Lo ordinario, esencia del Costumbrismo y de las representaciones modernas
De lo ordinario en el pensamiento literario
No es lo ordinario en el pensamiento teórico, crítico y literario un concepto que prevalezca como categoría operativa, sin duda, por la polisemia del término en lengua española. Si en francés ordinario es todo aquello que induce del orden de las cosas que son percibidas como corrientes, normales y comunes o compartidas por la mayoría, así como todo aquello cuya cualidad esencial no sobresale del nivel medio al compararlo con cualquier otra cosa que sea superior (ATILF), en castellano, dicho término no es solo aquello que es “común, regular y que sucede habitualmente”, primera acepción que establece la Academia de la Lengua, sino también “bajo, basto, vulgar y de poca estimación” (DRAE), connotadas con mayor énfasis peyorativo –grosero– que en los usos habituales de la palabra ordinario en francés.
Al trasladar estas diferencias semánticas al ámbito de la estética se abre el abanico de los estilos del mediocre o medio al humilis o ínfimo que aquí nos interesan como categorías que no solo conformaron los estilos y géneros literarios y, en consecuencia, la factura de las obras, sino que sustentaron también un modo distintivo de representar la realidad. Frente la seriedad y la trascendencia de los asuntos y la excelencia de sus personajes –nobles o deidades–, que caracteriza al estilo sublime en las preceptivas clásicas, el estilo medio se ubica en una parcela cuya representación del entorno cotidiano se percibe como correcta y distinguida, frente al estilo bajo que recoge la cotidianeidad más zafia y popular y sus asuntos triviales que a menudo reelaboran la realidad representada de manera sesgada, en general, bajo la mirada deformante de lo grotesco.
La clasificación de los tres estilos es la traducción a las categorías de la retórica de una jerarquía estética. Esa jerarquía se establece desde el punto de vista de la cultura letrada (sabia), que compite con la cultura popular y la remite al nivel bajo. Sin embargo, esta jerarquía, concebida en la Antigüedad, ha quedado sobrepasada por la posteridad. Los grandes autores literarios –y, en general, los grandes artistas– no han mantenido la pugna entre las dos culturas –la letrada y la oral-popular– sino que las han fundido. Esa es la tarea a la que se dedicaron Boccaccio, Rabelais, Cervantes, Shakespeare… entre otros muchos. Además la irrupción del pensamiento moderno –individualista– hacia 1800 cambió por completo las cosas. El pensamiento moderno y su cultura de masas procede a la fusión de las dos culturas y deja obsoleta la jerarquía estilística antigua.
La ruptura que supuso el paso a la Modernidad y la introducción de la estética como nueva disciplina centrada en el estudio del saber intelectual y del conocimiento sensible (Baumgarten, Kant) inauguró otras perspectivas de estudio a partir de lo bello artístico y de la autonomía del arte (Hegel). Con estas bases frente a los tradicionales conceptos dogmáticos de la mímesis y de la ilusión se incorporarán la originalidad creativa, la intuición, la sensibilidad como elementos constituyentes de la experiencia estética. El pensamiento moderno se funda en los principios de igualdad y libertad. Y su estética reevalúa lo popular. Lo ordinario pasará a ser una de las dimensiones de la nueva estética, junto a la dimensión histórica (antes lo histórico se veía como legendario) y ya no será opuesto a lo sublime, porque lo sublime no se concibe como principesco (es decir, jerárquico) sino que se percibe en obras en las que lo popular (el humorismo) es decisivo. Son las obras de Boccaccio, Rabelais, Cervantes, Shakespeare… Esto lo vio muy bien Víctor Hugo en su prólogo a Cromwell (1827) o en su ensayo sobre Shakespeare. En ellos Hugo reivindica que se establezca la relación entre la vida y el arte sin limitaciones, dado que “todo lo que está en la Naturaleza está asimismo en el arte”, con lo que el reino de los “seres intermedios”, “horribles” o “deformes” no podría por consiguiente ser excluido de la literatura a favor de una coherencia abstracta por entero artificial (Hugo 1989: 36, 48 y 49) y lo materializó en Nuestra Señora de París según observaba Emilia Pardo Bazán:
