Modernidad y guerra total: los primeros pasos del orden antiaéreo republicano durante la Guerra Civil española (1936-1937)
Introducción
España fue hasta el 19 del presente pasado Julio, el país más «alegre y confiado» que imaginarse pueda, en lo que se refiere a la Defensa Pasiva Antiaérea. Mientras en casi todas las ciudades del mundo se construían refugios contra gases y bombardeos, en España, […] Nadie se acordó, o no quiso acordase, del abandono en que se dejaba a los ciudadanos indefensos, ante posibles incursiones de barcos piratas y aviones enemigos1.
Todo cambió en la Península a partir del 17 de julio de 1936, fecha fatídica en la que la consumación de una conspiración cívico-militar largamente urdida dislocaría la normalidad republicana hasta entonces imperante. En realidad, la operación, que adquirió la forma de un golpe de Estado militar, ni siquiera fue un éxito, pero fue la absoluta incapacidad de los actores en liza por imponerse lo que acabaría permitiendo escalar la situación hasta convertirse en una Guerra Civil de magnitudes inimaginables. La inmediata internacionalización del conflicto y la introducción tanto de materiales como de lógicas y técnicas inéditas hasta la fecha acabaron por transformar la guerra española en un laboratorio bélico de primer orden en el que no solo se ensayaron muchas de las prácticas que posteriormente sembrarían el terror en el continente, sino que introducirían en España el horror de la guerra moderna2 (Viñas, Puell de la Villa, Arostegui et al. 2013; Moradiellos 2001).
La Primera Guerra Mundial había actuado hasta entonces como punto de cesura. La neutralidad española en la contienda había separado los caminos de Europa y España a muchos niveles, especialmente en términos bélicos3. Así, mientras que en el continente las distintas potencias pusieron en juego una combinación inaudita de lógicas destructivas y mortíferas tecnologías y agentes experimentales tanto en el frente como en la retaguardia enemiga, España viró hacia Marruecos, enclave colonial que se convirtió en el particular campo de experimentación del Ejército español. Allí, las fuerzas españolas pusieron en juego toda una amalgama de prácticas coloniales cuyo tronco común enraíza en la misma tradición europea (Jensen 2019), una atroz costumbre que continuaría evolucionando tras 1918 incorporando las mortales innovaciones nacidas de la Gran Guerra, entre las que sin duda destacan el bombardeo aéreo sistemático y el empleo de gases y sustancias químicas con fines militares. Así, el norte de África fue, sin duda, un escenario crucial en el que los militares españoles, en especial los llamados africanistas, núcleo imprescindible de las fuerzas que se sublevarían en 1936, entrarían en contacto desde 1913 con el ataque aéreo; el castigo sostenido de la población civil; y las consecuencias de emplear modernas y experimentales tácticas de ataque, bien introduciendo el uso de material químico, bien poniendo en juego prácticas novedosas entre las que sobresale lo que se conoce como vuelo a la española, consistente en realizar un barrido rasante sobre objetivos terrestres4. A pesar de ello, de forma previa al levantamiento, el país estaba muy lejos de equipararse a la situación de las potencias beligerantes que mejor supieron extraer las enseñanzas brindadas por la contienda mundial, entre ellas, que la aviación había cambiado por completo las reglas de la guerra y que las difusas fronteras existentes entre el civil en retaguardia y el combatiente habían quedado diluidas para siempre5.
Un desarrollo tardío
España había permanecido atenta a la evolución del continente durante la Gran Guerra, pero, irremediablemente, caería presa de su propia coyuntura, la cual no solo estaba marcada por la ausencia de participación del enfrentamiento mundial, sino por una acuciante necesidad de inversión y de reforma (Cardona 1983). En lo que se refiere a la aviación, su desarrollo inicial estuvo plenamente ligado al contexto internacional, principalmente a los éxitos comerciales cosechados por los padres de la aviación en 19096. Tras los aciagos ensayos llevados a cabo por el inventor Antonio Fernández, la aeronáutica española alcanzó su primer gran punto de inflexión en 1911, año en el que se produjo la fundación del Laboratorio Aerodinámico, se inauguró el primer aeródromo militar peninsular, se constituyó la primera escuela de pilotos y se realizaron las primeras compras de material. Cuatro Vientos fue la sede elegida para albergar las estructuras del aeródromo y de la escuela, hecho que condujo a la localidad a convertirse en la cuna de la aviación española, dando rápidamente lugar a una primera promoción de pilotos entre los que ya se encontraba Alfredo Kindelán, Jefe del Aire del bando sublevado durante la Guerra Civil (Salas Larrazábal 1972 : 16-17)7.
