si Cervantes se esforzara por hacer que su criatura literaria encubriera con un eufemismo lo que no ofrece duda en la realidad.
El rechazo consiguiente a las restricciones que impone la cautividad y las reflexiones que provoca su escritura se deducen de las situaciones que retrata, pero Cervantes deja al lector o al espectador que experimente lo que se siente ante unas circunstancias con las que el público de la época debía estar familiarizado. Su abundante tratamiento de estas permite al escritor acercarse a su cruda realidad desde diferentes perspectivas. Evidencia así las múltiples caras de un fenómeno que se presenta en compleja relación con la guerra, el amor, la religión, la codicia, la política, la ambición o la fama. El efecto que provoca en sus lectores o espectadores viene dado por los problemas derivados de la falta de libertad, pero estos se muestran como trasfondo. Lo que aparece en un primer plano son las consecuencias de la guerra para los individuos, el obstáculo para una convivencia en común de dos enamorados, las diferentes creencias, la imposibilidad de viajar, la falta de medios para desarrollar opciones habituales de vida o la fragilidad en la que se desenvuelven quienes tienen que depender del capricho o los intereses de sus amos. El contenido humano de la ausencia de libertad y no tanto su consideración como principio es lo que sobresale en su presentación por parte de Cervantes. A pesar de ello, siempre se menciona la rotunda declaración de don Quijote sobre la libertad:
La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres (Cervantes, 2005, II, LVIII: 984-5)
No puede negarse que esta manifestación sobrepasa la dimensión literaria y entra de lleno en el terreno de lo irrenunciable al ser humano. La mención expresa del cautiverio deja bien sentado, si es que cabía alguna duda, que la ausencia de libertad es contraria a la naturaleza humana. No es tampoco una declaración cervantina aislada. Por solo recordar una entre muchas, en La española inglesa dice Cervantes (O.C. I, 2003: 707): « siendo la libertad la cosa más amada, no sólo de la gente de razón, más aun de los animales que carecen de ella ». Pero no conviene olvidar, como invita a hacer Jean Canavaggio (2005: LIII), que « no hay que tomar estas oraciones al pie de la letra, ni separarlas de sus respectivas contextualizaciones ». La trascendente afirmación cervantina sobre la libertad no se realiza en un contexto de esclavitud sino, como sabe cualquiera que conozca la obra, en alusión a una dependencia que no satisface las ansias de autonomía que el caballero andante considera un rasgo antropológico universal. Así puede apreciarse en el párrafo que sigue al ya citado:
Digo esto, Sancho, porque bien has visto el regalo, la abundancia que en este castillo que dejamos hemos tenido; pues en mitad de aquellos banquetes sazonados y de aquellas bebidas de nieve me parecía a mí que estaba metido entre las estrechezas de la hambre, porque no lo gozaba con la libertad que lo gozara si fueran míos, que las obligaciones de las recompensas de los beneficios y mercedes recibidas son ataduras que no dejan campear al ánimo libre. ¡Venturoso aquel a quien el cielo dio un pedazo de pan sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo! (Cervantes, 2005, II, LVIII: 985).
El rechazo al mal de la servidumbre debería implicar la crítica más rotunda, pero Cervantes no afronta el sometimiento desde la guerra de ideas contra aquella, sino que presenta a los personajes en esas circunstancias para que quien los contempla saque sus propias conclusiones. Por eso resulta tan difícil conciliar esta escritura con la que claramente se origina para defender a quienes han perdido su libertad de manera injusta.
Ya se ha visto que este es el compromiso adoptado por Bartolomé de las Casas a los pocos años de llegar a América. Lo mantendrá durante el resto de su vida, ampliándolo varios decenios después a los africanos subsaharianos. De lo que nunca hizo un problema fue de la esclavitud de los musulmanes capturados en la guerra. Por esta parte, tal vez Cervantes, al menos desde su cautiverio, fuera más consciente del coste que tenía una situación de guerra abierta y permanente entre credos, la cual a su vez aparece como fuente de legitimación de la esclavitud en el Trato de Argel: « en la sangrienta guerra peligrosa, / pudiendo con el filo de la espada / acabar nuestra vida temerosa, / la guardan de prisiones rodeada » (Cervantes, O.C. II, 2003: 842).
Sin embargo, es evidente que, en los enfrentamientos consiguientes, no intervenía solo la guerra, sino que en muchas más ocasiones era el azar el que determinaba el destino de las personas. El desconocimiento del lugar, la temeridad, un encuentro inesperado, un golpe de timón no deseado, el impulso no previsto en las velas o cualquier otro motivo, se convertían en causas de las que tan fácil resultaba ser dueño como convertirse en esclavo.
Tal vez sea esa incertidumbre la que quieren transmitir algunos textos cervantinos: en La Galatea, los turcos que llevan a los cristianos cautivos ven mutarse su posición de amos en la de servidores e incluso en la de víctimas, solo por acceder al lugar que no debían:
¡Quién pudiera exagerar agora el gozo de los cristianos, que del insufrible y pesado yugo del amargo cautiverio veían libres y desembarazados sus cuellos, y las plegarias y ruegos que los turcos, poco antes libres y señores, hacían a sus mesmos esclavos, rogándoles fuesen parte para que de los indignados cristianos maltratados no fuesen, los cuales ya en la playa los esperaban, con deseo de vengarse de la ofensa que estos mesmos turcos les habían hecho, saqueándoles su lugar, como tú, Silerio, sabes! (Cervantes, O.C. II, 2003, V: 143)
En el Quijote, la historia del capitán Ruy Pérez de Viedma narra cómo se convierte en prisionero en Lepanto, donde « solo fui el triste entre tantos alegres y el cautivo entre tantos libres, porque fueron quince mil cristianos los que aquel día alcanzaron la deseada libertad, que todos venían al remo en la turquesca armada” (Cervantes, 2005, I, XXXIX: 403).
El cautiverio, como demuestra la propia experiencia del autor, es una situación que tiene su origen no tanto en la justicia de una guerra como en la fortuna o destino. Por eso, aunque no hay en Cervantes un rechazo expreso del principio esclavista, de manera acorde con lo que era el pensamiento predominante en su época, lo que transmitió repetidamente en sus obras fueron las trágicas repercusiones de la situación de cautividad para las personas. Entre estas no falta alguna denuncia de acciones que llevaban la despersonalización del esclavo negro hasta sus últimas consecuencias, como cuando, al igual que al soldado viejo, se le aparta de lo que ha sido su condición para negarle una última protección:
porque no es bien que se haga con ellos [los soldados viejos] lo que suelen hacer los que ahorran y dan libertad a sus negros cuando ya son viejos y no pueden servir, y echándolos de casa con título de libres, los hacen esclavos de la hambre, de quien no piensan ahorrarse sino con la muerte (Cervantes, 2005, II, XXIV: 740).
La denuncia, en definitiva, más humanitaria que de principios, evidencia que, como sus contemporáneos, el gran escritor no llegó a desarrollar una concepción abolicionista y esta habría de esperar varios decenios tras su muerte para empezar a ser reivindicada.