¡Cómo vive, y con qué extraña vida imaginativa, la catedral de Víctor Hugo! Más que las convencionales figuras de Claudio Follo, de Cuasimodo y de la Esmeralda, la anima el pueblo que hierve y bulle en sus naves, prestando a las piedras el calor de la historia y del sentimiento; los mendigos y los nobles, los truhanes y los arqueros, el populacho fanático, ingenuo, pueril, apiñado en torno de la picota o embelesado ante las danzas de la gitana. La idea de la fatalidad, del Ananké terrible, que algunos censuran, es en mi concepto la impresión profunda de la Edad Media, en que fuerzas ciegas preparan el porvenir y empujan los sucesos. En Nuestra Señora, Víctor Hugo cumple su programa: lo grotesco realiza lo sublime1. (Pardo Bazán 1911: 221)
Como se deduce del ejemplo anterior, a partir del Romanticismo las tradicionales categorías estéticas ya no se definirán por los asuntos, personajes y estilos predeterminados, sino por los modos personales de aprehenderlos; o lo que es lo mismo, por la experiencia individual –intelectual y afectiva– que generan, ya sea en el artista o en su receptor. De hecho, si lo sublime sobrecoge, fascina o subyuga es por su propio carácter, y no necesita ser bello. Lo feo puede producir reacciones semejantes, tal y como lo supo aclimatar Víctor Hugo, al feo Cuasimodo con la hermosa Esmeralda, junto con el pueblo llano, lo disforme, lo monstruoso, la inmundicia, visto desde el espejo cóncavo, que diría Valle–Inclán, de lo grotesco. De hecho, debe recordarse la idea que Friedrich Schiller desarrolla en De la gracia y la dignidad (1793) de que la dimensión estética no reside en la belleza, porque la belleza se percibe sensorialmente y lo estético se comprende intelectualmente.
De la misma manera, lo ordinario, lo cotidiano, lo banal, lo existente que se nos hacía invisible por considerarlo intrascendente, no sólo también puede sorprender, emocionar sino que se comprende en una nueva dimensión, ya no jerárquica sino igualitaria y trascendente. El giro estético de la Modernidad viene dado por la necesidad de dar un vuelco radical al pensamiento occidental: del dogmatismo al individualismo. Solo a escala individual se puede alcanzar la igualdad y la libertad. En el pensamiento dogmático premoderno los individuos estaban sometidos a sus castas, ya fueran religiosas o profesionales.
La escuela española de filología creyó resolver estos problemas oponiendo realismo a idealismo. No fue original. Lo mismo hicieron otras escuelas filológicas nacionales a finales del siglo XIX y durante el siglo XX. Tomaron esta oposición de la filosofía. Kant, Fichte, Schelling criticaron el idealismo, entendiendo por tal el pensamiento dogmático premoderno, que giraba sobre la idea de Dios. El nuevo pensamiento debe ser realista –es el término de Schelling. Quiere decir que no se puede apoyar en conceptos indemostrables como la existencia de Dios (esa imposibilidad de demostración la había explicado Kant en su Crítica de la razón pura). El prestigio de ese dualismo conceptual se trasladó a la crítica literaria y del arte de forma mecánica y se justificó con explicaciones simplistas (el idealismo selecciona y es elevación, el realismo no practica selección y admite la costumbre, lo ordinario, lo bajo, etc.). Puede verse al respecto el artículo que Lázaro Carreter dedicó al Realismo siguiendo una lógica formalista. Se trató de adaptar los ya caducos principios de la escuela española de filología a la moda que marcaban el formalismo y el estructuralismo. Lázaro orientó la cuestión del Realismo hacia el concepto de literariedad, basado en el extrañamiento y el desvío con el que el artista representa la Naturaleza que tiene que reconocer el lector (Lázaro 1976; Beltrán 2019: 73).