La prometedora utilidad demostrada por la recién nacida aviación militar durante las campañas de Marruecos, especialmente recrudecidas tras el Desastre de Annual (1921), impulsaron al monarca Alfonso XIII a dar un paso decisivo para la nueva tecnología y no fue otro que dotarla de independencia orgánica dentro del esquema del Ejército. Así, en 1926 se procedió a la creación de la Jefatura Superior de Aeronáutica, comandada por el ya citado Kindelán, una victoria efímera que se vería frustrada apenas cuatro años después como consecuencia de la sublevación de Cuatro Vientos. A partir de ese momento y ya bajo el régimen republicano, las fuerzas aéreas serían objeto de numerosas consideraciones a fin de devolverles al menos parte de la libertad perdida, aunque la mayoría de los esfuerzos resultaron infructuosos e insatisfactorios. De hecho, no fue hasta ya comenzada la guerra cuando la Aviación volvió a ser considerada un Arma independiente dentro de la estructura militar de ambos contendientes. El más precoz fue el bando sublevado, el cual se apresuró a dar forma a la Jefatura de los Servicios del Aire el 29 de julio de 1936. La República, por su parte, demoraría la decisión hasta el 16 de mayo de 1937 (Salas Larrazábal 1998: 10-20; Herrera Alonso 2004: 84-95; Las Navas Pagán 1991: 61-72).
A nivel defensivo, la situación resultaba incluso más precaria. Tal fue así que hubo que esperar hasta 1934 para que los cursos impartidos en la Academia de Infantería, Caballería e Intendencia de Toledo cristalizaran en la configuración de la Asociación Anti-Agresión Aérea, la primera entidad civil española nacida con el fin de organizar la defensa pasiva contra agresiones químicas de una provincia (Santos Martín y Sánchez-Beato 2011: 84-99). Más relevante sin embargo fue la “Escuela Oficial de Protección Civil contra los efectos de la guerra química”, fundada en 1935 por la Cruz Roja en Madrid, única entidad no gubernamental presente en el común del entramado antiaeronáutico europeo (Martínez López 2020: 149). La primera propuesta gubernamental se produciría, por fin, en medio de este panorama de desentendimiento general por parte del Ministerio de la Guerra, oficializándose por Decreto en La Gaceta del 10 de agosto de 19358.
En primer lugar, tal y como se enunciaba en su preámbulo, se trataba de unas disposiciones totalmente inspiradas en “los estragos que la guerra química produce” y, tal vez por ello, acabaron adoleciendo de una imprescindible visión de conjunto necesaria para afrontar la verdadera magnitud de la nueva amenaza. Esencialmente, el Decreto establecía la creación de lo que se denominó “Comité Nacional para la defensa pasiva de la población civil contra los peligros de los ataques aéreos”, liderado por el propio presidente del Consejo de Ministros e integrado por los ministros de Gobernación, Instrucción pública, Guerra, Marina y Obras públicas. De forma teórica, este Comité Nacional, liderado a su vez por el Ministerio de la Guerra como responsable último de la investigación sobre guerra química, debía de ejercer una función rectora sobre el conjunto del país, a fin de promover y divulgar las directrices necesarias para dotar a la Nación de un sistema integral de defensa pasiva. Por último, con el objetivo de asegurar la extensión del entramado, se contemplaba la creación a lo largo del territorio de una serie de Comités de naturaleza tanto provincial como local. De esta forma, la coordinación regional de los esfuerzos quedaba encargada a los órganos provinciales, liderados por los mismos Gobernadores Civiles, mientras que las entidades locales, únicamente establecidas en aquellas poblaciones con un tamaño superior a los ocho mil habitantes, habían de ser las responsables de la implantación final de las medidas adoptadas. La designación del tipo de personal técnico, médico y militar que había de integrar los distintos comités, así como la necesidad de que el Ministerio de la Guerra asumiese la iniciativa en cuanto a directrices, completarían este primer diseño defensivo que fue insustancialmente modificado hasta en dos ocasiones antes del estallido de la Guerra Civil (Martínez López 2019: 211-212)9.
