Discursos de la narcocultura en México. Consecuencias de la autoridad fallida del Estado
La cultura del narco en México ha desarrollado una estética propia, denominada narcoestética1 (Danilo et al. 2016). Dichos productos culturales relacionados con el narcotráfico abarcan desde la arquitectura, la moda, la música, la literatura y los medios audiovisuales. Veremos, a lo largo de este estudio, que la narcocultura no ha surgido fortuitamente, sino que es el resultado de un proceso de aceptación social de la figura del narcotraficante producida por un deterioro paulatino de la legitimidad del Estado gubernamental, que se puede rastrear hasta las últimas décadas del siglo XX y primera del XXI. Este acercamiento al vasto mundo del narcotráfico estará enfocado en un primer momento en contextualizar la guerra contra el narco, cuyo inicio en 2006 terminó por revelar lo que se sospechaba: la coexistencia en México de dos entidades complementarias; el narco y el gobierno. A lo largo de este artículo se pondrán de relieve las características que demuestran la imbricada relación entre el Estado y el crimen organizado en el país. En un segundo apartado, veremos cómo la figura del narcotraficante se afianzó en el imaginario colectivo, llegando a su cúspide precisamente durante la ya mencionada guerra. En este periodo comenzamos a reconocer manifestaciones culturales que surgen en respuesta al contexto de violencia y que terminan por consolidar la narcocultura como parte inherente de la sociedad. Para finalizar, propondremos un análisis de cómo esta cultura fue permeando al país entero y a las fronteras transnacionales de tal forma que, en poco menos de 15 años, observamos el surgimiento de un nuevo canon literario.
Paneo histórico: la guerra contra el narco
La década del 2000 dio a luz un nuevo siglo para el mundo. Para México también significó el cambio de régimen político gracias al triunfo arrasador de Vicente Fox, candidato del Partido Acción Nacional (PAN). Fox se convirtió en el primer presidente de un partido político diferente al Partido Revolucionario Institucional (PRI), el cual había ostentado las presidencias durante 60 años. El PAN representó entonces el estandarte de la democracia y de un México renovado. Seis años después, Felipe Calderón, también candidato conservador del PAN, ganó las elecciones presidenciales con un exiguo 35,88% de votos (14,98 millones) frente a un 35,31% (14,74 millones) (El País, 2016) que obtuvo el candidato de la Coalición por el Bien de Todos (CBT), Andrés Manuel López Obrador (AMLO). Esta victoria prácticamente dividió al país: la población manifestó su descontento y desconfianza hacia el sistema electoral mediante marchas y plantones en el zócalo capitalino pues los resultados electorales parecían contradecir las encuestas y el conteo de los votos, dado que en ambos AMLO se había posicionado a la cabeza y no fue hasta el último momento que Calderón le superó. La victoria de Calderón generó revuelo. Se habló de fraude electoral. Una práctica a la que el pueblo ya había sido expuesto en 1988 (CNDH, 2022) y fue factor determinante para la construcción y propagación del mito de fraude electoral del 2006 (Pliego Carrasco 2012).
Con un triunfo problemático a cuestas, Felipe Calderón vio en la guerra contra el narco el elemento unificador de la nación, que le permitiría conquistar la credibilidad de las masas y apaciguar los movimientos sociales que ponían en riesgo sus proyectos para el país. Precisamente fundamentó sus objetivos políticos mediante la guerra que caracterizó su sexenio. En ese sentido, las palabras de Clausewitz siguen siendo de actualidad: « [la] política, por lo tanto, intervendrá en la acción total de la guerra y ejercerá una influencia continua sobre ella, hasta donde lo permita la naturaleza de las fuerzas explosivas que contiene » (1976: 57-58). Lo que Calderón pareció no advertir fue el poder político en manos del narcotráfico y su colusión con la misma clase política, hechos que orillaron a dar marcha atrás a ciertos enfrentamientos o a mantener distancia frente a los destrozos del narco. Así, a partir del 2006, el país entraría en una de las guerras internas más largas, violentas y sin claros ganadores hasta ahora2. La cobertura mediática de aquellos enfrentamientos, del terror o del apoyo hacia los narcos por parte de la sociedad civil, puso de relieve la posición de inferioridad en la que se encontraba el gobierno frente a su oponente.
Con el objetivo político en la mira, el gobierno consideró propio contraatacar la mala imagen dada por la prensa, con la visibilización de sus propios aciertos. Así, surgió el performance de la guerra contra el narco (Cervantes Porrúa 2017: 305-328). En otras palabras, la puesta en escena de las detenciones llevadas a cabo por la policía y los militares se manipulaban y se negligían pruebas debido a los fines televisivos, lo que por supuesto actuó en detrimento de las intenciones políticas de Calderón.
