Presentación
Suele recordarse el origen alemán del término “activismo” y la aparición de este vocablo, al menos en su acepción actual, hace apenas un siglo. “Programa estético y ala cultural radical del expresionismo” (Baumeister en Raunig, 2004) el “Aktivismus” fue un movimiento vinculado a la figura de Kurt Hiller y a la revista política y literaria expresionista Die Aktion, editada por Franz Pfemfert y fundada en 19111. El término se generalizó luego y dejó de circunscribirse a este movimiento en particular. Gerald Raunig recuerda la crítica que Walter Benjamin dirigió a los intelectuales de izquierda de su época —entre los que incluía a los “activistas” en sentido estricto— en un célebre discurso pronunciado en 1934, “El autor como productor”. En él se oponía a la separación o especialización de los “hombres de espíritu”, que entendían acompañar los reclamos del proletariado (Benjamin 2004, p. 33) desde un lugar separado, no obstante, de él. Se esbozaban aquí las líneas de tensión entre diversos modos de relacionar arte y política radical que marcaron el curso del siglo XX y que atraviesan los debates sobre el rol del intelectual comprometido, el intelectual orgánico y el intelectual revolucionario hasta las décadas del 60 y 70 (Gilman, 2004). Esta polaridad subtiende también la diferenciación entre las denominaciones “arte activista” y el “activismo artístico”, en las que las propias categorías de artista, de obra, de autoría o de público se redefinen. Marcelo Expósito, Jaime Vindel y Ana Vidal, explican, en este sentido:
[…] preferimos [el concepto de “activismo artístico”] al de “arte activista” porque en este segundo, pareciera que el “activismo” es un adjetivo o un apellido del “arte”, mientras que, en aquél, es el activismo lo que prima, permitiéndonos al mismo tiempo subrayar la dimensión artística de ciertas prácticas de intervención social. El “arte” es aquí también un concepto resignificado: se ha de entender como el campo ampliado de confluencia y articulación de prácticas “especializadas” (plástica, literatura, teatro, música…) y “no especializadas” (formas de intervención y saberes populares, extrainstitucionales…) (Conceptualismos del Sur, 2012, 43).
Una serie de problemas que hunden sus raíces en los debates de las primeras décadas del siglo pasado siguen proyectando en el presente cuestionamientos vinculados con la autonomía de la esfera artística, el lugar del artista en los procesos de transformación social, la firma y la autoría colectiva, la práctica de sujetos no autodefinidos ni socialmente percibidos como artistas, la relación entre estos distintos tipos de “productores”, el carácter efímero de su obra, la relación con las instituciones del arte, con la educación, la vida política, vecinal, municipal, asociativa.
A través de un recorrido por diez experiencias concretas, nos proponemos replantear estas cuestiones a la luz de los desafíos del presente, en el marco de los movimientos sociales que puntúan el siglo XXI en las Américas latinas, con la emergencia de nuevos actorxs y modos de organización: movimientos estudiantiles, feministas y transfeministas, LGBTI, “sin tierra”, zapatistas, medioambientales, afrodescendientes, pueblos originarios, migrantes e indocumentados, agrupaciones de defensa de los derechos humanos. En toda su diversidad, nuevos y novísimos movimientos sociales recurren a prácticas artísticas a través de las cuales comunican, elaboran, piensan, imaginan las transformaciones deseadas. Algunos de estos actorxs son artistas que activan; otros son activistas que recurren a los materiales y las técnicas del arte para expresar sus reivindicaciones. Suelen definir su práctica en términos de “activismo”, de “activaciones”, como una salir a “activar”, a reapropiarse el espacio de la calle o el espacio público.
Recordando la gran crisis argentina de 2001 y la profusión de prácticas artísticas que acompañaron este momento Ana Longoni evoca sus “modos de hacer diversos”:
desde formatos convencionales insertos en espacios no habituales (un ejemplo podrían ser los cuatros de caballete colgados en una plaza pública en apoyo a las obreras de Bruckman, fábrica textil porteña recuperada por sus antiguas trabajadoras en 2003), hasta propuestas experimentales vinculadas al arte de acción o a intervenciones graficas urbanas (en paredes, calles, afiches, vestimentas, distintivos); desde murales que se pueden inscribir en la vieja tradición del muralismo político latinoamericano hasta exposiciones multitudinarias en un museo (como el Homenaje a Maximiliano Koseki y Dario Santillan en el Palais de Glace en 2005) (Longoni 2011).
