Nuevos actores, nuevos espacios en el campo artístico en Argentina y Colombia
En este artículo se observarán las nociones de « activismo cultural » y de « intervención cultural », no para descartarlas sino más bien para ver cómo cobran sentido en un ámbito en el cual el espacio público es objeto de enfrentamientos. Para ilustrar este propósito, se aludirá así a la actividad del sector artístico colombiano, que nunca ha bajado la guardia ante un conflicto que parece insuperable dada su duración (desde los años cuarenta del precedente siglo).
Es cierto que las nociones de « activismo cultural » y de « intervención cultural » tienen el inconveniente de dejar de lado la de compromiso, hasta endulzarla, normalizarla y borrar sus causas profundas y sus urgencias. Por ejemplo, las marchas de las Madres de la Plaza de Mayo ¿es « activismo cultural » para promover su « No al indulto »? En semejante contexto, las preguntas son otras: ¿puede el arte contar la Historia para evitar la repetición? ¿cómo puede contribuir a hacer emerger un « Nunca más », capaz de conmover, es decir en capacidad de llegar a la vez al corazón y a la razón? Al respecto, la respuesta del director de teatro belga Jan Lawers1 en tanto que artista es rotunda: se trata de reconstruir una mirada capaz de percibir la humanidad del sufrimiento y apta a reconocer a otro ser humano en su dignidad. Sin embargo, a la vez que se plantean las precedentes preguntas, es necesario indagar sobre los sectores sociales que se encargan de contestarlas.
1. El testimonio
Como punto de partida, estas preguntas al arte tienen que relacionarse con el testimonio, en tanto que forma que se desarrolla a partir de los años 70 en América latina. Esta escritura juega ahí un papel piloto en el marco de una concepción general del arte en tanto que testimonio de una realidad problemática y se vale de los aspectos más emotivos y sensoriales de la forma testimonial, unidos a soportes nuevos, como el vidéo, la instalación o el performance. Se pueden así destacar:
- Los procedimientos autobiográficos, que parten de lo íntimo, pero citan a la colectividad a nombre de lo universal singular. Así lo declara la fotógrafa colombiana Patrista Bravo: “En la mayoría de mis trabajos estoy yo, asumiéndome anónimamente, porque pienso que a través de mí puedo aludir al ser humano en general. Pueden tomarse como autorretratos, aunque nunca he sentido que haga autorretratos.” (Bravo, Otras miradas 55)
- Las formas testimoniales, al convocar la memoria, lo vivido y la búsqueda de la verdad, convierten al espectador en testigo, solicitan su juicio, lo obligan a tomar partido y a abandonar la postura del voyeur y del consumidor.Muchos artistas colombianos, para disminuir la distancia del observador externo, apelan asía la impregnación y la intromisión en la intimidad y en lo corporal.
Conviene destacar otro punto común a muchos sectores artísticos latino americanos y es el de la memoria, pero relacionada con nuevos temas. Para Jesús Martín, “[e]stamos entrando en ’una nueva edad del pasado’, marcada por la irrupción del tema de la memoria en el espacio público” (Martín 245), con lo cual la memoria se sale de la esfera íntima para convertirse en patrimonio compartido. Esta afirmación coloca así a la memoria en un deber ser común a todos. La artista plástica Beatriz González, por su parte considera que « [l]a memoria no es compromiso. La memoria es ética. » (González, in Sierra y Posada 87) y Susan Sontag afirma que « [l]a memoria es la única relación que podemos tener con los muertos. » (Sontag 175).
Así, para Colombia, 1985, fecha del magnicidio del Palacio de Justicia de Bogotá (6 y 7 de noviembre), representa un momento clave2 y marca una nueva aprehensión de la memoria, que se empieza a considerar como terreno de pugna. Se dinamizan en efecto las luchas en torno a su reivindicación, merced al papel relevante que cobran paulatinamente las víctimas. Éstas se convierten en sujetos sociales que participan en la búsqueda de verdad y de reparación, con unos relatos que le plantean a la sociedad colectivizar el dolor como denominador común de una historia compartida. Se constituyen de esta forma elementos que configuran un contexto diferente al que se conoció durante La Violencia de los años cuarenta y que replantean la función de la narración de los hechos mediante novedosas prácticas artísticas.