Al momento de iniciar la narcoguerra se consideraban 3 grandes cárteles: el Cártel de Sinaloa, el Cártel del Golfo y el Cártel de Juárez. Desde entonces diferentes grupos se han conformado como consecuencia de los conflictos internos, de las muertes y aprehensiones de algunos cabecillas. Incluso podríamos afirmar que el único desenlace certero de la lucha contra el narcotráfico fue el haber acelerado la evolución de las estructuras jerárquicas de los cárteles a una formación horizontal más compleja que los ha vuelto más efectivos y difíciles de identificar y erradicar3.
Si bien el narcotráfico, en tanto empresa bien organizada, existía en México al menos desde la década de los ochenta, primero con la formación del cártel de Guadalajara y la posterior alianza con el cártel de Sinaloa 一cuyas actividades eran plantar marihuana y transportar cocaína desde Colombia a Estados Unidos一 dicho comercio se vio impulsado en el país una vez que éste fue consciente de tener las características necesarias para la capacidad de producción y exportación que favorecía la colindancia con Estados Unidos, importante mercado de consumo4. O sea, cuando las células criminales reunieron los requisitos para desarrollarse de manera transnacional se expandieron, en un proceso que va de la mano con la globalización5.
La justificación de la guerra contra el narco se basó sobre todo en la presunción de que México estaba convirtiéndose en un país consumidor y las medidas serían tomadas para evitar que la población 一sobre todo infantil一 se avocara a la adicción; la segunda justificación fue combatir la violencia percibida por la población y que el gobierno interpretó como proveniente de las organizaciones de tráfico de estupefacientes, sin embargo, se ha demostrado con cifras oficiales que el consumo interno no era, ni es, en realidad tan generalizado como para justificar acciones tan definitivas y, al contrario, la violencia del narcotráfico actualmente es mucho mayor que la de entonces (Morales 2011: 9-10). La tercera justificación gubernamental implicaba que las organizaciones del tráfico estaban infiltradas en las instituciones, sin embargo, tal justificación, una vez más, carece de sustento, ya que la convivencia de las organizaciones del tráfico de drogas había estado presente de una u otra forma desde principios del siglo XX y no había alguna señal que indicara que tal simbiosis estuviera saliéndose de control (Morales 2011: 11).
Sin embargo, debían existir justificaciones para promover en la ciudadanía la necesidad de erradicar el narcotráfico en el país, aunque en verdad se tratara de una estrategia articulada que permitiera reafirmar la figura de autoridad del recién electo Felipe Calderón. Esto le otorgaría credibilidad, al mismo tiempo que seguía la línea política del partido conservador al cambiar el foco sobre el narcotráfico: dejar de verlo como un problema de salud pública para convertirlo en un problema de seguridad nacional. Es decir un problema que atentaba en contra de la soberanía nacional y que, por ende, justificaba una política en estrecha relación con el ejército. Un preludio de esta política la podemos encontrar en el proyecto llamado « Operativo México Seguro », lanzado en 2005 por Vicente Fox. El proyecto, sin embargo, fue un desastre. A pesar de ello, se decidió seguir la misma línea, pues quien lograra erradicar la inseguridad y el narcotráfico del país se erigiría de una vez por todas como benefactor único de la sociedad civil y ente pacificador, legal y ordenante de la nación.
El discurso queda desmantelado cuando se tiene en cuenta que: « el capital que maneja el crimen organizado no sería nunca inferior al 15% del producto mundial bruto […], lo que le otorgaría una influencia innegable en la toma de decisiones de la economía global » (Martínez 2013: 246). Imposible que tal cifra pase desapercibida y menos en un país donde dicho capital es importante y cuya economía se ve directamente beneficiada por el mismo. De hecho, según ha especulado Héctor Domínguez-Ruvalcaba (2020), la crisis económica global de 2008 no tuvo mayores repercusiones en México gracias a los ingresos del narcotráfico. Surge entonces la posibilidad de hablar de una economía basada en el narcotráfico. En ese sentido, neutralizar el tráfico de la droga no pudo ser ni será un propósito real pues se contrapone al funcionamiento en el que está basado el sistema económico global actual.
Lo anterior pone de relieve que la interferencia del comercio transnacional legal e ilegal globaliza las responsabilidades del fenómeno, pues cada país se beneficia de la tajada « [d]el crimen organizado […] sin duda la forma más desarrollada y depurada de empresa en un mercado incontrolado, o mejor dicho, controlado por una élite, donde el dinero otorga la única fuente legítima de poder, que sus acumuladores ejercen arbitrariamente » (Resa 2003: 100-101).
En conclusión, los verdaderos motivos detrás del inicio del conflicto interno fueron la legitimación de la llegada a la presidencia de Felipe Calderón, a través de una maniobra de control social marcada por:
[…] su potencial eugenésico y la efectividad del miedo como una estrategia política para mantener a la población subyugada, declarando un estado de excepción. Con la consiguiente disminución de los derechos individuales y la precarización existencial de la población civil[…] (Valencia 2010: 143).