Más recientemente, el estallido social chileno de 2019 fue acompañado por un impresionante despliegue de acciones creativas y de arte que convocan a:
músicos, actores, artistas visuales y performers… cantautores como Ana Tijoux, Mon Laferte, Nano Stern o Alex Anwandter; colectivos de mujeres como LAS TESIS, la Yeguada Latinoamericana o Memorarte; artistas callejeros como Caiozzama, Paloma Rodríguez o Fabciarolo; artistas multimediales como el colectivo Delight Lab; y el escultor Marcel Solar que dio vida al Negro Matapacos, por mencionar sólo algunos ejemplos. Son artistas que, de una u otra manera, han estado en primera línea poniendo el cuerpo y creando nuevas formas de protesta que reformulan, tensionan y complejizan los cruces entre arte y política desde los activismos artísticos que emergen en el Chile postdictatorial (Barros 2021)
Estas intervenciones son concomitantes con una reflexión sobre las propias prácticas desde sectores de la cultura y la universidad. Fue el caso, por ejemplo, del encuentro “Activismos y artes movilizados” organizado por el Centro cultural Gabriela Mistral y el Centro de Estudios culturales de la Universidad de Chile en diciembre de 2019 que organiza una asamblea abierta donde reflexionar sobre el papel de los activismos en las movilizaciones que acaban de tener lugar, dialogar con el colectivo LASTESIS y presentar la performance “El veroir comenzó” de Cecilia Vicuña.
Las contribuciones de este dossier recorren este arco amplio de acciones, una amplitud que hemos decidido acentuar desde su propio título, al recurrir al término “activismos culturales”, dentro de los cuales incluimos prácticas artísticas y creativas, especializadas o no. Como punto de partida, hacemos nuestra una definición propuesta porExpósito, Vindel y Vidal: “Llamamos activismo artístico a aquellos modos de producción estética y de relacionalidad que anteponen la acción social a la tradicional exigencia de autonomía del arte, consustancial al pensamiento de la modernidad europea” (Conceptualismos del Sur, 2012).
Antes de presentar los artículos que componen el dossier, ciertas precisiones terminológicas y conceptuales se imponen. Cuando se piensa en el “activismo”, se lo vincula en primer lugar, en estos comienzos del siglo XXI, al ámbito de la luchas políticas y sociales, a combinaciones ideológicas, programáticas, organizacionales y de formas de acción. El Diccionario la lengua española de la RAE lo confirma cuando, en su versión actualizada de 2021, propone tres definiciones del término: “tendencia a comportarse de modo dinámico”, “ejercicio de proselitismos y acción social de carácter público, frecuentemente contra una autoridad legítimamente constituida” y “doctrina [filosófica] según la cual todos los valores están subordinados a las exigencias de la acción y a su eficacia”. Impreciso en la tercera acepción, el anclaje del término en el mundo de la cultura tiende diluirse, mientras su dimensión artística ha desaparecido totalmente.
Aplicado de manera más amplia al ámbito de los movimientos sociales, el término forma parte de una constelación en la que alterna —a veces como equivalente, otras con un valor específico— con denominaciones emparentadas: “militancia”, “acción directa”, “intervención”, e incluso “agitación” y “propaganda”. Vale la pena detenerse, aunque solo sea brevemente sobre las relaciones entre activismo y militancia. El activismo pone de relieve el papel necesario, esencial, de la acción concreta con respecto a posicionamientos doctrinarios. En el ámbito político, social, cultural o medioambiental, esta idea de “acción directa” sigue vigente. En este sentido, la “intervención” suele ser una de las formas utilizadas en el activismo ya que permite aquella acción directa, más o menos preparada o, al contrario, espontánea. Si en la definición, la palabra “acción” es la que predomina, la idea de “reacción” está presente o subyacente ya que el activismo o el activista responde, a través de la denuncia, a un discurso dado y/o a una situación dada.