La ausencia de cauces de financiación, la inestabilidad política imperante y la dejación no solo en el nombramiento, sino en la fijación de las funciones del Delegado del Ministerio de la Guerra en el Comité Nacional, impidieron el desarrollo del esquema antiaeronáutico propuesto, fiando por entero su implementación a una prácticamente inexistente iniciativa local que se tradujo en el desamparo absoluto de las poblaciones una vez comenzaron los bombardeos tras el golpe militar dado el 17 de julio10.
Una defensa poliédrica. Primer intento de centralización
Apenas unas horas después de constatar el pronunciamiento, el gobierno republicano dio paso a lo que se convirtieron en las primeras agresiones aéreas del enfrentamiento, una serie de ataques desatados sobre las zonas calientes de Larache, Tetuán, Ceuta y Melilla que, a pesar de su escaso impacto mortal, espolearían las simpatías de la población autóctona por la insurrección que se acababa de consumar. La reacción sería inmediata y, con ella, se pondría en marcha una macabra espiral destructiva que alcanzaría su zénit en las ciudades de Madrid y Barcelona durante el mes de noviembre. Hasta entonces, las víctimas por bombardeo aéreo se contaban ya por decenas y no había localidad que pudiese sentirse realmente a salvo. Así, desde Ochandiano hasta Granada, pasando por Oviedo, Huelva o Zaragoza, numerosas localidades conocieron desde los primeros compases de la lucha que la muerte también caía desde el cielo (Salas Larrazábal 1998: 31 y ss.; Solé I Sabaté y Villarroya 2003: 25-35; Collado 2015: 285-299; Alcofar Nassaes 1989).
Por su parte, la inmediata internacionalización del conflicto, la firma del Pacto de no Intervención y la entrada en el tablero español de países determinantes como fueron Alemania, Italia, la Unión Soviética o el México de Lázaro Cárdenas, permitieron no solo la estabilización de los contendientes, sino la prolongación de los combates gracias al inestimable apoyo logístico y material recibido11. Como contrapartida, hay que tener en cuenta que la República dependía en buena medida de sus puertos en el Mediterráneo para poder recibir los suministros extranjeros, un hecho evidente que no fue pasado por alto por sus enemigos y que se tradujo en un aumento de los ataques tanto de la aviación como de la Armada rebeldes sobre los enclaves estratégicos costeros (Infiesta Pérez 1998).
Ante esta coyuntura, la necesidad de un sistema adecuado de protección antiaeronáutica resultaba acuciante, pero como se ha podido señalar, España apenas había comenzado a plantearse ese reto. Tras el estallido de la guerra, las dificultades se multiplicaron. A nivel material, se calcula que para julio de 1936 el país contaba con aproximadamente 550 aparatos y 600 aviadores profesionales. De estos, la República lograría retener unos dos tercios de las fuerzas existentes; la mayor parte de la aviación civil y hasta 250 pilotos. La capacidad industrial también resultaba raquítica y los aparatos comprados de forma desesperada a Francia tras el estallido de la sublevación apenas resultaron útiles debido la falta de combustible y su carácter obsoleto (Cardona 2006: 36 y 48; Salas Larrazábal 1998: 28-29 y 57-58). Por otro lado, la Republica se mostró incapaz de poner coto al estallido social que siguió al golpe y sufrió no menos dificultades para articular sus fuerzas, de tal modo que, hasta al menos diciembre de 1936, el peso de los combates fue esencialmente soportado por milicianos. La centralización y la unidad, igualmente, se harían de rogar y no comenzarían a aparecer hasta el ascenso del socialista Largo Caballero al poder en el mes de septiembre (Alpert 2007; Aróstegui 2014)12.