De tal manera que, el enarbolamiento del estandarte de protección en beneficio de la sociedad fue una mera estratagema para mantener al pueblo a raya, lo que Pierre Bourdieu (1977) denomina como herramienta de « violencia simbólica », donde la nocividad de la estructura radica en que no es identificada como perniciosa para el individuo, pues a pesar de ser evidente el alza de violencia e inseguridad en el país derivado del conflicto, la sociedad lo ha asimilado como la única salida para combatir al narco.
Es precisamente el crecimiento del narco, específicamente dentro de las fronteras nacionales, el que lo ha elevado como una especie de lo que nosotras entendemos como un complemento gobernante simbólico que nos permite hablar de un narcoestado. Entre ambos entes 一gobierno y narcotráfico一 aflora una relación dependiente donde la conservación de uno y otro se basa en la perfusión que se administran de manera mutua. Sin embargo, parece haber una imperiosa necesidad de autoafirmación del poder absoluto entre ambas entidades, lo que la filósofa y teórica mexicana Sayak Valencia considera como un problema de masculinidades. En términos simples, éste se presenta como una relación en la que constantemente se intenta opacar el poder del otro, ya sea mediante el poder económico o el despliegue de la fuerza. El problema de las masculinidades es un reflejo de lo que la misma Valencia denomina Capitalismo Gore. Este sistema mercantiliza la vida misma en pro de mantener a flote una empresa, en este caso el narcotráfico, mientras perpetúa y exacerba una masculinidad discriminatoria, como veremos más adelante.
El Capitalismo Gore engloba al narcoestado, al hiperconsumo, al tráfico de drogas y a la necropolítica. Elementos que sostienen a la sociedad moderna y cuyos valores apuntan al consumo masivo, definido como:
[…] un problema de los dividendos patriarcales otorgados a ciertos varones, [ya que] la soberanía masculina pasa por la soberanía de la necro-masculinidad [es decir que] el soberano tiene capacidad de dar muerte a quienes gobierna (Valencia 2019: 1’21-1’49).
La guerra contra el narco es una batalla de poder que no repara en las vidas que se lleve a cuestas, una lucha por el capital en la que la vida de los ciudadanos pasa a un segundo rango de interés. Podemos considerarla, siguiendo lo propuesto por Valencia, como una decisión necropolítica por parte del Estado mexicano. Recordemos que la autora define a la necropolítica como « la gestión del último y más radical de los procesos del vivir: la muerte » (Valencia 2010: 143).
De manera paralela, los grupos del narcotráfico se valen de la estrategia de necro‑empoderamiento, entiéndase como los
[…] procesos que transforman contextos y/o situaciones de vulnerabilidad y/o subalternidad en posibilidad de acción y autopoder, pero que los reconfiguran desde prácticas distópicas y desde la autoafirmación perversa lograda por medio de prácticas violentas rentables dentro de las lógicas de la economía capitalista (Valencia 2010: 84).
De tal manera que, ambas entidades se valen del mismo lenguaje de violencia y muerte para erigirse como símbolos de autoridad. Dicho lenguaje es inherente al sistema capitalista6, verdadero comandante en el mundo de hoy. En ese sentido, la lucha por el poder de ambas esferas es la consecuencia de:
[…] una duplicación deformada y distópica del capitalismo […] una transvaloración de valores y prácticas como un recurso usado por los sujetos marginales del Tercer Mundo, contra las prácticas transnacionalizadoras, la espectralización y la especulación financiera del mundo globalizado, que propician la precarización de las condiciones de vida en estos países (Navarro Morales 2015: 181-182).
La figura del narcotraficante
Lo anterior muestra una sociedad que se encuentra agredida por dos flancos: gobierno y narco, donde cada uno compone a su vez una moneda con dos caras: la de la violencia descarada y la de violencia opaca, es decir la « violencia simbólica ». Dicha definición dicotómica podría parecer reductiva, sin embargo con ella pretendemos evidenciar la compleja relación de la población con ambas estructuras.
La figura del narcotraficante será relevante en la cotidianidad a partir del trágico 2006, cuando se le da mayor visibilidad mediática a la criminalidad. No sólo por las escenas explícitas de asesinatos y torturas, sino porque dichos actos van acompañados de notas firmadas por bandas de narcotraficantes. Esta manera de comunicar inicia:
En abril de 2007, los Zetas firmaron el primer mensaje en Guerrero. El mensaje no fue dirigido a alguien en específico, pero era la declaración de la presencia del grupo en el estado: “ya estamos aquí”, decía. Este mensaje podría ser visto como una advertencia a los grupos que se encontraban en el estado, al gobierno o a la sociedad en general. Los Zetas dejaron mensajes junto a los cuerpos ejecutados solo con la letra Z o con algunos mensajes específicos que contenían amenazas generales (Atuesta 2016: s.p.).