Para George Yúdice, se trata de una « estética práctica”, de una « cultura afirmativa » (Yúdice 213) y de una “estética de solidaridad” (Yúdice, in Ortiz 7) que integran subjetividad, ética y estética en un proyecto político. Lo que importa es contribuir a una transformatción de la sociedad y de las conciencias mediante la creación de solidaridad y la solicitud de apoyos. De esta forma se observa « […] una identidad que se está formando en y a través de la lucha. […] La praxis testimonial corresponde a una estética de autoformación. » (Yúdice 212)
2. Nuevos sujetos sociales
En esta dinámica, se desplaza la noción de « representatividad » ya que no se trata de una autoridad que habla por los oprimidos. Al ponerle el énfasis en la concientización, se apunta a la adquisición de conocimientos sobre el mundo que logran los grupos subalternos al enfrentar los discursos vigentes con su propia experiencia. Para George Yúdice, se trata de un verdadero cambio de sujeto de la enunciación, que él califica de « cambio de épistémé3 » (Yúdice 209). En efecto, la adquisición de conocimientos previa a la toma de conciencia ya no se concibe en términos de acumulación de conocimientos sobre el mundo por un sujeto que maneja tanto la teoría como el método, sino en términos de praxis, de diálogo y de autoformación. Esta dinámica se plantea entonces como crítica de un uso de la representatividad, que terminó siendo una confiscación de la palabra, los sentimientos y las aspiraciones de quiénes no tiene acceso a los circuitos de la communicación y corresponde a su voluntad de tomar cartas en la conducción de su destino.
Ante el sistema clientelista de los partidos tradicionales y la imposibilidad de una acción política viable (transformación de las circunstancias), la práctica testimonial proporciona un escenario privilegiado para desempeñar prácticas democráticas y propone otras estrategias que posibliliten una actividad política que se viene definiendo como política cultural. Se puede así ver el testimonio de las Madres de la Plaza de Mayo para defender su papel como madres ante la falta de responsabilidad de los padres de la nación como la afirmación de una identidad: “Se suple lo que el discuso oficial trata de ocultar: la desaparición de sus hijos e hijas. […] constituyen un espectáculo mediante el cual se constituyen ya no sólo como madres sino también como nuevos sujetos […].”(Yúdice 222)
De esta forma, esta politica cultural replantea la noción de espacio público para proponer una nueva concepción, ya no en términos guerreros de territorio para conquistar y ocupar, sino como espacio de construcción compartido: de significaciones, de referencias, de juicios, de apoyo, de compasión. Las movilizaciones de las víctimas por la verdad, la justicia y la reparación representan en efecto “una forma de reconstrucción pública del dominio público” (Gómez Muller a 38). Las marchas del 7 de marzo de 2008 en Colombia, por ejemplo, parten de “[…] la convicción de que es posible establecer un vínculo indisoluble entre la construcción de memorias y la construcción democrática.” (Sánchez 27)
Desde hace unos diez años, el arte colombiano prepara lo que podemos esperar que sea el escenario del posconflicto. Convoca así al conjunto de la sociedad como testigo y como juez para proponerle otra representación de la esfera pública y abrir un espacio en el que compartir una experiencia vivida. De esta manera responde a la vez a la imperativa necesidad de las víctimas de ser escuchadas y creídas y a su reclamo de visibilidad. Estos diversos usos de lo público y de lo simbólico se valen de esta “estética práctica” ya mencionada y parten de la convicción de que “El arte tiene un poder enorme: tiene el poder de devolver al dominio de la vida, al dominio de la humanidad, la vida que ha sido profanada.” (Salcedo, in Acevedo 79) Se desarrolla así una nueva noción, la de « reparación simbólica », tal como la pone en práctica el grupo de las Tejedoras de Mampuján (Premio Nacional de Paz, 2015), quienes con sus tapicerías escenifican el sufrimiento causado por las exacciones cometidas por grupos paramilitares. Esta demanda de reparación simbólica corresponde por otra parte al gran fortalecimiento de la sociedad civil en Colombia en estos últimos años, ante un Estado que sólo ahora empieza a reconocer su implicación en el conflicto y ante la dispersión de una opinión pública capaz de darle coherencia a los acontecimientos y de evaluar su alcance.