Es precisamente dentro del ánimo centralizador del gobierno de Largo en el que se enmarca la primera reestructuración del esfuerzo antiaeronáutico republicano. Esta llegaría de la mano de un nuevo Decreto dado por el propio presidente socialista en su calidad de ministro de la Guerra el día 23 de septiembre de 1936, encabezando el nuevo esquema con un preámbulo inequívoco que daba cuenta de la necesidad de dotar al país con un sistema antiaéreo integral y unitario. Así pues, se procedió a consolidar el liderazgo del Ministerio de la Guerra como el máximo responsable de dictar instrucciones referentes a la defensa pasiva, mientras que, a la par, se otorgaba a la aviación la condición de “elemento preponderante” para este tipo de protección. Se trata de un movimiento significativo pues suponía poner al mando de la protección civil nacional a la Subsecretaría del Aire del recién creado Ministerio de Marina y Aire. Todo lo contrario se preveía para el frente, en donde la actuación antiaérea se mantenía bajo el control de la Subsecretaría de Tierra. Por último, en lo que se refiere al despliegue del entramado, el nuevo armazón mantenía los Comités Provinciales y locales ya presentes en la legislación de 1935, con la única particularidad de que a su composición debían sumarse representantes sindicales de las fuerzas obreras presentes en cada población13. El orden antiaéreo republicano quedaba de esta manera enmendado, pero el camino para lograr su desarrollo práctico y la instauración de un régimen defensivo unitario aún tardaría en llegar (Martínez López 2019).
Mientras tanto, la realidad del territorio leal había seguido sus propios cauces y se manifestaría de forma diferenciada en las distintas regiones. Un caso excepcional lo represente, sin duda, la ciudad de Barcelona. Allí, como en el conjunto de la República, la sublevación había hecho estallar los marcos de la cotidianeidad y, en consecuencia, la Generalitat de Cataluña perdió el control de la situación. Dentro de un contexto de extraordinaria convulsión política, Barcelona fue, probablemente, la pionera en cuanto a organización antiaérea se refiere, existiendo constancia del origen de su diseño defensivo desde el mismo mes de agosto de 1936, cuando una comisión de arquitectos municipales llevó a cabo tareas de evaluación de los materiales y edificaciones disponibles14. Apenas un mes después, el propio Ayuntamiento dio a luz a la Comisión de Urbanización y Obras Públicas en cuyo seno comenzó a operar el Servicio de Defensa Pasiva Antiaérea. El afán municipal quedó limitado durante los primeros meses a una labor secundaria y asesora fruto de la falta de recursos suficientes, pero cumplió un papel crucial al evitar, en la medida de lo posible, que todas las construcciones nacidas de la iniciativa popular se desarrollasen sin ningún tipo de control o guía (Pujadó I Puigdomènech 1998: 20-22).
La racionalización del esfuerzo llegaría a partir de diciembre de 1936, fecha para la cual Barcelona podía presumir de contar con un despliegue de defensa pasiva coordinado por el Ayuntamiento, pero sustentado por la movilización ciudadana, una constante que se mantendría hasta el final de la contienda. El empeño constructivo sería igualmente inmenso, de forma que, para mediados de junio, se estimaba que había disponibles hasta 120.000 metros cuadrados de superficie habilitada para dar protección hasta un total de 360.000 personas, empleando para ello tanto refugios públicos como espacios como los túneles o sótanos habilitados. En términos económicos, se habían gastado más de cuatro millones y medio de pesetas y se habían presupuestado ya otros cuatro millones destinados a la erección de refugios generales (Pujadó I Puigdomènech 1998: 22 y ss.)15.
Otro caso llamativo es el del País Vasco, el cual, a excepción de Álava en su condición de insurrecta, sufriría desde los primeros días la furia de los ataques aéreos. Allí, a partir de las actas de lo que se denominó Junta de Defensa de Vizcaya, es posible certificar también desde el mes de agosto la presencia de un amplio número de juntas locales únicas dispersas a lo largo del territorio. Ante esta situación, la Junta de Defensa vasca trató de dotar al entramado de una cierta estructura jerárquica, encargando al Departamento de Asistencia Social la dirección de los esfuerzos de protección civil. Los avances rebeldes en la provincia de Guipúzcoa deshilacharían de forma casi inmediata este precario esquema, empujando a las autoridades a forzar un mando único que se materializaría en la bautizada como Junta de Defensa de Euzkadi, con sede en Bilbao. El día 25 de septiembre fue el primer día en que la nueva Junta abordó el problema de la defensa antiaérea, optando por nombrar un comité técnico encargado de valorar qué estructuras de las ya existentes podrían ser habilitadas como refugio. Aproximadamente un mes después, la toma de nuevas decisiones relativas a la defensa general queda pendiente cuando se pierde el registro de las actas de la Junta, pero se hace evidente que, al calor del recién aprobado Estatuto de Autonomía, las autoridades vascas optaron por seguir un camino propio totalmente al margen de las disposiciones dadas por el Gobierno Central16.