En Un análisis de la evolución del crimen organizado en México a través de los narcomensajes, Laura Atuesta (2016) analiza la evolución de la violencia etiquetada, como ella denomina a cualquier acto violento atribuible al narcotráfico. En dicho trabajo se clasificaron los narcomensajes en seis categorías: « […] dirigidos al gobierno, a otros grupos, a soplones, si fueron dejados para justificar la ejecución (mensajes justicieros), o si estaban relacionados con el tráfico de droga o el control territorial ». Los resultados lanzados por la base de datos con la que llevó a cabo su investigación, encuentran un aumento correlativo de la violencia y de los narcomensajes hasta la fecha.
Lo que llama la atención es que en la misma medida que el narco era temido, también fue admirado y respetado. Quizá por la consonancia que produce la figura del narcotraficante con el ideal de hombre que se ha desarrollado a partir del imaginario de la Revolución en México. Vale mencionar que debido a que el narcotráfico es una temática marcada por la violencia, los estudios se concentran generalmente en los estadios de poder, mayormente ocupados por hombres, tanto así que ha surgido el término « sujeto endriago7 » de Sayak Valencia (2017), para hacer referencia a la monstruosidad que encarnan estos personajes. El endriago, desde la perspectiva del Capitalismo Gore, lo podemos comprender como el narcotraficante en sí, pues es el personaje monstruoso y sin escrúpulos que con tal de mantener el poder de su organización despliega una hipermasculinidad a través de actitudes sexuales insensibles, la violencia como muestra de virilidad y la emoción ante el peligro (Valencia y Falcón 2021).
La figura del narco, si bien cobra relevancia nacional a partir de la guerra contra el narco, como se ha explicado, en realidad es una construcción ideológica que viene de mucho tiempo atrás. Como explica Luis Astorga (1995), el narco y su mundo es un mito basado en el lenguaje utilizado por el Estado para determinar la enunciación de eso que llamamos « narco ». En ese imaginario no se explica a la población las actividades reales del narco sino que se codifican símbolos con los que representamos a los traficantes 一su forma de hablar, de vestir, de comportarse一, ya que la finalidad del Estado no es el entendimiento de estas organizaciones sino su ocultamiento, en el sentido de que para la población continúen en las sombras los modos reales del narcotráfico y a partir del desconocimiento erigir un arquetipo y un villano al que atacar.
La distancia entre los traficantes reales y su mundo y la producción simbólica que habla de ellos es tan grande, que no parece haber otra forma, actual y factible, de referirse al tema sino de manera mitológica, cuyas antípodas estarían representadas por la codificación jurídica y los corridos de traficantes (Astorga 1995: 12).
De tal forma que ese imaginario para cuando inicia la guerra contra el narco está ampliamente afianzado en el colectivo mexicano. Coincidimos con Sayak Valencia quien considera que la conquista del territorio visual y auditivo por la cultura del narco se debe a la estetización de la violencia, o la narcoestética (Valencia 2016); y agregaremos que el elemento determinante de la conquista de la narcocultura en el país se encuentra en la visibilización mediática institucional que paradójicamente no hacía sino corroborar el poderío del crimen organizado frente a las deficiencias del Estado.
Antes del inicio del conflicto interno, los capos de los cárteles ya eran encubiertos por la sociedad civil en particular en zonas marginadas o de precariedad, que a esas alturas había desarrollado estima por su presencia ya que habían asumido el rol de suministrar servicios públicos así como resolver los olvidos del Estado8. La figura del narco empieza a tener un papel importante a ojos de la sociedad pues se asimila como una versión del self-made man, un individuo que desafía el determinismo de las políticas discriminatorias del país, aunque para ello tenga que pasar al lado de la ilegalidad. Empieza a ser emulado por ciertos sectores de la población. Se constata que la parafernalia en torno a su figura (ropa, música, bebidas, calzado…) tiene cada vez un mayor mercado.
Por otro lado, la admiración por la figura del narcotraficante tiene que ver con la lógica del consumo aprehendida a partir del neoliberalismo donde el hiperconsumo es clave para hacer notar el éxito, incluso en la tumba. Pensamos por ejemplo en el exclusivo cementerio Jardines de Humaya en Sinaloa, Culiacán, donde yacen los restos de muchos narcotraficantes de la zona9. Una muestra arquitectónica de lo que denominan Art Narcó (Correa Ortíz 2012) en la que los mausoleos desbordan excesos.