3. Estética, ética y estética practica
Estas prácticas testimoniales constituyen así una subjetividad que es ética y estética a la vez. Como en las performance artísticas de los años 70 y 80, las madres de la Plaza de Mayo dramatizan su papel social dando un aspecto estético a su práctica, que tiene además función política. Esto se inscribe en una nueva línea en el campo de los estudios sobre América latina: el de las relaciones entre prácticas estéticas y prácticas sociales, que conforman « una concepción general del arte que no disocia lo estético de lo ético. » (Gomez M. b 125)
Es de notar, por lo demás, que tanto los artistas como las prácticas llamadas “populares” apelan, con prácticas performativas que ponen en juego lo efímero, la fuerza del instante y de la emoción compartidos, a una modalidad de la memoria que se caracteriza por ser espontánea, efímera y, por lo tanto, de difícil estudio. Se concibe en efecto para una participación directa y se produce en el momento mismo, bien sea en ceremonias de conmemoración, en cementerios, en adopciones de restos anónimos de desaparecidos o en marchas y plantones. Estas prácticas performativas son sin embargo “formas decisivas de hacer memoria” (CNRR 2009: 235), ya que “antes que re-presentar al pasado, lo incorporan performativamente.” (CNRR 2009: 19) En efecto, en esta relevancia otorgada a lo efímero intenso e irrepetible. y a lo que se produce en el instante compartido, logra hacer vibrar al unísono el pasado entre todos los participantes.
En estas performances de la memoria se busca escenificar públicamente el dolor, para colectivizarlo y socializarlo con miras a reinstalar el sufrimiento de los participantes en la esfera pública. De esta forma se comparten las memorias individuales y se condensan en torno a elementos que funcionan como puntos nodales, como lo son los lugares asociados a determinados acontecimientos: plazas, parques, caseríos y veredas que se vuelven a situar en su historia y en los horrores cometidos ahí, como en los lugares que muestran las pinturas de La Guerra Que No Hemos Visto, por ejemplo. Por su parte, la fotografía, arte del instante, rescata del olvido grafitis o sepulturas que van desapareciendo en el agua, como en algunas fotos de Bravo, haciéndole eco a este pensamiento de Muñoz: “[…] son vidas humanas que van flotando en los limbos del olvido que —mediante el acto de memoria— se vuelven a situar en su contexto histórico.” (Muñoz in Alloa 62).
Este uso de lo efímero e irrepetible apela a las emociones compartidas pero responde también a un doble movimiento: favorece la resiliencia y provoca el pensamiento, cumpliendo plenamente con ese proyecto politico que no disocia lo ético de lo estético. Y esta función ética, el arte colombiano actual la cumple cabalmente, en la medida en que ha sabido abrir, entre tanto sufrimiento, un camino a la compasión y a la esperanza.
Bien es cierto que la multiplicidad asombrosa de iniciativas memoriales que se valen del arte y que provienen de diversos sectores en Colombia4 puede dejar temer una fragmentación o una dilución de su impacto. Pero no se puede olvidar que dicha fragmentación expresa también la diversidad de la sociedad y de la nación colombiana y, de alguna forma, contribuye a construir una idea de colectividad. En efecto, para T. Todorov, para que las injusticias del pasado sirvan para luchar contra las del presente, “[…] es necesario evitar que los hechos permanezcan como singulares e incomparables. La colectividad puede sacar provecho de la experiencia individual únicamente si reconoce lo que ésta tiene en común con otras experiencias.” (in CNRR 2009: 240) Cada una de las historias se entreteje así con las demás y forman una unidad. Este discurso polifónico constituye, a su vez, un nuevo territorio que abre la posibilidad política de reconfigurar ideas y pensamientos que permitan nuevas interpretaciones y representaciones.
Volvemos a encontrar este aspecto esperanzador portado por el arte colombiano actual cuando vemos que no hace sino continuar, con las técnicas de ahora, un camino abierto por artistas de los años 40 a 70: Luis Ángel Rengifo, Pedro Alcántara, Juan Antonio Roda, Débora Arango, Carlos Correa y tantos otros, que demuestra así no haber olvidado. Esta continuidad se dobla de otra, generacional, con Hijos e Hijas por la memoria y contra la impunidad, movimiento conformado por los descendientes de militantes asesinados en los años 80, que convidan a otras generaciones “porque hijos somos todos” y que hacen memoria mediante la ocupación de espacios públicos con performances y prácticas artísticas (murales, grafitis, instalaciones, vídeos, marchas, peregrinaciones). Ellos reivindican en efecto:
[…] la incumbencia de la memoria para la sociedad en su conjunto […]. La idea de la memoria como problema de la victimización es algo que reformulamos, esos derechos no son solo asuntos de las víctimas, sino de la ciudadanía en general, la posibilidad de asumir esos derechos es para formular procesos de transformación social. (CNRR 2009: 209)
4. Hacer las paces
Hoy, mediante esa pluralidad de iniciativas, el arte colombiano demuestra haberse dado por misión hacer las paces. Si, desde los años cuarenta, el arte colombiano se ha caracterizado por mostrar una voluntad de denunciar las atrocidades de una violencia endémica, hoy algunos sectores experimentan formas capaces de proponer otras modalidades de ocupar el espacio publico y otros le apuestan a la reapropriación de los medios de comunicación y a su puesta al servicio de la comunidad, con el ánimo de educar a los sectores juveniles.