Costumbrismo: lo ordinario hecho costumbre y la tradición nacional
El concepto de lo ordinario suele entenderse en la filología española como costumbrismo. Desde un punto de vista literario general y desde la Antigüedad, costumbrista es toda manifestación literaria que incluye juicios sobre la vida cotidiana del hombre y de la sociedad coetánea de su autor –para sostener la moral dominante hasta su secularización durante la Modernidad–, a pesar de que tales obras obedezcan a métodos aplicados a las costumbres que son distintos, al igual que los intereses, modos y objetivos que les dan vida. Bajo esta perspectiva, lo costumbrista es ahistórico, forma parte de la tradición, oral y escrita, satírica y moral, y algunos de sus rasgos y temas son rastreables en la comedia –sobre todo de costumbres–, el sainete, el diálogo, el apólogo, la fábula, el cuadro y la novela de costumbres, el aforismo y la canción, desde Aristófanes, Ariosto, Horacio, Juvenal, Teofrastro y Plauto, hasta Muñoz Seca, Cela o Longares. No cabe la menor duda de que la representación literaria de la costumbre a través de la historia no corresponde totalmente con el uso contemporáneo del concepto de Costumbrismo, entendido éste como la corriente artística que cristaliza dichas representaciones de lo ordinario colectivo y que se desarrolla en Europa desde finales del siglo XVIII hasta avanzada la mitad del siglo XIX. Si el Diccionario de la Real Academia éste no figura hasta 1956 y en el uso de historiadores y críticos decimonónicos no aparece una idea precisa y bien delimitada del Costumbrismo, se debe, en parte, por la escasa importancia que se le concedió a esta tendencia estética que poca relación guardaba con estilos medios y sublimes o modelos retóricos-preceptivos de prestigio aun cuando era europea y novedosa. Sin un aparato crítico ni fundamentos teóricos sólidos, el Costumbrismo, pese a su gran éxito y productividad en tierras hispánicas, fue jalonando la historia de la literatura hasta avanzado el siglo XX con importantes imprecisiones, diluido entre los infinitos casos y modos de decir literariamente las costumbres, inmerso en el creciente desarrollo de la prensa y eclipsado por el Realismo y por el desarrollo de la gran novela española. En la actualidad, en otros países europeos, ha quedado prácticamente sepultado, salvo en parciales estudios relacionados con la novela de costumbres o con el desarrollo del periodismo. Sin embargo, el Costumbrismo, en sentido específico, es una categoría histórica y temporal que ha encontrado importante arraigo y desarrollo en la literatura española y llamó la atención, como subrayó Marcelino Menéndez Pelayo, por su modernidad (Menéndez Pelayo 1941: 354).
En la Ilustración ya se puso de manifiesto la necesidad de fijar una historia nacional y un patrimonio cultural que legitimase las profundas transformaciones de la sociedad en el paso del Antiguo Régimen a las modernas democracias liberales para legitimar el poder de las jóvenes y ascendentes clases burguesas. De hecho, Larra identificaba clase media y nación. El sentido de continuidad y la afirmación de las culturas nacionales europeas potenciaron los estudios diacrónicos en todos los ámbitos. El Siglo de Oro, término acuñado entonces, se consideró el modelo estético y el Romanticismo lo convirtió en “el paradigma identitario de los valores culturales de la patria” y “los valores de la esencia española” (Álvarez Barrientos 2013, 25). Fue Juan Eugenio de Hartzenbuch el primero en inaugurar esta vía al descubrir la figura de Juan de Zabaleta y presentarla entre los costumbristas europeos en el prólogo a Escenas Matritenses (1845) de Mesonero Romanos. Allí afirmaba –el momento histórico lo requería– la esencia genuina y española de aquel Costumbrismo cosmopolita. Hartzenbuch erigió a Zabaleta en el “Teofrasto español”, manipulando sus exempla moralistas y religiosos en El Siglo Pintoresco para convertirlos en modernos cuadros de costumbres.