Así, la exageración propia del narcotraficante se lee como el triunfo derivado de una actividad lucrativa (Domínguez Rubalcava et al. 2020). La fuerza de esta percepción y asimilación cultural desestructura en cierta medida los valores promovidos por el Estado y opone así las entidades de la legalidad y la ilegalidad. Bajo el régimen del Capitalismo Gore, podemos comprender que la sociedad puede identificar a la empresa del narcotráfico como aquella que permite un crecimiento social, que funciona a través de la meritocracia y, por lo tanto, es la puerta de entrada a una « vida mejor » que ha sido negada por los mecanismos de la legalidad.
Para comprender el arraigamiento del fenómeno del narco como elemento inherente de la cultura contemporánea mexicana habrá que tener en cuenta dos aspectos estructurantes: contexto y discurso identitario. El contexto apela a la realidad económica y situación geográfica de los individuos. La falta de oportunidades a la que se ha visto sometido el norte de México provoca que el narcotráfico sea considerado como una opción para el progreso y una puerta de empleo. Aunque actualmente la presencia del narcotráfico se extienda a la totalidad de los estados del país, los elementos que forjan su rostro responden a la estética bastante reconocible de lo norteño (botas vaqueras, sombrero tejano, cinturón piteado, bigote…). Los estados norteños (Baja California, Baja California Sur, Sonora, Chihuahua, Coahuila, Nuevo León, Tamaulipas, Sinaloa y Durango) históricamente se han configurado bajo sus propias lógicas. La pertenencia a uno de ellos implica vivir constantemente entre la escasez y la violencia.
En el imaginario norteño, el progreso viene de la mano del bandido, quien es el proveedor del pueblo; tal origen lo podemos rastrear a los años previos a la Revolución. El proyecto de nación de Porfirio Díaz sumió en la marginalidad al norte y es en ese momento en el que surgen figuras importantes para el imaginario norteño como la Santa de Caborca, joven mujer famosa por hacer milagros y apoyar económicamente de forma secreta a los rebeldes prerrevolucionarios, pero quizá la figura más importante surgida de la marginalidad y con relevancia actual es Jesús Malverde, asaltante de caminos que compartía el botín con el pueblo y cuya muerte, a manos de la autoridad en 1909, inicia con el mito y el culto a la criminalidad. Malverde se convierte en el santo de los bandidos, de las causas perdidas y posteriormente de los narcotraficantes (Da Cuhna Rocha 2019). Basten estos ejemplos para mostrar que ante la desprotección por parte del Estado, la población recurrirá, necesariamente, a otras figuras en las que puedan confiar para aliviar sus malestares. Si el gobierno margina a la población norteña y además, elimina a sus protectores, no es difícil comprender por qué, se desconfía de la acción gubernamental cuando es el criminal quien vela por su bienestar.
Planteado este escenario, podemos iniciar el desarrollo del aspecto del discurso identitario, es decir de la conformación de una “mexicanidad” masculina y discriminatoria que reflejaba las políticas patrimonialistas discriminatorias del país.
La identidad del mexicano fue construida y promovida de extremo a extremo del territorio durante los primeros años del México posrevolucionario mediante diversos discursos como danzas, cánones literarios, muralismo, cine, etc., la imagen del narcotraficante encuentra sus raíces en la construcción de los valores del macho revolucionario y posrevolucionario.
Vehiculización del discurso de la narcocultura
La narcoliteratura10, películas de narcos y los narcocorridos de alguna forma han estado presentes en México desde hace décadas, sin embargo, a partir de la mediatización de la guerra gozan de un repunte. A continuación, nos enfocaremos en los discursos literarios en consonancia con algunos productos audiovisuales que los acercan a nuestro contexto.
En el ya clásico intercambio de artículos en la revista Letras Libres en el año 2005, Rafael Lemus, en una crítica completamente centralista y sesgada en la que el presente texto espera no estar cayendo, acusaba a los escritores norteños 一a todos ellos一 de escribir sobre el narcotráfico como tema recurrente, popular, sin imaginación y con la esperanza de que no termine para poder seguir publicando. Ante tales acusaciones, Eduardo Antonio Parra respondió en el mismo medio, un número después, que la narcoliteratura no es un ejercicio para reproducir héroes y villanos sino una respuesta lógica para narrar la realidad cotidiana de los pueblos, habitantes y personajes que existen dentro, gracias y a pesar del narcotráfico. Según Eduardo Antonio Parra: « los escritores del norte hemos señalado que ninguno de nosotros ha abordado el narcotráfico como tema. Si éste asoma en algunas páginas es porque se trata de una situación histórica, es decir, un contexto […] » (2005: 60).