Algunos artistas buscan así reformular la dialéctica entre lo individual y lo colectivo. Estar en la niebla (2007), de Patricia Bravo, es un retrato colectivo compuesto de seis imágenes (60x120) y de testimonios de mujeres que perdieron a un ser querido en circunstancias que quedan sin aclarar: madres, esposas, hijas o hermanas, cuyos rostros se sobreponen a paisajes nubosos en el amanecer. Para Bravo, “[…] la obra busca a partir de fotografías poner de manifiesto el sentimiento ambivalente en el que se encuentran los familiares de los desaparecidos, al no saber si sus seres queridos continúan con vida o si están muertos, y cómo la ausencia de un cuerpo, para amar o para llorar, dificulta el duelo […]” (Bravo 2009b) Estas mujeres mantienen vivo el recuerdo de su desaparecido y el título remite a la publicación Noche y niebla, del Colectivo Justicia y Paz : “Noche que encubre, enmascara y aterra, niebla que distrae y confunde desdibujando la verdad. Noche que siembra amargura y odio, niebla que duele y silencia” (in Bravo 2009b). Las mujeres retratadas asistieron a la inauguración de la obra y el público se solidarizó con ellas, las abrazó y se hizo fotos con ellas.
Se apunta así tanto a recuperar los espacios íntimos como los espacios públicos, al situarse entre ambos el lazo social y al efectuar un permanente paso de uno a otro. Es esta misma la búsqueda de El que tiene el rifle dispara (2006) de Bravo, que reproduce en diversas paredes de Medellín unos grafittis callejeros. La artista efectúa además una observación de la respuesta de los transeúntes a su trabajo y fotografía sus reacciones.
Por su parte, lo que se conoce como “Prácticas culturales alternativas”, se centra en la apropriación de diversas prácticas artísticas por sectores que tradicionalmente no han tenido acceso a ellas y que las hicieron suyas en en el contexto de la situación de urgencia que vivían: masacres, desapariciones forzadas, desplazamiento, necesidad de hacer el duelo o de mantener vivos y en alto el recuerdo y la dignidad. En estas prácticas, la noción de « reparación simbólica » ocupa un sitio central y es esgrimida por los nuevos sujetos de la espistémé.
Así, el Teatro por La Paz de Tumaco5 es una iniciativa llevada por un grupo de mujeres Tumatai víctimas del conflicto armado que emplea el teatro como herramienta artística para la sensibilización, la denuncia, y la reconstrucción de la memoria histórica de la región. La obra Renacer, por ejemplo, narra la historia de una mujer Afro que ha dejado de hablar, de cantar y bailar por el sufrimiento causado por la muerte de su hijo, desaparecido y asesinado por los actores armados del conflicto en Tumaco. Se trata no sólo de un documento de memoria histórica que recuerda una situación que acontece en el marco del conflicto armado, sino también de un medio de resistencia de las mujeres y madres que han perdido a sus hijos por la violencia. Asimismo, la obra de teatro recoge las tradiciones que conforman el patrimonio cultural inmaterial de la cultura afrodescendiente de Tumaco, como su música autóctona, sus cantos tradicionales, sus vestidos típicos y sus danzas propias.6
En Bocas de Ceniza (2003-2004), creación audiovisual (18:15 minutos) del artista Juan Manuel Echavarría, sobrevivientes de la violencia en el Chocó y en el Magdalena7 cantan sus vivencias a causa de la violencia en primer plano ante una cámara. Ese trabajo es así una colaboración entre un artista y unas víctimas, que permite atender al dolor individual aportando elementos de la verdad y de memoria histórica mediante el soporte del patrimonio cultural, que permite que las víctimas sean los autores de su relato.