Pero sin duda, el ejemplo que mejor ilustra la incapacidad gubernamental para implementar un mínimo sistema de actuación antiaeronáutica lo representa la propia capital, la cual fio su defensa durante el asedio del mes de noviembre a unas veinte piezas de artillería antiaérea desigualmente repartidas y a unas indicaciones tardías fechadas el día 8 de noviembre dadas por Indalecio Prieto como ministro de Marina y Aire, en las que se indica que había de ser la aviación de caza el instrumento básico de protección contra el enemigo aéreo. Las limitaciones de la misma impedían además su uso indiscriminado, por lo que los servicios quedaban limitados a un máximo de tres diarios. De forma igualmente reveladora, las instrucciones dejaban claro que una red de observación se hacía de imperiosa necesidad, lo cual muestra que en la mitificada defensa de Madrid, la actuación contra aeronaves estuvo igualmente marcada por la precariedad y la improvisación17.
El Norte insumiso. El caso asturiano
El año 1937 fue un periodo crucial para la República, especialmente en lo que la defensa antiaérea se refiere. En un lapso de apenas tres meses, desde el 13 de marzo al 28 de junio, la República revolucionaría por completo su estructura de actuación contra aeronaves, dotándola de unidad absoluta de mando bajo la autoridad de una recién independizada Arma de Aviación y creando la Defensa Especial Contra Aeronaves (DECA), un organismo específico encargado de gestionar todo lo referente a la defensa antiaeronáutica. En cuanto a la defensa pasiva, esta quedaría igualmente reformada y unificada en todo el territorio leal a través de un nuevo Decreto dado a finales de junio, declarando la adopción de medidas de protección civil como obligatorias, situando a la defensa pasiva bajo el mando de la DECA, y fijando las líneas esenciales del funcionamiento de este tipo de defensa. En lo que respecta a las figuras de los Comités Provinciales y Locales, se mantuvieron con mínimas modificaciones en su composición, pero lo verdaderamente crucial fue la fijación de las vías de financiación de las medidas, las cuales se hicieron recaer directamente sobre “los beneficiarios”. Este hecho condenaba a muchas poblaciones a la desprotección, como así acabó sucediendo18.
En realidad, el nuevo orden concedido a la defensa pasiva no era más que una forma de ajustar de manera legal lo que, por otra parte, se había acabado imponiendo en la República. Aun así, y a pesar de que el Gobierno logró hacerse con el control de la situación, continuó habiendo regiones que siguieron un desarrollo paralelo desde el comienzo de 1937, un orden que no abandonaron hasta su caída definitiva. Este fue el caso de Asturias, provincia que, siguiendo el espíritu de insumisión que caracterizó al Ejército del Norte, se ajustó a un modelo defensivo propio19.
Su origen se encuentra en un proyecto organizativo fechado el 21 de enero de 1937, el cual, si bien tomaba como base la legislación general de la República, la dotó de ciertos ajustes y particularidades. De esta forma, en un primer momento se planteó la creación de una Junta Provincial con sede en Gijón y hasta once Juntas locales que habrían de desarrollarse en los municipios que se creía más susceptibles de sufrir ataques. La composición de las mismas se mantuvo de acuerdo con las disposiciones de 1936, pero se recuperó el temor a los ataques químicos de 1935. Así, se establecía que la Junta Provincial quedaba a cargo del nombramiento de las locales, así como de establecer un servicio meteorológico; del establecimiento de una red de escucha; de dictar normas y orientaciones; de gestionar “con el Estado Mayor” la posibilidad y conveniencia de disponer de una escuadrilla de caza estratégicamente localizada y permanentemente disponible; de gestionar el emplazamiento de ametralladoras antiaéreas; y de redactar instrucciones destinadas a la población civil. Por su parte, las Juntas locales debían de dar cabida a seis secciones: Seguridad y Policía; Alarma; Protección; Incendios; Detección y Desinfección; y Servicios Sanitarios 20.