La narcoliteratura ha sido discutida mayormente en Colombia y en México, sobre todo a partir de los estudios de Héctor Abad Faciolince, quien mostraba una verdadera preocupación ética sobre la apología a la violencia y engrandecimiento del crimen a los que se podía llegar, sin embargo con el obvio señalamiento de que se trataba de un fenómeno ligado al contexto colombiano (Urgelles et al. 2021: 15). En México tal discusión se abrió con los artículos de Letras Libres ya mencionados, que además parecen enfrentar a la literatura que se hace en el centro del país con la que se realiza en el norte, por lo que no podríamos descartar que la reticencia que la Academia ha tenido hacia la literatura del norte puede estar relacionada con el centralismo cultural del país, que segrega a los productos creados en otras partes del territorio.
La literatura del narco o narcoliteratura tiene sus antecedentes inmediatos en lo que algunos llaman « literatura del norte » que a veces engloba temas que hacen alusión a la violencia de los estados norteños. Coincidimos con Parra al comprender la literatura del narco como un contexto y no como un tema, en este sentido, los años han ampliado ese contexto geográfico por lo que ya no es constreñible únicamente al norte de México y encontramos escritores del género que habitan en la zona del Bajío o centro, por ejemplo, Sara Uribe, Yuri Herrera o Juan Pablo Villalobos, por mencionar algunos. Así, observamos que la narcoliteratura, si bien surgió dentro de la literatura del norte, ahora rebasa dicha frontera geográfica.
Aunque aún se discute sobre la clasificación de géneros y subgéneros en la narcoliteratura (Urgelles et al. 2021: 17) existen algunos aspectos que se consideran comunes en este tipo de producciones, tales como a) narrador autodiegético, b) personajes victimarios y víctimas, c) la acción transcurre en narcozonas, d) hay una idea de un presente circular, sin progreso, e) auge y caída del narcomundo, f) pacto de lectura que suspende la incredulidad (Urgelles et al. 2021: 18-31) y de tramas relacionadas con la deslegitimación del Estado (Santos et al. 2016: 16-17), aspecto que resulta fundamental por lo que se ha expuesto anteriormente en este texto.
En México, podemos relacionar a la narcoliteratura con la novela policiaca en tanto que ambas vierten en la ficción la relación de interdependencia entre las instituciones, cuya función es proteger a la ciudadanía, con el crimen organizado. Por ello, aquellas ficciones con policías y criminales son las más reconocibles al hablar de esta clase de literatura, además de que Elmer Mendoza, quien ha sido el mayor exponente de la literatura del narco, recurre una y otra vez a las fórmulas de la policiaca para evidenciar la relación entre el Estado y el narcotráfico.
En general, estas novelas son profundamente políticas, aunque la recepción lectora en el espacio mexicano parece pasarlo por alto. Son políticas ya que muestran las desigualdades sociales, injusticias derivadas del abuso de poder, un Estado resquebrajado por la corrupción y la telaraña creada entre el Estado y el narcotráfico en la que el ciudadano común queda atrapado.
Las obras de la narcoliteratura van desmontando el sistema corrupto sólo que ahora el policía disoluto no actúa solo o por fines personales sino que es un títere de capos, narcotraficantes y políticos. Sin embargo, la narcoliteratura en México no se ha detenido en la novela policiaca de Mendoza. También aparece narrada desde la mirada infantil del hijo de un narcotraficante en Fiesta en la madriguera (2010) de Juan Pablo Villalobos, aparece en la crónica con tono irónico 一porque la denominación de guerra contra el narco por parte del Estado es de por sí una ironía一 de Carlos Velásquez en El karma de vivir al norte (2013) o en la novela de Eduardo Antonio Parra, Laberinto (2013), que cuenta el trauma de dos sobrevivientes de una noche atroz. Lo narco se encuentra incluso en obras que no tratan sobre el narcotráfico, por ejemplo en Autobiografía de algodón (2020) de Cristina Rivera Garza, la narradora va en un viaje por carretera por el norte de México en busca de sus antecedentes familiares y en un episodio se siente observada e incluso seguida por alguien, que bien entendemos como algún matón. Es decir, la presencia del narcotraficante y sus secuaces aparecen como una presencia latente a cada paso, con lo que confirmamos las palabras de Parra: el narcotráfico no es un tema, es un contexto.
En fin, no podemos negar que el boom de la literatura del narco se convirtió en un suceso editorial y, eventualmente como producto atractivo, comenzó a ganar relevancia en el terreno académico. En poco más de una década, la narcoliteratura11 pasó a ser central en los estudios de literatura contemporánea, como señala Nery Córdova:
De la economía a la política y de la sociedad a la cultura: las andanzas de las drogas ilegales han marcado sus resabios […] la violencia se transforma y “forma cultura”, precisamente cuando ha crecido y rebasado su condición pasajera e incidental, se ha arraigado en el pensamiento y en la vida social y se ha convertido, ya, en “una predisposición” (Cordova 2005: 56).