En La Guerra Que No Hemos Visto interviene, con la ayuda de tres mediadores, gente que pinta sin saber pintar. Es un archivo con más de 480 pinturas realizadas por los 70 excombatientes de las Autodefensas Unidas de Colombia AUC, de las FARC y el ELN, soldados heridos en combate del Batallón de Sanidad del Ejército y Mujeres desmovilizadas de las FARC, que proporciona así múltiples puntos de vista sobre el conflicto colombiano. Con tabletas de madera de 50 por 35 centímetros y vinilos, pinceles, lápices y borradores, los ex combatientes se valen de la pintura para aportar testimonios que constituyen un ovillo de historias entrelazadas. Estas obras no solo destacan la importancia de la necesidad reconciliadora de contar, volver a comprender y comunicar lo indecible, sino que establecen una verdad pintada por estos desmovilizados sin haberles enseñado a pintar. Hablan así de un hecho concreto: su experiencia como soldados rasos de esta secular violencia que sólo ellos pueden contar porque sólo ellos la vivieron.
El tema de Mi inicio en la guerra presenta el trabajo sucio de la guerra ya que el autor cuenta su primera ejecución: un muchacho que extorsionaba a los ganaderos. Él se pinta con anteojos oscuros o algo que se parece a un parche negro. Se tapa el ojo porque no quiere ver y simboliza de esta forma la “blind obedience”, ésa que afirma: “obedecí a las órdenes y no me dí cuenta de lo que hacía en ese momento”. El autor tenía entonces diez y seis años, como el muchacho a quien ejecuta quien, como él, es campesino, pero de la guerrilla. El le pega unos tiros y lo degüella. La sangre salpica la piedra. Notemos que el autor no se representa en tamaño reducido ni se esconde o disimula en la masa, al contrario, él es el centro del tema. Y, a través de lo que constituye su primera pintura, nos cuenta una serie de inicios: su primera víctima y el primer capítulo de su historia. En efecto, pintó posteriormente muchas obras (unas 18) y está escribiendo actualmente su autobiografía.
El autor del cuadro declaró sin embargo en otra oportunidad: “Si yo contara esas historias, nadie me las creería.” (Echavarría) Bien es cierto que ¿cómo contar esa representación de unos hermanos? Y ¿cómo transmitir esa mirada y esa obediencia ciega? No hay duda de que si cada cual contara la guerra por su cuenta, no sería escuchado, sino estigmatizado, liquidado, encarcelado. En cambio, está la fuerza del conjunto, una fuerza coral en la que esa obra es una voz dentro de un coro. Y una voz más otra, sumadas a otras, revelan un panorama muy amplio de la guerra en Colombia representada por sus actores cuyos nombres fueron cambiados por razones de seguridad. Y sus pinturas son a la vez relatos autobiográficos, confesiones, testimomnio colectivo, radiografía única del pais sobre lo cotidiano del conflicto, pero también una autoacusación en la cual los victimarios reconocen lo que sus jefes niegan: las torturas y las exacciones a las cuales someten la población civil.
El autor de Diálogo antes de la muerte es un paramilitar que se autodenomina El Evangélico y se pinta aquí ultimando a alguien: « Es su primera ejecución. Y ese alguien está suplicando, como se ve con la mano de la víctima tocándole la mano a su victimario y diciéndole ’no me mate que tengo hijos’ » (Echavarría). El Evangélico cuenta que fue muy difícil ultimar a su víctima porque se hallaban frente a una iglesia (que está marcando la hora) y era, además, una de las primeras órdenes que le dieron. Y dudaba mucho y miraba por encima de su hombro y se decía: “Si no lo mato a él, a mí me van a matar”. La representación de la cotidianidad de la muerte –un muerto más no tiene ninguna importancia– subraya el dramatismo de esta situación. Al lado está, en efecto, el comandante fumándose un cigarrillo, observando si se cumplen o no las órdenes y si se efectúa el trabajo sucio de la guerra.