Durante la Restauración críticos como Manuel de la Revilla y Marcelino Menéndez Pelayo observaban la confusión entre la índole y límites del género de costumbres, por lo que la escuela filológica española orientó sus estudios hacia la búsqueda de fuentes puramente hispánicas y la diversidad de géneros que podía abarcar. Menéndez Pelayo estableció la novela picaresca como referente principal, en especial, Rinconete y Cortadillo de Cervantes, “el primero y hasta ahora nada igualado modelo de costumbres” (Menéndez Pelayo 1942: 354–355), que quedó desde entonces vinculado tanto al relato de costumbres (en la novela ejemplar) como al cuadro de costumbres. Sin embargo, la imprecisión del concepto de cuadro dificultó cualquier intento de aproximación, de modo que se fue generando un intenso debate sobre la presencia de usos y hábitos con cierto realismo en la historia literaria y sobre las fronteras entre los géneros que los contuvieron, en especial, entre el cuadro de costumbres, el cuento y la novela. Más tarde se estudió su importante presencia en el teatro, en la poesía, en el folklore y como nuevo género periodístico.
La visión historicista del Costumbrismo nutrió abundantes trabajos que rastrearon en el acerbo literario español los textos que reflejaron literariamente el relato de asuntos de la vida cotidiana, a partir de las afirmaciones de Menéndez Pelayo y de las relaciones propuestas por las historias literarias de Blanco y García, Cejador y Frauca, Hurtado y González Palencia, los cuales, incluyeron a autores como Francisco de Quevedo, Luis Vélez de Guevara y Baltasar Gracián en lo que después se ha denominado Costumbrismo del Siglo XVII.
Las propuestas de Correa Calderón en su obra Costumbristas españoles (1950) fueron las que gozaron de mayor recepción durante mucho tiempo. Los objetivos de su célebre antología residían en la identificación de antecedentes y en el establecimiento de una cronología que sustentase la adscripción realista-costumbrista como rasgo distintivo de la literatura en España (Lomba y Pedraja, Pfandll, Correa Calderón, Varela, entre otros). La relación de obras que Correa Calderón seleccionó como primeros antecedentes se componía de Corbacho del Arcipreste de Talavera, de Menosprecio de corte y alabanza de aldea de Guevara, de Coloquios satíricos de Torquemada y de Cartas de Eugenio de Salazar. En una segunda etapa, contemplaba Correa Calderón aquellos textos del siglo XVII y XVIII en los que ya estaban presentes algunos rasgos –por ejemplo, tipos rufianescos, alcahuetas, mendigos, y escenas de casas de juego, fiestas de toros o teatros– que se fijarían después. Entre ellos figuraban: Guía y avisos de forasteros, de Liñán y Verdugo, como primera manifestación, y Lospeligros de Madrid de Baptista Remiro de Navarra, El curioso y sabio Alejandro, fiscal de vidas ajenas de Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo, Día de fiesta por la mañana y Día de fiesta por la tarde de Juan de Zabaleta, Día y noche de Madrid de Francisco Santos, Recetas morales, políticas y precisas para vivir en la corte de Gómez Arias, Visiones y visitas de Torres con don Francisco de Quevedo por Madrid de Diego de Torres Villarroel. La representación de la costumbre suele tener en estos textos un marco narrativo mayor del que dependen, su intención es moralizadora y carecen de visión de lo pintoresco.
Lo ordinario, fundamento de la mímesis moderna
Tan sólo cuando parte de la escuela española fue abandonando su metodología puramente historicista se pudieron ir fijando las señas de identidad del Costumbrismo, en tanto que corriente literaria, y de sus producciones, así como sus implicaciones históricas. Con él se habían identificado casi un siglo antes unos escritores que adoptaron como modelos, no las creaciones del Siglo de Oro español, sino a escritores europeos que publicaron en la prensa cuadros de costumbres, tales como Addison, Swift, Steele, Jouy, Mercier, Courier, Prevost, entre los más imitados.