La dimensión espacial y la dimensión temporal determinan también la acción emprendida y su modo de realización. Se plantea la cuestión de la relación entre la “militancia”, por un lado, que necesita y depende del compromiso con una causa o un ideal, y normalmente de un compromiso constante y a largo plazo, y el “activismo” que remite a acciones más puntuales pero que pueden repetirse en el tiempo, hasta confundirse totalmente con la militancia. Adrián Pablo Berardi Spairani propone una periodización pertinente para pensar estos usos:
Desde fines de la década de los años sesenta, las discusiones en torno a la militancia dejaron de estar articuladas sólo en una cuestión de clase social; las transformaciones en las estructuras productivas y el proceso de globalización económica modificaron las lógicas de solidaridades entre los sectores que componían la clase trabajadora […]. La desarticulación de los espacios de participación tradicionales y el proceso de desafiliación, producto de la fragmentación del movimiento obrero (Ion, 1997), llevaron a la decadencia de la militancia total o militantismo integral característico de los partidos políticos y los sindicatos, permitiendo el surgimiento de formas y ámbitos de militancia novedosos, como los nuevos movimientos sociales (Della Porta y Diani, 2011).De esta manera, las nuevas formas de participación desarticularon las fronteras entre la militancia y el activismo, es decir, entre un militantismo integral y un activismo puntual, que determinaban el contraste entre la participación política en organizaciones cuyas estructuras se caracterizaban por ser burocráticas y jerarquizantes y aquellas que se relacionaban con acciones colectivas, disruptivas y beligerantes de los espacios no tradicionales (Modonesi, 2016). (2020, p. 646)
“Militancia” y “activismo” aparecen, puestos en perspectiva histórica, como polos que llevan de lo puntual a lo permanente, por un lado, de un modelo de compromiso integral u orgánico a otro, intermitente y fluctuante, por otro. Que las barreras entre uno y otro modelo se quiebren supone una mutación profunda de los movimientos sociales y de sus actorxs iniciada, como lo propone el autor, en la segunda mitad del siglo XX, acentuarse tras el derrumbe de la URSS, el movimiento altermundialista y los nuevos y novísimos movimientos sociales de los 2000 y 2010.
En este sentido, después de recordar el anclaje del término “militancia” en el universo religioso, “del cual se emancipa progresivamente secularizándose, hasta designar un activismo específico que puede concernir todo tipo de actividad social” (2010, p. 163), Bernard Pudal y Olivier Fillieule proponen un recorrido por sus principales figuras: las dos primeras declinan el paradigma clasista del militante obrero – en sus dos momentos, “desinteresado” y “retribuido” (p. 164); la tercera figura es la del “militante distanciado” (Ion 1997), caracterizado por un mayor individualismo, cuya emergencia es correlativa a movimientos sociales más informales y descentralizados. Alejándose de la hipótesis de una sustitución simple, los autores llaman más bien a estudiar los efectos de “procesos históricos de individuación” (Fillieule y Pudal, p.171) en las prácticas militantes. En consonancia con otras líneas de investigación, alertan sobre la simplificación de una oposición esquemática entre militancias presentes y pasadas, aunque sea necesario tener en cuenta las mutaciones experimentadas en las últimas décadas.
Atento justamente a las transformaciones de los Movimientos sociales del siglo XXI, el sociólogo Geoffrey Pleyers se interesa a su vez por las oleadas de participación ciudadana que —desde Occupied Wall Street hasta los Indignados, plaza Syntagma o los movimientos estudiantiles de México (# Yo soy 132) y Chile— marcaron los inicios del milenio dando entrada en el espacio público a una nueva generación de activistas hiperconectadxs del Sur o del Norte global, apegadxs a exigencias de democracia participativa y a formas de organización horizontales. A esta generación llama Pleyers “alter-activista”. A diferencia de la militancia clásica, el funcionamiento reticular de estos colectivos y agrupaciones, la afiliación ocasional, la labilidad organizativa, han trastocado en profundidad modos y figuras de la exigencia de transformación social, proponiendo otras experiencias de articulación entre lo individual y lo comunitario. La socióloga brasileña Maria da Gloria Gohn coincide por su parte en destacar las nuevas dinámicas asociativas de los movimientos altermundialistas de comienzos del milenio, caracterizados por su funcionamiento reticular y su dimensión transnacional, que se sirven tanto de estrategias “antiguas”, marchas u ocupaciones, por ejemplo, como de nuevas herramientas y redes sociales (Gohn, 2012, p. 18).