Es de notar que todos los rostros están delineados con color de sangre y las casas parecen cajones o, más bien, ataúdes que se ven como si todas derramaran sangre, y. No hay civiles que estén vivos. El autor se representa fragmentado, partido en dos, lo que indica que ya no volverá a ser el mismo, lo que no es el caso del comandante, que se ve de una sola pieza. Esta autorepresentación o autobiografía pictórica es otra confesión en la que “[…] el inconsciente empieza a meterse en el consciente y a pintar, manejando ese pincel.”8 En otras palabras, el pincel relata lo que no pueden formular las palabras.
Relata Fernando Grisalez, uno de los mediadores en el proyecto La Guerra Que No Hemos Visto:
Todas las pinturas albergan una transformación. […] dan cuenta de diferentes maneras de aniquilación física del otro, del enfrentamiento con el enemigo, de la deshumanización. […] el pintor con su testimonio, además de exponer el acto violento, visibiliza y rescata a la víctima de la desaparición, del olvido, le da un nombre dejando de ser el enemigo en el subconsciente pictórico y lo ubica en el lugar más importante de su composición. En ese lugar, es justo ahí donde se transforma su relación con el enemigo, permitiéndonos así circundar los acontecimientos para hacerlos visibles desde su singularidad y esa singularidad es precisamente el reconocimiento a través del acto pictórico donde logra contar su experiencia personal en el campo de la guerra. (Grisalez 214)
Se trata así de un acto contra la deshumanización, en el que lo estético es inseparable de lo ético y en donde se construye un coro de diversas formas y experiencias que permite la expresión de cada memoria para formar una memoria común de la inhumanidad. Pero lo esencial en el proyecto fue le reconstrucción de una relación humana basada en la confianza recíproca y en la escucha por parte de los mediadores.9
Otras prácticas artísticas alternativas apuntan acommunicar y compartir una emoción fuera de las paredes del museo. Así desde 1992, Gloria Posada dedica buena parte de su actividad como artista en sus trabajos con comunidades como la de Comuna 13 en Medellín en hacer intervenir personas de diversas procedencias. En Ser ángel por un día (1995), participaron cien niños trabajadores de Bogotá y se hizo una intervención en el espacio público con sus dibujos. Mapa (2000) recoge testimonios de campesinos desplazados por la violencia cuyas palmas de las manos se ven unidas en una sola foto. De los lamentos (2008) recoge testimonios escritos y dibujos sobre la vida y aflicciones de 700 personas en diversas zonas de Medellín.
Por su parte, Soraya Bayuelo10, periodista comunitaria, fundadora y directiva del Colectivo de comunicación de los Montes de María Línea 21, se dedica a la vez a la apropiación de los medios audiovisuales por adolescentes y gente del común de los Montes de María (Bolívar) y a la preservación del patrimonio cultural de la región, como las festividades en torno a la virgen bailadora del Carmen de Bolívar. Tiene así programado el décimo FAMMA (Festival Audiovisual de los Montes de María) para finales de octubre del 2021 con la temática siguiente: « Territorios, identidades y patrimonios en transformación para la vida ». Impulsa por otra parte El Mochuelo, « Museo itinerante de la memoria y la identidad de los Montes de María ». Éste tiene por mision de llegar al lugar donde está la gente de ahi su denominación de itinerante, lo que puede parecer un oximorón, pero de hecho corresponde a la realidad del campo colombiano « porque la guerra y la memoria es itinerante. » (Bayuelo) Se trata de un « espacio de narración colectiva y de reparación simbólica » y tiene 18 x 12 metros y 5 metros de altura, es digital, pero acoge también exposiciones físicas.
Conclusión
Al crear las condiciones de ese debate público reclamado por sectores de la sociedad civil, este espacio simbólico en construcción propone así un escenario de reparación y de justicia restaurativa, a falta de justicia institucional. Sin embargo a nadie se le olvida que la memoria histórica no constituye un sustituto de la justicia, sino una forma de reparación, ya que cuando hay un déficit de verdad judicial, es ella la que “se convierte en el nuevo juez” (Sánchez 28).
Bien es cierto que la mediación del arte pone en evidencia la omnipresencia de la componente guerrera en la identidad simbólica colombiana, pero apuesta también en la capacidad de transformación del ser humano y en su aptitud a construir otras representaciones. Las diversas propuestas artísticas aquí presentadas son igualmente portadoras de esperanza, como En la trama personal (2004), una instalación de Delcy Morelos que representa mediante fluidos, pigmentos y formas de ladrillo un tejido social que se asemeja a la carne y cuyas micro imbricaciones se revelan indispensables a la existencia de un “todo” social.