Etienne de Jouy, por ejemplo, era consciente de que estaba innovando e introduciendo un cuadro con garantías de éxito como el inglés, ya que “fertile en observateurs de l’homme et de la société, la littérature française […] n’avait trouvé personne qui voulût ou qui daignât, à l’exemple d’Addison et de Steele, consacrer sa plume à peindre sur place et d’après nature, avec les nuances qui leur conviennent, cette foule de détails et d’accessoires dont se compose le tableau mobile des mœurs locales” (Jouy 1823: 24–25). Y ciertamente estaba innovando y no solo por la plataforma periodística, como antecedente de la cultura de masas. Recordaba Luis Beltrán que el antiguo caracterimós ya consistía en la descripción de tipo bajos, de sus usos y costumbres (Beltrán 2013: 43), si bien hay que reconocer que la adscripción y las finalidades socio–históricas no son las mismas. En las poéticas clásicas, como explicaba José Escobar, consiste en “la imitación de la Naturaleza concebida como idea abstracta y universal, no determinada circunstancialmente ni por el tiempo ni por el espacio” (Escobar 2000: 7), mientras que aquella manera de escribir que todos vislumbraron como moderna, o sea, distinta de las maneras al uso e innovadora, procedía de la pluma de escritores burgueses, quienes adoptaron una estética de lo ordinario, según la cual “lo local y circunstancial va a constituir el objeto de la imitación artística”, o sea, la “consideración de la naturaleza humana modificada por las costumbres locales, por la sociedad, en un momento histórico determinado. Es lo que dirá Larra para hacer resaltar la modernidad de la literatura del Panorama matritense de Mesonero Romanos” (Escobar 2000: 7). Por ello, la visión que tenían los costumbristas españoles era mucho más amplia y europea de lo que en numerosos momentos de la historia literaria se ha afirmado porque no primaban ni el localismo ni las peculiaridades españolas, sino el deseo de ponerse al día y de imitar aquel nuevo modo de mirar que se venía forjando desde el siglo XVIII, asociado a la plasmación plástica en el sentido figurado del término de las costumbres, de los modos de vida y de los rasgos peculiares de una región o de un país en un momento socio-histórico determinado, lo que denominó mímesis costumbrista (Escobar 1988).
El Costumbrismo introdujo, por consiguiente, una nueva visión del concepto de mímesis mucho más pragmático y contextual que aunaba de manera singular los dos modos de conocimiento o imitación clásicos, el gnoseológico y el epistemológico. A las preguntas qué y cómo conocía el costumbrista cabría responder que aspiraba a definir el espíritu de la nación, a universalizar o generalizar inductivamente aquellos datos particulares –las costumbres– que copiaba de la realidad exterior (Romero Tobar 1994, 415–416). El autor, atento a su presente, observaba con minucia el mundo que le circundaba desde su personal punto de vista, su ideología, sus intereses y sus circunstancias. La noción de temperamento que luego propondría Zola con el Naturalismo para superar la falacia realista formaba ya parte intuitivamente del paradigma de la representación, lo que Emilia Pardo Bazán, en tanto que introductora del Naturalismo de Zola en España, denominó lo que a primera vista podría parecer una paradoja estética: el Realismo romántico en Francia, lo que viene a ser, como principio el Costumbrismo en España.
Al costumbrista romántico le interesaban los detalles, lo individual y lo singular, la fijación de lo perecedero como ocurre, por ejemplo, en La feria de Mairena, Las segundas nupcias, Las vacaciones o El entierro de la sardina de Serafín Estébanez Calderón. La mimesis de la realidad servía para destacar aquello que era particular no sólo con el objetivo de acumular datos y atributos de manera indiscriminada. Así lo vio Hartzenbuch, copia de la vida fragmentaria, imagen de verdad sin deseo de hermosearla ni juzgarla por ser pretendidamente objetiva y sin más orden que el de la mirada para que fuese veraz (El Correo Literario, 8-8-1928). Todo ello al servicio de la visualización en el momento de la lectura, al igual que cuando se observaba un cuadro o un grabado, de modo que el vocabulario del ámbito de la pintura se utilizó para designar lo literario –cuadro, retrato, bosquejo, apunte, boceto, original, copia, pintura, brocha gorda y daguerrotipo valdrán de muestra.