A pesar entonces de estas evoluciones, “elementos de militantismo y de activismo se entretejen en las prácticas concretas sin que dejen de existir lugares de condensación y concentración de uno u otro formato” (Mondonessi, 2021). Si en décadas pasadas la distinción se hacía entre “militacia integral” y “activismo puntual”, esta oposición se hace menos tajante a la luz de la evolución de las definiciones y de los marcos teóricos históricos y sociológicos2.
Situándonos ya en el ámbito de los activismos culturales y artísticos, ya hace casi dos décadas, Nina Felshin partía de una constatación que podemos hacer nuestra en 2021: “Con un pie en el mundo del arte y otro en el del activismo político y los movimientos sociales —afirmaba— surgió a mediados de los 70 una curiosa mezcla de prácticas artísticas que se expanden en los 80, para alcanzar niveles masivos de difusión e institucionalización en los 90” (1995, p. 9). Puntuaba también rasgos distintivos del activismo artístico, entre ellos, la atención acordada al proceso de creación y recepción más que a la obra o producto generado; la ocupación de espacios públicos antes que lugares propios de los circuitos de exhibición y consumo habituales en el mundo del arte; el carácter temporal de ciertas intervenciones, performances o acciones; el uso de métodos colaborativos de ejecución o de acompañamiento de los participantes (10-11).
Desde una periodización atenta a las especificidades latinoamericanas, la red Conceptualismos del Sur, “plataforma internacional de trabajo, pensamiento y toma de posición colectiva” creada en 2007, propone, entre sus objetivos, “intervenir críticamente en los procesos de recuperación de la memoria de las practicas poético-políticas surgidas en América Latina a partir de la década del sesenta” (Longoni y Weiss 2014, p. 14), por lo que desarrolla —además de sus actividades de investigación, exposición y activación— la constitución y la valorización de archivos con los que constituir un patrimonio cultural común. Entre ellos figuran —la enumeración no es exhaustiva— los archivos de artistas como Roberto Jacoby o Graciela Carnevale, el del célebre Colectivo de Acciones de Arte (CADA) chileno, el de Mariotti Luy del Grupo Huayco (Perú) o el de las acciones creativas del Movimiento de DD.HH en Argentina (Red Conceptualismos del Sur).
En términos de periodización, pueden mencionarse tres grandes inflexiones en los activismos culturales latinoamericanos de las últimas décadas, que acompañaron los grandes movimientos sociales que agitaron y agitan el continente.
Diversas formas de activismo artístico acompañaron, a lo largo de los 60-70, los proyectos de transformación social que surcaron la época, de la Revolución cubana (1959) al triunfo del sandinismo en Nicaragua (1979) pasando por la experiencia de la Unidad popular en Chile, sin contar las innumerables manifestaciones vinculadas con el “frente cultural” de las nuevas izquierdas del continente (González, 2015). El activismo cultural cobró aquí los rasgos de una militancia más o menos programática, más o menos vinculada con sindicatos, partidos, agrupaciones, grupos armados, más o menos volcada a la agit-prop según el contexto.
Los años de plomo reorientaron el ejercicio de la intervención cultural hacia las demandas de reparación y justicia emanadas de las organizaciones de DD.HH o hacia modos de resistencia en contextos dictatoriales en las décadas del 80 y 90. De este modo nacieron prácticas como las escena de avanzada chilena, dentro de la cual se destaca el Colectivo de acciones de arte (C.A.D.A) (Richard 2009, 2014), o las Yeguas del Apocalipsis de Pedro Lemebel y Francisco Casa, “el Siluetazo” (A. Longoni/G. Bruzzone), Etcetera, el Grupo de Arte Callejero (GAC), o aun Teatro X la identidad, ya en los inicios del 2000. Los “escraches” organizados por la agrupación H.I.J.O.S para denunciar a criminales de la dictadura argentina impunes, a partir de mediados de la década del 90, se acompañaron de un importante dispositivo creativo que asoció el sonido de los tambores, la murga, manchas de pintura, grafitis, pancartas, volantes (Pérez Balbi 2016, p. 240).