Este orden ideal quedó registrado en la Secretaría del Departamento de Guerra el 10 de febrero, convirtiéndose en el esqueleto del orden asturiano. Su paso a la práctica, no obstante, se haría de rogar hasta el 31 de mayo, momento en el que se oficializó la constitución de la Junta de Defensa Civil del Consejo de Asturias y León, la cual no era otra cosa que la materialización parcial de la Junta Provincial proyectada en el mes de enero. La imposibilidad de cumplir con lo proyectado obligó a reducir las atribuciones y composición de la Junta al mínimo, pasando a definir su misión como, sencillamente, la de “posibilitar y determinar las fortificaciones y refugios que han de construirse para seguridad de la población civil, elaborando los necesarios proyectos y presupuestos”21.
De forma inmediata, la definición de la nueva Junta fue hecha pública y se conminó a los distintos Ayuntamientos a elaborar un censo de los refugios ya construidos. De igual forma, durante la segunda sesión de la Junta, se acordó usar el Decreto Oficial dado por el Ministerio de la Guerra el 29 de octubre, el cual permitía movilizar a todos los varones aptos de entre 20 y 45 años por un máximo de 60 horas para desempeñar cualquier tipo de tarea defensiva. Además, se dispuso la necesidad de colaborar no solo con las Comandancias militares y ayuntamientos de las poblaciones de mayor relevancia sino con las organizaciones sindicales y políticas representadas en la Junta a fin de garantizar tanto la cooperación de las fábricas y la ciudadanía como la rápida obtención de los materiales y la mano de obra necesarios22.
Los resultados fueron notables, pero aun así, lejos de los deseables. Por un lado, para el mes de junio se contaba ya con un modelo de actuación y alarma operativo, pero a nivel de refugios, únicamente Gijón estaba en buenas condiciones, pudiendo dar protección a más de 12.000 personas. En duro contraste se sitúan casos como los de Laviana, sin recursos para poder afrontar las obras ya iniciadas; Cangas de Onís, apenas equipada con un refugio con capacidad para 600 personas para proteger a sus más de 3.000 habitantes; Sama de Langreo que a día 14 no había recibido siquiera las directrices técnicas; o la plétora de pequeños núcleos como Llanera, Arriondas o Candás que demandaban ser tenidos en cuenta dentro del esfuerzo general23. A fin de paliar la falta de recursos que paralizaba a la mayoría de las poblaciones y de alcanzar un objetivo de protección de entre el 26 y el 30% en los centros más importantes, la Junta decidió adelantar un montante económico que en total ascendía a las 150.000 pesetas, es decir, un 7,5% del crédito de dos millones de pesetas que se pretendía pedir al Gobierno de la República para ayudar a sufragar los poco más de tres millones en que se habían cifrado los costes totales de construcción. A pesar de que la ayuda sirvió para mejorar la situación general, pueblos como Avilés, Villaviciosa o Cangas de Onís no habían comenzado la actividad para el día 10 de agosto24.
Para empeorar las cosas, en virtud del Decreto unificador de la Defensa Pasiva, el Gobierno central denegó el préstamo solicitado por la Junta, por lo que se tuvo que recurrir a la creación de suscripciones y solicitud de donaciones, a fin de completar unas obras defensivas que nunca llegarían a concluirse (Blanco González 2011: 23)25.
Conclusiones
El estallido de la guerra civil supuso la quiebra absoluta del orden republicano. La falta de previsión y la escasa atención prestada a las nuevas amenazas surgidas de la modernidad en el ámbito bélico supusieron un escollo mortal más que la República se afanó en controlar a lo largo de la guerra. A pesar de ello, tal y como se ha podido ver en este artículo, el éxito de su empresa estuvo desde el comienzo condicionado por la incapacidad gubernamental de hacerse con el control real de la situación dentro de su territorio, viéndose absolutamente superado por las desiguales alternativas locales que iban surgiendo al calor de la muerte, el miedo y la necesidad. Tras casi un año de conflicto, al fin, la República lograría pergeñar un armazón en el que integrar y unificar la excepcionalidad local presente en el territorio bajo su poder, todo menos el Norte, el cual siguió un orden propio hasta su caída definitiva durante el mes de octubre de 1937.