El escritor debía seleccionar lo esencial para generalizar y establecer un modelo, valga la redundancia, general y nacional; un modelo que se distanciaba de los clásicos y neoclásicos porque ya no se valoraba como copia imperfecta, ni tampoco interesaba lo ideal ni lo abstracto, sino lo que se inducía al observar su sociedad en su espacio y en su presente. Le interesaba ofrecer, por lo tanto, una visión metonímica de la totalidad; o sea, “alcanzar el todo de la realidad social a través de una parte, fuera ésta una clase social o un marco espacio–temporal” gracias “al poder de revelación de la mirada, al proponerse mostrar realidades que, a fuerza de verse, ya no se percibían, puntos de vista inesperados y nuevos” (Ferraz 2003: 98). En ello reside uno de los rasgos de su modernidad. La asociación de la literatura y de las artes pictóricas influyó no sólo en el modo de fijar y de actualizar ese mundo exterior realidad, sino también en el de divulgarlo, merced al importante desarrollo de las artes gráficas ilustradas en la prensa y en la edición libresca. No se ha de olvidar, por otra parte, que ese modo de apropiarse de la realidad estaba respondiendo, en la transición de los Estados a las Naciones, a la necesidad de escribir historias nacionales –en lugar de crónicas regias– vivas y detalladas, que legitimasen un pasado y permitiesen revivirlo a través del testimonio popular. Ya lo reclamó Fitche, lo convirtió en ficción histórica Walter Scott y lo defendieron los primeros historiógrafos modernos. Por eso José Montesinos recordaba que a Larra le importaba era el “estudio del hombre y de la sociedad, y, así al hacer historia, todo se le vuelve costumbrista” (Montesinos 1964: 50).
Tras las afirmaciones de Menéndez Pelayo sobre la dependencia respecto de la novela ejemplar, se generalizaron las ideas de que el Costumbrismo dio vida a la novela, género en decadencia en el siglo XVIII, y que preparó el acercamiento a la realidad al forzar a los escritores a observar al hombre en el desarrollo de su vida cotidiana en sociedad. No obstante, ese acercamiento a una sociedad plural ya lo habían realizado otros autores, como por ejemplo Antonio Flores en Ayer, hoy y mañana, o la fe, el vapor y la electricidad. Cuadros sociales de 1800, 1850 y 1899, en donde orientó sus observaciones hacia el pueblo llano, en lugar de hacia la clase media, para describirlo minuciosamente “utilizando técnicas estilísticas surgidas de la fiel reproducción fonética y léxica del habla de sus personajes” (Rubio 1980: 196). Desde el espacio dilatado que la novela ofrecía, Fernán Caballero (seudónimo de Cecilia Böhl de Faber) compuso La Gaviota, como novela de costumbres con una leve trama dramática y Pedro Antonio de Alarcón recordaba en su Discurso de ingreso a la Academia (1874) el interés que suscitaron los cuadros de costumbres de la sociedad contemporánea a la hora de componer novelas hacia mediados del siglo XIX. Los novelistas realistas no renunciaron al cuadro de costumbres ni en la prensa ni en sus textos novelescos (Pérez Galdós, Alarcón, Pereda, Pardo Bazán, Blasco Ibáñez, Palacio Valdés), lo cual pone de manifiesto la aceptación de los nuevos modos de representación y su impacto en la evolución de la creación literaria. La realidad social de la que hicieron acopio los artículos de costumbres, calificado por Pierre Barbéris en Francia de petit-réalisme, se convirtió –acertadamente lo señalaba Galdós– en materia novelable; o sea, basado en la actualidad como novela de costumbres modernas, puesto que la novela es el género que mejor puede dar cuenta de la sociedad de una manera totalizadora y de la vida en su pálpito para Galdós, porque el arte de componerla estriba en:
Reproducir los caracteres humanos, las pasiones, las debilidades, lo grande y lo pequeño, las almas y las fisonomías, todo lo espiritual y lo físico que nos constituye y nos rodea, el lenguaje, que es la marca de raza, las viviendas, que son el signo de familia, y la vestidura, que diseña los últimos trazos externos de la personalidad: todo esto sin olvidar que debe existir perfecto fiel de balanza entre la exactitud y la belleza de la reproducción. (Galdós 1897; Bonet 1999: 220)