Constatamos que el narcotráfico ha permeado en distintas esferas de la vida como el pensamiento y las expresiones artísticas mexicanas, y por ello son asimiladas como productos comerciales, cuya demanda va de la mano del recrudecimiento de la violencia (Rojas-Sotelo 2014: 223). Entonces, la legitimación de la narcoliteratura, nos parece, se da gracias al fenómeno editorial y cultural —pensando en una cultura pop— que comienza a asumir estos productos como parte de la cotidianidad.
Quizá la primera obra que se lleva los reflectores en el género es La Reina del Sur de Arturo Pérez-Reverte (2002), irónicamente escritor español, lo que llevaría a postular una forma de jerarquía en lo que integra a la literatura, siendo la mirada europea lo que parece guiar la clasificación.
La mercantilización editorial ha permitido que el fenómeno sea difícil de ignorar. De manera tangencial a este proceso, opera la canonización de un género a partir de un cambio de valores en el campo literario y cultural imperante. El campo literario según lo estudió y definió Bourdieu (1990) implica un acercamiento a las obras literarias tanto en su estructura interna —a manera del formalismo— como externa, es decir la relación que existe entre la obra y los diversos sistemas en los que se encuentra inmersa: el cultural, social, político, económico, etc. Al mismo tiempo, es una estructura formada por un creador; agentes de legitimación como editores, profesores, académicos, críticos; sistemas de enseñanza y cenáculos.
La narcoliteratura no puede entenderse sin una mirada a los campos de acción en los que se desarrolla. Por un lado están las implicaciones económicas que el narcotráfico representa para la economía del país, las implicaciones económicas que la venta de estos best-sellers representan para las editoriales, el nivel simbólico en el que la narcoliteratura es una forma de representar y, quizá, comprender el fenómeno, y además, el nivel social en el que la literatura del narco es sólo uno más de los narcoproductos, en el mismo nivel que los corridos, las narcoseries, la estética buchona y el machismo imperante dentro de este mundo.
Finalmente, la Academia la acepta como producto analizable pues, su importancia histórica y social es innegable. Así, la entrada de la narcoliteratura al canon de la literatura mexicana ha sido posible gracias a un desplazamiento del campo intelectual hacia los estudios culturales que han permitido una visión más amplia de los productos dignos de estudiarse.
Las investigaciones actuales sobre narcocultura parten de los estudios colombianos sobre el fenómeno. Gracias a pioneros del tema como Omar Rincón o Héctor Abad Faccioline12, podemos comprender que, si bien en un principio la narcocultura surge de forma natural en respuesta al contexto de violencia, con el tiempo, va permeando otros aspectos de la vida social, un poco se diluye su esencia testimonial y comienza a producirse en masa debido al creciente consumo de parte del público.
En este sentido, debemos fijar la mirada en otras formas de narrar el mundo del narcotráfico. Encontramos así, medios audiovisuales, donde se inscriben los vídeos musicales, narco telenovelas y películas. Último campo en dónde sobresalen las obras del director Luis Estrada de quien podemos citar El infierno (2010) que marcó un antes y un después en la forma de hacer cine sobre el narcotráfico pues hasta entonces los capos aparecían como células solitarias y fue en El infierno donde se mostraron como parte de una organización relacionada con distintos niveles gubernamentales. De hecho, en la mencionada película se hace un homenaje a los filmes de los hermanos Almada, actores que desde los setenta hasta el 2000 fueron el estandarte de las películas de vaqueros y vengadores del sistema corrupto en México.
Pensando en el narco y la lógica de consumo, no resulta extraño que los grandes monstruos del entretenimiento tomen la oportunidad de narrarlo con ánimos de lucro. Como explica Margarita Jácome (2020), la explosión de la narcocultura como producto de consumo, tiene que ver con la explotación de las identidades regionales para el consumo transnacional, algo equiparable al exotismo. Entonces, lo narco sí se convierte en tema de explotación y ya no se le mira como un contexto.
Así, encontramos producciones colombianas como Sin tetas no hay paraíso (2010) o Rosario Tijeras (2016) y producciones mexico-americanas como El señor de los cielos (2013) o La reina del sur (2011). A diferencia de las producciones colombianas, basadas en best-sellers de su momento, las producciones de México y Estados Unidos no se centran en el desarrollo de una historia ficcional dentro del mundo del narco sino en las vidas, ascenso y caída de capos, que, aunque también ficcionales, nos hacen notar un creciente interés por explorar su figura como eje central de la narración. Tomemos como ejemplo a Netflix, que ha producido series con la temática —ya vuelto tema y no contexto— del narcotráfico: El Chapo (2017-2018), Narcos Colombia (2015‑2017) y Narcos México (2018-2021). Superproducciones con mucho presupuesto porque el retorno de inversión lo vale. Series apegadas a la Historia que permiten conocer al narcotraficante como hombre, un desarrollo de personaje lo suficientemente bien construido para olvidar al narco real e histórico y mirarlo como una figura alegórica de esa relación entre gobierno y narcotráfico de la que hemos hablado y así, empatizar con él. La representación del narco en cine, pero sobre todo en series, impulsó un amplio mercado dentro de la moda, para que cualquiera pueda emular los estilos vestimentarios del narco.