Con el nuevo milenio, como se ha indicado más arriba, otras formas de activismo cultural emanan de colectivos de defensa de los derechos de mujeres —en el marco, por ejemplo, de la campaña Ni una menos o las luchas por la legalización del aborto—, del movimiento LGBTQI, deorganizaciones de pueblos originarios y afrodescendientes, de la creciente preocupación medioambiental, del ecofeminismo, de movimientos altermundialistas transnacionales. En una empresa de autoafirmación y resistencia, diversos grupos de mujeres, asociaciones de barrios populares y marginales, colectivos indígenas se reapropian medios, tecnologías y prácticas en otros tiempos reservados a élites y capas medias de la población.
Habitado por la esencia híbrida de una temática que interroga los límites entre la acción política y la acción cultural, este dossier es una propuesta a favor de la apertura de fronteras disciplinares, geográficas y epistemológicas. Una parte de los artículos, escritos por investigadorxs de orígenes y disciplinas diversas (literatura, cine, arte, historia), corresponde a estudios de caso de índole variada. Sin embargo, otrxs autorxs escriben desde de la práctica cultural - artística, literaria, curatorial-, dando lugar a una serie de textos cuyos contornos no se adecuan al artículo académico clásico sino que adoptan formas libres en los que la oralidad irrumpe con fuerza -relatos personales, conversaciones-. Así, más allá de ofrecer un mosaico del activismo cultural latinoamericano contemporáneo —el dossier no tiene ningún viso de exhaustividad, más bien se trata de una primera imagen—, este conjunto de textos interroga el quién y para quién, desde dónde y cómo se produce el saber3.
El plural del título, Américas Latinas, apunta igualmente a esta voluntad crítica, en este caso respecto al uso de una noción homogeneizadora para nombrar un mundo plural y cuya latinidad sólo es parcial. Además, la perspectiva hemisférica que implica la inclusión de los activismos “latinos” de los Estados Unidos reestablece una realidad histórico-social anclada en dos fenómenos centrales del periodo contemporáneo del continente: el imperialismo estadounidense y la migración masiva Sur-Norte.
Los “activismos culturales” tratados en el dossier llevan al lectxr de La Plata a Chicago pasando por Buenos Aires, Lima, Bogotá, Medellín, San José y San Diego. Una cartografía que trasluce el carácter eminentemente urbano de estas prácticas y de la centralidad de la calle como espacio político y de creación. Espacio público y acción colectiva, elementos constitutivos del militantismo político tradicional, caracterizan igualmente el activismo cultural contemporáneo a pesar de la emergencia en las dos últimas décadas del ciberespacio en tanto que lugar de lucha y resistencia como resultado de la generalización y la democratización del uso de las nuevas tecnologías —particularmente blogs y redes sociales que implican lo colectivo—.
Entre los múltiples actorxs que descubrimos de un artículo al otro, resulta particularmente significativa, por su relativa novedad, la presencia de grupos o individuos de la “marginalidad” social y económica que por un concurso de circunstancias diversas acceden a la práctica cultural y artística que sistémicamente les está vedada y a través de la cual no solo construyen una contestación política radical, sino que también actúan como medio de reparación e integración en el cuerpo social.
A pesar de la extrema contemporaneidad de la gran mayoría de los ejemplos, su filiación con los movimientos de las décadas de 1970-1980 es explícita y de ahí también un peso importante de las cuestiones ligadas a la memoria histórica.
En fin, el conjunto de los textos aquí reunidos manifiesta nítidamente la potencialidad y la centralidad de la práctica artística-cultural como medio de acción político-social tanto por su capacidad para ocupar los espacios como por su carácter inclusivo, creativo y emancipador. Trasluce también una indiscutible efervescencia y centralidad latinoamericana en la esfera del activismo cultural en relación al amplio espectro social que abarca, los planteamientos que lo animan, los procesos que pone en marcha y las formas que adopta.