Balzac supo anticipar ese Realismo de la actualidad a partir de esos elementos germinales y fragmentarios del Costumbrismo. Si el cuadro fijaba e inmovilizaba esa parcela de vida pintada, la novela realista logró impregnarla de movimiento y vida para retratarla como realidad cambiante, y por lo tanto, histórica (recuérdese el principio balzaciano de que la novela es la historia oculta de las naciones). El Costumbrismo por lo tanto preparó el advenimiento del Realismo y del Naturalismo. Si la filología francesa fue sensible a la dimensión histórica del Realismo la filología española no siguió ese camino. Podía haberlo hecho si Galdós hubiera alcanzado la autoridad teórica que en Francia tuvieron Balzac y Champfleury. Pero no fue el caso. En sus estudios críticos sobre la literatura francesa, Emilia Pardo Bazán observaba la temprana e importante influencia de la democracia en el arte. A su entender, Joseph Mercier otro de los costumbristas más destacados había preparado la transición hacia el Realismo en el curso de sus flâneries observando al pueblo francés y, precisamente:
proclamando el principio de la democracia literaria, exhibiendo, como quiso Mercier, los andrajos de la miseria, los sufrimientos físicos, el desorden pasional, los apetitos de la fiera humana. ¡Ya no hay palabras nobles ni plebeyas! No será Zola quien lo promulgue; que antes lo ha dicho Víctor Hugo. La fealdad, igual que la belleza, tiene derecho al arte. Lo grotesco empareja con lo sublime. Con estos apotegmas románticos, el Realismo tiene la puerta abierta. Se llamará «el romanticismo de la observación», y toda una falange reclamará que el arte vuelva a la senda de la naturaleza y la verdad, exigencia que en las artes plásticas se cumple desde muy temprano. Esta falange, en que figuran historiadores y sabios, reniega de las ficciones. Recordemos su reprobación al comprobar cómo se transforma, bajo el influjo social y científico, la ficción novelesca. Ya en 1826 se habla sin rebozo de realismo romántico y se vaticina que será la fórmula del porvenir. Numerosos románticos no sólo admiten la doctrina de la verdad, sino que la practican. El nombre de Stendhal bastaría para probarlo; clasificado entre los románticos, le tienen por precursor los realistas y los psicólogos (Pardo Bazán [1911]: 13-14).
En última instancia, para la tendencia historiográfica y antropológica que estudia el Costumbrismo romántico, su método inductivo y universalizador generó una ideología nacionalista y un interés por la cultura popular. El discurso literario y artístico divulgó un modelo de españolidad declinado en su rica diversidad regionalista, contrario al pensamiento liberal “que parece querer disolver el espíritu nacional sobre el que se sustentan los valores que se creen auténticamente españoles y cuya defensa van a asumir el arte y la literatura costumbristas” (Álvarez Barrientos, 2013: 12). Las tensiones entre lo nacional y lo foráneo alimentaron uno de los fundamentos del Costumbrismo español: combatir los estereotipos que los románticos viajeros, en particular los franceses, habían acuñado de España en Europa. Lo nacional y lo popular constituyen dos parámetros fundamentales en esa relación de alteridad que el escritor costumbrista establece con lo extranjero, que en su afirmación de lo típico, de lo puro y de lo genuino acabará consolidando el paradigma de lo castizo y ello, a pesar de que desde 1835 las variantes regionales periféricas completaron aquel madrileñismo dominante. Del Costumbrismo regional y en castellano destacan: Andalucía con Fernán Caballero –Cuadros de Costumbres (1857)– y Pedro Antonio de Alarcón –Cosas que fueron (1871) anclada en la España rural– y Cantabria con José María de Pereda –Escenas montañesas (1864), en las que ya se inmiscuye al paisaje y al individuo como protagonista novelesco. Otras regiones desarrollaron las colecciones, como las mencionadas Los Valencianos pintados por sí mimos o Albúm de Galicia. Todas esas variantes regionales no impidieron la afirmación de lo castizo como identificación y representación de la realidad y de la esencia nacional hasta el siglo XX. Así, al Costumbrismo, al localismo, a la temporalidad y a las “menudencias fotográficas”, retornaría Unamuno en sus reflexiones intrahistóricas y en la búsqueda de “nuestra salvación en el arte eterno” (Unamuno 1941: 48), pero también lo harían Palacio Valdés, Blasco Ibáñez, Altamira, Azorín, Baroja, Taboada, Salaverría, Rueda, Gómez de la Serna, Arniches, Sainz de Robles, etc., para describir y analizar una realidad problemática y cambiante y para potenciar el cambio social, ya que también concibieron el artículo de la prensa como “el medio de expresión óptimo para hacer llegar a sus contemporáneos sus denuncias, sus críticas, sus ideas, mostrando, en suma, su ideal de convertir a España en esa nación moderna, próspera, culta que ellos reclaman” (Ayala 2000: 16).