De igual forma, las series mencionadas son relevantes para comprender el imaginario que gira en torno a las mujeres en el mundo del narcotráfico, si bien es cierto que su presencia tiende a ser la acompañante mujer-trofeo del capo en turno, poco a poco se le ha comenzado a dar más relevancia. Si bien, el Capitalismo Gore está establecido y perpetúa valores patriarcales, las mujeres también son partícipes de dicha estructura, aunque el bien que invierten en tal empresa no son drogas sino su cuerpo y su propia vida.
Al mismo tiempo, y de forma casi irónica, la participación de las mujeres en el mundo del narco está relacionada con la estetización de ese contexto pues implica que se debe tener cierto tipo de cuerpo y cierta vestimenta para ser consideradas atractivas por el jefe de turno. Tomemos como ejemplo las novelas colombianas Rosario Tijeras, escrita en 1999 por Jorge Franco; Sin Tetas no hay paraíso, de Gustavo Bolívar y publicada en 2005; y la mexicana Perra Brava de Orfa Alarcón, publicada en 2010. Rosario es una joven que, consciente de su belleza utiliza su cuerpo como moneda de cambio para mantener su posición en la organización donde trabaja como sicaria; Catalina, de Sin tetas no hay paraíso, asume su cuerpo como único bien comercializable con el que cuenta para salir de un ambiente familiar insatisfactorio; Fernanda, de Perra Brava sin embargo, entrega en total sumisión su cuerpo para mantener los lujos proporcionados por su pareja, un narcotraficante local. En los tres casos, el cuerpo de las protagonistas se convierte en un bien de consumo para la organización criminal y vemos la batalla de las protagonistas por mantenerlo según el estándar de belleza. Rosario tiene trastornos alimenticios, Catalina se somete a distintas cirugías plásticas y Fernanda hace ejercicio de manera constante.
La moda “buchona” es parte de la vida actual y ha permeado tanto en la cotidianidad que no se tiene que ser una mujer del narco para desear un cabello largo y liso, o unas pestañas de mink. Al fin de cuentas, la estética del narco también implica mostrar cierto estatus económico y qué mejor forma de hacerlo que vistiendo a mujeres-aparador que ostenten aquello que sólo algunos pueden obtener.
De la misma forma que los discursos audiovisuales y literarios, el discurso musical también cuenta con un antecedente claro e histórico: el corrido revolucionario. De la misma manera que los corridos contaban las hazañas de los grandes héroes revolucionarios, el narcocorrido, tiene un repunte con Chalino Sánchez en los noventas, Los Tucanes de Tijuana en la década de los 2000, y los Tigres del Norte como una presencia atemporal. Todos cantando las historias de « jefes distinguidos » y los excesos de los que gozan, la mayoría de las veces narrados a través de eufemismos para evitar la censura nacional.
Conclusiones
El problema del narcotráfico en México no es para nada nuevo y tiene sus semillas gestantes en diferentes épocas históricas, sobre todo del siglo XX. Como menciona Sayak Valencia (2020), podemos ver en el narcotráfico un eslabón para pensar la historia y poder comprender los alcances inevitablemente presentes en años futuros.
La razón es que el mundo del narcotráfico es tan amplio que abreviarlo a una visión maniquea de buenos contra malos, de buen gusto contra mal gusto, de alta cultura y baja cultura es reduccionista y miope. El narcotráfico no es sólo una actividad económica ilegal, es también una discusión sobre la cultura del machismo, sobre la irresponsabilidad política, sobre la recepción de estos productos en el extranjero, sobre la doble moral y la censura13. Una de las caras del sistema capitalista y neoliberal.
Finalmente, señalamos que el desarrollo de las narrativas del narco no es sino el reflejo de una actitud inherente en todas las sociedades, con ello nos referimos a construcción de medios-estrategias que les permitan enfrentar los desequilibrios de su realidad, a la manera de un espejo de Perseo, pues dichos discursos son una puerta de acceso con lupa a determinadas estructuras de poder que nos dejan comprender el fenómeno. De tal manera que el encadenamiento de imágenes de lo narco entre las que se entrelazan imágenes del nacionalismo mexicano, de la Santa Muerte, del arte del siglo XX mexicano, etc. hasta desembocar en la edificación de un espacio apocalíptico geolocalizado, racializado y exotizado, para un mercado global, donde la exportación del producto, es principalmente en el espacio del entretenimiento. Y donde el consumo de este afecta directamente al espacio del que proviene. Como un uróboro irrefrenable.