Durante el siglo XIX, el interés por lo popular, por la cultura del pueblo como salvaguarda del alma y patrimonio nacionales imprimió cierto dinamismo a la creación en toda Europa y contribuyó al desarrollo de estudios folclóricos, lingüísticos y literarios y a la recuperación de una cultura hasta entonces menospreciada. De ello ofrece claro testimonio, por ejemplo, La Gaviota de Fernán Caballero, en donde se ofrece una importante colección de poesías y de cuentos en las que se busca la genialidad del pueblo, en la línea del Volksgeist de Herder con fines didácticos y moralizadores. Si bien el Costumbrismo literario comparte la descripción con los estudios etnográficos y folklóricos, ni los métodos ni las finalidades de ambos coinciden, por lo que hay que evitar que la realidad transformada creativamente se confunda aquella misma realidad original, “que se alza como la principal dimensión de los estudios que la etnografía propone acerca de la capacidad de creación e ingenio del ser humana” aun si el objeto de la primera, que es ser admirada, pasa a ser también analizada (Díaz 2000: 28).
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En suma, el concepto de ordinario o costumbre en España se introduce en la estética y en el pensamiento literario en el paso a la Modernidad, cuando desaparecen las categorías preceptivas y jerarquizadas para dar cabida a otros paradigmas individuales y democráticos. Frente a las abstracciones del clasicismo, lo ordinario en literatura se traduce en la observación de lo inmediato, de lo popular, de lo normal, de la costumbre, pero también de lo feo e informe como paradigma de oposición a la categoría de lo sublime. Pese a la visión tradicionalista de la Escuela filológica moderna que puso todo su empeño en legitimar la existencia de unos Siglos de Oro, el Costumbrismo responde al nuevo modo de estar y ver en el mundo de la burguesía ascendiente. Ella a su vez utilizó la igualitaria costumbre desde la prensa para acrisolar el alma nacional y la literatura como acerbo literario del pasado y cauce de un futuro con el que legitimar su propio ascenso al poder en la construcción de los Estados liberales en Europa. Por ello, los escritores tuvieron conciencia de estar creando una estética moderna basada en las representaciones de la sociedad –la sociedad novelable de Galdós– y, por lo tanto, de la vida cotidiana en su pluralidad de matices.
En la actualidad la representación de la costumbre sigue vigente de manera ecléctica y personal como manifestación artística y cultural ahistórica, culta y popular, que contribuye a fijar las tradiciones modernas (Cela, Londares, Atxaga, Martín Recuerda, Albadalejo, García Berlanga, Trueba, etc.). En la prensa, en donde alcanzó su plenitud, sigue vigente y ha adoptado la forma de columna (Umbral, Torres), sobre todo en sus formas satíricas y caricaturescas que, como bien se sabe, se fundan estrictamente en lo real, en lo menudo, en la costumbre, en la manía o en lo feo, todo ello, por su esencia, sujeto a su distorsión. Hoy en día, la costumbre también pervive en manifestaciones tan eclécticas como la novela, la música, los espectáculos humorísticos, la pintura, el teatro, el cine o la televisión.